Harry Potter y las Reliquias de la Muerte (60 page)

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Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

—Bueno, no nos preocupemos por eso ahora…

—El Señor Tenebroso ya no busca la Varita de Saúco sólo para destruirte, Potter —intervino Ollivander—. Está decidido a poseerla porque cree que lo convertirá en verdaderamente invulnerable.

—¿Y usted cree que si la poseyera sería invulnerable?

—Mira, el propietario de la Varita de Saúco sabe que se expone a ser atacado —dijo Ollivander—, pero he de admitir que la idea del Señor Tenebroso en posesión de la Vara Letal es… formidable.

De pronto Harry recordó que el día que había conocido a Ollivander no supo qué pensar de él. Incluso ahora, después de que Voldemort lo hubiera secuestrado y torturado, la idea de un mago tenebroso en posesión de esa varita parecía cautivarlo tanto como lo horrorizaba.

—Entonces, ¿cree usted… que esa varita existe en realidad, señor Ollivander? —preguntó Hermione.

—Sí, desde luego. Y es perfectamente posible seguirle la pista a través de la historia. Hay lagunas, por descontado, largos períodos en que se la pierde de vista, ya sea porque se extravió o porque estuvo escondida; pero siempre reaparece. Además, posee ciertas características que los versados en el arte de las varitas sabemos reconocer. Existen referencias escritas, algunas crípticas, que otros fabricantes de varitas y yo nos hemos encargado de estudiar, y te aseguro que tienen el sello de la autenticidad.

—De modo que usted… ¿usted no opina que se trata de un cuento de hadas, o un mito? —insistió Hermione, aún con esperanza.

—No, nada de eso —respondió Ollivander—. Lo que ignoro es si para pasar de un propietario a otro tiene que producirse a la fuerza un asesinato. Su historia es sangrienta, pero eso podría deberse a que es un objeto muy atractivo y, por consiguiente, despierta grandes pasiones en los magos. Es inmensamente poderosa, peligrosa en según qué manos y un objeto que ejerce una increíble fascinación sobre todos los que nos dedicamos al estudio del poder de esos instrumentos.

—Señor Ollivander —intervino Harry—, usted le dijo a Quien-usted-sabe que Gregorovitch tenía la Varita de Saúco, ¿verdad?

Ollivander palideció hasta adquirir aspecto de fantasma y balbuceó:

—Pero ¿cómo…? ¿Cómo sabes tú…?

—Eso no importa. —Le dolía tanto la cicatriz que cerró los ojos y, durante escasos segundos, vio la calle principal de Hogsmeade, todavía oscura, porque estaba mucho más al norte—. ¿Le dijo a Quien-usted-sabe que Gregorovitch tenía la varita?

—Eso era un rumor —susurró Ollivander—, un rumor que circulaba muchos años antes de que tú nacieras. Creo que lo difundió el propio Gregorovitch. Imagínate lo conveniente que sería para el negocio de un fabricante de varitas que se sospechara que estaba estudiando y duplicando las cualidades de la Varita de Saúco.

—Sí, ya lo imagino —dijo Harry, y se levantó—. Una última pregunta, señor Ollivander, y lo dejaremos descansar. ¿Qué sabe usted de las Reliquias de la Muerte?

—Las… ¿qué? —preguntó el fabricante de varitas, perplejo.

—Las Reliquias de la Muerte.

—Me temo que no sé de qué me hablas. ¿Tienen algo que ver con las varitas?

Harry le escrutó el demacrado rostro y decidió que no fingía. No sabía nada de las reliquias.

—Gracias —dijo—. Muchas gracias. Ahora lo dejamos descansar.

Ollivander parecía afligido.

—¡Me estaba torturando! —farfulló—. Me hizo la maldición
cruciatus
, no tienes idea de…

—Sí la tengo —replicó Harry—. Claro que la tengo. Ahora descanse, por favor. Gracias por contarme todo esto.

Harry bajó la escalera seguido de Ron y Hermione. Bill, Fleur, Luna y Dean estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina, cada uno con su taza de té. Al verlo en el umbral, todos alzaron la vista, pero él se limitó a saludarlos con una cabezada y precedió a sus dos amigos hasta el jardín. Una vez fuera, se dirigió hacia el túmulo de tierra rojiza que cubría el cadáver de Dobby. La cabeza no paraba de dolerle y tenía que hacer un esfuerzo tremendo para ahuyentar las visiones que intentaban penetrar en su mente, pero debía aguantar un poco más. Pronto se rendiría, porque necesitaba saber si su teoría era correcta. De modo que haría un breve esfuerzo más para explicárselo todo a Ron y Hermione.

