Authors: Andrej Djakow
Acordamos que saldría para hacer correr rumores sobre el presunto túnel y sobre otras cuestiones. Que los enfermos, amotinados e insatisfechos serían los primeros en morir… Me odiaba a mí mismo, pero no podía hacer otra cosa. Cada vez que bajaba desde el mohoso refugio antibombas hasta el búnker para informar, me servían un vaso de zumo y una ración suplementaria. Y yo me la tragaba. Hasta el último trocito. Me odiaba a mí mismo, pero me tragaba igualmente la carne. Y luego regresaba, regresaba a este infierno. Mentía a mis camaradas. Cara a cara. Yo, el sin Dios.
He pecado. Pecado. Y no puedo confesárselo a nadie. Este cuaderno en el que escribo lo birlé de la mesa del asesino. Ruego que la lámpara, la última que aún da luz en el refugio, no se apague. Mientras me quede lápiz, al menos podré escribir lo que me pesa sobre el alma. No me quedan fuerzas para soportar todo esto.
Así han pasado los días. ¿O han sido semanas? ¿Meses? No lo sé. Es como si el tiempo se hubiera detenido. Me duele mirar a los demás. Están sucios, están llenos de mierda. Se pasan todo el tiempo lloriqueando en la oscuridad y vienen arrastrándose tan sólo para comer. Ahora ya sólo lo hacen una vez al día. Han vuelto a reducir la ración.
Por supuesto que no todos están igual de desesperados. Los hay que todavía aguantan y conservan la esperanza. Pero cada día somos menos. Dentro de muy poco no va a quedar nadie que abrigue esperanzas. La última vez que estuve en el búnker oí casualmente que alguien hablaba de arenas movedizas. Vi claro que el agua se había colado también en la zona donde vivían aquellos mierdas. Durante la conversación que contaba antes, me llevé una llave que se encontraba sobre la mesa del funcionario sin que él se diera cuenta. Es la llave del cerrojo de la puerta de seguridad del búnker. En aquel momento presentí que ocurría algo malo. Entretanto, nuestros celadores se marcharon a toda prisa. Y nos abandonaron…
Llegados a ese punto, las anotaciones se interrumpían. Gleb pasó varias páginas en blanco y encontró la continuación. La caligrafía era cada vez más irregular y difícil de leer. Las letras se amontonaban unas sobre otras y costaba mucho seguir el texto.
Escribo a oscuras. La lámpara ha dejado de funcionar. Hemos pasado un día entero sin abastecimiento. Ahora veremos qué es lo que viene a continuación. No hemos podido abrir la puerta del búnker. Tengo muy claro que nos vamos a pudrir en vida. Nos vamos a morir de hambre y de miseria. He reunido a todos los que se sostenían sobre sus piernas y hemos ido hasta la salida. Hemos forzado la puerta hermética y hemos llegado hasta la puerta exterior. Todavía estaba allí la herramienta que se quedó abandonada en aquel lugar después de que se hiciera el primer intento. Mientras nos queden fuerzas, trataremos de forzarla. Nos turnamos en el trabajo. Pero presiento que no me queda mucho tiempo de vida. Tengo tanta hambre… Aún no padecemos por la sed… bebemos las aguas subterráneas que han inundado la sala…
Al tercer día de hambre ha ocurrido lo que inevitablemente ocurre cuando los instintos se imponen al entendimiento. Me he despertado al oír unos gritos muy fuertes. Y he tenido miedo. Un miedo tremendo. La gente que estaba conmigo se había vuelto loca. Habían matado para saciar el hambre. Me he puesto en pie, he ido hacia donde se oían los gritos y les he dicho: «¡Recobrad la cordura! ¡Sois personas y no animales!» Pero me han respondido: «Si quieres comer, cállate. Y si no, te devoraremos también a ti…»
El hambre es algo tremendo. Al cabo de un rato he pensado: «No soy yo quien los ha matado, así que el pecado no será tan grave». De modo que he comido como los demás. He comido, y he pensado que ya no nos diferenciamos en nada de los antropófagos del búnker. Somos iguales a ellos. Si nos intercambiáramos con ellos, todo sería igual. Organizaríamos la misma farsa con tal de sobrevivir. Y por ello nos aguarda el mismo destino… No sé qué es lo que va a suceder ahora. No quiero esperar más ni tener miedo. Ya no puedo más. Me voy a cortar las venas para que esto se acabe…
Sólo me queda una esperanza: que esto no haya ocurrido de la misma manera en todas partes… de una manera tan inhumana. Es por eso por lo que escribo estas palabras, y abrigo la esperanza de que los que bajen aquí algún día y lean esto… me comprendan y me perdonen… Por Dios, yo no quise todo esto… prolongar mi vida a costa de la de
otros… tampoco quería mentir… ni darme muerte a mí mismo…
He pecado. Estoy arrepentido. Perdónanos a todos, Señor.
