Authors: Andrej Djakow
—Estas pruebas provienen de lo alto. —El hermano Ishkari empezó de nuevo con su letanía—. Mediante las privaciones y la necesidad alcanzan la Redención los fuertes, pero los débiles y los confusos se verán arrastrados por el pecado y la muerte.
—¿Qué es eso que farfullas, sectario? —Ksiva lanzó una mirada desafiante a Ishkari—. ¿Ahora quieres jugar conmigo? ¿De qué pecados me hablas?
—Quien es débil de espíritu lo es también de entendimiento. Sus actos influyen como ninguna otra cosa en el destino de su prójimo. —El sectario siguió con la prédica sin prestar atención a la hostilidad del luchador—. Sólo los dignos pasarán el Rubicón, mas a los otros los aguardan la perdición y la putrefacción… la putrefacción y el olvido.
En esta ocasión nadie trató de calmar al enloquecido siervo de Éxodo. No les quedaban fuerzas. Su voz monótona y adormecedora logró que Gleb conciliara el sueño. Cada vez le pesaban más los párpados. El hornillo se apagó, pero nadie le prestó la menor atención. La pequeña estancia quedó sumida en la más absoluta oscuridad. El sectario dejó de murmurar y suspiró profundamente. Al otro lado de la puerta se oía el débil silbido de la circulación del aire por el túnel. Por un instante le pareció a Gleb que en el rumor de las hojas que el viento arrastraba sobre el asfalto se formaban palabras y frases. Ese susurro a duras penas perceptible, ese susurro incomprensible lo agobiaba, no le permitía pensar con claridad. Oyó la voz de Ksiva como si proviniera de la lejanía:
—Yo soy el culpable de todo. Sólo yo. Sentía envidia de Belga. Admiraba su arma. Yo le dije: «¿Para qué quieres un Kalashnikov si llevas un arma como ésa en la mano?» Y él me escuchó. Dejó el Kalashnikov.
—No insistas con eso —dijo entonces Cóndor—. Fue él quien decidió. Todo el mundo comete errores.
—No, no… —Las palabras del comandante no habían convencido a Ksiva—. La salida de Okun también fue por culpa mía. Fui yo quien lo empujó a ello. Yo le decía que cómo podría fundar una familia si era pobre como una rata de cloaca. Siempre se reía, pero en el fondo eso lo afectó. Por eso siempre quería pillar algo. Ishkari tiene razón. El poder de las palabras es muy grande.
—Tonterías —le respondió Cóndor con voz apenas audible. Entonces bostezó y se volvió hacia el otro lado. La conversación no daba más de sí y el Stalker se durmió.
Gleb no se movía porque no quería llamar la atención de ninguna manera a Ksiva. No porque tuviera miedo del impulsivo luchador, no: simplemente no quería tenerlo como único interlocutor. En algún lugar, arrimado a la pared de enfrente, Ksiva jadeaba, y luego, de pronto, su jadeo dejó de oírse y las suelas de sus botas se arrastraron por el suelo.
—¿Eh? ¿Quién está ahí? Por qué… ¡Yo no lo sabía! ¡No quería!
El muchacho lo oyó, medio dormido. Ksiva hablaba en susurros, febrilmente, con otra persona, y la rechazaba una y otra vez. Parecía que el pobre diablo estaba totalmente fuera de sí.
A Gleb ya no le quedaban fuerzas para meditar las palabras de Ksiva… A duras penas lograba formular pensamientos claros. Al oír la respiración acompasada del Stalker, se dejó llevar por la corriente que había arrastrado a todos los demás después de aquel difícil día. El muchacho respiró más hondo, más lento. La frontera entre el sueño y la vigilia se desdibujó, se disolvió en un vaho nebuloso que le envolvió la conciencia y liberó del dolor sus músculos exhaustos. Poco a poco, su cuerpo se volvió ligero e ingrávido, y el muchacho comprendió que se había dormido. Gleb constató con asombro que su conciencia se había vuelto transparente como el cristal. En cuanto se hubo acostumbrado a esta nueva forma de percepción, trató en primer lugar de mover una mano, y luego la otra. Precavidamente, se puso en pie, sin sentir para nada el peso habitual de su cuerpo, y miró hacia abajo. Las piernas no estaban allí, todo su cuerpo había desaparecido. Estaba suspendido a medio camino entre el suelo y el techo, y entonces se dio cuenta de que, a pesar de la negra oscuridad que tendría que haberle impedido ver nada, podía reconocer las figuras de los Stalkers dormidos. El muchacho miró a su alrededor. Sus ojos se detuvieron en la puerta, por debajo de la cual se colaba una delgada línea de luz.
