Authors: Andrej Djakow
Martillo atrajo el taladro hacia sí. Por motivos imposibles de saber, se dio cuenta al instante de que funcionaría. Empleó todas las fuerzas que le quedaban, oprimió contra la pared a la convulsa criatura con los talones de sus botas militares y pulsó el botón de puesta en marcha. La máquina empezó a aullar y el taladro largo, de gran calibre, giró a gran velocidad. La criatura se estremeció y trató de liberarse, pero el taladro se le había metido ya en la boca, desgarraba trozos de carne y, al final, se le hundió en el cerebro.
—¡Muérete! ¡Muérete! —gritaba el Stalker con los ojos cerrados—. ¡Muérete!
Cuando todo hubo terminado, se quedaron allí los dos, callados, sin fuerzas, contemplando el techo con mirada hueca. Fue el muchacho quien puso fin al silencio. Sollozando débilmente, se acurrucó, hundió el rostro en el hombro del Stalker, y se entregó al reconfortante sentimiento de protección. En aquel mismo instante, Gleb se dio cuenta de que algo había cambiado en la relación entre ambos. La tensión que en todo momento había atenazado al muchacho había desaparecido. Todo el miedo y la hostilidad que Martillo le había inspirado desaparecieron de pronto.
SEGUNDA PARTE
Tienes claro que has abandonado tu puesto? —Cóndor iba de un extremo a otro de la formación de luchadores y le hacía reproches al causante del «desastre» con una voz que asustaba por su misma suavidad—. ¡Todos los que estamos aquí podríamos haber muerto por tu culpa, mocoso!
—Habría sido bonito descansar todos en la misma tumba —le susurró Okun a Farid, y sonrió.
—Como un panteón familiar —añadió Ksiva al otro extremo de la hilera.
—¡Basta de cháchara! —Cóndor se plantó frente a Gleb—. Escúchame con atención, muchacho. No voy a repetirlo. Como vuelvas a desobedecer una de mis órdenes, te sacaré el cerebro del cráneo a puñetazos. No pienses que voy a tener reparos.
Agitó un imponente puño frente a la cara del muchacho. Gleb, inseguro, miró a su maestro, que no tardó en hablar:
—Y yo volveré a meterte los sesos dentro y te los volveré a sacar.
La paliza de primera hora de la mañana no había logrado que Gleb perdiese el buen humor. Seguía con vida, y eso, por sí solo, ya era sensacional. El ojo morado recobraría la normalidad. Le hubieran podido arrear mucho más fuerte por la avería en el aparato de visión nocturna.
El grupo hizo todos los preparativos para la marcha y se puso en camino por la carretera de San Petersburgo. Un viento ligero con nevisca se arremolinaba sobre los restos del asfalto y arrastraba hojas caídas y arena fina. Los Stalkers avanzaron en formación por el salvaje y desconocido territorio. La vegetación que los rodeaba era cada vez más densa. Gigantes verdes de hoja ancha se alternaban con frondosas espesuras de arbustos mutantes, en las que se oían los aullidos de depredadores desconocidos. Al llegar a las cercanías del antiguo parque de Mikhailov, Martillo les ordenó que saliesen del camino. El trazado del cual era casi irreconocible. Los contadores Géiger crepitaban con fuerza cada vez mayor, por lo que el guía de la expedición los hizo desviarse cada vez más hacia la izquierda, hasta que el grupo llegó a una hilera de casas de dos pisos que parecían haberse hundido en una alfombra de hierbas altas y espesas.
—Esto es la Mikhailova. En otro tiempo fue un área residencial para la élite. —El guía examinó el plano—. Vamos a atravesarla.
La zona que se encuentra al otro lado no está edificada… Era un campo de golf.
