Authors: Andrej Djakow
Así salió adelante el trabajo. No veía a menudo a Petya, porque trabajaba junto a la puerta de seguridad, donde los mortales no podían ir. Durante los escasos minutos en los que nos veíamos, no me decía casi nada. Tan sólo de vez en cuando decía la palabra «complejo». En aquella época aún no sabía, aunque en algún momento lo habría supuesto, que los militares habían empezado a esconderse en el subsuelo mucho antes de que todo eso sucediera… Tal vez construyeran una central de mando, u otra cosa… En cualquier caso, el refugio antibombas no era más que la punta del iceberg.
—¡Otra puerta! —se oyó la voz de Farid desde lejos—. ¡Venid aquí!
Gleb cerró el diario y se apresuró a esconderlo en el bolsillo de la pechera.
El grupo entero se había reunido frente a la puerta de seguridad. Gleb hubiera querido informarlos de su descubrimiento, pero entonces se dio cuenta de que no tenía nada de qué informar: habían descubierto igualmente la entrada.
Chamán inspeccionó el nuevo obstáculo y trató de hacer girar la rueda del cierre… pero fue en vano.
—Tendremos que volarla.
—¿Y no se vendrá abajo todo este subterráneo?
—Esperaremos arriba.
Empezaron de nuevo con los preparativos. En esta ocasión, el mecánico no necesitó tanto tiempo y lo logró incluso sin la ayuda de Farid. Entretanto, el tayiko se quedó a un lado, en silencio, e iba pasando entre los dedos las cuentas de su
tasbih
.
Una nueva explosión, y luego la polvareda y los cascotes de hormigón… todo lo habitual. La explosión había reventado el cerrojo, pero la puerta tan sólo se había abierto levemente. Tuvieron que dejar las mochilas para meterse por el angosto resquicio como cucarachas.
Era obvio que el grupo había entrado en el complejo del que se hablaba en el diario. Una breve exploración les bastó para cerciorarse de que se trataba de un lugar espacioso. Descubrieron una escalera que los condujo hasta varios pisos más abajo en la oscuridad. La parte inferior estaba inundada. De todos modos, los Stalkers hicieron descubrimientos interesantes en los niveles superiores. Así, llegaron a una sala amplia, llena de cuadros de mando y monitores. Encontraron una serie de pantallas de plasma en una pared semicircular.
—Todo como en una TDC. —Chamán anduvo a lo largo de la pared donde se encontraban los aparatos y echó una ojeada a los manuales que habían quedado por el suelo.
—¿TDC? —preguntó el muchacho.
—Torre de control. Pero sólo hasta cierto punto. ¿Acaso había algo que pudiese volar hasta aquí? Hay algo que sí está claro: esto era un centro de mando. Pero si me preguntas a quién daban las órdenes, o para qué…
Con gran pesar por parte de Gleb, Chamán no logró hacer funcionar de nuevo los aparatos. Al parecer, los generadores habían quedado bajo el agua. Igual que el área de viviendas. Y no se veían cadáveres ni tampoco huesos. Estaba claro que hacía mucho tiempo que aquel búnker estaba abandonado.
Mientras los Stalkers registraban las numerosas salas del búnker, Gleb se acomodó en un sillón que se caía de puro viejo, abrió el misterioso diario y continuó leyendo:
Ese día nos habían llamado para que nos hiciéramos cargo de un nuevo cargamento. Parecía que todo el mundo se hubiera puesto histérico. Todos corrían como locos de un lado para otro y arrastraban cajas y fardos. Montamos el búnker entero. Todo lo que hacía falta: ventilación, iluminación, provisiones… instalamos la puerta hermética de la entrada, colgamos carteles, marcamos de algún modo todo lo que teníamos entre manos. Todo brillaba y centelleaba. La pintura aún no estaba seca.
«Bueno —pensé yo—, debe de ser que quieren tenerlo todo a punto para que les den el visto bueno». Todo lo que se había hecho durante los últimos minutos apuntaba en esa dirección. Aún no teníamos todas las cajas en los estantes cuando el brigadier irrumpió en la sala con la cara roja como un tomate. Cuando por fin recuperó el resuello, nos susurró al instante: «Quedaos quietos —dijo en voz baja—, y no molestéis». Había llegado la Comisión. Unos cuantos peces gordos del estado mayor. Y así fue como nos quedamos allí. Ya era demasiado tarde para hacernos salir. Incluso reconocí a los peces gordos al verlos con el rabillo del ojo. Unos tíos barrigudos que se daban aires de importancia. Y los seguía todo su séquito: la dirección de las obras y los cargos militares. Unos hombres armados con ropa de paisano… debían de ser del FSB.
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Pasaron por el refugio antibombas sin mirar a derecha ni a izquierda y bajaron hasta el área secreta.