El muchacho cerró el diario e irguió la cabeza.
Se sentía mal, como si se hubiera comido una lata de conservas en mal estado. Claro que le daba lástima aquel hombre. ¿Y cómo podía culparlo por su voluntad de sobrevivir?
Al menos, ya estaba claro quiénes eran los caníbales: los bastardos del búnker, así como sus hijos.
Oyó un ruido que llegaba desde abajo: la puerta de entrada chirriaba. Poco más tarde se oyeron unos pasos sospechosos y el ruido sordo, apenas audible de las escaleras de hierro. Alguien subía poco a poco. Parecía que el misterioso amo de la torre estaba a punto de aparecer.
El eco de los pasos era cada vez más fuerte. El ruido sordo y desagradable que hacían los escalones al vibrar volvía insoportable la espera. Gleb empuñó la Pernatch y apuntó con ella a la salida de la escalera. Todo estaba a punto de decidirse. El muchacho estaba resuelto a responder al fuego enemigo hasta el amargo final. Le quedaba un último cargador en el bolsillo, y se reservaba para sí mismo su último cartucho. Pero eso sería más tarde. Por el momento, le era necesario imponerse a su propio miedo y detener el temblor de sus rodillas. Martillo no había elegido a Gleb porque sí. Y eso significaba que tenía que hacerse valer. Lo más importante era no dejarse llevar por el pánico.
Entonces llegó desde abajo una luz pálida y vacilante. Apareció en el marco de la puerta una figura solitaria cubierta con un abrigo y con una capucha sobre la cabeza. Llevaba en la mano una vieja lámpara de petróleo. La llama era visible a través de la rejilla, pero su luz no era suficiente para verle la cara al desconocido. El muchacho se esforzó, en vano, por distinguir los rasgos faciales ocultos bajo la capucha. La pistola se le hacía cada vez más pesada y la tensión le había agarrotado el dedo con el que se disponía a tirar del gatillo.
Gleb se estremeció al ver que el hombre sin rostro levantaba la mano para tranquilizarlo y se ponía a hablar…
—Espera… No dispares… soy yo…
La voz del recién llegado le resultó dolorosamente conocida. El muchacho se dio cuenta de que había visto ya muchas veces aquel abrigo. Ishkari se bajó la capucha y le sonrió.
—¡Estás vivo! ¡Estás vivo, vaya por Dios!
Gleb dejó caer la pistola al suelo y se arrojó alegremente sobre el sectario. Se abrazaron como si hubieran sido amigos de toda la vida. El muchacho se reía y lloraba al mismo tiempo. Se alegraba tanto de haber encontrado a alguien para compartir la carga y el infortunio de aquella situación que parecía no tener salida…
—¡Me preguntaba qué habría sido de ti después de desaparecer de la barcaza!
—¡He saltado a tierra! ¿Y cómo has sobrevivido tú?
Gleb se había secado las lágrimas de alegría y devoraba a Ishkari con los ojos, como si tuviese miedo de que éste desapareciera de nuevo como un maravilloso sueño.
