Guerra y paz (136 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Con ayuda de un servicial encargado de provisiones que le acercó el caballo, y después de montar, Pierre se fue hacia esa aldea que tenía frente a sí y a la que el doctor había llamado indefinidamente Burdinó o Borodinó. La pequeña calle de esta aldea, como cualquier otra, con casas sin tejado y con pozos en la calle, estaba llena de mujiks con cruces en las gorras, que, conversando, en mangas de camisa, llevando palas al hombro, le salían al encuentro. Al final de la calle los mismos mujiks cavaban una trinchera y se llevaban la tierra en carretillas sobre tablas colocadas en el suelo. Dos oficiales se encontraban en la excavación dirigiendo a los mujiks. Tan pronto como Pierre se acercó a la fortificación que estaba cavando la milicia, un hedor a humanidad le envolvió.

—Permítame que le pregunte —le dijo Pierre a un oficial—, ¿qué aldea es esta?

—Borodinó.

—¿Y cómo puedo llegar a Tatárinov?

El oficial, visiblemente contento de tener ocasión de charlar, bajó de la elevación y tapándose la nariz pasó junto a los miembros de la milicia que trabajaban con sus sudadas camisas.

—Agh, malditos —decía él, al acercarse a Pierre, acodándose en su caballo—. ¿Va a Tatárinov? Entonces tiene que volver atrás, si sigue por este camino llegará directamente a los franceses. Ya son visibles.

—¿Se les puede ver a simple vista?

—Sí, ahí están, ahí están.

El oficial señaló con la mano la masa negra. Ambos guardaron silencio.

—Sí, no se sabe quién quedará vivo mañana. Muchos no lo contarán. Gracias a Dios, ya todo se acaba. —Un suboficial se acercó a decir que hacía falta ir a por cestos.

—Bueno, manda de nuevo a la tercera compañía —dijo el oficial con desgana—. ¿Y usted quién es? —preguntó él—. ¿Es uno de los médicos?

—No, no —respondió Pierre.

—Vuelva hacia atrás por la calle y coja el segundo desvío a la izquierda, donde está ese pozo.

Pierre se fue por el camino que le había indicado el oficial, y sin haber llegado a salir aún de la aldea vio que por el camino que él debía seguir avanzaba bien alineado un batallón de infantería con los chacos quitados y los fusiles bajados. Por detrás de la infantería se escuchaban cánticos religiosos y, adelantándole, pasaron corriendo soldados y milicianos descubiertos.

—¡Traen a nuestra Santa Madre!

—¡Nuestra protectora la Virgen de Iveria!

—La patrona de Smolensk —corrigió otro. Los milicianos, tanto los que había en la aldea, como los que trabajaban en la batería, que arrojaban las palas, corrían gritando al encuentro de la procesión. Detrás del batallón, que iba al frente, iban los sacerdotes vestidos con casullas, uno llevaba una tiara y una cruz y cantando iban tras él los soldados y oficiales llevando un gran icono con un rostro negro. Tras el icono y a su alrededor, desde delante y de todas partes avanzaba, corría y se postraba en el suelo, una multitud con la cabeza descubierta. Al llegar a la aldea la procesión se detuvo, el sacerdote encendió de nuevo el incensario y comenzaron las plegarias.

Pierre bajó del caballo y se quitó el gorro, permaneció de pie durante un rato y siguió adelante.

Por todo el camino vio a derecha e izquierda las mismas tropas con los mismos rostros ensimismados que adoptaban la misma expresión sorprendida al verle. «Y estos, estos se cuentan dentro de esos veinte mil para los que ya están preparando las camillas y las camas para mañana», pensaba él al mirarles. Unos cuantos ayudantes de campo y generales le salieron al encuentro, pero todos le eran desconocidos. Le miraban con curiosidad y seguían adelante. En el desvío hacia Tatárinov se encontró con dos generales en dos drozhki, acompañados de una gran cantidad de ayudantes de campo. Uno era el general Bennigsen, que había ido a examinar la posición. Entre el séquito que acompañaba a Bennigsen, había muchos conocidos de Pierre. Le rodearon inmediatamente y comenzaron a preguntarle sobre Moscú y sobre la razón por la que se encontraba allí, y para su sorpresa, apenas si se extrañaron al saber que había ido para tomar parte en la batalla. Bennigsen, al reparar en él y deteniéndose en una fortificación que estaban excavando, deseó conocerle, le llamó y le propuso que fuera junto a ellos por la línea.