Mi extrañeza fue mucho más grande cuando llegaron todas las mujeres con los niños y el equipaje. ¿Eran sus esposas, o qué? ¿Qué diablos habían ido a hacer allí? Pero no tuve más tiempo para pensar en ello. La sirena aulló. La puerta secreta de seguridad quedó sellada. Entonces se oyó gente que corría por fuera… Debían de proceder de las casas de pisos cercanas a los astilleros. De pronto se dirigieron todos a la entrada; hubo un barullo terrible, todo el mundo gritaba. A duras penas nos habíamos dado cuenta de nada cuando un sargento cerró la puerta de seguridad exterior. La gente que estaba a nuestro alrededor chillaba, todo el mundo buscaba conocidos entre la multitud…
Y de pronto apareció Petya frente a mí. Se había abierto camino entre la multitud y me llevó hasta la puerta de seguridad secreta. Pero la aporreó en vano… No abrieron. Petya gritaba y profería maldiciones. Decía que los generales estaban al corriente del ataque. Lo sabían y no habían dicho nada para poder salvarse ellos. Por eso habían hecho llevar las provisiones con tantas prisas…
Y entonces se produjo una tremenda explosión. La gente caía por el suelo y la luz se apagó. Los gritos y gemidos se volvieron aún más fuertes. Fue terrible, un horror. La tierra tembló durante unos quince minutos… Luego el trueno cesó y las luces volvieron a encenderse. No supimos por dónde, entraron soldados que restablecieron el orden. Sellaron la salida y bloquearon la rueda del mecanismo de apertura con una cadena y varios candados, para que nadie cometiese la estupidez de salir fuera. Había algunos que querían… porque habían dejado parientes en la superficie, o porque se apiadaban de los que se habían quedado en el exterior…
Durante los primeros días oímos constantemente golpes en la puerta. Era terrible. Sabíamos que fuera, al otro lado de la pared, había seres humanos que se morían poco a poco. Algunos de nosotros, los que tenían los más débiles de espíritu, sufrieron ataques de histeria y exigieron que se dejara entrar a los supervivientes. Pero los militares restablecieron en seguida el orden. Entonces entró un tío. Era bajito y de aspecto insignificante, pero tan pronto como abrió la boca todos los descontentos se callaron. No ofreció nada ni trató de convencerlos. Habló de manera muy clara: quien abriese la puerta firmaría su propia sentencia de muerte. Dijo que las provisiones almacenadas en el refugio eran limitadas. Y que le pegarían un tiro en la cabeza a quien no siguiera las órdenes. Petya le susurró algo, pero el otro respondió: «¡No se autoriza!», y se marchó. Así le quedó claro a mi colega que no podíamos entrar en la otra parte. Pero ¿qué había esperado? Petya no era ningún pez gordo.
Después, la gente se tranquilizó poco a poco y empezó a instalarse. Igual que antes, nos daban de comer tres veces al día, porque la despensa estaba llena. La gente discutía acerca de cómo había podido suceder aquello y quién habría sido el que había empezado la guerra. Pero ¿qué sentido podían tener todas aquellas discusiones? No iban a descubrir jamás la verdad. No teníamos radio ni televisión. Los móviles se habían quedado sin cobertura desde el primer día.
También los militares callaban. Al cabo de aproximadamente una semana empezó a aparecer gente, pero tan sólo para llevarse las provisiones al búnker. Explicaron que iban a hacerse cargo de la distribución de los alimentos. Tardaron unos días en llevárselos. La gente no se lo impidió. Todo el mundo estaba de acuerdo en que los militares se encargaran de establecer un mínimo orden. Pero yo no dejaba de pensar: «¿Qué ocurrirá luego? ¿Cuánto tiempo vamos a pasar aquí dentro? ¿Qué sucede en la superficie?» Al principio, todos los días se presentaba un oficial de los que estaban abajo y nos explicaba que ocurría esto y aquello, que la situación era difícil; había incendios, radiactividad y todo lo demás… Nos decía que teníamos que tener coraje y esperar. Pero nadie sabía qué era lo que debíamos esperar, ni durante cuánto tiempo íbamos a hacerlo.
Cuanto más tiempo pasaba, más difícil se volvía la situación. El oficial venía cada vez menos. O no había ninguna novedad en especial o ya no se preocupaban por nosotros. Encima sufríamos una plaga: una invasión de hongos. No nos servía para nada limpiar con regularidad. El sistema de purificación del aire era insuficiente. Primero fueron los rincones del techo los que quedaron enmohecidos, y luego las paredes también se volvieron de color verde. No había manera de acabar con aquella porquería.
Cierta mañana, un buen número de soldados subió desde la parte de abajo. En esta ocasión llevaban uniforme aislante contra radiaciones y máscaras antigás. La gente estaba muy nerviosa, porque todo el mundo pensaba que la salida de los exploradores tan sólo podía significar que el tiempo de espera había terminado. Y anhelaban que hubiera novedades. La puerta hermética se abrió, pero la de salida no se movió ni un centímetro. Tal vez había quedado cubierta de escombros, o quizá hubiera sucedido alguna otra cosa. En cualquier caso, todos los esfuerzos fueron en vano. Cundió el pánico y todo el mundo hacía preguntas a los soldados. Su jefe nos soltó otro discurso. Dijo que teníamos que estar tranquilos, porque la otra sección tenía una salida de emergencia. Por lo menos la tenía sobre los planos. En realidad, el túnel aún no estaba terminado. Pero nos dijo que cabía la posibilidad de cavar hasta la superficie, y eso era lo que pensaban hacer los de abajo.
