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Authors: Andrej Djakow

Hacia la luz (9 page)

Una vez más, el grupo entero estalló en carcajadas. La atmósfera tensa que hasta entonces había reinado entre ellos desapareció a medida que los compañeros se alejaban de la Avtovo.

—¡A usted, mi honorable Belga, le ha faltado tacto en un grado catastrófico! —Humo apagó el cigarrillo sobre el casco de su amigo.

—¿Y por qué lo llaman Belga? —quiso saber Gleb.

En vez de responderle, el luchador empuñó su fusil de asalto y lo sostuvo bajo el rayo de luz de la linterna.

—Es un FN F2000 belga —susurró Ksiva—. ¡El único de todo el metro!

—¡Basta de charla! —los interrumpió Cóndor—. Todos quietos.

La cuadrilla se detuvo. Cóndor sostuvo el contador Géiger, se fue acercando a cada uno de ellos y les midió la radiación.

—Es soportable. En esta ocasión hemos tenido suerte. Martillo, ¿qué sabes sobre la estación Leninski Prospekt?

—En mi vida he estado allí. La salida al exterior está cegada. Un buen trecho de calle se vino abajo y el paso subterráneo quedó lleno de escombros. Tampoco tendría ningún sentido ir hasta la estación Prospekt Veteranov. Ambas estaciones se encuentran a una profundidad de ocho o nueve metros. Están a tope de radiactividad y no son un buen camino de salida. Así que tendremos que andar un buen rato por el exterior.

—¿Y cómo lo haremos?

—A continuación de la Avtovo hay una vía que conduce hasta unas cocheras en la superficie.

—Entonces tendremos que volver atrás. Hasta la salida de la estación.

—De eso nada. Éste es el túnel que tenemos que seguir. Nos falta poco para llegar a la salida.

Cóndor maldijo con voz apenas audible y miró de reojo a Martillo.

—Pero qué astuto eres, tío. ¡Ponte en cabeza!

La cuadrilla entera siguió a Martillo. Gleb sintió un agradable hormigueo: ¡Iba a contemplar de nuevo la luz del día! En compañía de los Stalkers armados hasta los dientes se sentía casi seguro.

¿Qué habría dicho su padre si hubiera visto a su hijo en compañía de tan temerarios guerreros en la superficie? Gleb no pudo evitar una sonrisa al pensarlo… Suerte que nadie lo veía en la oscuridad.

Poco más tarde, los Stalkers se acercaron con precaución a la salida. El túnel terminaba de pronto, pero las vías seguían adelante, hacia la cochera. Un retazo de cielo turbio hizo que el corazón de Gleb se acelerara. La superficie se hallaba muy cerca. Seductora, pero también peligrosa y traicionera, como daba a entender la gran cantidad de huesos y jirones de piel que iban encontrando.

De pronto, Martillo se adelantó y derribó a Belga de un rudo puntapié en las piernas.

—¡Pero qué te pasa, tío, es que te has vuelto loc…!

—¡Quédate en el suelo y calla!

Se detuvieron en el umbral exterior del camino de salida. Fue entonces cuando Gleb se fijó en la sustancia transparente que pendía del alero del edificio de hormigón. Como si alguien hubiera colgado un chal tejido con el hilo más fino. El ligerísimo paño se agitaba al viento sin que apenas se notara y sus extremos casi rozaban a los Stalkers tendidos sobre las vías. Martillo se fijó en el momento en que la sustancia se contraía de nuevo, se levantó bruscamente de las vías y arrastró detrás de sí al otro luchador. La enigmática cortina se estiró hacia ellos, pero ya era demasiado tarde, y al instante se contrajo de nuevo.

—¿Esa cosa está viva? —Belga hizo una mueca de asco; por fin, la adrenalina le había inundado las venas—. Pero ¿qué es?

Martillo miró a su alrededor. Agarró un cadáver de rata medio podrido que encontró junto a la pared y lo arrojó en dirección a la salida. En un primer momento pareció que saliera disparado hacia fuera sin más, pero entonces el «tejido» descendió nuevamente del alero, capturó a su presa con la velocidad del rayo y la envolvió en varias capas.

—Podemos pasar —murmuró el guía, y miró a Cóndor.

Éste asintió en silencio. Los viajeros salieron a la superficie, y en ese mismo instante la cuadrilla sufrió una transformación: los luchadores se pusieron en tensión, empuñaron las armas y se distribuyeron hábilmente por el terreno a fin de explorarlo. En un instante se acabaron todos los chistes y toda la cháchara. Reinaban tan sólo la calma y la más extrema concentración.

Gleb miró de reojo a Ishkari. Éste se encontraba a su lado. Era evidente que el sectario no se sentía a gusto dentro de su propia piel. Miraba de un lado para otro como si se sintiera acorralado y ajustaba una y otra vez la boquilla de la máscara de respiración.