—Le resultará interesante —dijo él.

—Sí, muy interesante —dijo Pierre.

—En lo que concierne a su deseo de tomar parte, pienso que lo mejor es que vaya a decírselo a Su Serenísima, él se alegrará mucho...

Bennigsen no habló más con Pierre. Era evidente que estaba demasiado agitado y excitado ese día, lo mismo que la mayoría de los que le rodeaban. Bennigsen observó toda la línea de vanguardia en la que estaban distribuidas nuestras tropas, hizo unas cuantas observaciones, aclaró algo con el general que estaba con él y que se le acercó y dio alguna orden. Pierre, escuchándole, aguzó toda su capacidad intelectual para comprender la esencia de la batalla que se avecindaba y las ventajas y desventajas de nuestra posición; pero no pudo entender nada de lo que veía y escuchaba.

Y no podía entenderlo porque en la disposición de las tropas antes de la batalla estaba acostumbrado a buscar una refinada agudeza y una genialidad que no veía allí. Él veía que sencillamente aquí se encontraban estas tropas, allí esas otras, y más allá aquellas otras, que se podían haber situado, con la misma utilidad, más a la derecha o más a la izquierda, más cerca o más lejos. Y por la sencilla razón de que le parecía así de simple, sospechaba que no comprendía la esencia del asunto y escuchaba atentamente las palabras de Bennigsen y de los que le rodeaban. Volvieron por la línea del frente, a través del parapeto excavado en Borodinó, donde Pierre ya había estado, pasaron después por el reducto, que todavía no tenía nombre y que después recibió el nombre de reducto Raevski, donde colocaron los cañones. Pierre no prestó ninguna atención a ese reducto. (Por todos lados veía gente cavando.) No sabía que ese sitio se haría más conocido que todo el campo de Borodinó, después fueron hacia Semionovskie, donde los soldados llevaban los últimos troncos de las isbas y las mosteleras. Después, subiendo y bajando, por un campo de centeno, destrozado y arrancado como a causa del granizo, pasaron por un nuevo camino abierto para la artillería hacia las flechas donde también estaban cavando y que Pierre solo recordaría porque allí bajó del caballo y desayunó en la zanja con Kutáisov, que le invitó a tomar albóndigas.

Bennigsen se detuvo en las flechas y se puso a observar al enemigo que estaba enfrente, en lo que la víspera fuera nuestro reducto de Shevardinó, se encontraba a una versta y media y los oficiales aseguraban que en un grupo de jinetes que se divisaba estaban Napoleón o Murat. Cuando Pierre se acercó de nuevo a Bennigsen este decía algo, criticando la disposición y diciendo:

—Había sido necesario avanzar.

Pierre escuchaba atentamente, terminando de comerse las albóndigas.

—Es posible que esto no le interese —le dijo de pronto Bennigsen.

—No, al contrario, me interesa mucho —dijo Pierre, repitiendo la frase que había repetido ya veinte veces aquel día y nunca con total sinceridad. No podía entender por qué las flechas debían estar al frente, para que la batería de Raevski las cubriera y no que la batería Raevski estuviera delante, para que las flechas la cubrieran.

—Sí, esto es muy interesante —seguía diciendo él.

Finalmente llegaron al flanco izquierdo y allí Bennigsen confundió aún más a Pierre con su descontento por la situación del cuerpo de Tuchkov, que debía defender el flanco izquierdo. Toda la posición en Borodinó se presentaba para Pierre de la siguiente manera: la línea de la posición avanzada, que formaba arco hacia delante, se extendía tres verstas desde Gorki hasta la posición de Tuchkov. Prácticamente por el medio de la línea, más cercano al flanco izquierdo, se encontraba el río Kolocha, con escarpadas orillas, que dividía en dos toda nuestra posición.

