Guerra y paz (140 page)

Read Guerra y paz Online

Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

—Querido mío. Hay que... —dijo la condesa.

—Es cierto... Los pollos enseñan a los recoveros... —balbuceó el conde con lágrimas de felicidad—. Gracias a ellos... Bueno, vayamos...

—¡Matiúshka! —vociferó el conde con alegría. Manda al diablo todo lo que haya en los carruajes y coloca allí a los heridos.

Sonia estaba contenta. Los heridos, Moscú y la patria no le importaban ni una pizca. Lo que le importaba era la felicidad de su familia y de la casa donde ella vivía. Ahora sentía ganas de reírse y saltar. Corrió a su habitación, tomó carrerilla y comenzó a girar muy rápidamente. Su vestido se infló en forma de barrilete y empezó a reír en voz baja. Tras satisfacer esta necesidad, corrió hacia Natasha y se puso a ayudarla, comprendiendo y haciendo todo mucho mejor que la misma Natasha.

Como pagando la deuda de no ponerse antes manos a la obra, toda la familia se aplicó con especial ardor en uno y otro asunto. Constantemente llegaban heridos y constantemente encontraban la posibilidad de descargar más cosas y dejar más carros libres. A ninguno de los siervos le pareció esto extraño.

Al día siguiente llegaron más heridos y de nuevo se detuvieron en la calle. Entre las personas de este último contingente había muchos oficiales, y entre los oficiales se contaba el príncipe Andréi.

—Podemos llevar a cuatro más —dijo un mayordomo—. Les daré mi carruaje, ¿dónde ponerles, si no?

—Bueno, dadles mi guardarropa —dijo la condesa—. Y que Duniasha se siente conmigo en la carreta.

Se les dio también el carro del guardarropa y decidieron colocar allí al príncipe Andréi y a Timojin. El príncipe Andréi yacía sin sentido. Cuando comenzaron a trasladarles, Sonia miró al rostro de alguien que parecía muerto. Se trataba del príncipe Andréi. Sonia se quedó igual de muerta que el rostro del herido y salió corriendo hacia la condesa.

—Mamá —dijo—. No puede ser. Natasha no lo soportará. ¡Será posible semejante destino!

La condesa no contestó. Levantó la mirada hacia los iconos y se puso a rezar.

—Los caminos del Señor son inescrutables —dijo para sí, sintiendo que en todo lo que ahora se estaba haciendo, esa mano todopoderosa antes oculta a la vista de la gente, empezaba a actuar terriblemente.

—Es evidente que debe ser así, amiga mía. Ordena que le lleven a la sala de billar, en la otra ala del edificio. Y no se lo digas a Natasha.

No pudieron salir en todo el día. Como señoritas que eran, Natasha y Sonia no entraron en el ala donde estaban los oficiales heridos porque hubiera resultado indecoroso. Natasha desconocía quién yacía, muriéndose, cerca de ella.

El día 30, Pierre se despertó y vio que a su alrededor todos se preparaban para partir también en su casa. Tomó asiento y comenzó a calcular 666: l’Empereur Napoléon y l’Russe Besuhoff también sumaban 666. Permaneció mucho tiempo sentado reflexionando y cuando se levantó, decidió firmemente quedarse en Moscú y matar a l’Empereur Napoléon, el culpable de todos los crímenes. «Todos sufren y han sufrido, excepto yo... Ahora es tarde para marcharse, el mayordomo y mi servidumbre... que así sea, yo puedo quedarme. El único causante de toda la desgracia es Bonaparte. Debo sacrificar todo, incluso la vida, por lo que han sacrificado ya otros... 666... Me quedaré en Moscú y mataré a Bonaparte», decidió Pierre.

Llamó al mayordomo y le anunció que no recogiera, ni escondiese, ni preparase nada, que él se quedaba en Moscú y, ordenando que le engancharan el drozhki, acudió a Moscú a averiguar en qué estado estaban las cosas. Al no encontrar a nadie excepto a una multitud junto a la casa del conde Rastopchín, se dirigió a su casa y al pasar junto a la calle Povarskaia, vio que en la casa de los Rostov se destacaban unos carruajes.

—Ya no hay nada de lo anterior. Ahora, que estoy seguro de no volver a verla nunca más, debo pasar a verles.

