Authors: Andrej Djakow
El sectario enmudeció. Luego se dio la vuelta, se alejó y se sentó sobre uno de los norays del muelle. Los restantes meditaron en silencio las palabras de Ishkari. Parecía que todos ellos se enfrentaran a la misma decisión: o seguir dando vueltas sin sentido por la isla desierta o abandonar la búsqueda y regresar al metro. A ninguno de ellos le gustaba la idea de tener que informar a la Alianza Primorski del fracaso de su misión, pero en ese momento tampoco les quedaban muchas alternativas.
—Yo tampoco creo que tenga ya ningún sentido… —dijo Cóndor en voz baja, y apartó la mirada.
—¿Qué te pasa, jefe? —empezó a decir el mecánico, pero Cóndor no lo dejó hablar.
—Yo ya no soy vuestro jefe, Chamán. ¡Tú mismo has elegido a mi sucesor! —Cóndor señaló a Martillo—. Decidid entre vosotros lo que vais a hacer. Yo me largo.
—¿Y qué pasa con el equipo?
Cóndor se volvió bruscamente y se plantó frente a Chamán.
—¡¿Dónde ves tú a un equipo?! Ksiva, Okun, Belga… ¿dónde están? ¿Dónde están Humo y Farid? ¿Dónde está…? —se quedó a media frase—. ¿Dónde está Nata? —terminó con voz temblorosa.
Cóndor cargó el fusil ametrallador sobre el hombro y se volvió hacia Martillo.
—Hubiera tenido que defender a los míos, pero he fracasado… Así no puedo continuar. ¿Me comprendes, Stalker?
Martillo miró los dedos temblorosos del luchador y se volvió. Cóndor anduvo poco a poco hasta la dársena sin darse la vuelta. Ishkari se puso en pie y echó una mirada interrogativa a Chamán. El mecánico miraba nerviosamente al guía y luego a su camarada que se hallaba ya lejos. Parecía que tuviese el alma desgarrada entre el deseo de terminar la misión y la oportunidad de regresar al mundo subterráneo del metro.
—Yo me quedo. Si encuentro algo, os lo haré saber —dijo Martillo con voz ronca—. Márchate, Chamán. No te tortures.
El mecánico se estremeció como si le hubieran dado una bofetada, pero no dijo nada. Había tomado ya una decisión. El guía no había hecho más que expresarla en voz alta.
—Gracias, Martillo. Informaré a la Alianza de que has cumplido tu misión. En cualquier caso, hemos llegado hasta Kronstadt…
Gleb observó la reacción de su maestro.
¿Acaso esperaba un nuevo giro de los acontecimientos? ¿Qué sucedería a continuación? ¿Cuán a menudo tendrían que desafiar al destino? Sus sueños de hallar una tierra pura se desvanecían por momentos.
—Regresemos a casa, muchacho. —Chamán puso su pesada mano sobre el hombro de Gleb.
El muchacho se estremeció y, consternado, se volvió hacia su maestro.
—Él se queda.
—Ten misericordia, Martillo. Si este muchacho se queda aquí, morirá.
—Eso no es asunto tuyo. Largaos —insistió Martillo con voz amenazante, y empuñó el fusil contra los otros Stalkers.
—¡Estás loco! ¡Vas a morir, y arrastrarás contigo al muchacho!
El Stalker aguardó sin moverse. De pronto, bajó el fusil, se dobló como si lo hubieran golpeado en el estómago, se agitó convulsivamente en un intento por respirar… y cayó al suelo. La máscara de respiración se salió de su lugar, tenía los ojos en blanco. Su cuerpo sufrió un violento espasmo. Martillo se debatía y gimoteaba.
El muchacho se dio cuenta de que había sufrido un ataque. Gleb corrió hacia su maestro mientras abría el bolsillo del pecho, pero Ishkari le cerró el camino.
—Ayúdame, Chamán. Salvemos por lo menos a éste.
El mecánico parecía vacilar.