Gleb se calmó a sí mismo diciéndose que todo era un sueño y nadó hacia la salida, sin que su nueva situación le provocase ninguna incomodidad. El sentimiento de absoluta libertad lo embargaba. Sin el menor asomo de miedo, Gleb se dirigió hacia la puerta y salió flotando al túnel. Una luz irregular surgía del pasillo opuesto. Voló hacia allí, recorrió el estrecho pasillo de enlace y llegó por fin al túnel de la izquierda.
Al instante lo asaltaron los sonidos: susurros nerviosos, sollozos, maldiciones. Por todas partes había gente, mucha gente. En el túnel refulgía una luz brillante y estaba abarrotado. La gente salía de sus coches, se quedaba quieta y escuchaba, asustada, los truenos lejanos. Gleb les pasó por encima de la cabeza y contempló sus rostros pálidos y temerosos. Su mirada se detuvo en una mujer que sostenía una niñita en brazos. La madre la miraba con pavor, apretaba el cuerpo de la niña contra el suyo. En sus ojos se veía el pánico. La niñita también tenía abrazado un osito de peluche contra el pecho y lloraba sin cesar.
Una luz deslumbrante resplandeció en las salidas más lejanas. El túnel retembló y aquellas gentes cayeron sobre el asfalto. Se oyeron gritos de terror. Los focos centellearon brevemente y luego se apagaron, la turbia luz del sistema de emergencia se encendió y los rostros aterrorizados quedaron bañados por la escasa iluminación. Entonces se oyeron truenos aún más fuertes y se levantó un viento que transportaba un aullido formado por muchas voces. En un abrir y cerrar de ojos, el túnel se llenó de una mezcla de arena y de basura.
Hubo quien trató de cubrirse el rostro con la chaqueta, otros volvieron a meterse dentro de los coches para guarecerse de las nubes de polvo. Gleb sintió que el calor aumentaba. En cuestión de segundos, la temperatura del viento subió, empezó a quemarles la piel. Los chillidos de dolor se entremezclaron en un murmullo turbador, un murmullo que no quería terminar. A lo lejos resplandecía una luz cegadora. El calor era insoportable. Las gentes empezaron a correr en todas direcciones. Algunos se dirigieron a la salida. El rugido era cada vez más poderoso. El túnel vibraba cada vez con más fuerza. El revestimiento de la bóveda se agrietó y empezó a caerse.
En un desesperado intento de salvar a su hija, la mujer trató de meterse en el coche más cercano. Sus pasajeros dejaron entrar a la niña y luego levantaron las ventanillas. La niñita golpeaba el cristal y miraba a su madre, pero ésta se quedó allí, como ausente, miró por última vez a su hijita y sonrió. Quería creer que con aquella medida desesperada había protegido a su niña de la inminente catástrofe.
Otras explosiones iluminaron el rostro de la mujer… y una ola de fuego recorrió el túnel. Hacía un instante que la mujer estaba frente al automóvil, pero entonces las llamas abrasaron su sonrisa y terminó por desaparecer. Así, de golpe, los gritos enmudecieron, desaparecieron bajo el fragor de las llamas. La onda de choque reventó los cristales, los coches giraron por los aires, chocaron unos contra otros y se estrellaron contra la pared. El fuego que había invadido el túnel sin ninguna misericordia, como una ola voraz que todo lo engullía, abrasó en un solo instante a todas aquellas personas, con sus miedos, sus ruegos y sus problemas insignificantes.
