—Sí, las ideas de rapiña, asesinato y regicidio —volvió a interrumpir la irónica voz.
—Esos fueron excesos, desde luego, pero la esencia no se encuentra en ellos sino en los derechos del hombre, en la emancipación de los prejuicios, en la igualdad de los ciudadanos; y todas estas ideas las ha mantenido Napoleón con la misma fuerza.
—Libertad e igualdad —dijo desdeñosamente el vizconde, como decidiéndose, por fin, a demostrar seriamente a ese joven la necedad de sus argumentos— son palabras altisonantes que ya hace tiempo se comprometieron. ¿Quién no ama la libertad y la igualdad? Ya nuestro Salvador predicó la libertad y la igualdad. ¿Es que la gente ha sido más feliz tras la revolución? Al contrario. Queríamos libertad, y Bonaparte la ha destruido.
El príncipe Andréi miraba con una sonrisa alegre bien a Pierre, bien al vizconde, bien a la anfitriona y era evidente que se consolaba con este inesperado e inconveniente episodio. A pesar de sus hábitos mundanos, en el primer momento de las acometidas de Pierre, Anna Pávlovna se había horrorizado, pero cuando vio que a pesar del sacrílego discurso de Pierre el vizconde continuaba tranquilo y cuando ella se convenció de que no era posible ahogar la conversación, hizo acopio de fuerzas y uniéndose al vizconde atacó al orador.
—Pero querido monsieur Pierre —dijo Anna Pávlovna—, ¿cómo se explica usted que un gran hombre pueda sacrificar al duque, que al fin y al cabo es solo un hombre, sin un juicio y una acusación?
—Yo preguntaría —dijo el vizconde— cómo se explica monsieur Pierre el 18 de brumario. ¿Es que esto no es una farsa? ¿No es esta una trampa totalmente impropia de un gran hombre?
—¿Y los prisioneros en África a los que ha matado? —dijo en ese preciso momento la princesita—. Es terrible —y se encogió de hombros.
—Digan ustedes lo que quieran, es un plebeyo —dijo el príncipe Hippolyte.
Monsieur Pierre no sabía a quién responder, miraba a todos, sonriéndose, y con la sonrisa mostraba los dientes irregulares y negruzcos. Su sonrisa no era como la de otra gente, en cuyos rostros se mezcla la sonrisa con el semblante sereno. En el suyo, por el contrario cuando surgía la sonrisa, de pronto se disipaba su faz grave e incluso algo sombría y aparecía otra, infantil, bondadosa, hasta bobalicona y que parecía como si pidiera perdón.
Al vizconde, que le veía por vez primera, se le hizo evidente que este jacobino no era en absoluto tan terrible como sus palabras. Todos callaron.
—¿Cómo quieren ustedes que les responda a todos a la vez? —reclamó la voz del príncipe Andréi—. Por lo demás hace falta diferenciar en los actos de un hombre de estado las acciones particulares y las propias de un jefe militar o de un emperador. Esa es mi opinión.
—Sí, sí, naturalmente —añadió Pierre, alegre de la ayuda que le brindaban—. Como hombre fue muy grande en el Puente de Arcola, en el hospital de Yaffa, donde estrechó la mano de los apestados, pero...
Era evidente que el príncipe Andréi había querido suavizar la inconveniencia del discurso de Pierre, y deseando marcharse le hizo una señal a su esposa y se levantó.
—Es difícil juzgar —dijo él— a nuestros contemporáneos, nuestros descendientes les juzgarán.
De pronto el príncipe Hippolyte se levantó y con un gesto de la mano detuvo a todos, y pidiendo que se quedaran comenzó a decir:
—Hoy me han contado una anécdota moscovita: debo agasajarles con ella. Disculpe, vizconde, la voy a contar en ruso, pues de otro modo perdería toda su gracia.
el príncipe Hippolyte empezó a narrar en ruso, con la misma pronunciación que tienen los franceses que han vivido un año en Rusia. Con tanta insistencia y animación reclamaba el príncipe Hippolyte atención para su relato que todos quedaron en suspenso.
—En
Moscou
hay una gran señora. Y es muy avara. Le era necesario llevar a dos criados para su coche. Y de alta estatura. Así es como le gustaba. También tenía a su servicio a una doncella aún más alta. Y le dijo...
Aquí, el príncipe Hippolyte se puso a pensar, veíase que le costaba recordar.
—Ella le dijo... sí, le dijo: «Muchacha, ponte la librea y ven conmigo, en el coche, para ir a hacer unas visitas».
En este punto el príncipe Hippolyte rompió a reír a carcajadas antes de que lo hiciera su auditorio, y esto produjo una impresión desfavorable hacia el narrador. A pesar de ello muchos se sonrieron, entre ellos la señora entrada en años y Anna Pávlovna.
—La señora partió. Inesperadamente se levantó un fuerte viento. La muchacha perdió el sombrero y sus largos cabellos se esparcieron...
Aquí no pudo aguantar por más tiempo y comenzó a reírse entrecortadamente y en medio de la risa decía:
—Y todo el mundo supo...