Entró en casa de los Rostov.

—Mademoiselle Natalie, tengo que hablar con usted, venga aquí.

Ella entró con él al salón.

—Así que —dijo él, hablando todo el tiempo en francés—. Sé que ya no volveré a verla, sé que... ahora es el momento... No sé para qué es el momento, no pensaba que iba a decirle esto. Pero ahora es un momento tal, que nos encontramos todos al borde de la tumba y me avergüenza nuestro decoro. La amo, la amo locamente como nunca he amado a otra mujer. Usted me ha dado una felicidad que nunca antes he experimentado. Sepa usted esto, quizá le resulte agradable saberlo. Adiós.

Pierre se marchó sin dar tiempo a Natasha a contestar. Ella le contó a Sonia lo que le había dicho Pierre y, cosa extraña, en aquella casa atestada de heridos, con el enemigo en las puertas de Moscú y con el desconocimiento sobre el paradero de sus dos hermanos, por primera vez después de largo tiempo volvieron a retomar su conversación íntima de antaño. Sonia dijo que hacía tiempo que se había percatado de ello y se asombró de que él no lo hubiera dicho antes y no ahora, como un loco.

Natasha no respondió y se levantó.

—¿Dónde estará él ahora mismo? —preguntó—. Ojalá que tenga suerte y que Dios le perdone.

Quería decir Andréi. Sonia lo comprendió, pero con su especial habilidad para disimular, dijo tranquilamente:

—Si estuviera herido o muerto, lo sabríamos.

—¿Sabes, Sonia? Nunca le amé con toda mi alma y entrañas.

No le amé en absoluto de ese modo, se trató de algo diferente. No le amé, y en eso la primera culpable soy yo. Si supiera que es feliz, podría vivir. Pero ahora no... Ahora todo en este mundo me parece negro y tenebroso. Adiós. Tienes sueño, ¿no?

XV

A
L
día siguiente, Napoleón ya estaba en Poklónaya Gora y divisaba Moscú, esa ciudad asiática con innumerables iglesias, y dijo:

—Así que, al fin, esta célebre ciudad... Hace tiempo que debían traerme a los boyardos. —Y bajándose del caballo, miró a esa ciudad que al día siguiente debía de ser ocupada por el enemigo y convertirse en algo semejante a una doncella después de perder la virginidad, según su propia expresión.

Aquella mente estrecha no se imaginaba nada excepto la ciudad, el botín, su gran conquista, Alejandro Magno, etcétera. Y él, con una alegría rapaz e insulsa contempló la ciudad y creyó en el plano al detalle de la ciudad extendido ante él.

—Sí —dice el bandolero, preparándose para violar a una mujer—. Me han dicho que es una belleza: trenzas, pecho... todo como me lo habían contado.

Los boyardos no llegaron y ruidosamente, al grito y a la señal de «¡Viva el emperador!» las tropas se arrojaron a través del puesto de Dragomílovski.

En ese momento, Pierre, con una camisa de mujik, pero calzado con unas botas finas que se había olvidado de quitar, caminaba por el desierto Devichye Pole manoseando una pistola que llevaba escondida y con sus ojos miopes desprovistos de las lentes, posados sobre los pies. Pierre quemó todas sus naves y salió de la línea que ocupaban nuestras tropas y se apresuró en pasar a la de los franceses. Experimentó en él una nueva y feliz sensación de independencia, similar a la que experimentaría una persona rica abandonando todos sus caprichos de lujo y dirigiéndose de viaje con una bolsa de mano a las montañas de Suiza. «¿Qué me hace falta? Voy solo y tengo de todo: sol y fuerzas.» Esa sensación se acrecentó aún más con el suceso que le ocurrió en Devichye Pole en casa de Ausúfev. Oyó un grito y unas canciones en aquella casa y entró. La cabeza de un soldado borracho le miraba desde una ventana del salón.

—Has tardado, hermano... Diablos, llegué y oí algo.

Otra persona, por lo visto un siervo, se asomó.