—He logrado escapar. Cuando esos locos nos han asaltado, me he arrojado al agua. ¡Tenemos que salir de aquí, ¿me oyes?! ¡Tenemos que salir de aquí!
El sectario recogió la pistola e hizo el gesto de entregársela a Gleb. El muchacho tendió la mano, pero, en el último momento, Ishkari le dio la vuelta al arma y golpeó con todas sus fuerzas a Gleb con la culata. El muchacho, abrumado por el dolor, se desplomó. Sintió la calidez de la sangre que le manaba en abundancia por el pómulo. Se le nubló la vista. La figura del sectario se difuminó y le pareció que el suelo se movía bajo su cuerpo. El muchacho trató de ponerse en pie, pero volvió a caerse. La frialdad del hormigón le hizo recobrar la consciencia. Llegaron a sus oídos palabras que apenas comprendía.
—No te muevas, mocoso, si no quieres tragar plomo. Será un placer poner el punto y final a la heroica historia de esta expedición. Tú eres el único de esa cuadrilla de ineptos que aún sigue vivo.
El sectario fue al otro extremo de la sala y dejó la lámpara sobre uno de los estantes del armario. A continuación, inspeccionó los aparatos amontonados dentro del mueble, separó un interruptor y se agachó sobre los cables arrancados. Logró conectar el que le interesaba y volvió a encender el faro. Gleb se dio la vuelta sin levantarse y vio lo que estaba haciendo Ishkari. Luego presionó con las manos contra el suelo y logró incorporarse a medias y apoyar la espalda en la pared. Ya no le dolía tanto, y la habitación había dejado de dar vueltas.
—No es extraño que no entiendas nada, pequeño. Escúchame, te lo voy a explicar. —El sectario le sonrió con un rostro malévolo—. ¿Te ha gustado mi idea del faro? Sí, se me ocurrió a mí. No te lo habrías imaginado nunca, ¿verdad? Bueno, en el día de hoy te vas a llevar muchas otras sorpresas. Si te quedas quietecito y no haces nada raro, te voy a dar un tiempo de gracia. Para que disfrutes de tus últimos minutos. Siempre lo mismo: cuando llega el momento de la muerte ya es demasiado tarde para nada… y, sin embargo, qué estupidez: todos los que he matado hasta ahora me han suplicado que les concediera una prórroga. Aunque tan sólo fuera por unos minutos. La vida en este mundo atroz no es divertida, hermano, y, sin embargo, todos los seres humanos se aferran a ella como locos.
El sectario fue de nuevo hasta el armario, abrió la puerta agrietada y sacó una botella cubierta de polvo. Agitó su turbio contenido, tomó varios tragos con avidez e inspiró profundamente.
—Ah… llevaba una semana sin beber nada. Estar aquí sin alcohol es deprimente. —El sectario se secó la boca con la manga—. ¿Dónde me había quedado? Ah, sí, el faro. Creo que tendría que empezar con la historia del refugio antibombas del astillero.
—Eso ya lo sé. —Gleb le arrojó el diario a Ishkari. Éste pasó varias páginas y volvió a esbozar una sonrisa malévola.
—Bueno, esto me lo pone más fácil. Los pobres diablos que vagan por esta isla son los antiguos habitantes del búnker. Pero no todos han degenerado de ese modo. —De repente, la sonrisa desapareció del rostro del sectario—. Yo nací en este búnker. Cuando era niño, también me alimentaba de carne humana. Para mí era lo más normal del mundo. ¿No la has probado nunca? Es una carne igual que cualquier otra. En cualquier caso, es mejor que la de rata. La carne humana es muy dulce.
El sectario tomó otro trago de aguardiente con la misma avidez.
—Cuando el búnker empezó a inundarse, nuestros mayores tomaron la decisión de instalarse en la ciudad. ¿Adónde podíamos ir, si no? Dejamos morir a los enfermos en el búnker. Nos daban asco.