—¿Qué le sucede a Martillo?
—¿Y qué más da? Puede que vuelva a ponerse en pie. ¡Actuemos ahora!
Gleb trató de zafarse del sectario, pero éste lo sujetaba con fuerza. Al cabo de un instante, Chamán se hallaba a su lado. Entre los dos levantaron del suelo al muchacho, que no dejaba de forcejear, y lo llevaron hasta la dársena.
—¡No seas imbécil! ¡Más adelante nos darás las gracias! —Chamán se detuvo y le ató las manos con una correa.
Lo levantaron de nuevo y subieron con él por la pasarela. Gleb volvió el rostro y vio con el rabillo del ojo la figura de su maestro, tumbado sobre una losa de hormigón.
—¡Martillo! ¡Martillo!
El muchacho vio moverse las botas de Chamán, primero sobre el asfalto y luego sobre la pasarela de madera. Entonces sintió el golpe. Le zumbaron los oídos, se le enturbió la visión y oyó una voz lejana:
—¡Ten cuidado! ¡Le has golpeado la cabeza contra la barandilla!
—Así se calmará un poco…
Luego fue como si le hubiesen metido algodón en los oídos. Las voces se apagaron. Gleb quedó inconsciente.
La luz penetró en él desde todos lados, como si se tratara de ondas vibrantes. Parpadeó y se tapó los ojos con ambas manos. Una niebla blanquecina lo cubrió todo, lo envolvió con un calor adormecedor. En los límites de su percepción se había tejido un velo de penumbra que parecía esperar a que el reticente huésped llegase a sus aposentos.
Estaba frente a una figura borrosa que le hacía señas y lo atraía hacia sí. El hombre aguardaba con paciencia, se detenía, se daba la vuelta y volvía a avanzar. Gleb no comprendía qué podía significar ese movimiento ininterrumpido, pero tampoco lograba escapar a la constante llamada. Le parecía como si no tuviese ninguna otra posibilidad que seguir a la espectral silueta.
El camino por el que abandonaba la luz se interrumpió súbitamente. Sintió de pronto suelo firme bajo los pies, y la enigmática silueta que tenía ante los ojos adquirió por un instante contornos más precisos, como si alguien hubiera ajustado una lente, pero luego volvió a difuminarse con igual rapidez. En aquel breve instante creyó reconocer algún rasgo familiar en la espectral figura: el paso seguro, los gestos medidos. Si se hubiera vuelto tan sólo una vez, ¡una sola!, habría sido suficiente para reconocer a…
—¿Papá?
Su voz resonó en las fronteras difuminadas de las tinieblas y desapareció en las profundidades de la nada más absoluta.
No. Por algún motivo que no conocía, creció en su interior la notable certeza de que no se trataba de él.
—¿Quién es usted? ¿Cómo se llama usted?
El desconocido no se volvió, sino que se disolvió sin dejar rastro en la neblina blanca como la leche. Sólo oyó en algún lugar lejano una voz como en sordina, una voz familiar:
—¿Y qué importa eso? Mi nombre pertenece a mi antigua vida.
Entonces la tierra tembló y quedó cubierta por una telaraña de grietas. El agua brotó de las más profundas. Subió y subió, con un sonido cada vez más fuerte, y en pocos instantes inundó todo lo que había en derredor. De pronto hacía un frío insoportable. El suelo que tenía bajo los pies cedió bajo la poderosa presión de las aguas y se hundió. Las olas gélidas y paralizantes llegaban cada vez más alto…
Sin embargo, su consciencia se adelantó a los dolorosos acontecimientos que estaban por venir. Con un grito de protesta arrancó su cuerpo a la nada.