—¿Qué haces? —Y mirándole, bajó al piso de abajo. Tambaleándose, se acercó a Pierre y le agarró de la ropa—. ¿Qué, hermano? Ya hemos vivido un tiempecito. ¡Ya están ahí! —Y sacudió entre las manos dos taleguillas que contenían algo—. Vete. Te quiero, amigo. —Y le tiró de la ropa. Pierre quiso marcharse y le empujó—. ¿Por qué me empujas? Mira, Pietro, un señor. Te lo juro, es un señor. Mira sus botas.

Tres hombres más rodearon a Pierre.

—¿Qué mosca le ha picado al señor para que se disfrace de mujik? ¿Acaso es tu casa? —le preguntó uno mirándole a los ojos con insolencia.

—¡Fuera, holgazanes! —chilló Pierre, empujando al que tenía enfrente. Todos se apartaron de su lado y él siguió adelante con la intención de disparar contra Napoleón. Pero las tropas con las que pronto se topó y de las que se ocultó en las puertas de la casa le hicieron retroceder al margen izquierdo de Devichye Pole cuando Napoleón cruzaba el puente de Dragomílovski.

En ese mismo momento, en Gostini Dvor y en la plaza se oían los frenéticos gritos de los soldados que estaban robando las mercancías, y los de los oficiales intentando reunirías. Más adelante, en las calles que conducen al puesto de Vladimir, se agolpaban las tropas y los carruajes cargados de heridos. En el puente de Yauzsk se apiñaban los carros y no dejaban pasar a la artillería que venía por detrás. Delante de los carros había uno con una pila de cosas amontonadas de las que sobresalían unos colchones de pluma y una sillita de niño. Arriba iba sentada una abuela que sujetaba unas cacerolas y detrás, entre las ruedas, iban acurrucados cuatro galgos con collares. Junto al carro, enganchada a una rueda, iba una telega de mujik con un armario pequeño envuelto con esteras y sobre el que se sentaba un ordenanza. Detrás del carro marchaban otros tres carros de comerciante.

Un coracero les adelantó por un lado.

—¿Qué, padrecito? ¿Viene algo por detrás? —preguntó la abuela.

—¡Cómo quería yo a mi Palomita!
[53]
—gritó de súbito el coracero, deseando comenzar a cantar y dando con el sable al caballo flaco y balanceándose, pasó al galope.

—¡Al ladrón! —se pudo oír desde atrás, y dos cosacos, riéndose, pasaron galopando con una pelliza en la mano.

—Es calentita, entrarás en calor. La he sacado de la carreta. Ahí la tienes. Es peor que un franchute. ¿Pero la tocas, o qué?

De repente, deshaciéndose, la multitud marchó en tropel. Iban a abrir fuego. Pánico. Unos se metían debajo del puente y otros saltaban por la barandilla. Era Ermólov el que ordenaba a la artillería hacer un simulacro de disparar para despejar el puente.

En otro lugar, Rastopchín se acercó galopando a Kutúzov y comenzó a hablarle largo y tendido.

—No tengo tiempo, conde —contestó Kutúzov, alejándose. Al llegar a la altura de los drozhki, pasó de largo en silencio por entre las tropas con su anciana cabeza entre las manos.

Más allá de Moscú, por el camino de Tambov, los carruajes avanzaban en filas de dos y de tres. Cuanto más espesas eran, más cerca se estaba de Moscú, y cuanto más ralas, más lejos. Era apenas alejarse unas diez verstas y la gente que marchaba comenzaba a recuperarse del pánico, la estrechez y los gritos que había en la ciudad, empezaban a cruzarse palabras, a examinar si todo estaba entero y a respirar un aire menos polvoriento. Entre estos bienaventurados figuraba el carro de los Rostov. Habían salido de la ciudad, pero seguían marchando al paso; seis carruajes con heridos huían por separado. Con ellos iban los carros con heridos que habían destacado de su caravana personal. De esos había dos, y en uno reposaban el príncipe Andréi y Timojin. Ese carro marchaba al frente. Detrás lo hacía una carreta grande donde viajaban la condesa, Duniasha y el médico, Natasha y Sonia. Tras ellos, la carreta del conde con su ayudante de cámara y después una carretela con una doncella y más gente. De pronto, la caravana se detuvo y, asomándose por dos ventanitas, Sonia y Natasha vieron cómo estaban cargando algo junto a la carreta delantera de los oficiales. Sonia oyó cómo uno decía: «Agoniza. Se morirá ahora». Temblando de miedo, metió de nuevo la cabeza en el carruaje y empezó a decirle algo a Natasha para que no escuchase aquello. Pero esta también lo había oído y con su habitual velocidad abrió la portezuela, bajó el escalón y corrió hacia delante. En la carreta delantera, el príncipe Andréi estaba tumbado boca arriba sobre un almohadón de percal con los ojos cerrados y, como un pez, atrapaba el aire abriendo y cerrando la boca. Sobre el escalón, un médico le estaba tomando el pulso.