Al principio nos alimentamos de animales, pero tampoco había tantos. No tardamos en acabar con todo lo que se movía por la isla y que aún nos podíamos comer. En los primeros tiempos todavía llegaban supervivientes de Lomonósov. Fuimos tirando con ellos.
»Pero aún no lo habíamos intentado todo. Hacíamos batidas por los alrededores en busca de supervivientes. Llegó un momento en el que unos héroes hicieron saltar por los aires un trecho del dique para impedirnos que saliéramos de la isla. Pero un bonito día tuvimos suerte: un barco para turistas llegó a Kotlin. Estaba en muy malas condiciones y lleno de abolladuras, pero transportaba a mucha gente. Se hallaban en medio del océano en el momento del ataque nuclear. Iban de crucero. Por eso habían sobrevivido.
»Tratamos con mucho esmero a esos huéspedes. Teníamos armas en cantidad, y también un sano apetito. Los hicimos salir a todos a la vez y los llevamos al dique seco, donde los dejamos bajo vigilancia. Es el mismo dique al que nos condujo Martillo. Ahora está desierto y vacío, porque hace tiempo que terminamos con el último. Pero en ese tiempo nos fue muy útil… como dehesa, por así decirlo. Había mucho sitio. No sé en qué otro lugar hubiéramos podido alojarlos. Los teníamos allí como ganado. Incluso se reprodujeron. El ser humano, por naturaleza, es un oportunista. No importa dónde lo metas, sobrevive en todas partes. Incluso en sitios donde las ratas no lo logran…
Cuanto más tiempo hablaba Ishkari, más grande era el horror que sentía Gleb por la ligereza con la que el sectario decía frases tan inimaginables.
—Y así sobrevivimos sin pasar necesidad. Pero, al fin, una peste se abatió sobre la ciudad. Se llevó a buena parte de los nuestros, y también se nos murió el «ganado». Como teníamos hambre, empezamos a comernos los unos a los otros. Entonces, a los más viejos se les ocurrió lo del Éxodo. Sí, sí, muchacho, Éxodo se inventó aquí, en Kronstadt. Ese bonito cuento del Arca… En cuanto el reflector estuvo montado, varias personas acudieron en secreto a San Petersburgo. Fue así como aparecieron los predicadores en el metro. Yo también fui con la barcaza… el hambre me impulsó a hacerlo. Claro que en el metro no se pasa la misma hambre…, aunque los primeros días no paraba de encontrarme mal por culpa de vuestra carne de cerdo. —El sectario puso cara de asco—. Pero en el metro también había un buen número de palurdos ingenuos. El faro apenas había empezado a funcionar cuando se nos presentaron los primeros creyentes. Como si lo hubieran estado esperando. El primer cargamento estaba listo para partir. Sólo teníamos que hacer llegar a la costa la barcaza de la Redención…
»Pero entonces la Alianza Primorski estuvo a punto de desbaratarnos toda la operación. En ese momento me encontraba en la Technoloshka, más cerca que los demás, y tuve que ser yo quien os interceptara. En estos momentos, la influencia de Éxodo ya es demasiado grande como para ignorarla. Tiene fieles en casi todas las estaciones. En pocas palabras: tuvieron que aceptarme como miembro de la expedición, aunque les rechinaran los dientes.
—Pero si Éxodo es un invento vuestro, ¿cómo es posible que los diablos de los pantanos no te picaran? —le preguntó Gleb. Se agarraba al último clavo ardiendo para no tener que renunciar al último sueño que le quedaba.
—Me había puesto repelente contra insectos. Es excelente contra las moscas. —Ishkari sacó una botella alargada del armario—. Ironías del destino: no teníamos suficiente para comer, pero, en cambio, había toneladas de bebida en el búnker. En aquella ocasión pensé que los Stalkers vendrían corriendo a salvarme y así buena parte de ellos morirían por las picaduras. Pero no funcionó…