Authors: Andrej Djakow
El fulgor irregular de las antorchas jugueteaba sobre las caras de los hombres. El eco del vocerío resonaba entre los elevados arcos y se fundía en un único y monótono rugido. Los miembros de la comunidad habían cerrado los ojos y tendían las manos hacia arriba, unidos en una especie de éxtasis, hacia un pedestal cubierto de terciopelo negro sobre el que se erguía un hombre ataviado con una bata blanca. Sus finos cabellos ondeaban bajo la casi imperceptible corriente de aire del túnel, sus manos sostenían un cáliz lleno de agua, pero miraba hacia la lejanía, hacia un punto que se encontraba más allá del primitivo centro de oración, más allá del túnel oscuro y húmedo, más allá de las capas de tierra irradiada. Miraba hacia la superficie.
—¡Escuchad, hermanos! Se acerca el día en el que nuestras almas pecadoras hallarán la salvación. ¡Se acerca el día en el que nuestras familias serán libres de la prisión del mundo subterráneo! —La voz del aquel mesías era cada vez más fuerte, ofuscaba e hipnotizaba a la multitud—. Hoy, el siervo del Éxodo nos ha dado una vez más una señal. ¡Allí, en las Aguas Grandes, se ha puesto en pie, sin prestar atención a los peligros del mundo emponzoñado, y se le ha revelado la luz resplandeciente! ¡La luz del Arca, que ha anunciado ya su llegada! ¡Falta poco para la Redención! ¡Éxodo guiará a todos los dolientes hasta el Arca y nos llevará a orillas de la Tierra Prometida! ¡Éxodo cree en la salvación! ¡Éxodo reza por vosotros! ¡Rezad vosotros también, hermanos y hermanas! ¡Se acerca el día del Gran Éxodo! ¡Falta poco para la Redención!
—¡Se acerca el día del Gran Éxodo! —dijeron al unísono los miembros de la comunidad, sumidos en un éxtasis común—. ¡Falta poco para la Redención!
El mesías en vestidura talar colocó cuidadosamente el cáliz sobre el pedestal. La multitud contempló un barquito de juguete que se mecía sobre las aguas. La luz de una vela delgada que se hallaba en el centro del barco capturó sus miradas. El tumulto de voces subió de intensidad.
—¡Falta poco para la Redención! ¡Éxodo está a punto de llegar!
Martillo regresó sin que Gleb lo oyera. Al despertar por la mañana, el muchacho se encontró con que su maestro dormía plácidamente en el otro camastro. El estómago de Gleb refunfuñaba por culpa del hambre, pero el muchacho dudaba en levantarse por miedo a despertar al Stalker. La situación se solucionó por sí misma cuando el «encargado de recepción» del día anterior llamó a la puerta. El astuto anciano había ido con la clara intención de obligar a los huéspedes a marcharse o pagar una segunda noche. Martillo se puso en pie y, entre maldiciones, hizo pasar otro paquete de pastillas por debajo de la puerta.
Curiosamente, no iban a quedarse una sola noche en la estación. Era evidente que Martillo esperaba algo, o a alguien, pero en ningún momento le reveló a Gleb cuáles eran sus planes. Después de un desayuno espartano, el Stalker se dedicó a la instrucción de su pupilo: le ordenó a Gleb que hiciese flexiones de rodillas y de brazos hasta derrumbarse… con la mochila a la espalda. Durante las breves pausas, le enseñó el manejo de las armas. Hacia el mediodía, Gleb dominaba hasta cierto punto la pesada Pernatch y sabía cargarla en pocos instantes. Luego, Martillo le enseñó al muchacho los fundamentos de la lucha con arma blanca. En las experimentadas manos del Stalker, el machete de paracaidista que llevaba Gleb se movía con la delicadeza de una mariposa. Por supuesto que no le exigió a su pupilo que hiciera lo mismo, sino que se contentó con enseñarle los métodos más efectivos para matar o inmovilizar a un contrincante. Gleb llegó a sentir náuseas por todo lo que le explicó sobre tendones y arterias. Sin embargo, escuchaba con mucha atención a su maestro, porque cada vez que hacía algo mal éste le propinaba una sonora bofetada.
