»El emperador Napoleón llegó antes a la balsa, cruzó apresuradamente al otro lado y cuando nuestro emperador salía de la barca le dio la mano. —En ese momento de la narración Borís se detuvo con una amplia sonrisa como si quisiera dar tiempo a los oyentes para que apreciaran todo el profundo significado de la situación.
—¿Pero es cierto —preguntó uno de los oyentes—, que en el instante en que los emperadores entraron en el pabellón una barca francesa con soldados armados desenganchó de su orilla y avanzó por el agua hasta quedarse entre nuestra orilla y la balsa?
Borís frunció el ceño, como dando a entender que esa circunstancia, que realmente había sucedido y se había visto, no debía ser recordada.
Con su particular tacto comprendió que era algo que no estaba bien. Si Napoleón quería, en caso de un desenlace desfavorable de las conversaciones, asustar al emperador Alejandro para que este se encontrara en su poder, o si simplemente era una parte de la ceremonia aunque no hubo ninguna barca que partiera de nuestra orilla, aquello no debía ser recordado y aunque había visto muy bien la barca e incluso había reflexionado sobre ella, dijo:
—No, yo no lo vi —y continuó con su relato—. Estuvieron en el pabellón —dijo él—, exactamente una hora y cincuenta y dos minutos. Miré el reloj. Después vimos desde la orilla cómo ellos llamaron a los miembros de su séquito y se los presentaron el uno al otro. Después el emperador hizo el mismo camino de vuelta, se sentó en la carroza y junto al rey de Prusia volvió a Amt Baublen. Aquí se puede ver, señores —continuó Borís—, toda la verdadera grandeza, cuando involuntariamente comparamos a nuestro emperador con el rey de Prusia —dijo solamente Borís. Pero los otros oficiales añadieron:
—Dicen que el rey de Prusia no pudo controlarse a sí mismo durante el encuentro; estaba como loco y caminaba por la orilla sin finalidad alguna, bien hacia la derecha, bien hacia la izquierda, como si quisiera escuchar lo que hablaban en la balsa, y al final completamente aturdido fue directamente hacia el agua, seguramente queriendo ahogarse. Dicen que entró en el agua hasta la panza del caballo y se detuvo. ¿Lo viste, Drubetskoi?
—No, no lo vi.
—Pero es que su situación es terrible —dijo otro oficial—, dicen que su esposa, la reina Amalia, ha venido.
—¡Qué hermosa es! La vi ayer —dijo Berg—. A mi juicio lo es aún más que María Fédorovna. Ayer comió con el emperador Napoleón.
—Si yo fuera Napoleón no le negaría nada.
—Sí, si ella no le negara nada a él —dijo otro oficial.
—Bueno, eso se sobreentiende.
Los oficiales, exceptuando a Borís, se echaron a reír.
—Si yo estuviera en el lugar del rey de Prusia, del dolor me hubiera arrojado al río. Su situación es mala.
Borís, frunciendo ligeramente el ceño, daba a entender con su expresión que no consideraba adecuado, incluso entre amigos, mantener una conversación así sobre un real aliado, y se apresuró a cambiar de conversación.
—Sí, señores —dijo él—, la grandeza de alma no la otorga la corona. Para el emperador Alejandro el golpe asestado por la desgracia de Friedland, supongo que no fue menor que el golpe recibido por el rey de Prusia, pero había que ver con qué hombría y con qué firmeza lo sobrellevó.
Y Borís narró a sus atentos oyentes la impresión que causó en Junsburg la noticia de Friedland y su relato evidenció que todo el interés de este acontecimiento se centraba en la impresión que le había causado al emperador Alejandro, que había sacrificado tantas cosas y había pasado tantos trabajos contando con que su ejército se encontraba en una posición brillante y esperando noticias de victoria, había renunciado a comandar la misión, sacrificando su propio honor, en visos del éxito de la misma y de pronto, en lugar de recibir noticias sobre una victoria recibió la noticia de la completa derrota de la que eran culpables los comandantes en jefe, los generales, los oficiales y los soldados y la cual privaba al emperador de todos los frutos de sus acciones, cambiaba todo su plan y le apenaba hasta el fondo de su corazón. ¿Y qué es lo que hizo el emperador? Pues con su bondad angelical y su grandeza de espíritu no ordenó castigar a todos los criminales. Solamente se entristeció y reflexionando sobre su posición, adoptó nuevas medidas. Borís contaba todo esto con tal sincero convencimiento que obligaba a sus oyentes a compartir su opinión. En este instante llegó Nikolai Rostov a ver a Borís, la aparición del húsar vestido de paisano, que evidentemente había llegado a Tilsit en secreto, y la amistosa bienvenida que le prodigó Borís, causaron una mala impresión en los oficiales. Pero Borís saludó alegremente a su viejo amigo. Se abstuvo de efusividades, pero le preguntó si quería un té, comer algo o acostarse a dormir. Los oficiales se marcharon.
