Guerra y paz (77 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

El anciano se acercó apresuradamente con pasos blandos a su mujer besándose mutuamente las manos y señalando con la mirada al invitado diciéndose el uno al otro cosas que solo comprendían los esposos y las esposas. Liza no le pareció a primera vista antipática, se sentó al lado del invitado (a él le apenó que no fuera tan buena como su padre), Sonia, toda sonrojada con su abundante sangre, sus fieles ojos de gata y sus negras y espesas trenzas, peinadas en las mejillas como las orejas de un perro de muestra y el anciano criado mirando con una sonrisa al nuevo rostro y el enorme y viejo abedul con las inmóviles ramas suspendidas en la cálida luz de la tarde y el sonido de los cuernos de caza y el aullido de los galgos proveniente de la perrera y un jinete sobre un potro de pura sangre y un drozhki
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dorado deteniéndose bajo el balcón para mostrar al conde su potro favorito y el sol poniente y la fina hierba en los bordes del camino y junto a ella la regadera del jardín, todas esas cosas, como atributos de la felicidad, se grabaron en su memoria. Un sitio nuevo, nueva gente, el silencio de las tardes de verano, los tranquilos recuerdos y una nueva y benevolente opinión sobre el mundo, influenciada por el anciano conde durante el viaje, le dieron la impresión de la posibilidad de una vida nueva y feliz. Él miraba fugazmente el cielo mientras la condesa le decía una frase trivial acerca de lo agradable que era la vida en verano (qué podía decirle a una persona extraña, él no halló nada que reprobarle, era una buena mujer). Miró al cielo y por primera vez después de la batalla de Austerlitz lo vio de nuevo, vio el alto e infinito cielo que no tenía nubes que se deslizaran por él sino que era azul, claro y amplio. Un ruido parecido al sonido de un pájaro que hubiera entrado volando en la habitación y golpeara en la ventana se escuchó en la ventana que daba al balcón y una voz alegre y apasionada gritó:

—¡Abridme, me he quedado
apatrada
, mamá! ¡Me he quedado
apatrada
! —gritó riéndose y llorando, como le pareció al príncipe Andréi, un niño que estaba en la ventana. Al verle, el niño, el encantador niño, sacudiendo los negros rizos se ruborizó, ocultó el rostro entre las manos y saltó de la ventana.

Era Natasha. Con un traje de hombre para ensayar su obra y sabiendo que su padre había regresado y con un invitado, había ido a lucirse, pero al haberse enganchado en el pestillo se le había ocurrido la palabra «apatrada» y deseando reírse de esa palabra y abrir la puerta, cosa que no podía y mostrarse con el traje de hombre, que sabía que le quedaba muy bien, ante el nuevo invitado y deseando esconderse de su padre, ella, como un pajarillo, comenzó a agitarse en la ventana sin saber lo que hacía, tal como le sucedía siempre todos esos pensamientos se le ocurrieron de pronto y quería ponerlos en práctica inmediatamente.

—Bueno, voy a ver a Polkam —dijo el anciano conde, guiñando un ojo y sonriendo a su mujer, actuando como si no hubiera visto nada y no supiera de la sorpresa y bajó del balcón para ver a Polkam que golpeaba impaciente con las patas espantando a las moscas y con este solo movimiento hacía rodar hacia delante y hacia atrás el drozhki.

—Es mi hija mediana, están preparando un espectáculo para el santo de mi esposo —dijo la anciana condesa.

El príncipe Andréi dijo con una sonrisa que lo sabía todo.

—¿Quién se lo ha dicho? —gritó una voz desde la ventana y la singular cabeza (Natasha había cumplido los quince años ya estaba muy formada y había embellecido ese verano)—. ¡¿Mi padre?!

—No, me he enterado aquí —dijo él sonriendo.

—¡Ah! —dijo la vocecilla tranquilizándose—. Mamá, venga aquí, mire a ver qué le parece.