Martillo debió de aguardar en pie durante un minuto, como si estuviera escuchando a su propia voz interior, y luego se decidió y avanzó a paso ligero. Los demás lo siguieron. Treparon en fila india sobre una barrera de hormigón de gran altura y salieron de las cocheras. Unos cien metros más hacia la izquierda había un enorme boquete en la pared. ¿No habría sido posible salir por allí? Pero el maestro de Gleb seguía su propia lógica, que tan sólo él conocía. Sin detenerse ni un solo instante, Martillo animaba a la cuadrilla a seguir adelante. Pasaron frente a un terreno grande, abierto, lleno de restos herrumbrosos de camiones, y frente a un gigantesco edificio cuyo tejado se había venido abajo. Siguieron adelante hasta que el muchacho descubrió una imagen fascinante: un imponente desierto sin edificar, una superficie desnuda, casi interminable, que desaparecía en la lejanía, entre las casas que se hallaban a un lado y los árboles gigantescos del otro.

—¿La Prospekt Statchek? —preguntó Cóndor—. Vamos a morir, en terreno abierto. Sería mejor que pasáramos por los patios.

—Aquí abundan los hombres lobo —le replicó Martillo, sin detenerse—. En los patios podrían acorralarnos y quedaríamos atrapados. Si vamos por la avenida podremos intimidarlos. Llevamos muchos fusiles.

Los Stalkers avanzaron a paso ligero por el asfalto resquebrajado, con la respiración acompasada, entre restos de coches que se habían hundido en tierra, carteles publicitarios torcidos y cables eléctricos arrancados. Lo único que preservaba el recuerdo del poder desaparecido del hombre eran los grandes edificios, aunque abandonados y deprimentes. Por todas partes había huellas de animales desconocidos, montones de excrementos y vegetación exuberante… en cambio, las ruinas de los edificios parecían fuera de lugar y antinaturales. Gleb era incapaz de imaginar que en otro tiempo los humanos hubiesen dominado en aquellos parajes. Aún le resultaba más difícil de imaginar que en otro tiempo había sido posible bañarse en las aguas y que por los parques de la ciudad habían paseado parejas de enamorados y no criaturas implacables. ¿Y si Palych se lo había inventado todo?

Más adelante encontraron un campo cubierto de frondosa maleza en el que convergían varias calles asfaltadas y anchas.

—Esto es la plaza de Kronstadt. —Cóndor se había cerciorado de ello después de comprobar el plano—. ¡Una buena señal! Puede ser que por aquí logremos llegar a Kronstadt.

—No grites, jefe —le recriminó el canoso Chamán.

Al pasar frente al edificio destrozado del Maxidom, el Stalker al que habían llamado Okun se detuvo.

—Esperad… si ya hemos llegado, ¿no sería mejor que hiciéramos un reconocimiento? Seguro que encontraremos algo que podamos aprovechar.

—No —lo interrumpió lacónicamente Martillo.

Cóndor le echó de reojo una mirada hostil y se volvió hacia el antiguo hipermercado.

—Vamos a mirar ahí dentro.

—¿Para qué?

—¡Vamos a mirar ahí dentro! —El luchador, nervioso, empuñó el fusil de asalto con más fuerza todavía.

Durante unos momentos intercambiaron miradas hostiles, y luego Martillo cedió. A todas luces, no quería cuestionar en aquel momento la autoridad del obstinado Stalker. Los viajeros se dirigieron al edificio en ruinas envuelto por una maraña de plantas trepadoras. No le pasó inadvertido a Gleb que Martillo sostenía el AK-74 más cerca del cuerpo que de costumbre, y que no apartaba los ojos de las negras fauces de la entrada. Los luchadores apagaron las linternas que llevaban adosadas a la frente y anduvieron con mucho cuidado entre los carritos de la compra abandonados en absoluto desorden.

Los rayos de luz alumbraron estantes tumbados, así como montones de papel de embalar, cajas y celofán. Todo había quedado cubierto por una gruesa capa de porquería de color blanco. Al mirar con más detenimiento, Gleb se dio cuenta de que aquella costra no era una masa uniforme. Estaba formada por millones de… como el estiércol en la jaula donde Nata, su amiga en la Moskovskaya, criaba a su mascota, un pequeño gorrión gris.

Una terrible suposición impulsó a Gleb a apuntar hacia arriba el rayo de luz. Su maestro parecía haber llegado a la misma conclusión, porque en ese mismo instante iluminó el techo con su propia linterna. En lo alto se agitaba un mar de cuerpos aceitosos y negros como la brea, semejante a una alfombra viva.

Martillo se puso a gesticular con vehemencia para llamar la atención de los Stalkers. Los luchadores, horrorizados, retrocedieron… sin hacer ruido, callados. Faltaban tan sólo unos metros para la salida cuando el grito de terror y angustia de Ishkari puso fin al silencio.

Al instante se hizo el caos. La alada horda de murciélagos se soltó y voló hacia fuera como una única y densa masa. Los Stalkers salieron del hipermercado aullando maldiciones. La masa vacilante de cuerpos alados escapaba por la salida y se elevaba hacia lo alto. El estrépito era infernal. La mancha negra se disgregó nada más llegar al cielo. Los luchadores disparaban a ciegas y sólo pensaban en alejarse lo antes posible del monstruoso nido.

De pronto, la bandada descendió en picado.