Hacia la noche, el muchacho maldijo en silencio al Stalker. Sus músculos estaban rígidos y lo torturaban con un dolor sordo; la cabeza le zumbaba por exceso de información. Martillo miraba insistentemente el reloj y tenía el oído puesto en el pasillo.
Hacia la medianoche, una vez más, alguien se acercó a su puerta. Pero en esta ocasión la puerta retembló y crujió terriblemente a causa de los golpes que recibía. Martillo abrió… y Gleb gritó de asombro; se cayó de la cama y la vieja mesa se le cayó encima. En el dintel de la puerta había un monstruo. Un gigante de espaldas anchas, de más de dos metros de estatura, con un rostro deforme y carnoso, y una sonrisa torcida, se inclinó torpemente y miró dentro de la habitación, como si estuviera esperando que lo invitaran. Tenía la piel enferma, verdosa. Un mutante.
El monstruo se inclinó ante ellos y logró meterse dentro. Ocupaba casi la mitad de la habitación.
—Me llamo Gennadi —se presentó con ronca voz de bajo, y le tendió al Stalker su gigantesca zarpa—. «Humo» para los amigos. Y supongo que tú debes de ser Martillo.
—Encantado. —El Stalker le estrechó la mano al gigante y señaló al muchacho—. El chico se llama Gleb.
El muchacho se asombró de nuevo. En esta ocasión por las palabras de su maestro. Estaba claro que sabía su nombre. ¡Quién lo hubiera dicho!
—Es un placer —dijo la atronadora voz de bajo de Gennadi.
El muchacho asintió, aunque inseguro, y salió de debajo de la mesa. Sentía una terrible vergüenza por lo que había sucedido. En un intento por salir un poco más airoso de su situación, preguntó:
—¿Por qué Humo?
El mutante señaló con el dedo la colilla que sostenía entre los dientes.
—Un vicio antiguo. —Humo jugueteó con el cigarrillo entre las comisuras de sus gigantescos labios, y añadió—: La puerta al final del pasillo. Os esperamos. Pasad por allí.
El mutante cruzó el umbral con precaución y cerró la puerta con dos dedos al salir. El portazo fue sonoro. La puerta vibró. Una vez en el pasillo, el gigante maldijo en voz baja y abrió de nuevo la puerta.
—Disculpadme. —Gennadi dejó sobre el umbral el pomo de la puerta que acababa de arrancar y se marchó.
Gleb lo siguió con la mirada, estupefacto. La cortesía del misterioso visitante no cuadraba para nada con su temible apariencia. El muchacho miró con disimulo a Martillo. De pronto, el Stalker ya no le parecía tan terrible, ni tan extraño.
—¿A qué esperas? Pongámonos en marcha.
Mientras se ataba los zapatos, Gleb se acordó de un viejo cuaderno con ilustraciones que en cierta ocasión había hojeado junto con Nata. Era uno de esos que la gente llama «comics». Y en aquel cómic había una figura idéntica a la de Gennadi. Igualmente verde y cuadrado. Pero no tenía tanto tacto. Y enseñaba los dientes.
Tras cerrar la puerta con llave, Martillo y Gleb se dirigieron al lugar que les habían indicado. En la espaciosa estancia —aquel espacio no habría podido llamarse, ni siquiera con la mejor voluntad, habitación— pululaban los trajes de protección militares con colores de camuflaje. Aparte del gigantesco Humo, el muchacho contó a siete adultos que se habían repartido por la sala. Había también otra persona que estaba en cuclillas en un rincón, envuelta en un capote impermeable.
Gleb no tuvo ningún problema para identificar al líder entre los presentes: un hombre alto, de aspecto siniestro, con camiseta y pantalones militares. Estaba sentado frente a una mesa de madera y estudiaba un plano amarillento con cara de concentración e interés. Gleb observó con disimulo al luchador.
