Authors: Andrej Djakow
—¡Aguanta! ¡Aguanta, papá! ¡Por favor!
Había agua por todas partes. Dondequiera que mirase… a su alrededor tan sólo había agua. Las olas gélidas y paralizadoras se sucedían y se estrellaban contra su rostro. Gleb ya no sentía las piernas. Su cuerpo estaba como encadenado por una tremenda fatiga, su boca se abría y cerraba en silencio, como la de un pez, pero en vez del aire que lo habría salvado tragaba tan sólo agua y más agua. Sus brazos exhaustos empujaron una vez más su cuerpo para mantenerlo en la superficie, pero una ola especialmente celosa en su oficio lo golpeó alevosamente por la espalda, y la luz que se había abierto camino entre las masas de agua empezó a palidecer.
¿Luz? Un haz de luz resplandeciente. ¿Un faro? No. Otra cosa. Y después, a un lado, otra fuente de luz. Y otra. Los rayos de luz se desbordaban por toda la superficie.
«Voy hacia la luz…»
Gleb se irguió, manoteó como un animal herido, abrió la boca para lanzar un grito mudo y, en su desesperación, dejó que sus brazos flotaran sobre la superficie de las aguas. Algo oscuro se movió a su lado, lo agarró con fuerza por la mano y tiró de su cuerpo hacia la superficie, hacia el aire que le daba vida. El muchacho tosió, con el cuerpo agarrotado, y escupió agua salada. Tosía sin cesar y jadeaba, incapaz de respirar. Poco a poco, el pinchazo que sentía en el pecho se aligeró. Con la mirada turbia, Gleb reconoció el pálido rostro de Martillo. El Stalker se reía. El muchacho no recordaba haberlo visto reír en ninguna otra ocasión. A sus espaldas, entre la niebla, apareció una construcción muy grande rodeada de grandes hogueras.
Potentes reflectores iluminaban las aguas. Había muchos seres humanos distribuidos por varias cubiertas. Muchos seres humanos. Parecía que ocuparan la totalidad del gigantesco barco.
—¿Qué es eso? ¿El Arca? —farfulló el muchacho.
—A mí más bien me parece una plataforma flotante para la prospección petrolífera —le respondió Martillo, y escupió agua—.
¡Pero si quieres podemos llamarla Arca! ¡No tengo nada en contra! El resto apenas si dejó huella en la memoria de Gleb. Ante sus ojos desfilaron tan sólo fragmentos sueltos, como ilustraciones aisladas en un reportaje fotográfico. Su maestro se agarraba a un flotador atado a una cuerda y sujetaba al muchacho cerca de su cuerpo.
Las manos de alguien lo izaban por una escalerilla resbaladiza, lo envolvían en una frazada de lana y lo llevaban por un largo pasillo iluminado con lámparas que daban una luz muy agradable. Lo metían en una habitación bien iluminada que olía a medicamentos.
Finalmente le fallaban las fuerzas, lo veía todo de color negro, y su cerebro, agotado, se desconectaba.
Sus padres estaban cerca de él. Tenía la sensación de que le habría bastado con tender el brazo para tocarlos. Ambos le sonreían, cogidos de la mano, y lo miraban sin moverse. De los ojos resplandecientes de su madre brotaban gruesas lágrimas. Lágrimas de alegría. Gleb trató de hablar, pero las palabras se le atascaban en la garganta. Las palabras eran superfluas. Lo que veía en los ojos amorosos de sus padres no necesitaba ninguna explicación. De pronto sintió el corazón aligerado y sereno. Igual que en otro tiempo, cuando todos se reunían en torno a la hoguera de la Moskovskaya y contemplaban las llamas. Esos momentos le resultaban especialmente queridos y le habría gustado vivirlos una y otra vez. Pero no hay nada que dure para siempre. Sus padres levantaron poco a poco los brazos para despedirse de él y la silueta de sus seres queridos empezó a difuminarse. El muchacho les respondió con otro gesto. Tenía la dolorosa sensación de que no volvería a verlos jamás…
—¡Que alguien me traiga más alcohol! ¡Hacedle friegas más fuertes, Roine! ¡¿Dónde está la botella de agua caliente?!