La anciana condesa salió y el príncipe Andréi escuchó cómo persuadía a su hija para que mostrara a todos el aspecto que tenía con ese traje. Entretanto Liza le contaba con sumo detalle que ese traje significaba que estaban preparando una obra de teatro, que el anciano conde ya lo sabía, pero que fingía que no, en una palabra, todo lo que el príncipe Andréi había entendido desde el primer indicio.

El anciano conde conversaba con el jinete sobre el tiempo que tardaba Polkam en llegar a tal sitio. Por un lado se oía una balalaica cerca de la cocina y desde el estanque llegaban los sonidos de un rebaño dispersándose. El príncipe Andréi escuchaba todo, pero todos estos sonidos eran solo el acompañamiento del sonido de la voz del niño-niña que decía que quería presentarse ante el invitado. La anciana condesa la había convencido. De pronto la puerta se abrió apresuradamente y Natasha entró corriendo en el balcón. Llevaba puestos unos pantalones de piel de alce, unas botas de húsar y abierto sobre el pecho un chaleco de terciopelo bordado en plata. Delgada, graciosa, con los rizos largos hasta los hombros, sonrosada, asustada y satisfecha de sí misma quiso dar unos pasos adelante, pero de pronto le entró vergüenza, se tapó la cara con las manos y se deslizó hacia la puerta casi tirando a su madre patas arriba y solo pudo oírse por el parquet el rápido crujido de sus botas de húsar alejándose.

Por la tarde, Natasha, que habitualmente no era tímida, no bajó a cenar.

—¿Por qué no bajas? —le decían.

—No voy, me da vergüenza.

La misma condesa tuvo que ir por ella. Pero Natasha, escuchando los pasos de la condesa, se puso de pronto a llorar.

—¿Por qué lloras? ¿Qué te sucede? —decía la condesa cariñosa.

—Ah, nada, me fastidia que hagáis una montaña de un grano de arena. Vaya, vaya, le doy mi palabra —se santiguó— de que iré. —Y bajó antes de la cena con un vestido de mujer, que ya era largo como el de las mayores, pero con el mismo peinado. Ella, enrojeciendo, se sentó al lado del príncipe Andréi.

Era evidente que había crecido mucho, era esbelta y tenía ya la estatura de una mujer adulta no muy alta. Era bonita y no lo era. La parte superior de su rostro: la frente, las cejas, los ojos, eran delicados, finos y excepcionalmente bellos, pero los labios eran excesivamente gruesos y grandes, la irregular barbilla se unía con un potente y excesivamente fuerte (en comparación con la ternura de los hombros y el seno) cuello. Pero los defectos de su rostro solo podían distinguirse en un retrato o en un busto de su imagen, en la Natasha viva no podía advertirse nada de eso porque tan pronto como su rostro se animaba, la firme belleza de la parte superior se fundía con la expresión algo salvaje y sensual de la parte inferior formando un conjunto de luminoso y siempre cambiante encanto. Y siempre estaba animada. Incluso cuando callaba y escuchaba o pensaba. Después de la cena, sin participar en la conversación de los mayores, miraba curiosa y atentamente con ojos severos a la nueva cara. El anciano conde advirtiendo que estaba taciturna, guiñando alegremente un ojo al príncipe Andréi y mirando de soslayo a su hija favorita dijo:

—Solo echo de menos Moscú por una cosa: aquí no hay teatros, lo que daría por ver una función teatral. ¡Ah! ¡Natasha! —se dirigió a ella. El príncipe Andréi, siguiendo la mirada del anciano príncipe, también la miró.

—Aunque tengo en casa una cantante —dijo el anciano conde.

—¿Usted canta? —dijo el príncipe Andréi. Dijo estas simples palabras mirando directamente a los preciosos ojos de esa muchacha de quince años. Ella también le miró y de pronto, el príncipe Andréi sin ninguna causa, sin entenderlo él mismo, sintió que la sangre le acudía a la cara y que no sabía qué hacer con sus ojos y sus labios y que simplemente se había ruborizado y estaba confuso como un niño. Le pareció que Natasha había reparado en su estado y los demás también.

Por la noche la anciana condesa, en camisa, dejó entrar una vez más en su habitación a Natasha que estaba particularmente animada después de su rapto de timidez y que vestida con una camisa vieja y una cofia peroraba sentada encima de la montaña de almohadas.

