Guerra y paz (117 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Recibió seca y fríamente a Bolkonski y le dijo, con su pronunciación alemana, que informaría de él al emperador para que le fijara un destino. Allí supo el príncipe Andréi sin preguntarlo, que Anatole se encontraba en el ejército de Bagratión, donde había sido enviado y donde se quedaba por el momento. Al príncipe Andréi esa noticia le resultó grata. No tenía intención de buscar a Kuraguin, no se apresuraba en cumplir su decisión; sabía que esta nunca iba a cambiar.

Allí, a pesar de toda la indiferencia que sentía hacia la vida, el interés del centro generado por la enorme guerra le sedujo involuntariamente. Durante cuatro días en los que no fue requerido para nada, tuvo tiempo de saber, por las conversaciones con los miembros del Estado Mayor, la confusión en la que estaba sumida la dirección del ejército e incluso el príncipe Andréi, en su actual estado de ánimo en el que consideraba que todo lo escandaloso era tal y como debía ser, no pudo salir de su asombro. Cuando aún se encontraban en Wilno el ejército estaba dividido en dos, una parte estaba comandada por Barclay de Tolli y la segunda por Bagratión. El emperador se encontraba en la segunda. En la orden de operaciones no se había dicho que el emperador fuera a ejercer el mando, solo se había dicho que el emperador estaría en el ejército. Además, el emperador no tenía Estado Mayor propio de comandante en jefe sino que había un Estado Mayor imperial. A su lado se encontraban los jefes de su cuartel general imperial: El príncipe Volkonski y sus altos cargos, los generales y los ayudantes de campo del emperador y una gran cantidad de extranjeros, pero no había Estado Mayor del ejército. Así que en ocasiones había que cumplir las ordenes del príncipe Volkonski cuando se sabía que venían del emperador, y en ocasiones no. Además de eso, junto al emperador se encontraban sin cargo Arakchéev, un íntegro general, Bennigsen el más anciano de todos y el Gran Príncipe. A pesar de que estas personalidades se encontraban sin cargo, por su posición ostentaban influencia y el jefe del ejército con frecuencia no sabía en calidad de qué preguntaba o aconsejaba una u otra cosa Bennigsen o el Gran Príncipe o el comandante en jefe. Pero esa era la coyuntura externa, el sentido esencial de la presencia del emperador y de todas estas personas estaba claro desde el punto de vista cortesano (y en presencia del emperador todos se convertían en cortesanos). Este era el siguiente: el emperador no había adoptado el grado de comandante en jefe pero regía tanto el primer como el segundo ejército. Arakchéev era fiel, cumplidor y un guardián del orden y el provecho, que en cualquier momento podía ser necesario. Bennigsen, propietario de tierras en Wilno, era en esencia un buen general, útil para aconsejar y puede que incluso para sustituir a Barclay. El Gran Príncipe estaba allí por su gusto. El ministro Stein estaba allí porque era un buen consejero y porque era un hombre inteligente y honesto a quien Alejandro sabía apreciar. Armfeld sentía un odio enconado hacia Napoleón y era un general seguro de sí mismo, cosa que siempre ejercía influencia sobre Alejandro. Paulucci estaba allí porque era audaz y decidido en sus discursos. Los generales ayudantes estaban allí porque iban a cualquier parte donde se encontrara el emperador y finalmente, el principal, Pful estaba allí porque él, habiendo preparado el plan de batalla contra Napoleón y habiendo hecho a Alejandro creer en la utilidad de este plan, dirigía todos los asuntos bélicos. Junto a Pful se encontraba Volsogen, que transmitía las ideas de Pful de un modo más adecuado que el propio Pful, brusco, presuntuoso hasta el desprecio a los demás y teórico de gabinete.

Además de estas mencionadas personalidades rusas y extranjeras en el cuartel general del emperador había aún muchas más, especialmente extranjeras y todas, especialmente las extranjeras (con la audacia propia de quien se mueve en un ambiente ajeno) aportaban su óbolo de divergencia de opiniones en la organización del ejército.

El príncipe Andréi, que no tenía ningún interés personal, se encontraba en la mejor posición para la observación. Entre todas las ideas y las voces de ese inmenso, agitado, brillante y orgulloso mundo, el príncipe Andréi veía las más claramente subdivididas corrientes y partidos siguientes:

El primero estaba compuesto por Pful y sus seguidores, teóricos de la guerra, que creían en la existencia de una ciencia bélica y en que esta ciencia tiene unas reglas inmutables, reglas de movimientos, de marcha, y otras similares y que exigían la retirada al interior del país, una retirada desde el punto de vista de las reglas descritas por esa ilusoria teoría bélica y en los que en cada desviación de esa teoría solo veían barbarie, ignorancia o mala intención. A estos pertenecían Volsogen, Armfeld y otros, en su mayoría alemanes.

