Authors: Andrej Djakow
Por ello, la desesperación es peligrosa, y, en más ocasiones todavía, simplemente absurda. Pero es igualmente absurdo vivir sin haber conocido esa emoción. Por lo menos una vez.
Martillo no aparecía por ninguna parte. Gleb se recostó contra una pared de ladrillo y trató de tranquilizarse. No podía creer que su maestro hubiese muerto de una manera tan absurda. Podía ocurrirle a cualquiera, pero no a él. No podía quitarse de la cabeza la imagen de la gigantesca criatura alada que se había ido con el cadáver de Nata. ¿Acaso el Stalker había corrido el mismo destino? En las circunstancias en las que se hallaba, hasta el más miserable de los animales hubiera podido acabar con él.
Allí sentado, el muchacho se dio cuenta de su situación: estaba solo. Y no era lo mismo que la soledad del huérfano a la que se había acostumbrado con el paso de los años.
No. En la Moskovskaya siempre había alguien a su lado que hablaba con él, que lo abroncaba, que incluso lo insultaba…; siempre había alguien pendiente de él. Pero había llegado un momento en el que no había nadie a su lado. Absolutamente nadie.
Estaba solo.
Solo con sus miedos y sus dudas.
Solo contra los millares de peligros de la superficie.
No se le habría ocurrido nunca que al término de la emocionante expedición con todos aquellos valerosos luchadores quedaran tan sólo una serie de muertes y el fracaso final de su sueño. ¿Cómo iba a llegar a la tierra pura? Pero lo que más profundamente le dolía era la muerte de su maestro.
El cielo aún estaba cubierto de nubes bajas de tormenta. Se oyeron nuevamente truenos en la lejanía, y resplandecieron una vez más los relámpagos. Gleb apretaba el cuerpo contra el asfalto frío y agrietado, encogía los hombros, se cubría la cabeza con las manos. Trataba de derrotar su propio miedo, de pensar en cosas alegres y buenas para levantar el ánimo. Pero las imágenes que le venían a la cabeza producían el efecto contrario: en primer lugar, el rostro fatigado de Palych, tras regresar del ataque de los vegetarianos en la Sennaya. Luego, el gordinflón de Procha con su cuadrilla… Era casi como si aún viera su mueca insolente y maliciosa y los dedos rechonchos con los que le había arrebatado el mechero. Luego Nikanor, el jefe de estación de la Moskovskaya, que había vendido a Gleb a cambio de carne de cerdo. La mirada furiosa y despreciativa de Cóndor. Chamán en el momento de atarle las manos. Todas las humillaciones, cada vez más amargas, le hacían un nudo en la garganta y lo dejaban sin aliento.
Martillo. El único que había estado a su lado tras la muerte de sus padres. ¿Cómo es que tenemos que perder a las personas para darnos cuenta de lo que valían para nosotros? Las lágrimas le afluyeron por sí solas a las mejillas. En ese instante, el muchacho deseaba tan sólo una cosa: desaparecer —no importaba cómo— para no tener que sentir nada más.
¿Qué le habría dicho Martillo si lo hubiera hallado en ese estado? Le vinieron a la cabeza las enseñanzas de su maestro: «Si te decides a hacer algo, tienes que dar el primer paso. Y no sentir ningún miedo por el segundo. El único error que podrías cometer es el de no hacer nada. Lo único importante es que tengas siempre los ojos puestos en tu meta… olvídate de todo lo demás…»
—El único error que podrías cometer es el de no hacer nada… —Gleb no se había dado cuenta de que hablaba en voz alta.
Empuñó la pistola. La lluvia caía sin cesar y se llevaba por delante la mugre que se le había pegado al traje de protección. Al mismo tiempo pareció que también se desprendiera de él la costra de miedo e indecisión. La compasión que sentía por sí mismo le causó tal acceso de cólera que no pudo reprimir una mueca. En ese instante se odiaba a sí mismo.
