Guerra y paz (7 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

el príncipe, como si todo sobre lo que hablaban fueran actos propios o de personas cercanas a él, le expuso a Pierre las opiniones que por entonces circulaban en las altas esferas de la sociedad peterburguesa sobre el destino político de Rusia en la Europa de aquel momento.

Europa sufría por las guerras desde la revolución. La causa de las guerras, además de la ambición de Napoleón, consistía en la falta de equilibrio en Europa. Era necesario que un único gran poder se pusiera a la tarea sincera e imparcialmente y conservando la unidad marcara nuevas fronteras y estableciera un nuevo equilibrio europeo y un nuevo derecho nacional, por lo cual la guerra se convertía en algo imprescindible, y todas las faltas de entendimiento entre los países se solventarían por arbitrio. Este desinteresado papel lo había adoptado Rusia para la guerra que se avecinaba. Rusia solamente iba a luchar para devolver a Francia a sus fronteras del año 1796, concediendo a los propios franceses la elección de su forma de gobierno, así como por la restauración de la independencia de Italia, del Reino Transalpino, del Nuevo Estado de las dos Bélgicas, de la Nueva Unión Germánica e incluso por la reconstitución de Polonia.

Pierre escuchaba con atención, algunas veces deseando discutir, pero conteniéndose por respeto a su amigo.

—¿Ves cómo esta vez no somos tan tontos como pudiera parecer? —concluyó el príncipe Andréi.

—Sí, sí, pero ¿por qué no ofrecer este plan al propio Napoleón? —terció Pierre—. Sería el primero en aceptarlo si el plan fuera sincero, él entiende y aprecia cualquier gran plan.

El príncipe Andréi calló y se pasó su pequeña mano por la frente.

—Además de esto me voy... —Se detuvo—. Me voy porque esta vida que llevo aquí, esta vida no es para mí.

—¿Por qué? —preguntó Pierre con sorpresa.

—Porque, alma mía —dijo el príncipe Andréi levantándose y sonriendo—, porque el vizconde e Hippolyte deambulan por los salones contando sandeces y narrando anécdotas sobre mademoiselle Georges y sobre las mujeres, así es como debe ser, pero a mí no me va este papel. Ya me he hartado de él —añadió.

Pierre expresaba su acuerdo con la mirada.

—Pero hay algo más. ¿Qué significa para usted Kutúzov? ¿Y por qué ser ayudante de campo? —preguntó Pierre con esa extraña inocencia de la gente joven que no tienen miedo de revelar su ignorancia preguntando.

—Solo tú puedes no saber eso —respondió el príncipe Andréi sonriendo y meneando la cabeza—. Kutúzov es la mano derecha de Suvórov, el mejor de los generales rusos.

—Pues entonces, ¿por qué ser ayudante de campo? ¿Podrían incluso mandarle a hacer encargos?

—Es evidente que la influencia del ayudante de campo por sí misma es insignificante —contestó el príncipe Andréi—, pero es necesario empezar. Además mi padre quería esto para mí. Le voy a pedir a Kutúzov que me otorgue un destacamento. Y entonces ya veremos...

—Va a ser muy extraño verle a usted luchando contra Napoleón —dijo Pierre como si se propusiera que nada más ir a la guerra el príncipe Andréi fuera a enzarzarse, si no en una lucha cuerpo a cuerpo, en la más cercana contienda contra Napoleón.

El príncipe Andréi se sonreía en silencio de sus pensamientos, dándole vueltas graciosamente, con un gesto femenino, al anillo de bodas en el dedo anular.

X

E
N
la habitación de al lado se oyó un roce de ropas femeninas. El príncipe Andréi se sobresaltó como si se despertara y su rostro adoptó la misma expresión que tenía en casa de Anna Pávlovna. Pierre bajó las piernas del diván. Entró la princesa. Llevaba ya otro vestido, uno de casa, igual de elegante y fresco. El príncipe Andréi se levantó y le ofreció amablemente una butaca, pero al mismo tiempo que lo hacía su rostro expresaba tal aburrimiento que la princesa se hubiera sentido ofendida si hubiera podido verlo.