—Hace mucho tiempo, Gregorovitch tenía la Varita de Saúco —les explicó—. Y yo vi cómo lo buscaba Quien-vosotros-sabéis. Cuando lo encontró, se enteró de que ya no la tenía porque Grindelwald se la había robado. No sé cómo el ladrón averiguó que estaba en poder de Gregorovitch, pero si éste fue lo bastante estúpido para difundir el rumor, no creo que le resultara difícil… —Voldemort estaba ante la verja de Hogwarts; Harry lo veía allí quieto, y también veía el farol oscilando en el crepúsculo, cada vez más cerca—. Así pues, Grindelwald utilizó la Varita de Saúco para hacerse poderoso. Y cuando se halló en la cima del poder, Dumbledore comprendió que él era el único capaz de detenerlo, de modo que se batió en duelo con Grindelwald, lo venció y le quitó la Varita de Saúco.

—¿Que Dumbledore tenía la Varita de Saúco? —se extrañó Ron—. Pero entonces… ¿dónde está ahora?

—En Hogwarts —contestó Harry luchando para permanecer con ellos en el jardín, al borde del acantilado.

—¡Pues vamos para allá! —saltó Ron—. ¡Vamos a buscarla antes de que lo haga él, Harry!

—Es demasiado tarde. —Harry no aguantaba más, pero se agarró la cabeza con ambas manos para intentar soportarlo—. El sabe dónde está. Ya se encuentra allí.

—¡Harry! —se enfadó Ron—. ¿Desde cuándo lo sabes? ¿Por qué hemos perdido tanto tiempo? ¿Por qué hablaste primero con Griphook? Podríamos haber ido… Todavía podríamos ir…

—No —dijo Harry, y se arrodilló en la hierba—. Hermione tiene razón: Dumbledore no quería que yo tuviera esa varita, no quería que la consiguiera. Quería que encontrara los
Horrocruxes
.

—¡Pero si es la varita invencible, Harry! —protestó Ron.

—No, yo no tengo que… Yo debo conseguir los
Horrocruxes

De pronto todo se volvió frío y oscuro; el sol apenas se veía en el horizonte mientras él se deslizaba al lado de Snape por los jardines, en dirección al lago.

—Me reuniré contigo en el castillo dentro de poco —dijo con su aguda e inexpresiva voz—. Ahora vete.

Snape asintió y echó a andar de nuevo por el sendero, la capa negra ondeándole detrás. Harry caminó despacio esperando a que la figura de Snape se perdiera de vista. No convenía que el profesor, ni nadie, viera adónde iba. Por fortuna no había luces en las ventanas del castillo, aunque bien pensado él podía ocultarse… Al cabo de un segundo se había hecho un encantamiento desilusionador que lo volvió invisible incluso a sus propios ojos.

Continuó caminando alrededor del borde del lago, contemplando el contorno de su amado castillo, su primer reino, el territorio sobre el cual tenía un derecho indiscutible…

Y junto al lago, reflejada en las oscuras aguas, se hallaba la tumba de mármol blanco, una innecesaria mancha en el familiar paisaje. Sintió otra vez aquel arrebato de euforia controlada, aquel embriagador afán de destrucción, y levantó la vieja varita de tejo… ¡Qué adecuado que ésa fuera su última gran actuación!

La tumba se rajó de arriba abajo; la figura amortajada era tan alta y delgada como lo había sido en vida. Voldemort levantó de nuevo la varita.

Entonces se desprendió la mortaja. La cara estaba traslúcida, pálida, demacrada, y sin embargo casi perfectamente conservada. Le habían dejado puestas las gafas en la torcida nariz, y eso le inspiró irrisión y desdén. Dumbledore tenía las manos entrelazadas sobre el pecho, y… allí estaba la varita, entre sus manos, enterrada con él.

¿Qué se había creído aquel viejo idiota? ¿Que el mármol o la muerte protegerían la varita? ¿Tal vez que al Señor Tenebroso le daría miedo violar su tumba? La mano con aspecto de araña descendió en picado y arrancó la varita de la presa de Dumbledore, y al hacerlo una lluvia de chispas salió de su punta, centelleando sobre el cadáver de su último propietario, lista para servir, por fin, a un nuevo amo.

25
El Refugio

La casita de Bill y Fleur, de paredes encaladas y cubiertas de conchas incrustadas, se alzaba aislada en lo alto de un acantilado que daba al mar; era un lugar precioso pero solitario. En cualquier sitio de la pequeña casa o del jardín que estuviera, Harry oía el constante flujo y reflujo de la marea, semejante al respirar de una criatura enorme y apaciblemente dormida. Durante los días siguientes, en vez de quedarse en la abarrotada vivienda, siempre se inventaba alguna excusa para alejarse y se iba en busca de la magnífica vista del cielo despejado, del ancho mar desierto que se divisaba desde el acantilado, y de la caricia del viento frío y salado en la cara.