Al cabo de unos minutos enloquecedoramente largos, todo terminó. El fragor de las llamas se acalló, la pared de fuego siguió adelante en su recorrido y perdió fuerza. El túnel entero, desde la bóveda hasta el suelo, se inundó de un humo corrosivo; el hollín dejó negras las paredes. Los esqueletos metálicos de los vehículos crujieron y se fueron enfriando lentamente. Las brasas deformes que aún se consumían y que poco antes habían sido seres humanos emitían calor de manera regular.
Gleb quería despertarse. Desesperado, trató de abrir los ojos, de cerrarlos con fuerza para no tener que ver aquel horror, pero frente a ellos permanecían las demenciales escenas de la tragedia que había tenido lugar, y no querían desaparecer. Llevado por el pánico, el muchacho trató de llegar al pasillo que conducía hasta el otro túnel, pero por todas partes encontraba paredes sin ninguna abertura.
Entre los ecos ensordecedores del silencio, crujió una puerta.
Gleb se volvió. En un automóvil cercano se exfoliaban grumos negros de materia carbonizada. La puerta se abrió ligeramente y un piececito de niña, embutido en una sandalia de colores, pisó el suelo. Quedó a la vista un vestidito infantil, y entre las volutas de humo apareció la niñita de antes… No tenía quemaduras por el cuerpo, ni hollín en sus mejillas rosadas. Sostenía con las manos un carbón humeante que poco antes había sido su oso de peluche.
Caminó entre las escasas llamas que aún ardían aquí y allá y le hizo un gesto a Gleb para que la siguiese. El muchacho la siguió como en trance por el largo túnel. Al llegar a la salida, se detuvieron. La niñita levantó su mano rechoncha y le señaló, sonriente, un cadáver abrasado e informe.
Gleb, atónito, contempló los restos carbonizados, hasta que se dio cuenta de que sus cenizas ocultaban una pieza de metal. Bajo los rayos del sol de poniente, vio la figura en relieve de un águila de dos cabezas. Su mechero.
La niñita, con la voz de Martillo, le dijo: «Estamos todos muertos desde hace veinte años. Nos hemos sepultado a nosotros mismos y erramos por el subsuelo como espíritus que no han hallado reposo. Buscamos unas cosas y otras… y todo es en vano. Estamos muertos. No existimos».
—No, no, eso no puede ser… —gimió Gleb, y negó con la cabeza. No quería mirar, no quería oír, no quería creer—. Eso no puede ser.
El mundo empezó a dar vueltas a su alrededor como un tiovivo a toda marcha, las imágenes que tenía frente a los ojos se desdibujaron, se volvieron borrosas. Cuando Gleb volvió en sí, había oscurecido. Buscó el mechero y le dio una vuelta a la ruedecilla. A la luz de la pequeña llama vio el rostro inquieto de Nata.
—¿Qué es lo que murmurabas? ¿Tenías una pesadilla? —La somnolienta joven se desperezó, encendió la linterna y la acercó al reloj—. ¡Dios mío! ¿Y todos ésos siguen durmiendo? ¡Si casi es mediodía!
Nata se puso en pie y despertó a los luchadores. Éstos se levantaron torpemente, como si hubieran despertado de una borrachera. En la pequeña habitación hacía un calor agobiante, opresivo. Gleb sintió la necesidad de ir en busca de aire fresco.
—¡Qué absurdo, siento un zumbido en la cabeza! —Chamán se incorporó con dificultad.
Gleb se ató los zapatos con los dedos entumecidos.
—El aire se ha ido cargando durante la noche. —Cóndor se puso en pie con torpeza—. Como no hay ninguna abertura, tampoco entra aire fresco. Se ha acumulado el dióxido de carbono. ¿Verdad que tú también lo has notado, mocoso? Recoged vuestras cosas, llevamos demasiado tiempo aquí.
Los Stalkers buscaron entre su equipamiento. Estaban tan atareados que nadie se fijó en la puerta. Alguien había apartado la caja del transformador.