—Pienso con frecuencia —empezó a decir ella, como siempre, en francés, sentándose en la silla apresuradamente y con aire de preocupación—, ¿por qué no se ha casado Annette? Qué tontos son todos ustedes, señores, por no desposarla. Me perdonarán, pero no saben nada de mujeres.

Pierre y el príncipe Andréi intercambiaron rápidamente una mirada y callaron. Pero ni sus miradas ni su silencio consiguieron frenar a la princesa. Ella continuó hablando del mismo modo.

—Es usted un discutidor nato, monsieur Pierre —dijo ella dirigiéndose al joven—. Un discutidor nato, monsieur Pierre —repitió sentándose como siempre apresuradamente y con aire de preocupación en una butaca grande al lado de la chimenea.

Habiendo puesto sus pequeñas manitas sobre el abombado talle, guardó silencio, preparándose para escuchar. Su rostro adoptó esa peculiar expresión seria en la que los ojos parece como si miraran hacia dentro, una expresión que solo aparece en las mujeres embarazadas.

—Sí, incluso discuto con su marido; no entiendo por qué quiere ir a la guerra —dijo Pierre, sin mostrarse cohibido, cosa que sucede a menudo cuando un hombre y una mujer jóvenes hablan.

La princesa se sobresaltó. Era evidente que las palabras de Pierre le habían llegado a lo más hondo.

—¡Ay, eso mismo digo yo! —dijo ella con su luminosa sonrisa—. No entiendo, definitivamente no entiendo, por qué los hombres no pueden vivir sin la guerra. ¿Por qué nosotras, las mujeres, no la queremos ni la necesitamos para nada? Pero juzgue usted mismo. Yo se lo digo continuamente: aquí es ayudante de campo de su tío, tiene una posición de lo más brillante. Todos le valoran en lo que vale. Hace unos días en casa de los Apraxin escuché a una dama preguntar: «¿Es este el famoso príncipe Andréi?». Palabra de honor.

Ella se echó a reír.

—Se le recibe así en todas partes. Puede muy fácilmente llegar a ser ayudante de campo del emperador. Sabe usted que el emperador ya habló muy amablemente con él antes de ayer. Annette y yo lo hemos comentado: le sería muy fácil conseguirlo. ¿Usted qué opina?

Pierre miró al príncipe Andréi y dándose cuenta de que la conversación no era del agrado de su amigo, se abstuvo de contestar.

—¿Cuándo parte usted? —preguntó él.

—¡Ay, no me hable usted de esa partida! No quiero oír hablar de ello —comenzó a decir la princesa en el mismo tono caprichoso y juguetón con el que se dirigía a Hippolyte en la velada y que no era adecuado para aquel círculo familiar del que Pierre parecía ser miembro.

—Hoy, cuando me he puesto a pensar que he de dejar de frecuentar mis apreciadas relaciones... Y después, ya sabes, Andréi.

Hizo un guiño significativo a su marido.

—¡Tengo miedo, tengo miedo! —murmuró ella estremeciéndose.

Su marido la miró, como si se sorprendiera al darse cuenta de que alguien más, además de sí mismo y de Pierre, se encontraba en la habitación, y con fría amabilidad se volvió inquisitivamente a la princesa:

—¿De qué tienes miedo, Liza? No puedo comprenderlo —dijo él.

—¡Qué egoístas son todos los hombres, todos, todos son egoístas! Me abandona porque se le antoja, Dios sabe por qué razón y me encierra sola en el campo.

—Con mi padre y mi hermana, no lo olvides —dijo en voz baja el príncipe Andréi.

—Es lo mismo, sola, sin
mis
amistades... Y quiere que no tenga miedo.

