Authors: Andrej Djakow
Mientras conversaban, recorrieron a gran velocidad buena parte del camino. No tuvieron ningún incidente más durante la marcha, y los viajeros llegaron sin sufrir ningún daño al casco antiguo de la ciudad. Las calles vacías los recibieron con un silencio antinatural, un silencio que los obligó a aguzar el oído. No se oía ni rumor de hojas ni aullidos de animales de presa. Parecía que el tiempo se hubiera detenido, como si careciese de poder alguno sobre el sueño eterno de la ciudad abandonada.
Gleb se dio cuenta de que la fauna de la isla aún no se había dejado ver. ¿Habrían muerto todos? Tal vez los mutantes no pudieran llegar hasta allí. Al fin y al cabo, nadie sabía lo que había sucedido con el trecho septentrional del dique.
El grupo pasó de un bloque de edificios a otro y se adentró cada vez más en las ruinas invadidas por la espesura. Las casas ruinosas y lúgubres transmitían una sensación de asfixia. El vacío y el olvido se habían adueñado de todo el lugar. Daba congoja caminar por las calles mudas y abandonadas, pasar frente a los marcos de ventanas claveteados y las oscuras fauces de los accesos encharcados. ¿Qué podía haber allí, en el interior de aquellos repulsivos edificios? Mientras andaba sobre el pavimento cubierto de arena, Gleb palpaba una y otra vez el cañón de su pistola. La extraña sensación de que alguien lo miraba no lo abandonó ni un solo instante. Su maestro pareció haberse dado cuenta también; miraba intranquilo a su alrededor y no perdía de vista los tejados cubiertos de musgo.
—¡No bajéis la guardia! —Martillo aceleró el paso.
No muy lejos de allí se oyó un crujido prolongado. Los Stalkers se estremecieron. Empuñaron con fuerza las armas. El guía avanzó con suma concentración a lo largo de las paredes de los edificios, pero pronto comprobaron que su preocupación no tenía fundamento. Encontraron una puerta que se abría y cerraba sin cesar, empujada por el viento. Sus goznes herrumbrosos crujían con fuerza… Una triste serenata en honor de los huéspedes no invitados.
—¿Echamos una ojeada dentro? —Martillo señaló una puerta con el dedo.
—¿Por qué ahí? —El mecánico miró con desconfianza la siniestra entrada de la casa.
—¿Y por qué no? Cualquier información que consigamos nos irá bien. Tampoco estaría nada mal que encontráramos vendajes nuevos para Farid.
El tayiko asintió con la cabeza para expresar su gratitud. Los viajeros se dirigieron al interior. Subieron varios pisos y cruzaron la primera puerta que se les ocurrió. El muchacho sentía un vivo interés por saber cómo eran las casas en las que habían vivido los humanos de antes. Un breve corredor, parqué negro enmohecido. Bajo la gruesa capa de moho se reconocían a duras penas los jirones de papel que aún aguantaban en las paredes. Lo mismo ocurría en las habitaciones. Sólo que allí había más muebles. En el dormitorio había una cama que de puro vieja apenas se aguantaba en pie y los restos de un armario ropero. La humedad de tantos años había dejado manchas de color verde grisáceo en el techo. Las cochinillas habían prosperado en las grietas de los marcos de las mohosas ventanas.
No parecía un lugar confortable. Gleb se acordó con nostalgia de su camastro y su frazada de lana en el área común de viviendas de la Moskovskaya. Lo asaltó el recuerdo de los encuentros nocturnos en torno a una hoguera, de las veces que había jugado a los Stalkers con los niños de sus vecinos, de los escasos servicios de guardia en los puestos avanzados, de los días de mercado, cuando las caravanas de los colillas llegaban a su estación. Todas esas imágenes se habían difuminado en el recuerdo y le parecían muy lejanas. Eran muchas las cosas que habían cambiado en su vida, pero Gleb deseaba con todo su corazón poder compartir esos cambios con todos cuantos aguardaban en el subsuelo y habían depositado sus esperanzas en el éxito de la expedición. Gleb trató de imaginarse cuánto iban a alegrarse todos ellos —el tío Nikanor, Palych y los demás— cuando supieran que… En ese mismo instante, el muchacho se fijó en algo que lo hizo salir del imperio de los sueños y le recordó que se hallaba en las inhóspitas ruinas de Kronstadt.