Me acuerdo muy bien de cuando el hombre nos soltó toda esa sarta de disparates. Daba igual: en aquel momento, la gente lo creyó. Al fin y al cabo, la situación se había puesto tensa. La mente humana funciona así. Bastó con que la multitud pensase que había alguien que tenía la situación bajo control, y se tranquilizó. Y se transformó en un rebaño apático.
Pasaron los meses. La gente se desanimaba, estaba melancólica. La inactividad le hizo perder poco a poco el juicio. Los militares habían entendido en seguida que el pueblo necesitaba distracción, y por ello subieron con juegos de ajedrez y de damas, naipes y dominó. El ambiente mejoró en seguida. Todo el mundo, jóvenes y viejos, jugaba con pasión. En algún momento empezaron las apuestas: comida, vestido. Todas las posesiones que los supervivientes habían traído hasta aquí empezaron a circular. Finalmente hubo peleas y los militares tuvieron que intervenir de nuevo. Nos quitaron las cartas y los juegos de dominó. Nos dejaron los ajedreces y las damas porque pensaron que dos personas no eran multitud y que difícilmente empezarían una pelea. Se prohibieron las apuestas. La prohibición era muy estricta. Pero había pocos aficionados al ajedrez y nos cansamos en seguida de las damas. Un anciano propuso jugar al chapayev
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y la idea tuvo éxito. Al menos era más interesante que el ajedrez. Era un juego más dinámico. Así, los hombres aprendieron a lanzar las damas con maestría y se dedicaron a jugar sin descanso aunque los dedos les llegaran a doler. Acabaron por organizar un torneo.
A la mitad del campeonato nos quedamos sin luz. Los hombres, airados, golpeaban la puerta de seguridad y exigían que los dejaran entrar en los niveles inferiores. El generador diésel había dejado de funcionar. Se había terminado el combustible. Nos proveyeron de electricidad desde abajo. El jefe compareció de nuevo ante el pueblo. Nos hizo un nuevo discurso, en el que nos explicó que ellos también habían tenido problemas con los generadores. Y que teníamos que ahorrar recursos.
Lo que tenía que ocurrir, ocurrió. Empezamos a utilizar hornillos de petróleo. Por fortuna, la ventilación aún funcionaba. Tendríamos que contentarnos con la energía del motor diésel de abajo. La gente empezó a caer en depresiones. Los había que deambulaban en la oscuridad como almas en pena. Por supuesto que también se dieron casos de ataques de nervios. Los militares se llevaban abajo a los más perjudicados. Debían de contar con celdas de aislamiento.
Para acabar de empeorarlo, la humedad se apoderó del refugio y el moho se extendió con gran rapidez. Todo se quedó de color verde… desde las mesas hasta la ropa que llevábamos. Los más débiles se pusieron enfermos y también se los llevaron abajo. A la enfermería.
La insatisfacción era cada vez mayor. La gente murmuraba que abajo se vivía mucho mejor, que tenían luz y estaban aislados de la humedad. Algunos listos simulaban enfermedades o accidentes para que se los llevaran. Pero los militares se dieron cuenta en seguida. Siempre que descubrían a alguien, le quitaban la ración de un día, y así los intentos de engaño llegaron a su fin.
Así pasó un año, y luego otro. Creo que habríamos muerto todos hace mucho tiempo si no hubiéramos contado con las provisiones de los de abajo. Pero con ellos nos fue bien; aguantamos. El ser humano se acostumbra a todo. Y es evidente que también a esto. Sólo quedaba una única luz en el refugio antibombas: la de la puerta de seguridad secreta. Nos habíamos acostumbrado a la oscuridad y andábamos a tientas. Llegamos a sabernos el plano del refugio como si hubiera sido el Padrenuestro.
Gracias a la oscuridad, no teníamos que preocuparnos por el vestido. Nos paseábamos en ropa interior…; no había nada que ver. Nociones tales como la decencia ya no interesaban a nadie. Se hablaba cada vez menos. De vez en cuando había peleas…
Al llegar a este punto, Gleb tuvo que interrumpir la lectura, porque Farid había encontrado un plano del búnker. Se reunieron todos en torno a una mesa y se pusieron a estudiar aquellas viejas láminas que se les deshacían entre las manos. Chamán señaló un punto en el plano.
—Aquí se encuentra la salida de emergencia en dirección a la superficie. Según parece, conduce a las dársenas. ¿A ti qué te parece, Martillo? ¿Vamos por allí?
—En ese nivel hay mucha agua. Sería mejor regresar por el camino de antes.
—A mí me da miedo que una vez salgamos no podamos encontrar esa salida por fuera. Antes hemos buscado por todos los astilleros. —El mecánico se volvió hacia Cóndor—. ¿A ti qué te parece? Éste se encogió de hombros. Parecía que quisiera decir: «Decididlo vosotros».