Como siempre sucede, junto a un extremo había representantes de otro extremo. Estos eran aquellos que ya en Wilno habían instado a la invasión de Polonia y la emancipación de todos los planes establecidos con anterioridad. Además de que los representantes de este partido fueran los defensores de las acciones más arriesgadas, también eran los representantes del nacionalismo, a causa de lo cual eran aún más unilaterales en las disputas. Estos eran los rusos: Bagratión, Ermólov y otros. En aquel entonces fue muy difundida una broma de Ermólov: él solo le pedía al emperador una gracia, que le ascendiera a alemán. Estos decían, recordando a Suvórov y a Rumiántsev, que no había que pensar, ni clavar chinchetas en los mapas sino combatir y luchar, no permitir al enemigo que entre en Rusia y no dejar que las tropas se desalienten.

El tercer partido al que parecía pertenecer el propio emperador era el de los cortesanos que pactaban con ambas corrientes. Estos pensaban y decían lo que de ordinario dice la gente que no tiene convicciones propias pero que desea aparentar que las tiene, tanto más dado que parecen estar por encima de todos los extremos. Analizando y uniendo las corrientes decían que sin duda la guerra, especialmente con un genio como Bonaparte (se había convertido de nuevo en Bonaparte), exigía profundas consideraciones, profundos conocimientos científicos (y en este asunto Pful era genial); pero que a la vez sin lugar a dudas, los teóricos eran unilaterales y por eso había que escuchar también las voces que exigen una acción enérgica, se junta todo y sale... un embrollo, decían sus adversarios, pero ellos decían que el resultado era excelente.

La cuarta tendencia era la tendencia de la que el representante más visible era el Gran Príncipe, el heredero, el tsesarévich, que no podía olvidar el desengaño de Austerlitz, donde él, como en una revista había partido al frente de la guardia con casco y pelliza, suponiendo bravamente aplastar a los franceses y había caído inesperadamente en primera línea y conseguido huir a duras penas de la confusión general. Estos tenían en sus juicios la virtud y el defecto de la sinceridad. Temían a Napoleón, veían en él la fuerza y en ellos la debilidad y lo decían directamente. Decían; «De esto no saldrá nada excepto dolor, vergüenza y muerte. Hemos abandonado Wilno, hemos abandonado Vítebsk, y abandonaremos Drissa». «Todos los alemanes son unos cerdos —decía breve y claramente el Gran Príncipe—. Lo único inteligente que nos queda hacer es firmar la paz y lo antes posible, antes de que nos arrojen de San Petersburgo.»

Esta opinión, muy difundida entre las altas esferas del ejército, encontraba apoyo en San Petersburgo en la persona del canciller Rumiántsev, que por otras razones de estado también estaba a favor de la paz.

Los quintos eran los partidarios de Barclay de Tolli no tanto como hombre sino como ministro de la Guerra y comandante en jefe. Ellos decían: «Por muchos defectos que tenga (siempre comenzaban así) es un hombre honrado y sensato, no hay nadie mejor que él. Hacedle jefe del Estado Mayor y dadle poder, porque la guerra no puede tener éxito sin un único líder. Bueno, y si no es Barclay, al menos que no sea Bennigsen, este ya demostró su incapacidad en 1807, dádselo a algún otro, pero que alguien tenga el poder, porque así no se puede continuar».

Los sextos eran los partidarios de Bennigsen, decían que al contrario, no había nadie más juicioso y experimentado que Bennigsen y que por muchas vueltas que dieran de todos modos volverían a él. Hay que dejarlos que cometan errores, cuantos más cometan mejor: al menos pronto se darán cuenta que así no pueden seguir. Y no es necesario un Barclay cualquiera, sino un hombre como Bennigsen, que ha demostrado de lo que es capaz, al que el propio Napoleón hizo justicia y bajo las órdenes del cual todos servirían gustosamente.

Los séptimos eran las personas que siempre se encuentran en la corte, junto a los emperadores jóvenes y de los que junto al emperador Alejandro había una cantidad especialmente grande, estas personas eran los generales y ayudantes de campo del emperador, entregados al zar no como emperador, sino como hombre, que le adoraban, como le adoraba Rostov en el 1805 y que veían en él no solo todas las virtudes, sino todas las cualidades humanas. Estas personas, aunque admiraban la humildad del emperador, se lamentaban de ella y lo único que deseaban era que su adorado zar dejara todas sus excesivas inseguridades y declaraban abiertamente que él debía ponerse a la cabeza del ejército y establecer, allí donde se encontrara, el Estado Mayor, y que cuando lo necesitara se hiciera aconsejar de teóricos y prácticos experimentados y que debía conducir él mismo las tropas, que solo esto conseguiría infundirles el mayor entusiasmo.