Natasha se agarró a una rueda de la carreta y sintió cómo sus rodillas chocaban una con la otra. Pero no se cayó.

—¿Qué hace usted aquí, condesa? —dijo con enojo el médico—. ¡Haga el favor de salir de aquí! ¡No es nada!

Se alejó obediente.

—Mejor dígale al conde si no nos podría dejar el carruaje con ballestas.

Natasha fue junto a su padre, pero el conde Iliá Andréevich ya había salido a su encuentro. Le transmitió lo que había pedido el doctor. Al herido le cambiaron al coche y Natasha se sentó en silencio en la carreta. Sonia y su madre evitaban mirarla. Su madre únicamente dijo:

—El médico ha dicho que vivirá.

Natasha la miró y de nuevo desvió la mirada hacia la ventanilla. Se destacó un enviado a la siguiente parada para ocupar una fonda para los Rostov en la que pasar la noche. Todos juntos ocuparon una de las habitaciones, y la otra, la mejor, la cedieron a los oficiales heridos. Ya había oscurecido cuando se sentaron a cenar. El médico llegó de ver a los heridos y anunció que Bolkonski estaba mejor y que podía recuperarse y finalizar la marcha. Lo fundamental era llegar.

—¿Está consciente?

—Ahora completamente.

El doctor se retiró a dormir a la habitación del herido y el conde, al coche. Natasha se acostó junto a su madre. Cuando las velas se apagaron, se acurrucó a ella y comenzó a sollozar.

—Vivirá...

—No, sé que morirá... Lo sé. —Se echaron a llorar juntas y no dijeron nada.

Sonia, desde su jergón en el suelo, alzó varias veces la cabeza, pero no oyó más que lloros. Los gallos ya habían cantado unas cuantas veces y todos cayeron dormidos, menos Natasha. No podía dormir ni estar tumbada. Se levantó sin hacer ruido y sin calzarse, se puso la katsaveika
[54]
de su madre y, pasando por encima de una doncella que roncaba, salió al zaguán. Allí estaban durmiendo unos hombres que refunfuñaron al oír el sonido de la puerta al abrirse. Encontró la manilla de otra puerta y la abrió. En la habitación lucía consumida una vela de sebo. Algo comenzó a moverse: se trataba de Timojin con su nariz roja, que miró a la condesa con ojos asustados mientras se incorporaba sobre el codo. Una vez reconoció a la señorita, sin cesar de mirarla, se cubrió pudorosamente con una capa. Frente a él estaba tumbado en una cama otro herido con su pequeña mano blanca colgando. Descalza, Natasha se acercó a él sin hacer ruido, pero él la oyó. Abrió lentamente los ojos y esbozó de pronto una sonrisa alegre e infantil. Natasha no dijo nada; se arrodilló silenciosamente, le cogió de la mano, la apretó contra sus labios repentinamente hinchados por las lágrimas y cariñosamente la estrechó para sí. Él movió los dedos, queriendo decir algo. Ella comprendió que deseaba verle el rostro y levantó su estropeada cara de niña, húmeda por los sollozos, y le observó. Seguía sonriendo alegremente. Timojin, cubriéndose con pudor la cabeza y su mano amarilla, levantó al médico que dormía al lado y ambos contemplaron asustados, sin moverse, a la pareja. El médico comenzó a toser, pero no le oyeron.

Other books

The Irish Devil by Diane Whiteside
Bad Behavior by Cristina Grenier
Dad Is Fat by Jim Gaffigan
Unhinged by Findorff, E. J.
The Anarchist Cookbook by William Powell
Penal Island by K. Lyn
Strange Stories by Robert Aickman