Harry Potter. La colección completa (320 page)

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Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

Voldemort desapareció, y la serpiente echó hacia atrás la parte del cuerpo que tenía levantada del suelo, preparada para atacar.

Hubo un fogonazo en el aire, por encima de Dumbledore, y en ese preciso momento reapareció Voldemort: estaba de pie en el pedestal, en el centro de la fuente donde hasta hacía poco se alzaban las cinco estatuas.

—¡Cuidado! —gritó Harry.

Pero mientras él gritaba, otro haz de luz verde salió despedido de la varita de Voldemort hacia Dumbledore, y la serpiente atacó…

Entonces
Fawkes
descendió en picado ante Dumbledore, abrió mucho el pico y se tragó todo el haz de luz verde: estalló en llamas y cayó al suelo, pequeño, encogido e incapaz de volar. De inmediato, Dumbledore blandió su varita y describió un largo y fluido movimiento: la serpiente, que había estado a punto de clavarle los colmillos, saltó por los aires y quedó reducida a una voluta de humo negro, y el agua de la fuente se alzó formando una especie de capullo de cristal fundido y cubrió a Voldemort.

Durante un instante lo único que se vio de él fue una oscura, borrosa y desdibujada figura sin rostro que se estremecía sobre el pedestal; era evidente que intentaba librarse de aquella sofocante masa…

Pero de pronto desapareció, y el agua cayó con gran estruendo en la fuente, se derramó por el borde e inundó el suelo.


¡AMO!
—gritó Bellatrix.

Convencido de que todo había terminado y de que Voldemort había decidido huir, Harry intentó salir de detrás de la estatua que lo protegía, pero Dumbledore le ordenó con voz atronadora:

—¡Quédate donde estás, Harry!

Dumbledore parecía asustado por primera vez. Pero Harry no entendía por qué: en el vestíbulo sólo estaban ellos dos, Bellatrix, que seguía sollozando, atrapada bajo la estatua de la bruja, y
Fawkes
convertido en cría de fénix que graznaba débilmente en el suelo.

Entonces a Harry se le abrió la cicatriz y comprendió que estaba muerto: sentía un dolor inconcebible, un dolor insoportable…

Ya no se hallaba en el vestíbulo, sino atrapado en el abrazo de una criatura de ojos rojos, tan fuertemente enroscada a su alrededor que Harry no sabía dónde terminaba su cuerpo y dónde empezaba el de la criatura: estaban fusionados, unidos por el dolor, y no había escapatoria…

Y cuando la criatura habló, utilizó la boca de Harry, que atenazado por un dolor descomunal notó cómo se movía su mandíbula:

—Mátame ahora, Dumbledore… —Cegado y moribundo, deseando soltarse con cada centímetro de su cuerpo, Harry percibió que la criatura volvía a utilizarlo— Si la muerte no es nada, Dumbledore, mata al chico…

«Que pare este dolor —pensó Harry—. Que nos mate. Acabe ya, Dumbledore. La muerte no es nada comparada con esto… Así volveré a ver a Sirius…»

El corazón de Harry se llenó de emoción, y entonces el abrazo de la criatura se aflojó y cesó el dolor. Harry se encontró tumbado boca abajo en el suelo, sin las gafas, temblando como si estuviera tendido sobre hielo y no sobre madera.

Resonaban voces por el vestíbulo, muchas más de las que debía haber… Harry abrió los ojos y vio sus gafas tiradas junto al talón de la estatua sin cabeza que lo había protegido, que en ese momento estaba tumbada boca arriba, resquebrajada e inmóvil. Se puso las gafas y levantó un poco la cabeza, y entonces descubrió la torcida nariz de Dumbledore a pocos centímetros de la suya.

—¿Estás bien, Harry?

—Sí —contestó él, aunque temblaba tanto que no podía mantener erguida la cabeza—. Sí, estoy… ¿Dónde está Voldemort? ¿Dónde…? ¿Quiénes son ésos, qué…?

El Atrio estaba lleno de gente; en el suelo se reflejaban las llamas de color verde esmeralda que habían prendido en todas las chimeneas de una de las paredes; y un torrente de brujas y de magos salía por ellas. Cuando Dumbledore lo ayudó a ponerse en pie, Harry vio las pequeñas estatuas de oro del elfo doméstico y del duende, que guiaban a un atónito Cornelius Fudge.

—¡Estaba aquí! —gritó un individuo ataviado con una túnica roja y peinado con coleta que señalaba un montón de trozos dorados que había en el otro extremo del vestíbulo, donde unos momentos antes había estado atrapada Bellatrix—. ¡Lo he visto con mis propios ojos, señor Fudge, le juro que era Quien-usted-sabe, ha agarrado a una mujer y se ha desaparecido!