—Sí, él es de mi gusto —decía.

—No puede decirse que lo tengas malo —decía la condesa.

El príncipe Andréi no se quedó hospedado en casa de los Rostov y a la mañana siguiente partió. Iba solo en su coche y no dejaba de pensar en su difunta esposa. Veía ante sí su rostro como si estuviera viva. «¿Qué es lo que habéis hecho conmigo?», decía sin cesar ese rostro, y a él se le hacía muy duro y triste.

«Sí, hay esperanza y juventud —se decía a sí mismo—, pero yo estoy acabado, consumido, viejo», se decía a sí mismo, pero al mismo tiempo que se decía eso, acercándose a casa pasó por un bosque de abedules de Lysye Gory que lindaba con la mansión. Cuando partiera a Korchev en ese bosque, que ya había brotado, había un roble que aún no tenía hojas y él reflexionó acerca de ese roble. Era primavera, los arroyos ya se habían derretido, todo estaba verde, en el bosque olía a tibia frescura. Junto al mismo camino tendiendo un nudoso y desgarbado brazo sobre él estaba el viejo roble con la corteza rota en uno de los lados. Todo el viejo roble con sus brazos desgarbados y sus dedos, con su centenaria corteza cubierta de musgo y sus postillas, resaltando con sus ramas desnudas, parecía hablar sobre la vejez y la muerte. «Ya estáis de nuevo vosotros con las mismas tonterías —parecía decir a los abedules y a los ruiseñores—, de nuevo fingís alguna alegría primaveral, balbuceáis vuestras antiguas, aburridas, siempre iguales fábulas sobre la primavera, la esperanza, el amor. Todo eso es absurdo y necio. Miradme a mí: soy anguloso y nudoso, así me han hecho y así soy, pero soy fuerte, yo no finjo, no dejo brotar la sabia y las hojas jóvenes (que luego se caerán), no juego con la brisa, estoy aquí y seguiré estando igual de desnudo y nudoso, hasta que desaparezca.»

Ahora, al volver, el príncipe Andréi se acordó del roble con el que pensaba que tenía mucho en común y miró hacia delante en el camino buscando al viejo árbol con sus gastados brazos extendidos con reproche sobre la burlona y enamorada primavera. Pero el anciano ya no estaba: el calor apretó, el sol de primavera calentó, la tierra se ablandó y el viejo, sin poder contenerse, olvidando sus reproches y su altivez, dejó que los antes desnudos y terribles brazos se cubrieran de jóvenes y jugosas hojas que tremolaban al suave viento, del tronco, de las protuberancias, de la áspera corteza, habían brotado hojas jóvenes y el obstinado viejo más pleno, más majestuoso y más reblandecido que ninguno, celebraba la primavera, el amor y la esperanza.

XXXII

E
L
emperador vivía en Bartenstein. El ejército se encontraba en Friedland.

El regimiento de Pavlograd que se encontraba entre esa porción del ejército que estaba de campaña en el año 1805, y que siendo completado en Rusia se había retrasado para las primeras acciones, se encontraba entonces acampado en una aldea polaca devastada. Denísov, a pesar de su conocido valor, no era uno de esos oficiales que hacen progresos en el ejército; seguía comandando el mismo escuadrón de húsares, que, a pesar de que más de la mitad no eran los mismos, igual que antes no le temían sino que sentían por él una ternura infantil.

Nikolai, aunque era teniente, seguía siendo un oficial subalterno, del escuadrón de Denísov.

Cuando Nikolai volvió en coche de posta de Rusia y encontró a Denísov con su caftán de campaña, con su pipa de campaña en una habitación llena de objetos desparramados y tal como antes, sucio, barbudo y alegre, en absoluto repeinado como le había visto en Moscú y ambos se abrazaron, los dos comprendieron que el amor que se procesaban era de verdad. Denísov preguntó por todos los miembros de la casa y en especial por Natasha. No ocultó frente a Nikolai lo mucho que le gustaba su hermana. Decía directamente que estaba enamorado de ella, pero en ese momento añadía (dado que no había nada oscuro en Denísov):

—Pero no es para mí, que soy un viejo perro apestoso, ese encanto no puede ser mío. Mi tarea es asestar sablazos y beber. Pero la quiero, la quiero y siempre será así y nunca tendrá un caballero más fiel, hasta que yo no muera. Por ella soy capaz de matar a cualquiera y de arrojarme al agua o al fuego.