Tenía el cabello oscuro, los pómulos muy marcados y rasgos angulosos. Llevaba sobre el hombro derecho un tatuaje hecho con esmero: el emblema de la Alianza Primorski. En resumen: un Stalker de manual.
Martillo se sentó frente al luchador, al otro lado de la mesa. Se acomodó en la silla y el respaldo crujió sospechosamente.
—¿Cóndor?
—Sí, soy yo. Y tú debes de ser Martillo. —Gleb notó que la mirada del luchador era tensa, incluso hostil—. Me han contado muchas cosas sobre ti, Stalker. Si tan sólo la mitad es cierta, tienes un lugar entre mis hombres.
—Siempre trabajo solo.
—¿Quién es ese mocoso? —Cóndor echó una mirada por encima del hombro de Martillo y observó con escepticismo al muchacho.
—Gleb. Es mío. —La voz del Stalker era monótona, como siempre, sin variación alguna, y apenas se notaba el movimiento en sus pómulos.
El luchador miró hacia la sala e hizo un gesto con la cabeza en dirección a sus subordinados.
—Chamán. Ksiva. Belga. Okun. Farid. Nata.
Al oír un nombre que le resultaba tan familiar, Gleb se estremeció y estiró el pescuezo. Entonces se dio cuenta de que uno de los Stalkers era una mujer joven. Ésta se bajó la capucha de la trinchera, se frotó el cuello, que debía de tener rígido, y miró de mal humor a los huéspedes. Cabello corto, guantes con púas. Tenía el porte orgulloso y una mirada penetrante adornada con largas pestañas. En sus movimientos severos, y a la vez armoniosos, se reconocía la gracia y el poder de un depredador salvaje; movimientos reposados pero, al mismo tiempo, prestos en todo instante para arrojarse contra quien fuera, aun cuando se tratara del más temible de los adversarios.
—Ya conocéis a Humo. —Cóndor se volvió hacia la figura solitaria envuelta en el capote—. Y a ese camarada de allí nos los han endosado los sectarios. Seguro que habéis oído hablar de Éxodo. ¿Cómo te llamas, amigo?
El desconocido se incorporó y se acercó a la mesa.
—Soy el hermano Ishkari, servidor de la nueva fe. Querría comentarles que Éxodo no es ninguna secta, sino el mensajero de la Redención, y que solamente quienes crean…
—¡Basta! —lo interrumpió Cóndor—. Sólo llevas un día aquí y ya nos duelen los oídos por culpa de tus prédicas.
El joven sectario enmudeció al instante y regresó a su rincón.
—¿Por qué habéis tardado tanto? —preguntó Martillo.
—Ha habido un hundimiento en la Baltiskaya. Tuvimos que esperar hasta que el camino estuvo despejado de nuevo. Chamán, hazles un bosquejo de la situación a nuestros huéspedes.
Cóndor se movió hasta el extremo de la mesa y empezó a desmontar un pesado fusil ametrallador Pecheneg.
Entonces se sentó a la mesa un hombre menudo, bien alimentado, de mediana edad. Era el único entre los presentes que parecía mayor que Martillo.
Tenía los cabellos largos, con mechones grises, cuidadosamente recogidos sobre la nuca. Llevaba una complicada toca que le sujetaba una lente sobre el ojo izquierdo. Chamán le hizo señas con la cabeza a Martillo, entrelazó los dedos de sus manos nervudas y acercó los mapas.
—Hace unos días, los Stalkers de la Vasiliostrovskaya emprendieron una expedición. Hicieron un alto sobre uno de los promontorios de la orilla. —Chamán indicó un lugar sobre un plano de San Petersburgo—. Justo aquí, detrás de la Primorskaya, vieron una luz. Más o menos en la dirección de Kronstadt. De acuerdo con todas las apariencias, se trataba de un faro de señales. Sin embargo, las señales eran tan borrosas que no lograron descifrarlas. Los zumbados de Éxodo piensan que hay un barco en el golfo de Finlandia. De acuerdo con sus creencias, piensan que es el salvador que tiene que venir desde Vladivostok.
