Authors: Andrej Djakow
—¡Alabado sea Éxodo! ¡Alabada sea Tu virtud! ¡Que el hijo nacido de Tus entrañas no tema a la maldad terrena! ¡Que las plagas y privaciones no recaigan sobre Tu siervo, porque creo en Ti, Éxodo! ¡Creo en la Redención! ¡Verdadera es la fe del doliente!
El sectario siguió rezando y, por increíble que pudiera parecer, las moscas no se le acercaban. El estupefacto Gleb vio que Ishkari avanzaba sin turbación alguna hacia el interior de la nube de insectos. Una especie de halo había creado un espacio protegido en torno a él, y, por algún motivo incomprensible, los peligrosos insectos no podían superar aquella barrera. Ante las miradas de los atónitos Stalkers, el sectario cruzó el último trecho de sendero y se reunió con el resto de la cuadrilla. De repente, la nube de moscas se detuvo, como si no se atrevieran a alejarse de las setas. Ishkari se guardó el libro de oraciones, como si todo aquello no hubiera tenido ninguna importancia, e, infatigable, siguió murmurando palabras de gratitud para con el Éxodo que veneraba.
—Ya está… Vuelve a ponerte la máscara. —Cóndor se echó a andar de nuevo, como a desgana. Miraba con recelo a Ishkari—. ¿Y vosotros qué hacéis ahí? A caminar.
Durante aquella breve expedición —tan sólo unos días—, Gleb había llegado a odiar las marchas a pie. Parecía que Martillo sintiera un placer perverso en aprovechar cualquier oportunidad para dar prisa a los demás. El muchacho entendía por qué: cuanto más rápido avanzara el grupo, más difícil le sería a la fauna local cercar a los extraños visitantes y atacarlos. Por lo demás, los trajes de protección contra la radiactividad no daban para unas largas vacaciones en la superficie. Por ello, los luchadores caminaban a toda marcha tras las huellas de su guía, rodeaban los restos destrozados de los coches y saltaban sobre postes eléctricos que habían caído al suelo.
Pasaron frente a una gasolinera. Sobre el tejado herrumbroso aún se leía, escrito en letras desiguales, salvadme. Gleb quiso detenerse, pero Martillo le ordenó que no lo hiciera.
—Aquí ya no queda nadie a quien podamos salvar. Han pasado veinte años.
En ese mismo instante apareció un lobo entre los arbustos de enfrente de la gasolinera. El encuentro con los mortales fue totalmente inesperado para el animal. Okun se disponía a acribillarlo con el fusil de asalto, pero Humo se lo impidió.
—No es necesario. Es un animal normal. Bueno, quizá un poco más grande.
—Pero podríamos llevarnos su piel. Seguro que nos pagarían mucho por ella.
—Puede ser. Ya quedan pocos de ésos. De los normales. Mejor que te guardes los cartuchos para los mutantes.
—¿Para ti, tío verde? —Ksiva no había podido reprimir el comentario.
Los luchadores se echaron a reír. Humo le mostró su gigantesco puño al graciosillo. El lobo tenía el vientre pegado al suelo y, con el cuerpo tenso, seguía a los viajeros con la mirada. Momentos después, se incorporó y se adentró de nuevo en el bosque.
Entretanto, habían llegado a unos parajes muy distintos. En vez de los habituales árboles contaminados de copa verde y deslucida, encontraban con frecuencia cada vez mayor simples troncos carbonizados. Aún se distinguían en el suelo las huellas del incendio que en otro tiempo había ardido con furia. Los lugares donde la tierra había quedado ennegrecida sin más eran pocos en comparación con los trechos en los que había quedado oculta bajo una costra carbonizada en la que se había abierto una telaraña de hendiduras. Se notaba que la vegetación evitaba tales lugares y que no penetraba en lo que parecían gigantescas manchas de lepra.