Los Stalkers pasaron con gran precaución entre las casas unifamiliares dispersas, ya a punto de venirse abajo. Gleb trató de imaginarse cómo había podido ser la fuerza que había arrancado los tejados de unos edificios que a primera vista parecían muy resistentes. Se maravilló de que los extraños edificios estuvieran separados. En el metro, lo más práctico y seguro era vivir en las estaciones pobladas del centro, lo más cerca posible de las cocinas y de la guardia. Las estaciones que estaban abandonadas, o en la periferia de la red de metro, tenían como únicos habitantes a los que no podían establecerse en el centro. La gente que había vivido en ese lugar tenía que haber sido muy pobre para verse obligada a instalarse tan lejos de la ciudad.
«Luego tendré que preguntar qué es lo que significa “élite”», pensó Gleb.
Perdido en sus cavilaciones, no se dio cuenta de que habían dejado atrás el área residencial. A su alrededor tan sólo había un campo sin límites, cubierto de hierbas altas. Durante unos instantes, el resplandeciente astro solar se asomó entre las nubes y bañó todo el paisaje con una luz refulgente, una luz anhelada desde hacía mucho tiempo. Los viajeros miraron a su alrededor, estupefactos, y gozaron del paisaje sereno, tan bello que resultaba irreal.
—¿A ti qué te parece, Martillo? —preguntó Cóndor, interrumpiendo el silencio.
—Mal sitio. Demasiado tranquilo.
Farid fue el primero en percatarse del surco que atravesaba la tierra. Martillo ordenó al grupo que se detuviera. Los luchadores obedecieron y miraron expectantes a su guía. Al cabo de un minuto de inmovilidad, éste apoyó una rodilla en el suelo y acercó el oído a tierra.
—Vamos a volver atrás. Buscaremos otro camino.
—¿Con qué nos sales ahora, Stalker? ¿Qué otro camino? Estamos muy lejos de la costa —le objetó Cóndor—. Aquí no hay ni un alma humana. Tú mismo puedes verlo.
—¡Vamos a volver atrás!
—No te pongas histérico, Martillo. No dudo que seas un hombre muy experimentado, pero a veces…
Ninguno de los que estaban allí se vio en posición de reaccionar de manera racional cuando, de pronto, la tierra empezó a moverse y un hocico gigantesco y alargado, cubierto de piel lustrosa y gris, emergió a la luz del sol. Los luchadores se apartaron entre gritos y, al instante, el Kalashnikov de Farid empezó a disparar. El furioso Humo se arrancó la cartuchera, porque se le había enredado. Cóndor gritaba órdenes entremezcladas con maldiciones.
—¡Pero ¿qué mierda es eso?! —aulló Ksiva, y miró en todas direcciones.
Alrededor de él la tierra explotó, arrojó chorros de mugre, se agitó con tremendos espasmos. De su interior surgía un estrépito sordo y rítmico que poco a poco ganaba intensidad.
—¡Son topos! —gritó Martillo bajo la máscara de gas, con el cuerpo en tensión extrema—. ¡Todos quietos! ¡Que nadie se mueva! ¡Quietos, maldita sea!
Los Stalkers comprendieron por fin y se quedaron inmóviles en el lugar donde se hallaban. Por el agujero que se había abierto en la tierra, quizá a unos siete metros del grupo, se abría paso enérgicamente el voluminoso cuerpo del voraz animal. Sus patas eran gigantescas y estaban provistas de garras. Volvió hacia los visitantes sus fauces abiertas y olisqueó ruidosamente, primero una vez, y luego otra. El gigantesco topo ciego volvía hacia uno y otro lado el hocico como si se tratara de una sonda y avanzaba a trompicones.
—No disparéis. No os mováis. Esos animales no ven.
El monstruo se detuvo a pocos metros de Belga y movió el hocico hacia un lado y luego hacia el otro. El luchador aguardaba en su sitio, más muerto que vivo. Agarraba el fusil con visible crispación.
—No temo a la oscuridad de mi propio corazón —murmuraba el hermano Ishkari con voz trémula, y se agarraba fuertemente con manos temblorosas a un libro de oraciones—. La desgracia no alcanzará a los seguidores de Éxodo. Porque tengo fe.