La trascendencia de su determinación de no competir con Voldemort para quedarse con la varita todavía lo asustaba. No recordaba ninguna ocasión en que hubiera decidido no actuar, de modo que lo asaltaban innumerables dudas, unas dudas que Ron no dejaba de expresar siempre que estaban juntos.

—¿Y si Dumbledore quería que averiguáramos el significado del símbolo a tiempo para hacernos con la varita? ¿Y si descifrar ese símbolo te convertía en merecedor de conseguir las reliquias? Si de verdad es la Varita de Saúco, Harry, ¿cómo demonios vamos a acabar con Quien-tú-sabes?

Harry no tenía respuestas, y, además, había momentos en que se preguntaba si había sido una absoluta locura no haber intentado impedir que Voldemort profanara la tumba. Ni siquiera era capaz de explicar de forma satisfactoria por qué había decidido no hacerlo, y cada vez que trataba de reconstruir los argumentos internos que lo habían llevado a esa conclusión, éstos le parecían menos convincentes.

Lo raro era que el apoyo de Hermione le hacía sentirse tan confuso como cuando Ron le planteaba sus dudas. Por su parte, Hermione, a quien ya no le quedaba más remedio que aceptar que la Varita de Saúco existía, afirmaba que ésta era un objeto maldito, y que el método utilizado por Voldemort para obtenerla había sido tan repugnante que ellos no podían ni planteárselo.

—Tú jamás habrías podido hacer eso, Harry —decía una y otra vez—. Tú jamás habrías profanado la tumba de Dumbledore.

Pero pensar en el cadáver de Dumbledore asustaba a Harry mucho menos que la posibilidad de que hubiera entendido mal las intenciones del anciano profesor en vida. Era como si aún se moviera a tientas en la oscuridad; había elegido un camino, sí, pero seguía mirando atrás, preguntándose si habría malinterpretado las señales y si no debería haber hecho lo contrario. De vez en cuando volvía a enfurecerse con Dumbledore, y su rabia era tan potente como las olas que rompían contra el acantilado bajo la casita, una ira que el profesor no le había explicado antes de morir.

—Pero ¿seguro que está muerto? —preguntó Ron cuando ya llevaban tres días en El Refugio.

Harry estaba absorto mirando por encima del muro que separaba el jardín del acantilado cuando se presentaron Ron y Hermione; él habría preferido que no lo hubieran encontrado, porque no quería participar en su discusión.

—Sí, Ron, claro que está muerto —dijo la chica—. ¡No volvamos a empezar, por favor!

—Bien, pero observa los hechos, Hermione —dijo Ron, aunque era como si hablara con Harry, que seguía contemplando el horizonte—: la cierva plateada, la espada, el ojo que Harry vio en el espejo…

—Harry ya ha admitido que lo del ojo pudo imaginárselo. ¿No es así, Harry?

—Sí, así es —confirmó el chico sin mirarla.

—Pero no crees que te lo imaginaras, ¿verdad? —preguntó Ron.

—No, no lo creo.

—¡Pues ya está! —se apresuró a decir Ron antes de que Hermione replicara—. Si no era Dumbledore, explícame cómo supo Dobby que estábamos en el sótano, Hermione.

—No puedo explicarlo, pero ¿puedes explicar tú cómo nos lo envió Dumbledore si yace en una tumba en los jardines de Hogwarts?

—¡No lo sé! ¡Quizá lo hizo su fantasma!

—Dumbledore no habría vuelto en forma de fantasma —sentenció Harry. Había muy pocas cosas acerca del anciano profesor de las que estaba seguro, pero de eso no tenía ninguna duda—. Habría seguido más allá.

—¿Qué quieres decir con que habría seguido más allá? —preguntó Ron, pero, antes de que Harry contestara, una voz dijo a sus espaldas:


¿Hagy?

Fleur, a quien la brisa hacía ondear la larga y plateada cabellera, había salido de la casa y se acercó a ellos.


Hagy
, Guiphook
quiegue hablag
contigo. Está en el
dogmitoguio
pequeño. Dice que no
quiegue
que os oiga nadie.

A Fleur no le hacía ninguna gracia que el duende la enviara a transmitir mensajes, y parecía enojada cuando volvió dentro.

Griphook los estaba esperando, como había dicho Fleur, en el más pequeño de los tres dormitorios, donde dormían Hermione y Luna. Había corrido las cortinas de algodón rojo y el sol que se filtraba por ellas daba a la habitación un intenso resplandor rojizo que desentonaba con la sosegada y delicada atmósfera del resto de la casa.

—He tomado una decisión, Harry Potter —anunció el duende, sentado con las piernas cruzadas en una butaca baja mientras tamborileaba en los brazos con sus largos y flacos dedos—. Aunque los duendes de Gringotts lo considerarán una traición abyecta, he decidido ayudaros…

—¡Estupendo! —saltó Harry, aliviado—. Gracias, Griphook, estamos muy…

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