Los puntos que resaltaban mirando de derecha a izquierda eran: 1) Borodinó, 2) el reducto Raevski, 3) las flechas, 4) el extremo del flanco izquierdo, un bosque de abedules, en el que se encontraba Tuchkov.

El flanco derecho estaba fuertemente protegido por el río Kolocha, el flanco izquierdo estaba débilmente protegido por el bosque de abedules, tras el que se encontraba el viejo camino Kalushskaia. El cuerpo Raevski se encontraba prácticamente al pie de la montaña. A Bennigsen le pareció que ese cuerpo no estaba en un lugar adecuado y le ordenó que avanzara una versta.

¿Por qué era mejor estar delante sin refuerzos, por qué no se hizo avanzar a otras tropas si el flanco izquierdo era débil, por qué Bennigsen le dijo al comandante que estaba con él que no era necesario que informara a Kutúzov de esa orden y por qué él mismo no informó a Kutúzov? Después Pierre escuchó cómo al encontrarse a Kutúzov Bennigsen le dijo que encontraba todo bien y no consideraba necesario cambiar nada. Todas estas eran cosas que Pierre no alcanzaba a comprender y que se le hacían aún más interesantes.

A las seis Pierre llegó, tras Bennigsen, a Tatárinov, donde se encontraba Kutúzov. Kutúzov ocupaba una gran isba con tres ventanas. A su lado había colgado en un cercado una tabla en la que ponía: «Cancillería del Estado Mayor». Enfrente, con unos carros a la puerta, se encontraba la isba en la que vivía Bennigsen.

Antes de entrar en la aldea, Pierre adelantó a su conocido Kutáisov, que volvía a caballo del mismo sitio que él, acompañado de dos oficiales. Kutáisov se puso a hablar con Pierre amistosamente, pero fue incapaz de evitar recorrer con miradas burlonas toda la figura de Pierre y sonrió ante la pregunta de cómo podía pedir al comandante en jefe permiso para
tomar parte
en la batalla.

—Venga conmigo, conde. El príncipe (Kutúzov) seguro que se encuentra en el jardín, bajo los manzanos. Le llevaré a verle. ¿Y qué, Moscú está agitada? —Y sin esperar respuesta, Kutáisov se fue al encuentro de un general que iba hacia él montado en un drozhki y cruzaron unas acaloradas palabras en francés. «La posición es débil, hace falta estar loco», escuchó Pierre.

—¿Quién es? —preguntó Pierre.

—Es el príncipe Evgueni, que ha ido al flanco izquierdo a observar la posición, que es inverosímil. Quieren que la artillería actúe desde debajo de la montaña... Bueno, a usted no le resultará interesante...

—No, al contrario... me interesa mucho. Lo he visto todo.

—Ah —dijo Kutáisov y ambos fueron hacia el cercado del que colgaba el letrero. Kutáisov desmontó y ordenó a un cosaco que tomara el caballo de Pierre y a Pierre le dijo dónde encontrar su caballo.

En el cobertizo dormía sobre la paja un oficial, que se cubría con la camisa para protegerse de las moscas y a la puerta había otro que almorzaba empanadillas y sandía.

—¿Se encuentra Su Serenísima en el jardín? —preguntó Kutáisov.

—Sí, está en el jardín, Excelencia.