Otro topo se acercaba entre las hierbas altas. El primero olió a su rival, profirió un grito breve y abrió las fauces. Fue demasiado para Belga: levantó el arma y empezó a disparar. Las balas alcanzaron el hocico hirsuto de la bestia y atravesaron su piel callosa. El topo bramó y se apartó a un lado. Sin embargo, el segundo gigante siguió a ciegas el sonido. Humo saltó en plancha a un lado y logró esquivar a la vivaz criatura. El Utyos que sostenía con sus enormes manos se puso a vibrar como un taladro de aire comprimido, y sus implacables proyectiles incendiarios hicieron pedazos al coloso.
—¡No! ¡No disparéis! —Martillo trataba de imponerse a los luchadores con sus gritos, pero la infernal algarabía impidió que se oyera su voz. El grupo entero se puso a disparar contra los nuevos monstruos que iban emergiendo a la superficie.
Durante unos instantes lograron frenar la acometida de las furiosas criaturas, pero de pronto, la tierra que tenían bajo los pies se vino abajo y se resquebrajó por varios puntos hasta formarse una red de hendiduras. Los luchadores se alejaron a toda prisa entre una densa polvareda. Gleb corrió en pos de su maestro, siempre en zigzag, para evitar los gigantescos agujeros que se abrían en el suelo. Vio a su izquierda a Belga, pero, de repente, la tierra desapareció bajo los pies de su compañero, el fusil se le escapó de las manos y cayó en una profunda zanja. No muy lejos de él emergió una nueva criatura. El topo se abría paso enérgicamente por la tierra blanda y se acercaba con vigorosas zancadas a su víctima.
Todo sucedió muy rápido. Mientras Gleb aún llamaba a los Stalkers y empuñaba la Pernatch, Belga recobró el FN F2000 que se había caído a la zanja. Se oyó el gatillo, pero el sofisticado fusil había tragado demasiada porquería y ya no funcionaba. Una zarpa se abatió sobre Belga y lo golpeó. Se oyó un repugnante crujido… Las gigantescas mandíbulas, veloces como el rayo, le habían lanzado un mordisco al abdomen.
—¡Sanya! ¡Sanya-a-a!
Okun, que había acudido a toda prisa, iba a saltar al interior del hoyo, pero Humo logró agarrarlo cuando ya se hallaba en el borde. Tiró de Okun hacia arriba, lo sujetó con fuerza y no lo soltó.
—¡Ya es demasiado tarde, hermano! ¡Déjalo! ¡Ya no puedes ayudarlo!
Okun forcejeó frenéticamente en un intento por librarse de los brazos del mutante, pero luego cayó al suelo sin fuerza alguna y empezó a lamentarse:
—Ya le había dicho a ese idiota: tira a la basura esa mariconada de importación. El Kalashnikov es el mejor. Pero ese gilipollas estaba empeñado en que quería uno…
El muchacho no se enteró. Mientras el animal se agitaba en el subsuelo y devoraba a su presa, Gleb gritaba maldiciones y disparaba histéricamente, aunque supiese muy bien que no le iba a servir de nada. Y mientras disparaba contra el topo lo asaltó el sentimiento, largamente olvidado, de haber perdido a uno de los suyos… aun cuando hiciera pocos días que había conocido a Belga. Entonces su maestro emergió de la polvareda y lo obligó a marcharse con él.
—¡Venga, tenemos que seguir adelante!
Regresaron a la carretera de San Petersburgo en un tramo cercano al Peterhof. El grupo avanzaba en completo silencio. Incluso el parlanchín de Ksiva tenía la boca cerrada. Cóndor y Martillo habían vuelto a discutir. Gleb aún tenía en los oídos su irritada conversación. Como siempre, las duras palabras del maestro lo habían incomodado.
—Si hubiese hecho lo que yo decía aún estaría vivo. Lo que le ha ocurrido, le ha ocurrido por decisión suya. Una lección para los demás.