El grupo se acercaba a la ciudad de Lomonósov. Se dieron cuenta en seguida de que había sufrido mucho durante la catástrofe. La mayoría de los edificios se habían visto reducidos a sus cimientos. Entre los montículos de cascotes de hormigón y los miserables hierbajos que los habían recubierto, se conservaba tan sólo un arco, también de hormigón. Contra toda previsión razonable y todas las leyes de la física, se había mantenido en pie.
—Esto era la entrada de la ciudad —explicó Martillo—. Si no encontramos nada más adecuado, pasaremos la noche aquí.
Sin embargo, el destino les fue favorable. Al pasar, Martillo vio un cartel y les llevó a la calle Kronstadtskaya.
—Después de la plaza de Kronstadt, ahora la calle Kronstadtskaya. Un buen augurio —observó Cóndor.
Los Stalkers llegaron a la estación de tren. El edificio se había conservado visiblemente mejor que los demás. Aunque las paredes de los pisos superiores tuviesen enormes boquetes e incluso le faltara una parte del techo, el edificio parecía ofrecer un refugio confortable para la noche.
Tras un breve reconocimiento por los alrededores, los luchadores entraron con muchas precauciones en el edificio. Pasaron unos minutos de tensión hasta que hubieron explorado sus salas desiertas. No había nada que descubrir, salvo unas pocas cajas con botones que habían quedado cubiertas de polvo en el sótano.
—¿No sería mejor que siguiéramos adelante? —dijo Cóndor mientras examinaba el plano—. Parece que hay una especie de puerto.
—Ir a tientas por la oscuridad podría salirnos muy caro —le replicó Martillo con firmeza—. Vamos a pasar la noche aquí.
Mientras los luchadores se instalaban, Gleb le dio un discreto tirón en la manga al Stalker.
—¿Qué es eso de allí?
—Máquinas tragaperras. —Al ver el asombro que se pintó en el rostro de su pupilo, Martillo le explicó—: Son máquinas de juego. En otro tiempo servían para pasar el rato. Para jugarse el dinero. Ahora me llevaría demasiado tiempo explicártelo.
Por mucho que se esforzara, Gleb no logró entender lo que le había querido decir con tan extrañas palabras. ¿Cómo era posible que una caja de hierro se tragase a una perra? Y la expresión «máquina de juego» tan sólo le evocaba los fusiles de madera con los que corrían arriba y abajo los críos de la Moskovskaya cuando jugaban a los Stalkers.
—¿Y qué es el dinero?
—Una especie de cartuchos. Pero no servían para disparar. Tan sólo para intercambiarlos.
—Pues entonces, ¿a quién podían interesarle?
—Antes de la catástrofe… a todo el mundo. No te puedes llegar a imaginar cómo lo utilizaba la gente, muchacho. Pero luego desapareció. De pronto. Durante un tiempo lo sustituimos por latas de conservas. En algunas estaciones se pagaba con agua. Al principio fue difícil… Habíamos vuelto al intercambio de productos básicos. Al trueque.
—¿Al trueque? ¿Y qué es eso?
—Basta ya, Gleb, la lección ha terminado. Quiero dormir.
Perdido en sus reflexiones sobre las palabras de su maestro, Gleb no se dio cuenta de que el hermano Ishkari se le había acercado. El rostro del sectario expresaba paz de espíritu, pero no paraba de darle tirones a la mochila.
—No seas malo y devuélveme la fotografía, muchacho —le dijo.
Gleb buscó dentro del bolsillo y sacó la foto manchada. Entristecido, miró por última vez el majestuoso barco y luego le entregó la fotografía al sectario.
—Gracias, Gleb. —Ishkari se alejó y se sentó junto a Okun.
Este último contempló la fotografía con vivo interés. Charlaron a media voz. Gleb trataba de oír qué decían, pero no logró entender de qué iba la conversación. ¿De qué podía hablar el sectario? Del Arca, del Éxodo, de su salvación… lo habían oído hablar varias veces de todo eso. Gleb aguantó durante un rato, pero, al fin, el cansancio se cobró su tributo. Se acomodó junto a su maestro sobre una lona fría y escuchó medio dormido las órdenes de Cóndor: —Habrá relevo de guardia cada dos horas. Chamán y Ksiva: vosotros dos vais a ser los primeros. Luego me despertaréis a mí.