¿Tener siempre los ojos puestos en su meta? El muchacho se llevó el brillante cañón de la pistola a la sien y cerró los ojos. Trató de imaginarse lo que habría después. No oyó el chasquido que hizo al quitarle el seguro, porque coincidió con un trueno ensordecedor. El dedo de Gleb temblaba en el gatillo.
En ese momento, un rayo de luz se coló entre sus párpados cerrados. Gleb abrió los ojos y lo vio…
¡La luz!
Un cono de luz penetrante y cegadora brillaba frente a las ruinas del hangar y los mástiles del barco de carga maltratado por el tiempo.
Sobre el telón de fondo de un cielo cada vez más oscuro, aquel rayo cegador actuó sobre él como un imán. Irreal, como un cuerpo extraño en el crepúsculo que gradualmente descendía sobre la isla, dislocaba el espacio, expulsaba a la noche junto con todas sus hordas infernales.
—La señal… —Sus labios resecos susurraban como por sí mismos la enigmática palabra, aunque el entendimiento del muchacho no quisiera enterarse de lo que veía—. ¡La señal!
Gleb se puso en pie, con la respiración entrecortada, y corrió de un lado para otro. De súbito, la idea misma de suicidarse le pareció una tremenda cobardía. ¿Iba a conseguir lo que los demás no habían conseguido? Tenía que intentarlo. Llevaría a buen término la misión, por sus camaradas caídos.
Cuando por fin se hubo impuesto a sus propias dudas, se puso en marcha a través de los embarcaderos y las ruinas de la terminal. Dejó atrás los restos de una gigantesca embarcación de carga carcomida por la herrumbre que estaba sola sobre un banco de arena, y también el angosto dique de cierre entre el puerto de la Madera y el del Carbón. El muchacho se hallaba aproximadamente a medio kilómetro del origen de la luz, separado de éste por un amplio muelle que se clavaba como un gigantesco puñal en las aguas del golfo.
No sentía ya ningún miedo. Éste había desaparecido, y en su lugar quedaba tan sólo una esperanza animosa y obstinada.
—Voy hacia la luz, la luz de la Redención —decía Gleb, repitiendo las palabras del sectario—. Hacia la luz…
Una sombra negra se abatió brutalmente sobre él desde el hangar. Con movimientos instintivos, Gleb empuñó la pistola. Contribuyó a ello el principio fundamental que todos los habitantes del metro seguían: todo desconocido que se te acerca en la penumbra sin anunciarse es un enemigo. Se oyó un disparo, luego otro. Una criatura informe se precipitó como un peso muerto sobre el fango. Gleb no tenía tiempo para ver más de cerca a su atacante. Por el contrario, aceleró sus pasos y se dirigió hacia el faro que le prometía la salvación.
«Esas pruebas nos fueron enviadas desde lo alto. Quien es débil de espíritu, lo es también de entendimiento…»
Otra silueta saltó desde un muro, pero al distinguir la reluciente Pernatch en la mano del muchacho, retrocedió. El fulgor de los disparos iluminó por unos instantes la forma mal definida que parecía envuelta en andrajos, o en jirones de pellejo gris. ¿O tal vez eran unas alas? ¿Los pliegues de un abrigo? La criatura se estremeció y se alejó por donde había venido. Varias figuras más aparecieron en la penumbra y lo atacaron por el flanco. Avanzaron hacia él con pasos ágiles. ¿Tenían jorobas? ¿O acaso llevaban capuchas?
Gleb estaba concentrado en disparar. No se dejó llevar por el pánico. Sabía que estaba solo y que nadie iría a ayudarlo.
El ataque terminó súbitamente, como había empezado. El muchacho aguzó el oído y observó con desconfianza las vigas de hierro rotas y desperdigadas por allí. Todo estaba en silencio. No se veía ni un alma.
Gleb miró al frente. Sobre el telón de fondo de la luna que salía se recortó la silueta de la elevada cúpula del faro. El rayo de luz que expulsaba las brumas de la noche apuntaba hacia San Petersburgo. No le quedaba ninguna duda: ¡Había encontrado la señal!