Alguien soltó un juramento en voz baja. Sintió una aguja en la piel y una calidez agradable y arrulladora por todo el cuerpo. Un estremecimiento le agitó los párpados, hasta entonces cerrados, y abrió los ojos.
—Ya vuelve en sí…
Vio frente a su rostro la silueta borrosa de un hombre con gorra de punto y una barba pelirroja y recortada. No logró ver bien al desconocido porque una mano lo apartó sin muchas contemplaciones. Gleb tenía la visión cada vez más clara. El muchacho miró a su alrededor. Estaba tendido en una cama confortable, dentro de una sala amplia con las paredes recubiertas de azulejos blancos. Gleb bajó la mirada y miró con inquietud la cánula que le sobresalía del brazo. Un tubito delgado serpenteaba desde allí hasta un soporte del que colgaba un gotero intravenoso. Pero lo que llamó la atención del muchacho fue otra cosa. Fueron las… sábanas. Eran viejas, pero estaban recién lavadas y planchadas. Casi blancas. ¡Un campamento digno de un rey! Sólo tenía noticias de tales cosas por lo que le habían contado. No tenía nada que ver con el colchón hundido y la frazada agujereada de la Moskovskaya.
Alguien tosió ligeramente a su lado. El muchacho volvió la cabeza y vio a un hombre mayor, un hombre extraño, con bata de médico. Su rostro apergaminado recordaba al de Palych, pero parecía más enérgico y vigoroso. Como era de esperar, llevaba puestas unas gafas con montura de metal. Un cigarrillo hecho a mano se consumía entre sus dientes.
—¡Oiga, joven, bañarse con este frío no ha sido una buena idea!
La frase del viejo fue tan inesperada que Gleb se quedó con la boca abierta y no supo qué contestarle. Pero el anciano acudió en su ayuda. Le tendió una mano sarmentosa y le dijo:
—Me llamo Pavel Vsevolodovich.
—¿Palych? —exclamó el muchacho.
—¡Exacto! ¿Cómo lo ha adivinado? —El doctor se calló. Aún le ofrecía la mano tendida.
—Ah… disculpe, lo he dicho sin pensar. —El muchacho estrechó la mano del hombre—. Me llamo Gleb.
—¡Me alegro mucho de conocerle! Comprenderá usted que mi nombre de pila es muy largo y por eso me llaman Palych. ¡No se puede imaginar cuánto me alegro de conocer a alguien del metro! ¡Es increíble que hayan pasado tanto tiempo bajo tierra! ¿Sabe usted?, querría hacerle un montón de preguntas sobre la fisiología de los habitantes del subsuelo, pero antes tendría que hacerle unas prueb…
—¿Dónde está Martillo? —lo interrumpió el muchacho.
El viejo miró complacido a su paciente por encima de las gafas.
—¡Ahora no se ponga nervioso, amigo mío! Si pregunta usted por su padre, le informo de que se ha reunido con nuestras autoridades.
—El anciano agitaba el dedo índice para dar énfasis a sus palabras.
—¿Mi padre? —preguntó el muchacho.
—Sí, claro… —El anciano miró a su paciente sin entender nada—. Es verdad que estoy un poco sordo, pero no tanto como para entender mal una frase como «cuiden ustedes de mi hijo».
—Tengo que verlo. ¡Ahora mismo! —Gleb se levantó de golpe y las piernas se le enredaron en los pliegues de las sábanas. Sintió un zumbido en la cabeza. La cánula se le salió del brazo.
El viejo se esforzó por que su intranquilo paciente volviera a tenderse en la cama. Un forzudo pelirrojo salió de detrás de un biombo para ayudarlo. Presa del pánico, Gleb saltó de la cama, rodó por el suelo, derribó una pequeña mesa y se quedó inmóvil en un rincón. Varios instrumentos quirúrgicos cayeron ruidosamente al suelo y contribuyeron al barullo.
—¡Sujétalo con fuerza, Roine!
El doctor y su asistente se le acercaron con una sonrisa forzada, pero, de pronto, la hoja de un escalpelo brilló amenazadoramente en las manos del muchacho, y ambos se quedaron a medio camino.