—¡Sí, exacto! —El sectario se puso de nuevo en pie—. ¡El Redentor que viene de la Tierra Prometida!
—¡Cállate, imbécil! —Chamán se dirigió de nuevo a Martillo—. En resumen: no sé de dónde habrá sacado Éxodo esa información, pero piensan que Vladivostok escapó del holocausto nuclear y que allí se encuentran los únicos supervivientes de todo el país.
Se hizo una larga pausa en la sala. Cada uno se entretenía con sus propios pensamientos.
—Parece una ingenuidad —siguió diciendo Chamán—, pero, como se suele decir, en el momento de la desesperación todo el mundo se agarra a un clavo ardiendo. Tan sólo los muchachos de la Technoloshka han sabido darnos otra versión. Cuentan que en el recinto de los astilleros KMOLS de Kronstadt había un búnker a prueba de explosiones nucleares. Dicen que era bastante espacioso. Y si pensamos que en esos astilleros se trabajaba para el Ministerio de Defensa… podemos imaginar que tendrían almacenados gran cantidad de recursos y tecnología. En resumen: los gasóleos están seguros de que las señales proceden de un grupo de supervivientes. Y piensan que tenemos que contactar con ellos sea como sea. No han encontrado un reflector con potencia suficiente para que su luz llegue hasta Kronstadt y por eso han recurrido a la Alianza. Y la dirección ha decidido organizar una expedición para aclarar todo esto. Pero ¡qué situación más estúpida! Entre nosotros no hay nadie que haya salido nunca de la ciudad.
—Tú nos ayudarás durante el viaje —intervino Cóndor—. Pero te lo advierto: no nos crees problemas. Tendrás que obedecer mis órdenes sin rechistar.
Martillo no había parpadeado siquiera mientras los escuchaba. Entonces levantó los ojos hacia el cabecilla y lo miró con aquella mirada que siempre le ponía la piel de gallina a Gleb.
—No lo voy a hacer.
Todos los que estaban allí se volvieron al mismo tiempo hacia la mesa y se acercaron con movimientos imperceptibles. Se hizo otra larga pausa.
—¿Y cuál es el motivo?
Martillo apoyó el codo sobre la mesa.
—Si quieres, puedes dar órdenes a tu cuadrilla de payasos durante las pausas. Pero cuando estemos de camino seré yo quien tenga el mando. Y no habrá nadie que respire si yo no lo autorizo. Si es que para entonces todavía respiráis.
Por unos instantes, ambos se midieron con la mirada. La tensión crecía por momentos y amenazaba con terminar en una violenta pelea.
—¡No sabes lo que dices, Stalker! Tu papel en esta misión que ha propuesto la Alianza…
—¡Yo no estoy en vuestra Alianza! Si pensáis que voy a jugarme el pescuezo por las estupideces que se le hayan ocurrido en plena borrachera a un idiota senil…
Cóndor había dejado de escucharlo. Su puño gigantesco golpeó hacia arriba como si fuera una maza. Martillo se apartó a un lado y saltó sobre la frágil mesa. Sin despegar los labios, Gleb contempló los movimientos, veloces como el rayo, de ambas máquinas de luchar. Ataque y defensa se sucedieron en rápida alternancia. Una vigorosa patada arrojó contra la pared una silla que se rompió en varios pedazos. Un terrible puñetazo arrancó un buen trozo de revoque de la pared. La lucha cuerpo a cuerpo de los dos maestros del pugilato fue enconada y breve. Con un imperceptible movimiento, Martillo agarró por el brazo a su adversario y lo arrojó con inmensa fuerza al otro extremo de la habitación. Cóndor gimoteó al estrellarse contra el suelo. Una pesada bota oprimió su cabeza contra el áspero hormigón mientras una mano le retorcia dolorosamente el brazo detrás de la espalda. Cóndor enmudeció y se dio por vencido. Los Stalkers miraron estupefactos a su comandante derrotado.