Y Kutáisov, pasando a través del cobertizo, entró en el huerto de manzanos que tenía esas vibrantes luces y sombras, que solo se encuentran en los frondosos huertos de manzanos. En el huerto hacía fresco, y a lo lejos se dejaban ver las tiendas, una alfombra, los cuellos de los uniformes y las charreteras. Los árboles aún estaban llenos de manzanas y un muchacho descalzo, subido en la cerca, se encaramaba en un árbol y lo zarandeaba. Una muchacha recogía del suelo las manzanas que caían. Asustados, se quedaron petrificados al ver a Pierre. Les parecía que el fin de todas las personas, y por lo tanto también de estas, consistía en impedirles coger manzanas. Kutáisov se adelantó, desapareciendo entre los árboles, hacia la alfombra y las charreteras. Pierre, que no quería molestar al comandante en jefe, se quedó atrás.

—Está bien, ve tú solo y tráelo.

Kutúzov, riéndose por alguna razón, se levantó y se dirigió a la isba balanceándose con paso desigual y las manos a la espalda. Pierre se acercó a él. Pero antes el comandante en jefe se detuvo ante un oficial de la milicia que Pierre conocía. Era Dólojov. Dólojov le decía algo ardorosamente a Kutúzov, que saludaba a Pierre por encima de su cabeza. Pierre se acercó. Dólojov decía:

—Todas nuestras batallas se han perdido a causa de la debilidad de los flancos izquierdos. He observado nuestra posición y nuestro flanco izquierdo es débil. He decidido que si le informaba, Su Serenísima podía echarme o decir que ya tenía noticia de lo que yo le comunicaba, y que no tenía nada que perder.

—Está bien, está bien.

—Y si tengo razón, entonces hago un servicio a la patria, por la que estoy dispuesto a morir.

—Está bien, está bien.

—Y si Su Serenísima necesita un hombre para enviarlo al ejército enemigo y que mate a Bonaparte, yo estoy dispuesto a ser ese hombre.

—Está bien, está bien... —dijo Kutúzov, mirando a Pierre con ojos risueños y diciéndole en ese momento a Toll que había ido a por él—: Ahora voy, no puedo dividirme.

—Está bien, querido, te lo agradezco —le dijo a Dólojov, dejándole marchar. Luego le dijo a Pierre:

—¿Quiere oler la pólvora? Sí, es un olor agradable. Tengo el honor de ser un admirador de su esposa. ¿Ella está bien? Mi alojamiento está a su disposición. —Y Kutúzov se fue hacia su isba.

Después de almorzar con Kutáisov y de solicitarle un caballo y un cosaco, Pierre fue a ver a Andréi, con quien tenía intención de descansar y pasar la noche antes de la batalla.

XI

E
SA
clara tarde del 25 de agosto el príncipe Andréi se encontraba en un derruido cobertizo de la aldea Kniazkóv, echado sobre una alfombra extendida. El cobertizo estaba a las afueras de la aldea, sobre un pastizal en pendiente en el que se encontraban los soldados de su batallón. El techo del cobertizo estaba totalmente arrancado y un lado del mismo, que daba a la pendiente, estaba roto, de manera que al príncipe Andréi se le descubría un lejano y bellísimo paisaje animado por las tropas, los caballos y las columnas de humo que se elevaban de las hogueras por doquier. Cerca del cobertizo se podían ver los restos de una mostelera y entre la mostelera y el cobertizo había una franja de álamos y abedules con las ramas podadas que tendrían unos treinta años. Uno de ellos había sido talado y otros tenían marcas de hachazos. El príncipe Andréi había encontrado a sus soldados talando esos bosquecitos o huertos, que evidentemente habían sido plantados y cuidados por los campesinos y les prohibió que los talaran, dejándoles que cogieran la leña de los cobertizos. Los abedules aún verdes, con brillantes hojas amarillas aquí y allá, permanecían alegres, ensortijados sobre su cabeza, sin mover ni una sola hoja en la calma de la tarde. El príncipe Andréi amaba y sentía lástima por todo lo vivo y miraba alegremente esos abedules. Las hojas amarillas cubrían la tierra bajo ellos, pero esas hojas habían caído antes, pues ahora no caían, solo brillaban con la clara luz que se escapaba de entre las nubes. Unos gorriones volaron desde los abedules hasta el cercado y de nuevo emprendieron el vuelo hacia ellos.

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