Su tono era ya de enojo, había alzado el labio, dándole a su rostro no la expresión alegre habitual, sino un aspecto feroz de ardilla. Ella callaba como si encontrara inconveniente hablar delante de Pierre de su futuro alumbramiento, cuando era precisamente sobre eso sobre lo que giraba todo.

—Sigo sin comprender de qué tienes miedo —dijo lentamente el príncipe Andréi sin apartar los ojos de su mujer.

La princesa enrojeció y agitaba desesperadamente los brazos.

—No, Andréi, tengo que decirte que has cambiado tanto, tanto...

—Tu doctor te ha recomendado acostarte temprano —dijo el príncipe Andréi—. Deberías irte a dormir.

La princesa no dijo nada y de pronto el corto labio sombreado de vello tembló; el príncipe Andréi se levantó y encogiendo los hombros se paseó por la habitación.

Pierre, con asombro e inocencia, miraba a través de sus gafas bien a uno, bien al otro, hizo como si se fuera a levantar, pero lo pensó mejor y no se movió.

—Qué me importa que esté aquí monsieur Pierre —dijo de pronto la princesita y su lindo rostro se ensombreció con una fea mueca llorosa—. Hace tiempo que quería decirte, Andréi: ¿Por qué has cambiado canto conmigo? ¿Qué te he hecho? Te marchas al ejército y no te da pena de mí. ¿Por qué?

—¡Liza! —dijo solamente el príncipe Andréi, pero esta palabra encerraba un ruego y una amenaza y sobre todo la seguridad de que ella misma se arrepentiría de esas palabras, pero ella continuó apresuradamente:

—Te comportas conmigo como si fuera un enfermo o un niño. Me doy perfecta cuenta. ¿Acaso eras así hace seis meses?

—Liza, te ruego que pares —dijo el príncipe Andréi aún más expresivamente.

Pierre, cada vez más y más conmovido por la conversación, se levantó y se acercó a la princesa. Parecía que no era capaz de soportar la vista de las lágrimas y que estaba a punto de ponerse a llorar él mismo.

—Tranquilícese, princesa. A usted le parece que esto es así, pero yo le aseguro, le puedo demostrar, porque... porque... No, disculpe, los extraños aquí sobran... No, tranquilícese... Disculpe... perdóneme...

Y despidiéndose, se dispuso a marcharse. El príncipe Andréi le detuvo tomándole de la mano.

—No, espera, Pierre. La princesa es tan buena que no querrá privarme del placer de pasar la velada contigo.

—No, él solo piensa en sí mismo —dijo la princesa, sin poder contener unas lágrimas de rabia.

—Liza —dijo secamente el príncipe Andréi, elevando el tono hasta el grado que indicaba que la paciencia se le había agotado.

De pronto, la feroz expresión de enfado del bello rostro de la princesa se transformó en una atractiva expresión de espanto que inducía a la lástima; sus bellos ojos miraron de reojo a su marido y su rostro adoptó esa tímida y acostumbrada expresión que adopta el perro, que rápida, pero medrosamente, agita el rabo entre las patas.

—¡Dios mío, Dios mío! —dijo la princesa y recogiéndose con una mano los pliegues del vestido, fue hacia su marido y le besó la bronceada frente.

—Buenas noches, Liza —dijo el príncipe Andréi levantándose y besándole la mano cortésmente, como si fuera una desconocida.

XI

L
OS
amigos guardaron silencio. Ni uno ni el otro empezaba a hablar. Pierre miraba al príncipe Andréi, el príncipe Andréi se pasaba la pequeña mano por la frente.

—Vamos a cenar —dijo él con un suspiro levantándose.