Duras, pero justas. Tal vez fuera por eso por lo que los Stalkers estaban tan silenciosos y seguían al pie de la letra las instrucciones de su guía. Al avanzar hacia la ciudad tuvieron que acelerar el paso. A lo largo de aproximadamente un kilómetro, la carretera se transformó en una simple vereda que atravesaba un bosque frondoso. Entre los restos del asfalto sobresalían nudosas raíces de árbol. Ramas verdes y venenosas les azotaban los cascos. Constantemente había algo que se agitaba en la densa maleza, extrañas sombras que pasaban a toda velocidad por su lado. Gleb se sentía cada vez más inquieto. Se pegaba a los talones de su maestro y miraba sin cesar en todas las direcciones.
Finalmente abandonaron la espesura y se encontraron frente a un edificio. Mejor dicho: lo que quedaba de éste. La vegetación había penetrado en su interior por todas partes; la ciudad era idéntica a las ilustraciones de un libro sobre los indios mayas, propiedad de Nata, la amiga coja que Gleb tenía en la Moskovskaya. Al cabo de un rato, Martillo ordenó un alto y desapareció en el hueco de la escalera de una casa cercana. Entretanto, los viajeros, de acuerdo con las instrucciones que les había dado, siguieron adelante a paso lento. Unos minutos más tarde, Gleb divisó a su maestro sobre un tejado. El Stalker atornillaba el largo cilindro de un silenciador a su fusil de precisión. Gleb miró a su alrededor, pero no vio nada que le pareciera peligroso. Un fuerte ruido que se oyó en el tejado del edificio vecino hizo que los luchadores empuñaran sus fusiles de asalto. Al cabo de un instante, el cadáver acribillado de un hombre lobo cayó a los pies del hermano Ishkari. El sectario saltó a un lado, aterrorizado, y se puso a gimotear.
El muchacho miró hacia atrás. Martillo apuntó de nuevo. La poderosa arma se estremeció una vez, y otra. Entonces, el Stalker desapareció por una ventana que daba al tejado. El maestro regresó con el grupo, que, entretanto, se había apostado en una profunda zanja que atravesaba la avenida.
—Era un explorador —le explicó a Cóndor—. Si no se los mata, luego acude la manada entera. Así quizá podremos pasar sin que se den cuenta de nuestra presencia.
Siguieron adelante hasta que apareció a su izquierda una edificación alta y portentosa, que sobresalía con orgullo de la lujuriante vegetación. Era la primera vez que Gleb veía una maravilla semejante. Cuatro torres pequeñas flanqueaban una más grande que se hallaba en el centro. Tres de ellas conservaban incluso la cúpula, aunque su revestimiento dorado se hubiese oscurecido con el paso del tiempo. Pese a la capa de mugre que recubría las paredes, los solemnes colores verdes y rojos del edificio aún atraían las miradas.
—La catedral de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. —Martillo miró hacia lo alto con respeto—. Sobrevivió a la guerra contra los alemanes. Y luego también a la catástrofe. En verdad, es un lugar sagrado.
—¿Qué es un apóstol? —preguntó Gleb en voz baja.
Ishkari cobró vida de repente y se acercó a él.
—El hermano Saveli es el apóstol de la nueva fe, la fe en el Éxodo…
—¡Cierra la boca, blasfemo! —Martillo, fuera de sí, agarró al sectario por el cuello y lo levantó en el aire.
Al darse cuenta de que Cóndor lo miraba, volvió a dejar en el suelo a Ishkari. Éste se escondió tras las espaldas de los otros Stalkers.
—¿Tan antigua es esa catedral? —trató de cambiar de tema Nata.
—Su piedra angular se puso en el tiempo de los zares. —El guía contempló una vez más el edificio—. Durante la Gran Guerra Patriótica
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sufrió serios daños. Tuvo que aguantar multitud de disparos, porque un explorador alemán espiaba desde allí nuestros barcos, y también Kronstadt.