—¿Dónde está Ksiva?
Los rayos de sus linternas recorrieron las paredes de hormigón, iluminaron todos los rincones de la sala, pero no encontraron nada.
—¡Ah, maldita sea! ¡¿Es que se han puesto todos de acuerdo?! —Cóndor empuñó el fusil ametrallador que llevaba colgado al hombro y salió al túnel.
Los Stalkers siguieron precipitadamente sus pasos. Gleb iba detrás de su maestro. Tuvo un mal presentimiento. Cada vez costaba más avanzar, el túnel ascendía en una larga pendiente. La luz del día entraba por el recuadro que dibujaba su salida. Sobre el telón de fondo del cielo grisáceo reconocieron la silueta de un hombre sentado en el suelo. El grupo se acercó con cautela a la solitaria figura. Ksiva estaba sentado de espaldas a la pared, sin moverse, con el rostro vuelto hacia la salida. Sus brazos reposaban sin fuerza sobre las rodillas.
—En pie, Stalker —dijo Cóndor con voz trémula—. ¡En pie te he dicho!
Gleb, aún aturdido, contempló el cuchillo manchado de sangre que había quedado sobre el asfalto. Entonces se fijó en que el luchador tenía unos cortes profundos en las muñecas y volvió el rostro hacia otro lado.
—¡Ponte en pie! —Cóndor temblaba de la cabeza a los pies.
—Cálmate. —El mecánico se agachó, poniendo cuidado en no pisar el charco de sangre, y le dio la vuelta a la cabeza flácida de Ksiva.
Una mirada vidriosa. Labios finos, sin sangre, cerrados hasta formar una línea recta.
Chamán lanzó una mirada de reproche al comandante.
—¿Por qué le saliste con lo de la granada? Este tío ya tenía un par de tornillos flojos. La pasada noche no hacía más que hablar en voz baja pidiendo perdón por sus pecados.
—¡No puede ser que Ksiva haya cometido semejante estupidez! Tanto él como yo habíamos sobrevivido a muchas otras cosas. —Cóndor contemplaba con los puños cerrados el cadáver del luchador, como si no acabase de creer lo que estaba viendo—. ¿Cómo es posible, hermano?
—Quien es débil de espíritu, también lo es de entendimiento —dijo Ishkari, suspirando—. El túnel se ha apoderado de él.
—El túnel… —Cóndor se agachó sobre el cadáver de su camarada y le cerró cuidadosamente los ojos—. No sé qué querías conseguir, Ksiva, pero te has equivocado. Te has equivocado del todo. Adiós.
—Tendríamos que enterrarlo —dijo la voz de Farid.
—Es asunto vuestro. Yo montaré guardia. —Martillo se cubrió con la capucha, sostuvo el fusil de asalto pegado al cuerpo y trepó por un terraplén arenoso que se encontraba al lado de la rampa de acceso al túnel.
El prudente Chamán sacó una pala plegable que llevaba con sus cosas. Farid, Nata y él mismo buscaron un lugar tranquilo en la hondonada y se pusieron por turnos a cavar una tumba. Al cabo de unas pocas horas, todo hubo terminado: la torpe despedida, las breves palabras de los luchadores. Cóndor fue el único que no dijo nada. Gleb se fijó en lo chupada que se le estaba quedando la cara al comandante durante los últimos días. Parecía reflejar en ella el dolor por cada uno de los muertos.
El grupo, ostensiblemente más reducido, abandonó el túnel y avanzó poco a poco por el montículo de arena. Gleb tardó en olvidar el rostro aterrado de Ksiva. Nubes de tormenta cubrieron el cielo como un manto grueso e impenetrable. De vez en cuando aparecía una luz resplandeciente entre las nubes, presagio de tempestad. No tardaron en oír el primer trueno. Después, de súbito, empezó a soplar el viento. Como si se hubiese liberado de pronto de su prisión. La naturaleza permaneció inmóvil mientras aguardaba la rebelión de los elementos.