Los cuerpos tendinosos de los bebedores de sangre se fundieron en una compacta nube gris. Gleb sufrió un fuerte empujón en la espalda y rodó por el suelo. Por unos momentos, unas fauces repugnantes, con largos colmillos, le impidieron ver el cielo. Martillo apartó a la criatura con una fuerte patada y luego le disparó a quemarropa.

—¡No te duermas, mocoso! ¡Corre!

El muchacho se puso en pie de un salto y corrió tras su maestro. Se oían por todas partes vehementes maldiciones y disparos atronadores.

—¡Atrás! ¡Atrás, os digo! ¡Pegaos a la pared!

Los Stalkers obedecieron. La cuadrilla retrocedió hasta el hipermercado y dio la vuelta en torno al edificio. Los cuerpos negros aleteaban sobre sus cabezas, pero como no tenían espacio suficiente para maniobrar, arañaban con sus alas membranosas el armazón metálico del edificio. Los luchadores, sin detenerse, se marcharon corriendo por la Korabelka.
[7]
A juzgar por las marcas en las paredes, debía de haber habido un tremendo incendio en la antigua Universidad Naval. En aquel momento tan sólo el viento jugueteaba con sus restos carbonizados. Pero el edificio, incluso después de su «muerte», prestó un buen servicio a los seres humanos. La cuadrilla avanzó a lo largo de la pared hasta que se hubo alejado lo suficiente del lugar donde anidaban las bestias.

Los luchadores hubieran querido detenerse para tomar aire, pero la naturaleza que reinaba en la superficie de la Tierra les recordó que allí no cabía la posibilidad de relajarse. Varias criaturas especialmente insistentes bajaron aleteando desde una ventana, apartaron a Nata del resto del grupo y arrastraron sobre el asfalto a la muchacha mientas ésta daba puñetazos al vacío. Al instante descendieron otros murciélagos, como piedras caídas del cielo, que habían divisado la presa desde lejos. Humo y Cóndor corrieron en auxilio de Nata, mientras que los demás abrieron fuego contra los atacantes que venían por el aire. Por fin, Gleb logró salir de su estupor y se puso a disparar junto con los demás. El estruendo de los disparos era ensordecedor. Belga estaba de espaldas a la pared, al lado del muchacho. Parecía que la mira del fusil formara parte de su cuerpo, y disparaba ráfagas breves y muy certeras con su maravillosa arma. También Farid y Okun diezmaban a la bandada con sus eficaces fusiles Kalashnikov. Chamán les protegía las espaldas y cubría con su arma las ventanas de la universidad.

Por fin, las criaturas se dispersaron sin orden alguno. Docenas de chupadores de sangre yacían en tierra y agonizaban. El ataque por aire podía considerarse frustrado. Gleb miró con emoción en derredor. Cóndor estaba rescatando a la joven de entre un montón de cadáveres que había apilado el mutante. Humo aún daba vueltas como una peonza de hojalata, arrojaba cuerpos muertos sobre el asfalto, profería gritos roncos y despedazaba con ambas manos los cadáveres reventados.

—¡No os quedéis quietos! ¡En marcha! ¡En marcha! —Martillo exhortaba a los Stalkers a seguir adelante.

Al cabo de unos diez minutos, los viajeros empezaron a caminar a un ritmo más pausado. Los murciélagos, por fin, los habían dejado en paz y se habían quedado más atrás. Durante un rato se oyeron los penetrantes chillidos de las irritadas bestias… Luego enmudecieron. Los luchadores, fatigados e inquietos, reanudaron su camino.

A partir de entonces, Cóndor ya no trató de imponer sus decisiones y acató las órdenes del guía. Martillo siguió adelante tras echar una ojeada al contador Géiger. Bordearon la espesura del parque Poleshayev, las ruinas de la Perla del Báltico —el Chinatown de San Petersburgo, que en su momento no se llegó a terminar—, las corrosivas emanaciones del estanque de la Sergiyevskaya Sloboda.
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Los árboles tenían una apariencia de lo más singular. Una tremenda fuerza había retorcido y desfigurado sus troncos nudosos. En sus ramas muertas no quedaba ni la hoja más menuda, ni una pizca de verde. Una niebla densa de color gris amarillento, suspendida cerca de la tierra emponzoñada, completaba el cuadro. En medio de la horrenda desolación había un estanque envuelto en sombras. De pronto se oyó un aullido profundo, sordo y vibrante que provenía de allí.

Martillo miró alarmado en derredor.

Los Stalkers dieron un buen rodeo para evitar aquel paraje tan extraño y temible. Llegaron a la carretera de San Petersburgo. A una gran plaza en cuyo centro, en orgullosa soledad, se erguía un imponente edificio.

Gleb sintió curiosidad y le dio un tirón en la manga a Martillo.

—Es la Makarovka —explicó este—. La Academia de la Marina.

El sordo aullido se repitió. Gleb sintió un escalofrío en la espalda, y también los otros luchadores parecieron estremecerse.

—Pongámonos a cubierto —decidió Martillo, y señaló con la cabeza en dirección a la academia—. Un momento —ordenó—. Podría ocurrir que esa cosa saliera de pronto.

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