Sobre una mesa pequeña e insegura reposaba un plato de porcelana en perfecto estado, decorado con una ilustración de una ciudad de noche. Un puerto iluminado por luces brillantes, rodeado de casas que adornaban la orilla y de cuyas ventanas surgía una luz agradable. Había barcos magníficos en la ensenada. Al pie de aquella ilustración de colores alegres había una palabra escrita con trazos sencillos, una palabra aislada, pero rotunda e inquietante: Vladivostok.
Gleb se quedó allí sin moverse, boquiabierto. Se había quedado sin aliento, pero sus labios susurraron en silencio «la Tierra Prometida».
Ishkari se puso a su lado y señaló la ilustración con mano temblorosa.
—Ah, hermanos en el espíritu, ¿habéis encontrado vuestro paraíso? —Martillo sonrió con sorna—. Ven, Chamán, vamos a explorar el piso de enfrente. Farid, ¿has cogido las vendas?
Los luchadores se dirigieron a la salida. Por un instante, el muchacho y el sectario se quedaron solos. Contemplaron en silencio la ilustración sin llegar a hartarse. Gleb no se atrevía ni siquiera a suspirar para no poner fin al silencio. Ishkari asintió con la cabeza en dirección al muchacho y le señaló el plato con los ojos. Gleb tomó cuidadosamente en sus manos el frágil objeto, dudó por un instante, y luego se lo entregó a Ishkari. El sectario miró al muchacho con gratitud en los ojos, pero vaciló en coger el valioso hallazgo.
—Tú has visto lo mismo que yo. Es una señal que viene de arriba. Seguimos el camino correcto.
—Me imagino que esto debe de pertenecer a Éxodo.
—Quédatelo tú, muchacho. Todavía reconozco la duda en tu alma, pero este objeto te fortificará en tus creencias. Así quizá también podrás pisar la ciudad de nuestros sueños.
El muchacho asintió, estrechó el plato con prudencia contra el pecho, recogió la mochila, envolvió el hallazgo con el jersey y se lo llevó.
—¡Nos marchamos, Gleb! —Era la voz de Martillo.
Bajaron a toda prisa por la escalera y dieron alcance al Stalker. El muchacho sonrió: ante sus ojos se hallaba todavía la imagen de la lejana ciudad. Simplemente, no podía imaginar que una belleza como aquélla llegase a desaparecer. No. Aún debían de existir en algún sitio tierras intactas, como las de antes de la catástrofe. Y si de hecho existían, las encontraría. Sin lugar a dudas. Porque no estaba bien que los seres humanos languidecieran en la humedad del subsuelo, ni que lucharan hasta verter sangre por la última migaja de alimento, y que no se atreviesen ni siquiera a asomar la nariz a la superficie. Por mucho que Martillo pensase que no se había salvado nada… Gleb iba a demostrar que su maestro se equivocaba. Que todos los que habían abandonado la esperanza se equivocaban.
Creería en ello hasta su último aliento… igual que habían creído sus padres.
Los Stalkers avanzaron en fila india. Se esforzaban por no hacer ruido. El muchacho leyó Lenin-Prospekt en una placa sobre una pared deteriorada. El guía se detuvo allí y estudió el plano. Gleb se acercó y trató de echar una ojeada al papel raído que Martillo tenía en las manos.