D
ESPUÉS
de la desgracia de Friedland Nikolai Rostov había quedado como el oficial de mayor graduación del escuadrón, un escuadrón que de ello solo tenía el nombre, dado que había un total de sesenta soldados a caballo. Estaban asentados cerca del Niemen y ya les habían llegado las noticias sobre la paz. Ya había suficientes provisiones y los oficiales ya hablaban de una retirada a Rusia.
Al principio Rostov estuvo entusiasmado con su nuevo cargo y con su autoridad sobre el escuadrón. Los dirigía con tal diligencia que recibió la aprobación del que había sido su enemigo y que actualmente era su superior, el comandante del regimiento. Le agradaba responsabilizarse del rancho del escuadrón, saludarse con la gente, dar las órdenes al sargento y decir: «en mi escuadrón».
También le resultaba muy agradable pensar que la guerra se había acabado y que no le esperaban nuevos peligros y que pronto iba a poder volver a Rusia y ver a los suyos. Sobre lo poco gloriosa que había sido la campaña, pensaba muy poco, como todos los oficiales del frente.
Un proverbio alemán dice: «los árboles no dejan ver el bosque». Así los soldados que toman parte en una guerra, nunca perciben ni entienden el significado de la propia guerra. Se termina la campaña, hay provisiones, vas a Rusia o te alojas con las pani
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en Polonia, dicen que se ha firmado el armisticio. Y hay que dar gracias a Dios. Y cómo ha terminado y cuál ha sido el resultado de esa guerra, son cosas en las que deben pensar aquellos que no han participado en ella. Solo cuando el soldado se encuentra tras la paz a los que antes habían sido sus enemigos y ve su regocijo y su alegría percibe vivamente el resultado total de la guerra.
Eso fue lo que le sucedió a Nikolai Rostov el 7 de junio cuando iba hacia el cuartel general de Bennigsen para solicitar órdenes y se encontró allí ese mismo día al capitán francés Périgord, que había sido enviado por Napoleón para comenzar las conversaciones de paz de Tilsit. En el cuartel general de Bennigsen Rostov se detuvo a ver al que había sido su compañero, Zherkov, que entonces se encontraba por alguna razón en el Estado Mayor. Salían juntos hacia la cantina cuando en la calle comenzó el movimiento. Todos corrían para ver algo y Rostov y Zherkov siguiendo el movimiento general vieron al apuesto oficial de la guardia francesa que pasaba por la calle acompañado de trompetistas y tocado con un gorro de piel de oso. Era el parlamentario Périgord. Su aspecto era tan desdeñoso y altivo que de pronto Rostov sintió la vergüenza del vencido y dándose la vuelta rápidamente se alejó.
Périgord que llegó al alto mando durante la comida, fue invitado a la mesa. Sin hablar ya de los variados rumores que corrieron acerca de la altivez con la que se había comportado Périgord y de las cosas ofensivas que había dicho de los rusos después de la comida, los testigos contaban que había entrado, se había sentado a la mesa y había pasado todo el tiempo que había estado en el Estado Mayor sin quitarse el gorro. Rostov, obligado a esperar hasta la tarde las órdenes por escrito, oyó estos rumores y calló. No era capaz de hablar de lo intensamente que ardían en su interior la indignación, la vergüenza y la rabia. Se preguntaba involuntariamente si no tenían razón esos franceses en despreciar de ese modo a los rusos y si no era él y sus camaradas y sus soldados culpables del desprecio que les había mostrado ese francés. Pero no, en cuanto recordaba a Kirsten, a Denísov, a sus húsares, se daba cuenta que eso era una desvergüenza del francés y una infamia por parte de esos rusos que la soportaban. Estaba con Zherkov y otros oficiales en el porche de una de las casas ocupadas por los miembros del Estado Mayor. Zherkov bromeaba como de costumbre.
—Pienso que habrá tenido que sudar debajo del gorro —dijo él y se dirigió a Rostov—. Toda la gente es gente, solo el diablo anda con sombrero, ¿no es verdad, eh, Rostov? —Este requerimiento sacó a Rostov de su estado de rabia oculta e hizo que se encendiera.
—No comprendo, señores —dijo él, elevando más y más la voz—, ¿cómo pueden bromear y reírse de tales cosas? Se me revuelve el estómago: un canalla, un zapatero francés (Rostov se equivocaba: Périgord era miembro de la antigua aristocracia francesa), osa sentarse sin descubrirse delante de nuestro comandante en jefe, ¿y después de esto qué? ¿Qué no se atreverá a hacer después de esto cualquier francés conmigo, con un oficial ruso? Solo yo, un teniente de húsares, le quitaría el gorro de la cabeza, porque no soy un alemán curlando y estimo el honor de Rusia.
—¡Bueno, bueno! —dijeron los oficiales asustados, deseando volver al tono jocoso de la conversación y mirándose entre sí. No lejos de allí había un grupo de generales, pero Rostov, animado por el miedo que provocaban sus palabras, se encendió aún más.
—¿Acaso es que somos unos prusianos para que tengan derecho a tratarnos así? Parece que Pultusk y Preußisch Eylau le demostraron que nuestro comandante en jefe es un cualquiera...