El octavo y más numeroso grupo que suponía un noventa y nueve por ciento del total se formaba de las personas que no deseaban. No deseaban la paz ni la guerra, ni la ofensiva ni el repliegue, ni el campamento junto al Drissa ni en cualquier otro sitio, ni a Barclay, ni al emperador, ni a Pful ni a Bennigsen y que solamente deseaban una cosa y esta era la más importante: la mayor cantidad de provechos y placeres. En ese río revuelto de intrigas cruzadas y enmarañadas, que pululaban por el cuartel general imperial, se podían obtener muchas cosas que en otro momento hubieran resultado imposibles. Aquellos que lo único que deseaban era no perder su ventajosa posición hoy estaban de acuerdo con Pful, mañana con sus detractores y pasado mañana afirmaban que no tenían ninguna opinión sobre un asunto determinado, solamente para esquivar la responsabilidad. Otros, deseando extraer beneficio, llamaban la atención del emperador con sus discusiones y gritaban en el consejo, se daban golpes de pecho y retaban a duelo a los que eran de otra opinión, demostrando con esto que estaban dispuestos a sacrificarse por el bien general. Unos terceros, a la chita callando, mendigaban entre consejo y consejo y en ausencia de sus enemigos, un subsidio por sus fieles servicios, otros, como por descuido, siempre se mostraban abrumados de trabajo a ojos del emperador, otros habían conseguido una meta largo tiempo deseada: comer con el emperador, y para ello demostraban que Pful estaba en lo cierto o estaba en un error y aportaban evidencias más o menos firmes.

La mayoría pescaban rublos, condecoraciones y ascensos y en esa pesca seguían solo la dirección de la veleta de la gracia del zar y tan pronto como advertían que la veleta giraba hacia un lado, todos esos zánganos que poblaban el ejército comenzaban a zumbar en esa dirección y así al emperador le resultaba más difícil girar hacia otro lado. En medio de esa situación indeterminada, ante un peligro serio que amenazaba al ejército, que le otorgaba a todo un carácter especialmente alarmante, en medio de ese torbellino de intrigas, amor propio, conflictos, diferentes opiniones y sentimientos, frente a la diferencia de raza de todos estos personajes, este octavo partido de personas que se ocupaban de sus intereses personales, añadía una gran confusión y embrollo a la marcha general del asunto. Cualquiera que fuera la cuestión que saliera a la palestra, este enjambre de zánganos sin detenerse ya en los anteriores asuntos volaba hacia el nuevo tema y con su zumbido acallaba y cubría a todas las voces sinceras que debatían.

En el momento en el que el príncipe Andréi llegó al ejército, de todas estas facciones se había formado una nueva, la novena y última, que comenzaba a alzar su voz. Era un partido formado por ancianos juiciosos, con experiencia en el Estado y conocimientos y que no compartían ni una corriente ni su opuesta y que miraban a todo lo que sucedía en el Estado Mayor de manera objetiva y que buscaban los métodos para salir de esa incertidumbre, indecisión, confusión y debilidad. Las personas de esta facción decían y opinaban que todos los problemas provenían de la presencia del emperador con la corte en el ejército; que habían llevado al ejército esa incertidumbre, y que esa convencional y vacilante inestabilidad de las relaciones que era adecuada para la corte resultaba dañina en el ejército; y que el emperador debía gobernar y no comandar las tropas y que la única salida para esa situación era que el emperador y su corte abandonaran el ejército, que la sola presencia del emperador paralizaba a cincuenta mil soldados, necesarios para su seguridad y que el peor comandante en jefe, aisladamente, sería el mejor si se le relacionaba con la presencia y el poder del emperador.

XI

E
N
los días que el príncipe Andréi pasó sin ocupación en el campamento del Drissa, Shishkov, secretario del emperador, que era uno de los principales representantes de ese partido, escribió una carta al emperador que también acordaron firmar Balashov y Arakchéev. En esa carta, utilizando el permiso que le había dado el emperador para opinar acerca de la marcha de los acontecimientos, respetuosamente y con la excusa de la necesidad que tenía el emperador de infundir ánimo a la población de la capital frente a la guerra, le proponían que abandonara el ejército.

Esa carta aún no había sido entregada al emperador cuando Barclay dijo a Bolkonski tras el almuerzo que el emperador quería ver en persona al príncipe Andréi para preguntarle sobre Turquía y que fuera al cuartel general de Bennigsen a las seis de la tarde. Ese mismo día se habían recibido noticias en el cuartel del emperador de un nuevo movimiento de Napoleón, que podía suponer un peligro para el ejército y esa misma mañana el coronel Michaut visitaba la fortificación del Drissa en compañía del emperador, informándole de que ese campamento fortificado construido por Pful y que se consideraba una obra maestra de la táctica, que debía aniquilar a Napoleón, era un absurdo y la perdición del ejército ruso.

El príncipe Andréi fue al cuartel del general Bennigsen que ocupaba una antigua casa de hacendados en la misma orilla del río. Allí no se encontraban ni Bennigsen ni el emperador, pero

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