Martillo, tú montarás guardia con Farid. Luego, Nata y Humo. Okun e Ishkari van a ser los últimos. ¡Y ahora echaos a dormir!
En un primer momento se sintió mareado. Se notaba la boca seca. Tomó un trago de agua de la cantimplora. Al principio, el líquido que le bajó por el esófago calmó el ardor que sentía por dentro. Pero entonces unas desagradables náuseas le subieron por la garganta. El sudor le perló la frente, se le metió en los ojos y se condensó en gruesas gotas sobre los cristales de la máscara. Se encontraba mal.
Algo se movió frente a él y desapareció al otro extremo del sótano. No logró distinguir nada a través de los cristales de la máscara. Cada vez le costaba más respirar.
Tiró hacia arriba del conducto de respiración y se quitó la máscara. El aire fresco entró en sus ardientes pulmones. Por un breve instante, el dolor de cabeza desapareció.
El fusil de asalto le pesaba tanto que cargó con él sobre el hombro. A la mierda el peligro. No podía detenerse, tenía que caminar. Izquierda… e izquierda, uno, dos tres…
Se daba cuenta de que si se detenía un solo instante le sería dificilísimo volver a andar.
La botella de agua estaba vacía y la tortura de la sed se le hacía cada vez más insoportable. Un dolor lacerante le palpitaba en las sienes y le impedía pensar. Tenía que caminar a toda prisa…
Una espesa niebla flotaba sobre las aguas tranquilas. Lo cubría todo cual sudario blanco e impenetrable, y dejaba al descubierto tan sólo una pequeña parte de la superficie acuosa. Instintivamente, Gleb tensó los músculos, porque sabía lo que iba a ocurrir. Una ola se le acercó. Y otra. El muchacho iba a ahogarse. No sentía el frío, ni el miedo, sino que pataleaba con ambas piernas, fatigado. Fueron vanos sus esfuerzos por resistirse a aquella fuerza invencible, que guiaba inexorablemente su cuerpo hacia el fondo del mar.
Gleb cerró con fuerza los ojos, pero el deslumbrante fulgor se le coló incluso a través de los párpados. Alguien lo agarró por el brazo y lo llevó resueltamente hacia las aguas. En un primer momento, el muchacho pensó que era su maestro, pero lo último que vio en el sueño que ya terminaba fue el rostro del hermano Ishkari. Presa de una extrema agitación, gritaba sin parar:
—¿Dónde está? ¿Dónde está?
Gleb se despertó, se frotó los ojos y miró a su alrededor. Las mochilas y las latas de conserva vacías estaban tiradas por el suelo sin orden ni concierto. Los Stalkers se habían reunido en círculo en torno a su comandante. Éste tenía sujeto contra la pared a un asustado Ishkari y lo sacudía con fuerza.
—¡¿Dónde está Okun?! ¡Habla, hipócrita! ¡¿Dónde está mi luchador?! —El sectario se bamboleaba en los brazos de Cóndor, lo miraba con pavor y murmuraba palabras incomprensibles—. ¡Más alto!
—Te repito que estaba dormido. No sé dónde se habrá metido —decía el sectario entre lloriqueos. El terror le impedía hablar con las frases rebuscadas y afectadas que solía emplear—. Tan sólo me ha dicho que durmiera y que él se encargaría de montar guardia.
—¡Anda ya! ¿De qué hablabais ayer por la noche?
—¡Del Arca! Me dijo que no había visto barcos nunca en su vida. Le hablé del
Varyag
.
Cóndor soltó al sectario y se volvió hacia sus camaradas.
—Ese hijo del diablo habrá ido al puerto. Siempre busca cosas para vender. ¡Recogedlo todo! Puede que aún logremos encontrarlo.