Esa era la anécdota. A pesar de que nadie entendió por qué la había contado y por qué había sido necesario contarla en ruso, Anna Pávlovna y los otros apreciaron la mundana cortesía del príncipe Hippolyte que terminaba de manera un agradable la desabrida y poco gentil salida de Pierre. La conversación se fue diluyendo tras la anécdota en comentarios breves y dispersos sobre los próximos y los pasados bailes y espectáculos y sobre dónde y cuándo se volverían a encontrar.
H
ABIENDO
dado las gracias a Anna Pávlovna por la agradable velada, los invitados comenzaron a marcharse.
Pierre era muy torpe. Grueso, corpulento, con enormes manos que parecían hechas para cargar pesos, como suele decirse, no sabía cómo entrar en un salón y menos aún cómo salir de él, es decir, hacer una reverencia en la puerta y decir algo amable. Además de eso era muy despistado. Levantándose tomó, en lugar de su sombrero, el emplumado tricornio del general y se quedó con él, sacudiendo el penacho, hasta que el general le pidió que se lo devolviera. Pero estos despistes y el no saber entrar en un salón y presentarse, se compensaban con una expresión tal de bondad y sencillez que, sin atender a todos esos defectos, resultaba espontáneamente simpático incluso a los que había puesto en una situación incómoda. Anna Pávlovna se volvió hacia él y con cristiana dulzura le expresó su perdón por sus salidas de tono, le despidió y le dijo:
—Confío en verle otra vez, pero confío también en que cambiará usted sus opiniones, querido monsieur Pierre.
Cuando le dijo esto él no respondió nada, solamente hizo una reverencia y mostró a todos una vez más su sonrisa, que nada expresaba o quizá solamente esto: «Las opiniones son las opiniones, pero ustedes pueden ver lo buen muchacho que soy». Y todos, incluso Anna Pávlovna, lo apreciaron espontáneamente.
—Sabes, querido mío, tus razonamientos son capaces de romper cristales —dijo el príncipe Andréi, enganchándose el sable.
—No, no lo son —dijo Pierre, que con la cabeza gacha miraba a través de las gafas y se había detenido—. ¿Cómo puede no verse, ni en la revolución ni en Napoleón, nada excepto los intereses personales de los Borbones? Nosotros mismos no sabemos cuánto le debemos a la revolución...
El príncipe Andréi no se quedó a escuchar el resto del discurso. Salió al recibidor y dándole la espalda al sirviente que le ponía el abrigo escuchaba indiferente la inconsistente charla entre su esposa y el príncipe Hippolyte, que salía también al recibidor. El príncipe Hippolyte estaba de pie al lado de la linda princesita embarazada y la miraba con insistencia a través de sus impertinentes.
—Vaya dentro, Annette, o se resfriará —le rogaba la princesita a Anna Pávlovna—. Está decidido —añadió en voz baja.
A Anna Pávlovna ya le había dado tiempo a hablar con Liza sobre el proyecto de matrimonio entre Anatole y su cuñada y le había pedido a la princesa que convenciera a su marido.
—Confío en usted, querida amiga —dijo Anna Pávlovna también por lo bajo—, escríbale y dígame cómo ve el padre el asunto. Hasta la vista —dijo y salió del recibidor.
—El príncipe Hippolyte se acercó hasta la princesita y colocando su rostro cerca del de ella comenzó a decirle algo a media voz.
Dos sirvientes, el de la princesa y el suyo, esperaban a que él dejara de hablar sujetando el chal y el redingote y escuchaban, sin entenderla, su conversación en francés, poniendo cara como de que entendían lo que ellos decían y no querían que se notara. Como siempre, la princesa hablaba sonriendo y se reía escuchando.
—Me alegro mucho de no haber ido a la embajada —decía el príncipe Hippolyte—, suele ser un aburrimiento... Una velada preciosa. ¿Verdad que sí?
—Se dice que el baile estará muy bien —respondió la princesa elevando su labio sombreado de vello—. Todas las damas bellas de sociedad estarán allí.
—No todas, dado que usted no estará, no todas —dijo el príncipe Hippolyte, riéndose alegremente y tomando, prácticamente arrebatando, el chal de manos del sirviente se lo puso a la princesa. Involuntaria o voluntariamente, nadie podría decirlo, no apartó
las manos durante largo rato, cuando el chal ya estaba colocado y parecía como si abrazara a la joven.
Ella, graciosamente sonriendo, se alejó, se volvió y miró a su marido. El príncipe Andréi tenía los ojos cerrados y parecía cansado y somnoliento.
—¿Está lista? —le preguntó a su esposa dirigiéndole una mirada. El príncipe Hippolyte se puso apresuradamente su redingote que según la moda era largo hasta los talones y tropezándose con él, salió velozmente al soportal tras la princesa, a la que un sirviente ayudaba a subir al coche.
—Hasta la vista, princesa —gritó él tropezando con la lengua lo mismo que con los pies.
La princesa, recogiéndose el vestido, se sentó en la oscuridad del coche, su marido se colocó bien el sable; el príncipe Hippolyte, con intención de ayudar, molestaba a todos.