Nikolai decía sonriendo:

—No hay ninguna razón para ello. Ella te quiere.

—No te burles en mi cara. Espera, hermano, escucha. Vivo aquí solo y me aburro. Mira qué versos le he compuesto.

Y él leyó:

Hechicera, dime qué fuerza

me empuja hacia las abandonadas cuerdas,

¿qué fuego has encendido en mi corazón?,

¿qué entusiasmo se derrama por mi pecho?

Puede que hace tiempo yo, arrasado, desolado,

en una cruel tristeza desfalleciendo en secreto,

puede que hace tiempo hacia tí insensible y frío,

tu limpio don rechazara con desprecio.

Mas de pronto todo un mundo mágico de ilusión

se me abrió en los más seductores sueños,

me produjo sed de canciones,

e inflamó el fuego en las cuerdas de la felicidad.

En los ardientes nervios nacen las ideas,

y los pensamientos me envuelven como un enjambre de abejas,

surgen... desaparecen... de pronto de nuevo se agolpan.

Olvidado de todo... el sueño, el alimento y el descanso.

Hierve la sangre en los arrebatos de inspiración.

¡Y canto entusiasmado noche y día!

No hay fuerza que pueda deshacer el encantamiento,

¡ellas queman todo mi interior!

Sálvame, apiádate de mí,

calma el dolor de mis terribles sentimientos,

¡no, no, hechicera, no creas la plegaria!

¡Permíteme morir a tus pies!

Nikolai, avergonzado por sus actos, llegó agradecido al escuadrón con la intención de ser un buen soldado, guerrear, no pedir ni un solo kopek a sus padres y expiar su culpa. En ese estado de ánimo sintió más vivamente su amistad con Denísov y todo el encanto de la solitaria, serena y monacal vida del escuadrón, de su forzada ociosidad, a pesar de las cartas y el vodka y se sumergió en ella con gusto.

Era el mes de abril, el tiempo del deshielo, había barro, hacía frío, los ríos se deshelaban y los caminos desaparecían, durante algunos días no recibieron aprovisionamiento. Se enviaron soldados a pedir patatas a los habitantes de la zona, pero no había ni patatas ni habitantes. Todo estaba abandonado y todos habían huido. Los mismos habitantes que no lo habían hecho estaban en una situación miserable y o bien era imposible quitarles ya nada o bien hasta los soldados menos compasivos no tenían el valor de hacerlo. El regimiento de Pavlograd apenas si había entrado en combate, pero la sola hambre le había reducido a la mitad. La muerte en los hospitales era cosa tan segura que los soldados enfermos de calentura y de hidropesía a causa de la mala alimentación preferían continuar en el servicio, arrastrando a duras penas las piernas. Al principio de la primavera los soldados encontraron una raíz que emergía de la tierra que por alguna razón llamaron «raíz dulce de Mashka» y se diseminaron por praderas y campos, buscando la raíz dulce (que era muy amarga), la desenterraban con los sables y se la comían a pesar de la orden de no hacerlo. Los soldados comenzaron a sufrir hinchazón de pies, manos y cara y se atribuyó a esa raíz. Pero a pesar de la prohibición seguían comiendo la raíz porque ya llevaban dos semanas prometiéndoles abastecimiento y solamente les daban una libra
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de galletas por persona. Los caballos llevaban también dos semanas alimentándose de las techumbres de las casas y ya se habían acabado con toda la paja en tres millas a la redonda. Los caballos estaban en los huesos y aún cubiertos de jirones del pelaje invernal. Denísov, que había ganado en el juego, gastó más de mil rublos de su dinero para pienso y Rostov le prestó todo lo que tenía, pero no había donde comprar.

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