Gleb les enseñó los dientes y levantó la mano que sostenía el escalpelo.
—¡Apartaos! ¡Apartaos, os digo!
Los desconcertados médicos retrocedieron hacia la pared, y entonces, de pronto, se abrió la puerta de la habitación. Martillo se encontraba en el umbral. En cuanto se dio cuenta de la situación, sonrió y le hizo una señal a Gleb. Éste soltó el escalpelo y corrió descalzo hacia el Stalker. Cuando lo tuvo delante, lo abrazó con torpeza y cerró los ojos.
—Bueno, ya basta. —El maestro le dio una palmada en el hombro al muchacho—. No me gustan estos sollozos tan sentimentales.
El muchacho retrocedió con cierto sentimiento de culpa, pero en sus ojos brillaba la alegría.
—Yo… —Los pensamientos daban vueltas dentro de su cabeza. Habría querido decir tantas cosas, dar expresión a sus sentimientos, explicar lo que había vivido junto al Stalker, compartir con él su entusiasmo por haber nacido de nuevo… pero ¿por dónde podía empezar…?
—¡Vamos! —Martillo le arrojó las botas a Gleb y se volvió hacia Pavel Vsevolodovich—. En realidad es muy pacífico, siempre que nadie lo provoque… No se lo tome usted mal.
Pasaron por un laberinto de pasillos y escaleras y llegaron a una galería, o, mejor dicho, a un puente largo que unía tres torres gigantescas construidas con travesaños de metal. Cada una de ellas era tan alta como una casa. Mucho más abajo, en una superficie inferior que quedaba entre las paredes de numerosas edificaciones y viviendas, había una pequeña plaza en la que había gente moviéndose sin cesar de aquí para allá. Gleb se sorprendió de lo variados que eran los habitantes de aquella isla flotante construida por la mano del hombre. Los había altos y bajos, con los ojos rasgados, morenos, rubias de cabellos largos, ¡e incluso unos tipos raros de piel negra!
Se presentó a su lado el asistente de la barba pelirroja.
—¿Os gusta nuestra torre de Babel?
—¿Qué clase de torre? —preguntó prudentemente el muchacho.
Martillo intervino.
—Es una historia de la Biblia. Babel es el lugar donde las gentes empezaron a hablar idiomas distintos. Dios los castigó porque quisieron edificar una torre que llegase hasta el cielo.
—¿Y a ésos por qué los han castigado?
El barbudo se rió estentóreamente.
—¡No se trata de eso! Le pusimos ese nombre porque aquí se hablan muchas lenguas distintas. Aquí hay de todo: rusos, noruegos, suecos, estonios… Yo, por ejemplo, soy finlandés. A propósito, me llamo Roine.
—Ya lo sabía —respondieron al unísono Gleb y Martillo.
—Esta plataforma es lo más valioso que hay en Moshchny, la poderosa.
—¿La poderosa? —El muchacho cobró interés e iba mirando, a veces a su maestro, a veces al finlandés.
—¡Sí, claro, tú no lo sabes! La isla de Moshchny se encuentra en el mar Báltico. Puede que la hayas visto alguna vez en un mapa.
El muchacho se volvió hacia Martillo. Éste asintió con la cabeza.
—Pues ahora escúchame bien. Ya te he contado una parte, pero lo que viene a continuación te va a sorprender.
»Antes de la catástrofe, los rusos habían instalado allí un puesto de guardia fronteriza, y también una unidad de combate aéreo. —Era evidente que a Roine le gustaba charlar y que disfrutaba mucho contándoles detalles a los huéspedes—. La isla no sufrió daños durante el ataque. La guarnición sobrevivió en su integridad. Algo más tarde contactaron con Kaliningrado. Esto es una plataforma flotante para prospecciones petrolíferas, y antes de la guerra la habían llevado allí para repararla. La habían trasladado desde el mar del Norte. Todos los que habían sobrevivido en ella se dirigieron también hacia la isla. Durante los primeros tiempos se mandaron muchas señales. Vino gente de todas partes. Pero con el tiempo fueron cada vez menos…
Hasta ese momento, Gleb lo había escuchado con fascinación. Pero en ese instante cobró valor e interrumpió al finlandés:
—¿Eso significa que en esa isla no hay radiación y que el agua está limpia?