Gleb recobró la consciencia cuando notó que el frío suelo bajo él vibraba. Poco a poco, la visión de sus ojos se volvió más clara y reconoció el techo negro y herrumbroso de una zona de carga. Detrás de alguna de las paredes ronroneaba un motor. ¡La barcaza!, pensó con el cerebro en ebullición. El muchacho trató de levantarse, pero al instante sintió un dolor agudo que le perforaba el cerebro e hizo que se mareara. Gleb volvió a echarse y trató en vano de mover sus manos entumecidas. Aún las llevaba atadas a la espalda y habían perdido sensibilidad. El muchacho sintió pánico y se volvió hasta quedar tumbado sobre el vientre, dobló ambas piernas y, al fin, logró ponerse de rodillas. Miró a su alrededor. Descubrió un clavo herrumbroso que sobresalía de la pared. Gleb se levantó torpemente, se acercó con precaución al mamparo y trató de liberar sus manos con el clavo. Al cabo de un minuto la correa se partió y cayó al suelo. El muchacho se frotó con alivio las muñecas, fue hasta la puerta y miró por el ojo del buey.
La barcaza se acercaba lentamente a la salida de la dársena. La pared del muelle, húmeda y gris, estaba muy cerca del costado de la embarcación. El corazón le dio un salto: ¡No estaba todo perdido! Gleb recogió la máscara del suelo y abrió la puerta con decisión. Una fuerte racha de viento lo golpeó en el pecho, como si hubiera querido prevenirlo contra sus desesperadas intenciones. El muchacho retrocedió, pero tan sólo para tomar carrerilla. Sin pensarlo más, echó a correr con todas sus fuerzas y saltó desde la resbaladiza borda de la barcaza. Por unos momentos se abrió un abismo bajo él, las espumeantes olas de proa destellaron a sus pies, y notó en las entrañas la opresión del miedo. Entonces sintió un golpe fuerte en las piernas. Las rodillas se le doblaron. Rodó sin control sobre el húmedo asfalto y se estrelló contra un montón de cajas de madera. Sintió un impacto en la espalda y se quedó sin aliento. Gleb se quedó inmóvil entre las cajas destrozadas, aspiró con el cuerpo agarrotado el aire húmedo del mar y se asomó precavidamente entre los restos que lo ocultaban. La vieja barcaza salía del puerto expulsando un humo pestilente. No se veía a nadie en cubierta. Al parecer, no se habían dado cuenta de su desaparición.
Necesitó tan sólo unos segundos para tomar consciencia del lugar donde se hallaba. El muchacho olvidó los golpes y el dolor de cabeza, se cubrió con la máscara de respiración y corrió hacia el muelle. Una curva, luego otra… Reconoció el ancla de la izquierda. Allí mismo, cerca de allí… Gleb se subió de un salto al puente de desembarco y miró a su alrededor.
«Si vuelves a verme igual, inyéctame la misma mierda. Acuérdate de que ésa es tu obligación más importante…»
No vio a Martillo por ningún lado. ¿Dónde estaría? ¡¿Dónde?! Al llegar al sitio donde había caído Martillo, el muchacho tropezó y se desplomó con todas sus fuerzas sobre una rodilla al fallarle las piernas. Sangre… manchas de sangre sobre la losa de hormigón, sobre el uniforme desgarrado de su maestro. Gleb se cubrió el rostro con las manos. Un grito de desesperación surgió espontáneamente de sus pulmones, como si hubieran tenido vida propia.
¿Qué había ocurrido? Gleb no estaba con el Stalker cuando éste necesitó su ayuda…; tenía que hacer algo en seguida. Se puso en pie, empuñó la Pernatch y le quitó el seguro. Luego corrió a lo largo del muelle. Miró por todos los rincones. Las lágrimas ardían en sus ojos, pero no era momento de rendirse. Tal vez no fuera demasiado tarde…
Las naves industriales, hangares y grandes puertas pasaron nuevamente por su lado a toda velocidad. Gleb corría sin mirar por dónde. El fango se hundía bajo sus botas, el aire frío y húmedo le ardía en la garganta.