A casa paso que daba, la orgullosa torre crecía, se volvía más alta, ganaba en porte. Se encontraba al final del muelle, en un extremo cubierto de piedras. El edificio se integraba en un conjunto armonioso con el resplandeciente oleaje, como si hubiera sido parte del paisaje de la árida isla.
El muchacho se quedó tan fascinado con la imagen que estuvo a punto de no darse cuenta del movimiento que tenía lugar en la orilla. Gleb corrió a toda prisa hasta una grúa herrumbrosa que se encontraba no muy lejos de allí y se escondió entre los pilares cubiertos por una maraña de hierbajos. Reconoció desde su guarida la barcaza que se mecía sobre las olas cerca de la orilla. Parecía la misma con la que se habían alejado los Stalkers. ¿Acaso habían cambiado de idea? El corazón le dio un vuelco de alegría, pero ésta se transformó al instante en puro horror: sobre la pasarela vacilante aparecieron unos seres muy extraños cuyos vestidos habían conocido mejores tiempos. Llevaban impermeables rasgados, andrajos atados de cualquier manera sobre el cuerpo… No había lugar a dudas: aquellas criaturas pertenecían a la misma especie que las sucias bestias que lo habían atacado momentos antes. Eran seres humanos. Al observarlas más de cerca, Gleb se fijó en un fardo que habían colocado sobre la pasarela. Las extrañas gentes —sus rostros parecían estar cubiertos por una fea costra— clavaron garfios de estibador en sus presas y las arrastraron por el suelo. Al verlas mejor, estuvo a punto de gritar: ¡Eran los cadáveres de Cóndor y Chamán! Gleb no podía creer lo que estaba viendo. Sus cabezas se balanceaban de un lado para otro e iban dejando un rastro de sangre sobre la tierra.
De pronto, uno de los desconocidos se acercó al cadáver de Cóndor y sacó un cuchillo para cortar carne. Su ancha hoja centelleó… El muchacho se volvió porque no quiso ver lo que iba a ocurrir a continuación. Pero cuando por fin se atrevió a mirar, sus ojos se dirigieron por sí solos hacia la herida abierta en el costado del Stalker.
El hombre que había acuchillado a Cóndor se estaba llevando algo a la boca y lo desgarraba con los dientes… ¡¿Carne?!
¡Eran… eran caníbales!
Gleb se mareó. Había oído hablar de cosas semejantes, pero era la primera vez que las veía. El muchacho se arrancó la máscara del rostro y trató de coger aire. La repugnante escena seguía ante sus ojos y no quería desaparecer. Su conciencia se negaba a aceptar lo que había ocurrido. En la Moskovskaya no se había recurrido nunca al canibalismo, ni siquiera en los peores tiempos de hambre. Sus habitantes habían logrado sobrevivir a base de setas cocidas. Jamás habían hecho nada parecido.
Entonces… los «contactos» a los que habían ido a buscar eran ésos.
En definitiva, todo era mucho más sencillo, pero al mismo tiempo mucho más horripilante de como se lo había imaginado Gleb. Su sueño se hizo añicos, pero el muchacho se negaba con obcecación a reconocer su derrota. El deseo de llegar hasta el origen de la luz perduró con la misma fuerza.
Gleb se quedó de piedra. Sintió que se le ponía piel de gallina. El caníbal que acababa de comerse la porción de «carne fresca» se había quedado inmóvil y miraba hacia la grúa. ¿Acaso lo había visto? Su boca manchada de sangre se abrió para enseñar unos dientes horrendos, y se le aceleró la respiración, como al animal que husmea una presa. Las convulsiones que cada cierto tiempo sacudían su cuerpo no eran humanas.
Gleb empuñó la pistola. ¿Cómo le había enseñado Martillo a utilizarla? Espirar, apuntar, aguardar un momento entre dos latidos del corazón y tirar suavemente del gatillo.