—¡Por supuesto! ¡Es nuestra Tierra Prometida!
Gleb saltó de alegría y se abrazó con tal fuerza a la barandilla que las manos le dolieron. Parecía como si su sueño más querido se hubiera hecho realidad.
—Para ser finlandés, hablas bastante bien el ruso —observó Martillo.
—¡He vivido en la isla desde mi infancia! El ruso es mi segunda lengua.
—Entonces, trabajas en la plataforma…
—¡Exacto! —asintió Roine con entusiasmo—. Esta plataforma aprovisiona la isla de alimentos, así como de madera y combustible. A veces extraemos petróleo, en ocasiones vamos a tierra firme para conseguir madera. La consumimos en cantidades considerables. Ayer mismo íbamos de camino y descubrimos el reflector en Kronstadt. Entonces nos acercamos para ver lo que ocurría. Y ha sido cuando os hemos encontrado. Yo he sido el primero en veros. —El finlandés sonrió.
—No podéis ir a Kronstadt. Allí…
—Ya lo sabemos. Martillo nos lo ha explicado muy brevemente. Pero creo que se lo habrá contado con todo detalle a las autoridades. —Roine miró al Stalker.
—¿Cómo es que en todo este tiempo no os habéis acercado ni una sola vez a San Petersburgo?
El rostro de Roine se ensombreció.
—No nos llegaban señales desde allí. Ni una sola vez durante todo este tiempo. No queríamos correr riesgos. Entrar en el golfo de Finlandia sin un manual de navegación… habría sido un suicidio. Por lo menos para una plataforma de estas dimensiones. Y no hablemos de la bahía del Neva. Allí hay bancos de arena y…
Gleb había dejado de escucharlo. Era como si alguien hubiera pulsado un interruptor en su cerebro. Le sonaba de alguna parte aquella palabra…
—¿Dónde están las cosas que llevaba yo? —le preguntó a Martillo.
—Aquí, en la mochila. —El Stalker le entregó al muchacho la mochila que contenía sus pertenencias.
Gleb se puso a buscar en su interior y, al fin, sacó el falso libro de Éxodo. Lo abrió con impaciencia.
El finlandés le echó una mirada de curiosidad y se quedó como petrificado. Tan sólo al cabo de unos segundos pudo exclamar, estupefacto:
—¡No puede ser! ¿Lo es de verdad? ¿El manual del mar Báltico? Pero ¿de dónde lo has sacado?
—Es una larga historia…
Gleb le entregó el libro con fingido desenfado. Pero Roine se puso al lado del muchacho y miró hacia uno y otro lado.
—¡Escóndelo! ¡Que nadie lo vea!
—¿Qué sucede? —Gleb volvió a meter el libro en la mochila.
—¡No tenéis idea de lo que vale este tesoro! —susurró Roine con gran excitación—. Sería mejor que hablarais de este librito con el capitán. Contiene información de un valor incalculable.
El finlandés miró de nuevo a su alrededor y los guió hasta el camarote del capitán. Por el camino, Gleb iba mirando en todas direcciones con la boca abierta. La plataforma estaba llena de gente, como si se tratara de un hormiguero gigantesco. Pero, al observarlos más de cerca, se notaba que todas sus ocupaciones estaban predeterminadas y organizadas con rigidez. Las personas que vivían allí estaban tan concentradas en sus tareas que no parecían darse cuenta de la presencia de los huéspedes. Algunos hombres de constitución fuerte arrojaban pescado recientemente capturado por una abertura de la bodega. Se les oía gritarse insultos con indolencia. Unas pocas mujeres con chaquetas acolchadas ya raídas reparaban unas redes al mismo tiempo que charlaban. Algo más allá, un hombre grande y corpulento, tocado con una gorra blanca, revolvía con un cucharón el contenido de un gigantesco caldero… Probablemente se trataba del cocinero de la plataforma. En lo alto se oían los golpes rítmicos de… unos obreros que instalaban los aparejos de un ascensor.