—Sí, claro, seguro que lo encontramos. También es posible que muramos todos. Hace mucho que se ha marchado —murmuró Ksiva a media voz mientras enrollaba su raído saco de dormir.
Estas últimas palabras encolerizaron a Cóndor.
—¿Qué? ¡¿Qué tonterías estás diciendo?! —El comandante agarró al luchador por la solapa—. Creo que no te he oído bien: ¡Estabas hablando de tu compañero! ¡De tu compañero!
Chamán intervino al instante.
—Déjalo, tan sólo ha dicho una estupidez. A todos nos ocurre de vez en cuando.
Cóndor soltó un excabrupto.
—¡Vale, ya lo he entendido! —Ksiva se zafó de Cóndor—. Haz el favor de calmarte.
Los luchadores se perforaban los unos a los otros con la mirada. Finalmente, Ksiva agachó la cabeza, se volvió y empezó a meter las cosas dentro de la mochila.
El sañudo Cóndor se embutió en el pesado traje aislante.
—Belga ha dejado una hija de un año en el metro. Okun tiene mujer y un niño pequeño. ¿Qué les voy a decir? ¿Mira, lo siento, pero es que han caído? ¿Buscaos otro marido y otro padre? —Los luchadores terminaron de recoger sus cosas en silencio—. Esta vida es una mierda. Y este mundo también. Miremos donde miremos, lo único que vemos es muerte. ¡Y la muy puta se lleva siempre a los mejores! ¡En cambio, si ve a un tío patético como ése —Cóndor señaló al sectario con el dedo—, se marcha a otra parte! ¡Ni entendimiento ni fuerza! Ni siquiera las moscas se molestan en cepillarse a un tío como ése.
—No corras tanto, jefe. Pienso que estás enterrando a Okun antes de tiempo. Puede que aún lo encontremos.
No tuvieron que buscar durante mucho rato. Nada más abandonar el edificio de la estación, oyeron unos pasos inseguros al otro lado de una esquina. Okun se acercó al grupo. Respiraba pesadamente. No llevaba la máscara puesta. El rostro lívido del Stalker estaba perlado de sudor. Se tambaleaba. Cóndor empezó a correr en ayuda de su hombre, pero Okun levantó de repente su fusil de asalto y apuntó al comandante.
—¡No te me acerques! ¡No te me acerques, te digo!
—¿Es que has perdido el juicio? —el perplejo Cóndor retrocedió—. ¿Dónde te habías metido? ¿Y cómo es que no llevas puesta la máscara?
El Stalker echó una mirada culpable a sus camaradas y bajó el arma.
—He… he ido hasta el puerto. Se me había ocurrido que podía ir hasta allí y ver si el ferry de Kronstadt aún estaba entero. Y pensé que tal vez encontraría algo interesante por el camino. En los almacenes. Martillo no habría permitido que nos apartáramos de nuestro camino. Mientras iba hacia allí, todo me parecía normal. Había unos barcos fantásticos. He dado unas vueltas por si encontraba algo. Y me he sorprendido de que todo estuviera tan tranquilo. Y entonces, de pronto, me he dado cuenta: «Okun, acabas de meterte en un buen lío». He oído de repente una vocecita que me lo decía. He consultado el contador Géiger… y no estaba activado. Le he quitado la tapa mientras rezaba a todos los dioses. Lo he visto en seguida: la batería se había salido de su lugar. He vuelto a cerrarlo, lo he activado… y el aparato de mierda se ha puesto a crepitar como un loco. He regresado a toda velocidad. En pocas palabras, jefe, ya estoy muerto. ¿O no?
Okun miró a sus camaradas con un destello de esperanza en los ojos. Luego se encorvó y vomitó los restos de la cena sobre el asfalto. Nata chilló. El luchador se tambaleaba.
—Ya estoy muerto —logró decir Okun, y se secó el sudor con la manga.