Gleb se metió por una espesura y se encontró al borde de una dársena abandonada e invadida por la hierba. Un submarino reposaba sobre el canal sin agua como una gigantesca ballena varada. El muchacho había oído hablar de embarcaciones como ésa que viajaban a las profundidades del mar. Incluso había visto una ilustración en un libro de su amiga Nata. Pero por primera vez veía de cerca uno de esos gigantes creados por la mano del hombre. De todas maneras, no había sido fácil reconocerlo: faltaba una parte del casco, y los boquetes que se habían abierto en el herrumbroso revestimiento exterior dejaban a la vista los mamparos… el esqueleto de un mastodonte de hierro.
¿Cuántos años debía de llevar el monstruo en aquel lugar? Podía ser que aquel submarino hubiera surcado antaño las aguas a orillas de Vladivostok… Por un instante el muchacho se imaginó cómo habría emergido a la superficie con el casco resplandeciente. Y cómo en la parte de arriba, en la cabina del piloto, habría estado él con su maestro, con los ojos puestos en tierra firme.
Un rítmico crujido que desde hacía un rato acompañaba discretamente a la melodía del viento devolvió a Gleb a la realidad. La conciencia de que se trataba del contador Géiger cayó sobre él como un rayo. Se marchó de allí a la máxima velocidad que le permitieron las piernas, sin dejar de estar atento en ningún momento al sonido del aparato. El contador enmudeció en seguida, pero el muchacho tardó mucho en tranquilizarse. ¿Habría quedado irradiado? ¿Iba a correr el mismo destino que Okun? Presa del miedo, huía alocadamente.
Al fin, cuando ya no le quedaban fuerzas, se dejó caer sobre la hierba, al lado de un cobertizo que con el paso del tiempo se había inclinado hacia uno de los lados. ¿Qué era lo que había dicho Ksiva sobre el vodka? ¿Que servía no sólo para expulsar la radiación, sino también los pensamientos tristes? Le pareció que era el momento más adecuado para preocuparse de lo uno y de lo otro. El muchacho buscó dentro de su mochila, sacó la cantimplora que le había confiado Ksiva y desenroscó el tapón. El frío líquido le ardió en la garganta y le sentó como una patada en el estómago. Gleb se obligó a sí mismo a beber otro trago y tuvo un acceso de tos. Esperó a ver qué le ocurría. Los pensamientos tristes no habían desaparecido. Lo único que había cambiado era que notaba un regusto asqueroso en la boca. El muchacho le dio un puntapié a la cantimplora y la arrojó entre unos arbustos, y luego volvió a ponerse la máscara de respiración y siguió adelante.
TERCERA PARTE
Poco es lo que puede hacer el hombre que todavía no ha conocido la desesperación. Sólo cuando ese tormento lo ha alcanzado sabrá valorar de verdad una vida feliz. Sólo quien ha sentido en su propio cuerpo los golpes con los que el destino pone a prueba una y otra vez nuestra firmeza podrá decir sin dudarlo: «Soy fuerte. Lo voy a conseguir». A veces, la desesperación suscita en nosotros fuerzas que ni siquiera imaginábamos, y aún más a menudo nos empuja al abismo del desaliento. Porque le enseña al hombre cuáles son sus límites al enfrentarlo a una elección difícil: o resignarse y confesar su propia impotencia, o emprender, en la más desesperada de las situaciones, la atormentada búsqueda de una solución.
Los momentos de desesperación son distintos para cada uno de nosotros. Para algunos, pasan sin dejar trazas, mientras que a otros les transforman la vida desde sus mismos fundamentos. Ceder ante las emociones y hundirse en el abatimiento es la solución más fácil, pero en ocasiones merece la pena un poco de reflexión. A veces no sabemos reconocer las señales que aparecen en nuestro entorno y que apuntan a posibles soluciones.
Es duro tener que enfrentarse una y otra vez a las circunstancias exteriores cuando la posibilidad de victoria es nula. Pero es mucho más duro tener que vivir después con la derrota, con el sentimiento de haberse rendido. A veces llega a ser tan insoportable que ya no merece la pena seguir viviendo, la vida pierde su sentido.