—¡Lo sé, Williamson, lo sé, yo también lo he visto! —farfulló Fudge, que llevaba un pijama bajo la capa de raya diplomática y jadeaba como si acabara de correr una maratón—. ¡Por las barbas de Merlín! ¡Aquí! ¡Aquí, en el mismísimo Ministerio de Magia! ¡Por todos los diablos, parece mentira! ¡Caramba! ¿Cómo es posible?

—Si baja al Departamento de Misterios, Cornelius —sugirió Dumbledore, que parecía satisfecho con el estado en que Harry se encontraba y dio unos pasos hacia delante; al hacerlo, varios de los recién llegados se percataron de su presencia (unos cuantos levantaron las varitas; otros se quedaron pasmados; las estatuas del elfo y del duende aplaudieron, y Fudge se llevó tal susto que sus zapatillas se levantaron un palmo del suelo)—, encontrará a unos cuantos
mortífagos
fugados retenidos en la Cámara de la Muerte, inmovilizados mediante un embrujo antidesaparición, que esperan a que decida qué hacer con ellos.

—¡Dumbledore! —exclamó Fudge con perplejidad—. Usted… aquí… Yo…

Entonces miró salvajemente a los
aurores
que lo acompañaban y quedó clarísimo que estaba a punto de gritar: «¡Deténganlo!»

—¡Cornelius, estoy dispuesto a luchar contra sus hombres y volver a ganar! —anunció Dumbledore con voz atronadora—. Pero hace sólo unos minutos con sus propios ojos ha visto pruebas de que llevo un año diciéndole la verdad. ¡Lord Voldemort ha regresado, y en cambio hace doce meses que está usted persiguiendo al hombre equivocado; ya es hora de que empiece a usar la cabeza!

—Yo… no… Bueno… —balbuceó Fudge, y miró alrededor como si esperara que alguien le dijera lo que tenía que hacer. Como nadie decía nada, añadió—: ¡Muy bien! ¡Dawlish! ¡Williamson! Bajen al Departamento de Misterios a ver… Dumbledore, usted… usted tendrá que contarme exactamente… La Fuente de los Hermanos Mágicos, ¿qué ha pasado? —añadió con una especie de gemido contemplando el suelo del Atrio, por donde estaban esparcidos los restos de las estatuas de la bruja, el mago y el centauro.

—Ya hablaremos de eso cuando haya enviado a Harry a Hogwarts —dijo Dumbledore.

—¿A Harry? ¿Harry Potter?

Fudge se dio bruscamente la vuelta y se quedó contemplando a Harry, que todavía estaba pegado contra la pared, junto a la estatua caída que lo había protegido durante el duelo entre Dumbledore y Voldemort.

—¿Qué hace él aquí? —preguntó el ministro—. ¿Qué… qué significa esto?

—Se lo explicaré todo cuando Harry haya regresado al colegio —repitió Dumbledore.

Y entonces se apartó de la fuente y se encaminó hacia el lugar donde había caído la cabeza dorada del mago. La señaló con la varita y musitó:
«Portus».
La cabeza emitió un resplandor dorado y tembló ruidosamente contra el suelo de madera durante unos segundos, y luego volvió a quedarse quieta.

—¡Un momento, Dumbledore! —gritó Fudge mientras aquél recogía la cabeza del suelo e iba hacia Harry—. ¡No tiene autorización para utilizar ese traslador! ¡No puede hacer esas cosas delante del ministro de Magia como si…, como si…! —exclamó, pero se le entrecortó la voz cuando Dumbledore lo miró autoritariamente por encima de sus gafas de media luna.

—Quiero que dé la orden de echar a Dolores Umbridge de Hogwarts —sentenció Dumbledore—. Quiero que diga a sus
aurores
que dejen de buscar a mi profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas para que pueda volver a su trabajo. Voy a darle… —Dumbledore sacó un reloj con doce manecillas del bolsillo y lo consultó— media hora de mi tiempo esta noche; creo que con eso bastará para repasar los puntos más importantes de lo que ha ocurrido aquí. Después tendré que regresar a mi colegio. Si necesita usted más ayuda de mí, no dude en consultarme en Hogwarts, por favor. Me llegarán todas las cartas dirigidas al director.

Fudge miraba a Dumbledore con unos ojos más desorbitados que nunca; tenía la boca abierta y su redondeado rostro estaba cada vez más sonrosado bajo el desordenado cabello gris.

—Yo…, usted…

Dumbledore le dio la espalda.

—Coge este traslador, Harry. —Le tendió la dorada cabeza de la estatua y Harry le puso una mano encima, sin importarle lo que pudiera hacer a continuación ni adónde iría—. Me reuniré contigo dentro de media hora —le aseguró Dumbledore quedamente—. Uno, dos, tres…

Harry volvió a notar aquella sensación de que tiraban de un gancho por detrás de su ombligo y el lustroso suelo de madera desapareció bajo sus pies. El Atrio, Fudge y Dumbledore se habían esfumado, y él volaba en un torbellino de sonido y color.