«Contempla tu propia alma, bastardo, y descubre si estás preparado para pasar el Rubicón».
La Pernatch dio una sacudida y Gleb la sintió en la mano. La cabeza del caníbal salio disparada hacia atrás, y en su frente apareció un agujero casi al mismo tiempo que el cráneo le estallaba por detrás y salpicaba sangre en todas direcciones. Por un instante, la jauría de degenerados contempló el cadáver de su congénere, luego entre aullidos corrieron hacia la espesura. El muchacho se arrastró, tembloroso, por las vigas herrumbrosas, trepó sobre un montón de planchas de hormigón armado y corrió pegado a la pared de un hangar de poca altura. Como un rayo, le pasó por la cabeza que sus perseguidores se habían dividido en la orilla para cerrarse sobre él como tenazas.
Gleb tropezó con una raíz que sobresalía del suelo y cayó en una zanja profunda. El fango le ensució los cristales y lo dejó sin posibilidad de orientarse. Pero fue un accidente que le vino muy bien. Trató de hundirse todavía más en el caldo maloliente y se quedó inmóvil. Oía los latidos acelerados de su propio corazón. Los pulmones estaban a punto de estallarle por todo el rato que había pasado corriendo con la máscara de respiración puesta.
Lentamente para no delatarse, el muchacho levantó la mano y limpió los cristales. A la espectral luz de la luna creyó ver que la zanja estaba repleta de huesos y calaveras. Eran huesos humanos. Gleb se puso en pie, gritando, y trató de salir de allí. Como para frustrarlo en sus propósitos, los brazos se le hundieron en el fango hasta los codos, hasta tocar el fondo. Los crujidos que se oían bajo sus botas eran aterradores.
Un adoquín le pasó volando por encima de la cabeza y se estrelló contra las turbias aguas. Otra piedra le dio un doloroso golpe en la pierna e hizo que se cayera de nuevo al suelo. Aunque el uniforme de kevlar amortiguó el golpe, notó que había perdido sensibilidad en la pierna. En el borde de la zanja se distinguía la silueta de un caníbal que desenrollaba una larga cuerda. Entre tropezones y resbalones, el muchacho logró llegar a una cloaca que atravesaba un promontorio hasta el hangar más cercano, y se arrastró precipitadamente por su interior. En el interior de la conducción reinaba la oscuridad y el agua en la que chapoteaba tenía un olor espantoso. El muchacho miró a su alrededor y suspiró con alivio. Por la entrada de la cloaca se veía el cielo nocturno, pero no se distinguía ninguna silueta humana. Era evidente que sus perseguidores vacilaban en arrastrarse tras él. Quizá no lo hubieran visto meterse allí. Pero ¿cuánto tardarían en encontrarlo?
Al llegar al otro extremo se encontró con una reja. El muchacho estuvo a punto de disparar contra el inesperado obstáculo, pero luego se dio cuenta de que no era una buena idea. De modo que, con toda precaución, metió el machete en el estrecho resquicio que quedaba entre la reja y la pared. La reja cedió con un suave crujido. Al cabo de un rato de trabajo, el fugitivo salió de la conducción y se encontró en un angosto canal de hormigón, cubierto por su parte superior con rejas de hierro. Dichas rejas se hallaban a nivel del suelo, por lo que Gleb llegó a la conclusión de que debía de hallarse en el sistema de desagüe de una nave industrial. Pero las rendijas eran estrechas y no le permitieron ver nada.
Por la parte donde debía de estar la entrada del hangar se oían palabras incomprensibles y entrecortadas. Gleb guardó silencio. Se oían pisadas cada vez más cercanas. Al cabo de un instante, había alguien encima de él. La sombra de una figura rechoncha apareció sobre la reja. Gleb agarró la empuñadura del machete con tanta fuerza que la mano le dolió. Su perseguidor olía a alcohol y a cuerpo sin lavar.