—Ahora mismo estamos aquí, en la calle de Besymjanny —explicó el guía, y siguió con el dedo las líneas a medio borrar—. Podríamos llegar hasta el puerto, o…
El muchacho no oyó más. Un extraño reflejo en el suelo le llamó la atención. Gleb se acercó al misterioso hallazgo, lo contempló de cerca, rozó su lisa superficie con la suela del zapato y apartó a un lado un montón de hojas y de arena húmeda. Luego se arrodilló y descubrió con sus propias manos un par de metros cuadrados de superficie. Encontró una losa de granito entre los adoquines. Sobre ella estaba dibujado lo que claramente era un plano de la isla que de mala gana les desvelaba sus secretos. Una estrella, cuyas puntas señalaban los cuatro puntos cardinales, confirmó sus suposiciones. El monumento estaba enmarcado por cuatro esferas de hierro colado y una gruesa cadena medio hundida en la tierra.
En un primer momento Gleb no descubrió lo más interesante.
Sobre uno de los segmentos del plano había un signo de un color llamativo, aunque difuminado con el paso de los años. El muchacho lo reconoció como el símbolo de la muerte: una calavera con dos huesos cruzados. Abstraído en la contemplación de su hallazgo, no se dio cuenta de que los Stalkers se le acercaban por detrás.
—Esta noche se pone interesante —dijo Martillo al ver la losa—. Ese signo marca los astilleros de Kronstadt.
—Parece que nos has dejado clara la próxima etapa del camino, muchacho. —Con aire suficiente, Chamán comparó el plano de granito con el de papel—. Sí, ésa es la dirección en la que íbamos.
Gleb se había animado con su descubrimiento y corrió detrás de los otros. Se acomodó la boquilla de la máscara de respiración y sonrió ante sus propios pensamientos. Se alegraba de haberse convertido en el centro de atención de los experimentados Stalkers y de haberlos ayudado, aunque sólo fuera un poco.
Dejaron atrás la calle y se encontraron con un foso largo y ancho, lleno hasta arriba de un espeso caldo de algas podridas. Bajo la superficie cubierta de verdosas lentejas de agua se apreciaba un movimiento constante. Gleb hizo una mueca. Había visto en una ocasión cómo se trataba a un enfermo con sanguijuelas. No había sido nada agradable. Aquello tenía el aspecto de estar habitado por criaturas parecidas.
—El canal de circunvalación —observó Martillo mientras pasaban a su lado.
El muchacho había imaginado que el guía iba a conducirlos hasta el puente que se divisaba a lo lejos, pero Martillo los llevó sin vacilar hasta las ruinas de un derrumbe que bloqueaban el canal. Unos montículos formados mitad por grava y mitad por cascotes de hormigón emergían de las aguas. Los demás obedecieron sin chistar las órdenes de su guía. Habían comprobado en varias ocasiones que Martillo no se equivocaba.
Atravesar el foso no fue tan difícil como Gleb había imaginado al principio. El grupo pasó por un imponente hangar cuyo techo se había venido abajo y se quedó en el límite de las Dársenas de Pedro. Así era como el maestro había llamado a aquel lugar. El muchacho iba a preguntarle por el significado de esa palabra, pero Martillo se adelantó a explicárselo:
—Es el lugar donde reparaban los barcos. Se vaciaba el agua y el barco se posaba en el fondo por su propio peso… Se encuentran más hacia allá. Por lo demás, se trata de unas dársenas históricas. Pedro el Grande en persona colocó la piedra angular.
Gleb contempló el fondo del canal. Estaba revestido con losas cuadradas de piedra. Y no comprendió por qué su maestro, por lo general tan reservado, había hablado de pronto con tanto respeto. Lo único que había allí eran dos canales en forma de cruz con una fosa más profunda en la intersección. Habían tenido que excavar mucho más para construir el metro.
Los Stalkers descendieron con muchas precauciones hasta el fondo del canal. Los restos del recubrimiento de piedra estaban cubiertos de hierba.
En el centro de la fosa había un pozo, indudablemente para vaciar el agua. Por puro instinto, el muchacho se mantuvo lejos del pozo y dio un precavido rodeo para sortearlo.