37
La profecía perdida

Al tocar el suelo con los pies, a Harry se le doblaron ligeramente las rodillas y la cabeza del mago dorado cayó con un golpe metálico. Entonces echó un vistazo a su alrededor y se percató de que había llegado al despacho de Dumbledore.

Durante la ausencia del director, todo se había reparado. Los delicados instrumentos de plata estaban de nuevo sobre las mesas de patas finas y echaban humo y zumbaban discretamente. Los directores y las directoras dormían en sus retratos y apoyaban la cabeza en los respaldos de los sillones o el borde de los cuadros. Harry se acercó a la ventana: una línea de color verde pálido que recorría el horizonte indicaba que no tardaría en amanecer.

El silencio y la quietud, interrumpidos tan sólo por algún que otro gruñido o resoplido de un retrato durmiente, le resultaban insoportables. Tanto era así que si lo que lo rodeaba hubiera podido reflejar sus sentimientos, los cuadros habrían estado gritando de dolor. Se paseó por el tranquilo y bonito despacho, respirando entrecortadamente e intentando no pensar, pero tenía que pensar, no había escapatoria…

Él tenía la culpa de que Sirius hubiera muerto; todo era culpa suya. Si no hubiera sido tan estúpido para caer en la trampa de Voldemort, si no hubiera estado tan convencido de que lo que había visto en su sueño era real, o si se hubiera planteado la posibilidad, como había dicho Hermione, de que Voldemort confiara en la afición de Harry a hacerse el héroe…

Era insufrible, no quería pensar en ello, no podía aguantarlo. Dentro de él había un terrible vacío que no deseaba sentir ni examinar, un oscuro agujero donde antes estaba Sirius, un agujero del que Sirius se había desvanecido; no deseaba estar solo con aquel enorme y silencioso vacío, no lo soportaba…

Detrás de él, un cuadro soltó un sonoro ronquido y una voz impasible dijo:

—¡Ah, Harry Potter!

Phineas Nigellus dio un enorme bostezo y estiró los brazos mientras contemplaba a Harry con sus pequeños pero vivaces ojos.

—¿Qué te trae a estas horas de la mañana? —le preguntó Phineas—. Se supone que en este despacho sólo puede entrar el legítimo director. ¿Acaso te ha enviado Dumbledore? Ah, no me digas que… —Volvió a bostezar, y un leve escalofrío le recorrió el cuerpo—. ¿He de llevarle otro mensaje al inútil de mi tataranieto?

Harry no podía hablar. Phineas Nigellus no sabía que Sirius estaba muerto, y él era incapaz de decírselo. Contarlo en voz alta supondría convertir la muerte de su padrino en algo definitivo, absoluto, irreparable.

Unos cuantos retratos más empezaron a moverse. El terror que le producía la idea de que lo interrogaran impulsó a Harry a cruzar la habitación a grandes zancadas y a llevar una mano al picaporte de la puerta.

Pero ésta no se abrió. Harry estaba encerrado.

—Supongo que esto significa que Dumbledore volverá a estar pronto entre nosotros —aventuró el mago corpulento de nariz roja que colgaba en la pared, detrás de la mesa del director. Harry se dio la vuelta y vio que el mago lo observaba con mucho interés. El chico asintió y tiró otra vez del picaporte sin volverse, pero la puerta seguía cerrada—. Cuánto me alegro —comentó el mago—. Nos hemos aburrido mucho sin él. —Se acomodó en el sitial en que lo habían retratado y sonrió benignamente a Harry—. Dumbledore tiene muy buena opinión de ti, como ya debes de saber —continuó—. Sí, ya lo creo. Te tiene en gran estima.

El sentimiento de culpa que llenaba el agujero que Harry tenía en el pecho, una especie de monstruoso y pesado parásito, empezó a retorcerse y contorsionarse. Harry ya no podía más, no soportaba ser quien era. Nunca se había sentido tan atrapado por su propia mente y por su propio cuerpo, y nunca había deseado con tanta intensidad ser otra persona o tener cualquier otra identidad.

Entonces unas llamas de color verde esmeralda prendieron en la chimenea vacía y Harry se apartó de un brinco de la puerta y contempló al hombre que giraba en el fuego. Cuando la alta figura de Dumbledore salió de entre las llamas, los magos y las brujas de las paredes despertaron con brusquedad, y muchos de ellos dieron gritos de bienvenida.

—Gracias —dijo Dumbledore con voz queda. Al principio no miró a Harry, sino que se dirigió hacia la percha que había junto a la puerta, sacó de un bolsillo interior de su túnica a
Fawkes
, que ahora era un pájaro pequeño, feo y sin plumas, y lo colocó con cuidado en la bandeja de suaves cenizas que había bajo el palo dorado donde solía posarse el ave cuando estaba totalmente desarrollada.

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