Entraron en el comedor, decorado con muebles nuevos, suntuosos y elegantes. Todo, desde las servilletas hasta los cubiertos de plata, la porcelana y la cristalería, llevaba consigo ese sello particular de novedad y elegancia, que se encuentra en las casas de los recién casados. A mitad de la cena el príncipe Andréi se acodó en la mesa y como el hombre que lleva algo dentro durante mucho tiempo y que por fin se decide a expresarlo, con una expresión de nerviosa irritación que Pierre nunca había visto en su amigo, comenzó a hablar:

—Nunca, nunca te cases, amigo mío, este es mi consejo, no te cases hasta que no te digas a ti mismo que has hecho todo lo que puede ser hecho, y hasta que no dejes de amar a la mujer que has elegido, hasta que no la veas claramente; o te equivocarás cruel e irreparablemente. Cásate cuando seas un viejo inútil... Si no morirá todo lo que en ti es bueno y elevado. Todo se desvanecerá en menudencias. ¡Sí, sí, sí! No me mires con esa sorpresa. Si esperas algo de ti mismo en el futuro, a cada paso te darás cuenta de que todo ha terminado para ti, que todas las puertas se te han cerrado, excepto la del saloncito en el que estarás al mismo nivel que un criado y un idiota. ¡Eso es todo!

Y dejó caer la mano enérgicamente.

Pierre se quitó las gafas, con lo que su cara cambió y expresó aún mayor bondad, y miró sorprendido a su amigo.

—Mi esposa —continuó el príncipe Andréi— es una mujer excelente. Es una de esas escasas mujeres con la que el honor de uno puede estar tranquilo; pero, Dios mío, ¡qué no daría yo ahora por no estar casado! Eres la primera persona y el único al que digo esto, y lo hago porque te quiero.

El príncipe Andréi, diciendo esto era aún menos parecido que antes a aquel caballero que se arrellanaba en los sofás de Anna Pávlovna y, entornando los ojos, mascullaba entre dientes frases en francés. Cada músculo de su delgado y bronceado rostro vibraba con nerviosa agitación; los ojos en los que antes parecía extinguida la chispa vital, irradiaban ahora un brillante y claro resplandor. Era evidente que toda su falta de vitalidad habitual se tornaba en energía en ese momento de casi enfermiza irritación.

—Tú no entiendes por qué digo esto —continuó él—. Pero esta es la historia entera de la vida. Hablas de Bonaparte y de su carrera —dijo él, a pesar de que Pierre no se había referido a Bonaparte—. Hablas de Bonaparte, pero Bonaparte terminó la academia de artillería y se echó al mundo en tiempos de guerra cuando el camino a la gloria estaba abierto para todos.

Pierre miraba a su amigo, dispuesto a mostrar acuerdo con él en todo lo que dijera.

—Bonaparte partió y llegó al lugar que debía ocupar. ¿Y quiénes eran sus amigos? ¿Quién era Josefina Bonaparte? Mis primeros cinco años desde que salí de la escuela militar se fueron en salones, bailes, relaciones amorosas, ociosidad. Ahora parto para la guerra, la mayor guerra que nunca haya existido, y no sé nada ni sirvo para nada. Soy amable y sarcástico, y en casa de Anna Pávlovna se me escucha, pero he olvidado todo lo que sabía. Ahora he empezado a leer, pero es inútil. Y sin conocimientos de historia militar, de matemáticas, de fortificaciones, no se puede ser un oficial. Y esta estúpida sociedad sin la que mi esposa no puede vivir y esas mujeres...

Yo he tenido éxito en ese mundo. Las más refinadas mujeres se han arrojado a mis brazos. ¡Y si tú supieras cómo son todas esas mujeres refinadas y todas las mujeres en general! Mi padre tiene razón. Dice que la naturaleza no es sabia porque no se le ocurrió pensar en otro medio de propagación de la especie humana que no fuera la mujer. El egoísmo, la vanidad, la necedad, la nulidad en todo, eso son las mujeres cuando se muestran tal como son. Las ves en sociedad y parecen algo, ¡pero no son nada, nada, nada! No, no te cases, alma mía, no te cases —concluyó el príncipe Andréi y meneaba la cabeza tan significativamente como si todo lo que había dicho fuera una verdad tal que nadie pudiera ponerla en duda.

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