—Ya basta, ya basta —dijeron los oficiales.
—Dios sabe quién, los alemanes, los salchicheros, locos echados a perder. —La mayor parte de los oficiales, se alejaron de Rostov, pero en ese mismo instante uno de los generales del grupo que estaba cerca de ellos, un hombre alto y robusto de cabellos grises, se separó de su grupo y se acercó al joven húsar.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó él.
—Conde Rostov, del regimiento de húsares de Pavlograd, para servirle —dijo Nikolai—, y dispuesto a repetir lo que acabo de decir, incluso frente al mismísimo emperador, tanto más delante de usted a quien no tengo el honor de conocer.
El general, sin dejar de mirar severamente a Rostov con el ceño fruncido, le tomó de la mano.
—Comparto totalmente su opinión, joven —dijo él—, totalmente, y estoy muy contento de conocerle, mucho.
En ese instante el gorro de piel que había despertado tal sentimiento de rabia en el alma de Rostov apareció en la entrada del alto mando. Ya partía. Rostov se dio la vuelta para no verle. A pesar del placer de comandar un escuadrón y de la rápida vuelta a Rusia, el sentimiento de vergüenza del vencido, animado por lo que había sucedido, sin haber abandonado su sentimiento de arrepentimiento por las deudas contraídas en Moscú y por encima de todo la pena por la pérdida de Denísov, del que tanto se había encariñado en los últimos tiempos y que, según había oído, se encontraba en el hospital luchando entre la vida y la muerte, hicieron muy triste su vida durante el tiempo de las celebraciones de Tilsit. A mediados de junio, por muy difícil que le resultara, obtuvo permiso del comandante del regimiento para ir a ver a Denísov al hospital que se encontraba a cuarenta verstas.
La pequeña aldea en la que se encontraba el hospital, saqueada dos veces por los ejércitos ruso y francés, precisamente por ser verano, cuando el aspecto del campo es tan hermoso, resultaba un espectáculo sombrío por sus techumbres y empalizadas destruidas, las calles sucias, los harapientos ciudadanos y los soldados borrachos o heridos. En una casa de piedra, con los restos de una empalizada destruida y parte de las ventanas rotas, se había instalado el hospital. Unos cuantos soldados envueltos en vendas paseaban y se sentaban en el porche al sol. En el instante en el que Nikolai atravesó la puerta le envolvió el olor de hospital y de los cuerpos en descomposición. En ese momento llevaban por el pasillo de las manos y de los pies un cadáver o un hombre vivo, él no miró. Un doctor ruso de campaña salió a su encuentro, con un cigarro en la boca, en compañía de un enfermero que le informaba de algo.
—No puedo multiplicarme —decía el doctor—, ve esta tarde a casa del burgomaestre, estaré allí. —El enfermero le preguntó algo.
—Haz lo que quieras, ¿es que no da todo igual? —Y siguió adelante y entonces reparó con sorpresa en Rostov.
—¿Qué desea, Su Excelencia? —dijo él con modos de doctor, especialmente burlón y en absoluto turbado porque Rostov hubiera oído las palabras que le decía al enfermero.
—¿Qué desea, las balas no le han pillado y quiere pillar el tifus? Esta, padrecito, es la casa de los apestados, el que entra muere. Solo nosotros dos, Makéev —señaló al enfermero— y yo, pasamos por aquí. Ya han muerto cinco de nuestros médicos: a la semana de entrar ya están listos. Se han llamado a médicos prusianos, pero a nuestros aliados no les gusta esto —y el locuaz doctor se echó a reír con una risa que evidenciaba que no solo entonces, sino nunca, gustaba de reírse.
Rostov le aclaró que deseaba ver a un mayor de húsares que se encontraba allí.
—Aquí, padrecito, no hay heridos, aquí los que ya están heridos cogen el tifus, y no puedo conocerlos a todos. Comprenda que estoy yo solo para tres hospitales, cuatrocientos enfermos en total. Y todavía no podemos quejarnos porque las damas prusianas nos envían café y dos libras de hila, sino estaríamos perdidos. Yo les registro como muertos, con eso no nos complicamos, el tifus ayuda, pero me siguen mandando nuevos pacientes. Hay casi cuatrocientos, ¿no? —le preguntó al enfermero.
—Sí, exactamente —respondió el enfermero. Era evidente que este ya hacía tiempo que quería irse a comer y esperaba con impaciencia a que se fuera el parlanchín doctor, que tanto se había alegrado de ver una cara nueva.
—El mayor Denísov —repitió Rostov— fue herido en Moliten.
—Me parece que murió —dijo el doctor pidiendo confirmación por parte del enfermero, pero este no lo sabía.
—¿Cómo es, alto y pelirrojo? —preguntó el doctor. Rostov describió el aspecto de Denísov.
—Sí, sí —dijo el doctor como con alegría—, debe haber muerto, pero lo comprobaré, tenía los registros. ¿Los tienes tú, Makéev?