Mientras exploraban la dársena, encontraron aquí y allá montones de raíces y heno podridos. Había excrementos secos por todas partes. Pese a las máscaras, les llegaba el olor a putrefacción.
—¡Aquí tenían ganado, apostaría por ello! —exclamó categóricamente Chamán—. ¡Claro, les resultaba muy cómodo! No era necesario tener a alguien para guardarlo, y había hierba de sobras.
—Ahora sólo nos faltaría encontrar a los pastores… —Martillo inspeccionó sistemáticamente la maleza que crecía en los bordes del canal—. Este sitio no es demasiado agradable. Sigamos adelante.
Descubrieron la cúpula de una catedral entre los árboles. A Gleb le hubiera gustado acercarse al grandioso edificio, pero su maestro, como para llevarle la contraria, se encaminó en otra dirección. Dejaron atrás las ruinas de varias casas y llegaron por fin a la calle Petrovskaya.
—Y ahora en línea recta. Los astilleros se encuentran a un tiro de piedra.
El muchacho forzó el cuello y trató de ver lo que había más adelante. Al cabo de un momento volvió a tener la sensación de que alguien lo miraba fijamente desde algún sitio. Al parecer, Martillo también había notado algo, porque se echó a correr sin aviso previo por la calle empedrada, cruzó hasta la otra acera y se escondió en la entrada de una casa. El resto del grupo corrió tras él. El Stalker entró en el patio, aguardó sin moverse y escuchó. Silencio. Allí había otra fuente de hormigón y más casas vacías. Martillo estaba a punto de salir de nuevo a la calle cuando se oyó un terrible grito de pánico. Los viajeros volvieron atrás y encontraron al aterrorizado sectario. El hermano Ishkari estaba sentado sobre el asfalto, señalaba con el dedo unos matorrales cercanos y murmuraba, como paralizado:
—Allí… hay algo. Lo he visto. ¡Ha… ha aparecido de pronto y… se ha marchado corriendo!
—¡Quedaos ahí! —Martillo desapareció en la espesura.
—¿Qué es lo que has visto? —le preguntó Chamán al sectario. Parecía que éste hubiera perdido el entendimiento. Estaba sentado con las piernas cruzadas y tartamudeaba para sí mismo palabras a duras penas comprensibles.
—¡Diablo! Nos utilizas como a una bota de fieltro desparejada. No puedes atraerlo y arrojarlo, sería demasiada pérdida.
Entretanto, el guía había regresado, pero no pudo informar de nada nuevo. El grupo siguió adelante, pero en todo momento vigilaron el entorno mediante las miras de los fusiles. Se acercaron a una casa pequeña, de dos pisos, sobre cuyo tejado se leía en grandes letras:
ASTILLEROS
.
—La entrada…
Los Stalkers atravesaron un pequeño porche lleno de basura y cristales rotos y entraron en la zona de trabajo.
—¿Adónde iremos ahora?
—No tengo ni idea. —Martillo echó miradas lúgubres en todas direcciones—. Sólo he estado una vez en un astillero. Aquí encontraremos todo lo imaginable: dársenas, embarcaderos… Trataremos de pasar por los talleres. Como decía el cuento: «¡Ve! ¿Adónde? No lo sé ¡Eso es lo que me traerás! ¿El qué? ¡Ya lo verás!»
[17]
Dejaron atrás varios edificios ruinosos, en algunos casos totalmente derruidos. Dondequiera que mirasen los Stalkers, encontraban siempre una misma imagen: montones de ladrillos rotos, restos herrumbrosos de máquinas herramienta, todos ellos cubiertos por una gruesa capa de polvo. En una de las casetas de vigilancia se agitaban las últimas llamas de una hoguera reciente, aún sin extinguir. En las cenizas que habían quedado sobre la chapa metálica del suelo se reconocían las huellas de una bota. Un cazo ennegrecido por el hollín colgaba de un trípode improvisado con tres maderas.