—Con permiso, señor —dijo el príncipe Andréi en ruso al príncipe Hippolyte, que impedía el paso.
Este «Con permiso, señor» resonó con tal frío desprecio, que el príncipe Hippolyte se hizo a un lado con extraordinaria rapidez, se puso a excusarse nerviosamente y a apoyar el peso de una pierna a otra, como a causa de un dolor reciente aún no calmado.
—Te espero, Pierre —se escuchó la voz del príncipe Andréi.
El cochero tiró de las riendas y las ruedas de la carreta traquetearon. El príncipe Hippolyte se reía entrecortadamente, de pie en el soportal esperando al vizconde, al que había prometido llevar a casa.
—Y bien, querido, su princesita es deliciosa, deliciosa —dijo el vizconde sentándose en el coche con Hippolyte. Se besó la punta de los dedos—. Y totalmente francesa.
Hippolyte se echó a reír.
—¿Y sabe que está usted terrible con su aspecto de inocencia? —continuó el vizconde—. Me da lástima del pobre marido, ese pobre oficial que se las da de príncipe reinante.
Hippolyte volvió a echarse a reír y entre las carcajadas decía:
—Y usted dice que las damas rusas son peores que las francesas. Hay que saber elegir.
P
IERRE
, que había llegado antes, como habitual de la casa que era, pasó al despacho del príncipe Andréi y enseguida, como tenía por costumbre, se tumbó en el diván, cogió de la estantería el primer libro que le vino a mano (eran los
Apuntes
de César) y se puso a leerlo desde la mitad, acodándose, con el mismo interés como si ya llevara dos horas enfrascado en su lectura. El príncipe Andréi, que había llegado ya, fue directamente al camarín y tras cinco minutos entró en el despacho.
—¿Qué has hecho con la señora Scherer? Ahora se enfermará de veras —dijo en ruso, entrando donde Pierre con una bata de terciopelo, sonriendo protectora, alegre y amistosamente y frotándose las menudas y blancas manos que al parecer ya se había lavado.
Pierre se volvió completamente de tal modo que el diván crujió, volvió el animado rostro hacia el príncipe Andréi, meneando la cabeza.
Pierre agachó la cabeza con aire culpable.
—Me había levantado a las tres. Se puede usted imaginar que bebimos entre los cinco once botellas. —(Pierre llamaba de usted al príncipe Andréi y él le llamaba de tú. Así se había establecido entre ellos en su infancia y no había variado)—. ¡Unas personas excelentes! ¡Hay un inglés que es prodigioso!
—Nunca he encontrado placer en ese tipo de cosas —dijo el príncipe Andréi.
—¡Sí, así es usted! Usted siempre es distinto y se sorprende de todo —dijo Pierre con sinceridad.
—¿Otra vez en casa del querido Anatole Kuraguin?
—Sí.
—No sé cómo tienes ganas de ir con ese canalla.
—No es cierto, es un excelente muchacho.
—¡Un canalla! —se limitó a decir el príncipe Andréi y se enfurruñó—. Hippolyte es un joven muy inteligente, ¿no es cierto? —añadió.
Pierre se echó a reír convulsionando todo su pesado cuerpo de tal modo que el diván volvió a crujir.
—«En
Moscou
hay una gran señora» —repitió él entre risas.
—Y sabes que él es un buen muchacho —le defendió el príncipe Andréi—. Bueno, y qué, ¿ya por fin te has decidido por algo? ¿Serás caballero de la guardia real o diplomático?
Pierre se sentó en el diván, cruzando las piernas.
—¿Cree usted que aún no lo sé? No me gusta ni una cosa ni la otra.
—Pero aun así hay que decidirse por algo. Tu padre lo está esperando.
Pierre había sido enviado al extranjero cuando tenía diez años con un abate como preceptor, y allí había permanecido hasta los veinte. Cuando volvió a Moscú el padre despidió al abate y le dijo al joven: «Ahora vete a San Petersburgo, mira y piensa en elegir una carrera. Yo estaré de acuerdo con cualquiera. Aquí tienes una carta para el príncipe Vasili y dinero. Escribe contándomelo todo y te ayudaré en lo que necesites». Pierre ya llevaba tres meses eligiendo carrera y no había hecho nada. Sobre esta elección le hablaba el príncipe Andréi. Pierre se pasaba la mano por la frente.
—Comprendo el encanto del servicio militar; pero acláreme —dijo él—. ¿Por qué usted, usted que lo entiende todo, por qué va usted a esta guerra, contra qué exactamente? Contra Napoleón y Francia. Si esta guerra fuera por la libertad yo lo entendería y sería el primero en entrar en el servicio militar, pero ayudar a Inglaterra y a Austria contra el más grande hombre del mundo... No entiendo como es que usted va.
—Sabes, querido amigo —empezó el príncipe Andréi, pero quizá, deseando involuntariamente ocultar su propia confusión empezó a hablar de pronto en francés cambiando su anterior tono de sinceridad por el tono frío que adoptaba en sociedad—, este caso se puede mirar desde un punto de vista completamente diferente.