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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

Havana Room (39 page)

Debido a que el consumo de oxígeno suele disminuir por la noche, sobre todo durante el sueño paradójico, probablemente era sobre todo entonces cuando utilizaba las bombonas de oxígeno. La cámara hiperbólica, según averigüé, se utiliza para saturar los tejidos del cuerpo con tanto oxígeno como sea posible. Su efectividad ocurre en los márgenes exteriores del consumo de oxígeno cuantificable, pero ayuda a prevenir ciertas clases de infección y rigidez en los tejidos. Jay estaba haciendo todo lo que podía. Pero, hagas lo que hagas, decían los libros, el FEV sigue bajando, y una vez que cae por debajo de once, la muerte es inminente. No me extrañaba que Jay procurara no obsesionarse con ello.

* * *

Al salir de la biblioteca recordé las cartas que me había guardado en el bolsillo y les eché un vistazo. Marceno había averiguado lo que ahora era mi vieja dirección, tal vez a través del Colegio de Abogados de Nueva York, y me enviaba un formulario de preguntas escritas, que es un cuestionario que utilizan para preparar una deposición. Lo tiré a la papelera y hojeé el resto de las cartas. Nada de lo que podía recibir me hacía ilusión, de modo que no esperaba ver una postal de Casole d’Elsa, una ciudad montañosa de la Toscana con encantadoras torres de piedra de siglos de antigüedad. Era de mi hijo, con su letra descuidada:

Querido papá, mamá ya no quiere a Robert, Dice que es posible que vayamos en avión a Nueva York. Sé la diferencia entre
gelato
y helado. Con cariño,

Timothy

PD: A los italianos no les gusta el béisbol.

Nunca he escudriñado un documento tanto como esa postal. Ni cuando estudiaba derecho, ni cuando revisé los contratos definitivos de la venta de un bloque de oficinas de quinientos sesenta y dos millones de dólares del centro de la ciudad. El hecho de que Judith se hubiera llevado consigo mi dirección era un dato al menos interesante. ¿Qué decían Judith y Timothy sobre mí? ¿Acaso hablaban de mí, le preguntaba ella si me echaba de menos, le preguntaba él qué hacía yo? ¿Y cómo sabía él que ella ya no quería a Robert? ¿Por eso me había escrito la postal? Él mismo había escrito la dirección, lo que significaba una de dos: había descubierto mi dirección entre las cosas de Judith, su agenda, lo más probable, o el chisme electrónico de moda que utilizara, porque sospechaba o sabía que tenía prohibido ponerse en contacto conmigo, lo que implicaba que había comprado en secreto un sello y había echado a hurtadillas la postal al correo, una empresa complicada para un niño de su edad. La otra posibilidad era que le hubiera dado la dirección Judith, lo que significaba que ella sabía que el niño iba a enviar la postal y podía haberla leído. Lo que a su vez significaba que sancionaba su existencia, con lo cual era un mensaje para el marido que había dejado tirado no hacía tanto tiempo: Nuestro hijo quiere ponerse en contacto contigo y yo no tengo inconveniente. ¿Quién sabía?

Tuve una idea. Fui apresuradamente a la gran tienda de deportes que había a unas manzanas de distancia, cerca de la Grand Central Station, donde los padres compran a sus hijos regalos de cumpleaños antes de volver a casa en tren del trabajo. La tienda estaba abierta hasta las ocho. Compré un guante de fildeador y una nueva gorra de los Yankees, y los metí en una caja junto con la pelota firmada por el gran Derek Jeter, cinco veces seleccionado en el All-Star y con cuatro anillos de campeón, en la que escribí: «Timothy Wyeth, c/d Judith Wyeth, turistas americanos en Il Villaggio d’Casole d’Elsa, La Toscana, Italia [Postino: per favore portare. Grazie]». No estaba mal para un tipo que no había estado en Italia desde la administración Clinton. Como remite pegué con celo una de mis nuevas tarjetas. Judith la examinaría minuciosamente, lo sabía, vería si la dirección era correcta, inspeccionaría la calidad del papel. Si llegaba la caja, claro. Pero me gustaba correr riesgos. Había estado en esas pequeñas ciudades montañosas de la Toscana. Solía haber una sola oficina de correos, con un funcionario público que vendía sumisamente sellos y pesaba paquetes. Nadie tiene prisa pero todo se hace. El invierno es una época de poco movimiento en la Toscana, hay muy pocos turistas extranjeros. Una mujer norteamericana como Judith llamaría la atención.

Llevé la caja a un servicio de entregas internacional rápido.

—¿Turistas americanos en una pequeña ciudad italiana? —preguntó el encargado.

—Sí, el marido es un ejecutivo de una compañía estadounidense.

—Entonces es posible que reciba con regularidad cartas de su compañía de Estados Unidos.

—Es muy posible, sí.

—Nuestro hombre de allí podría conocerlos. —Se encogió de hombros—. Nunca se sabe.

Suficiente. Tienes que disparar para dar en el blanco, hay que cazar para matar.

* * *

A la vuelta de la esquina de la Biblioteca Pública hay un agradable hotel, el Bryant Park, y tenían una habitación libre, dijo el recepcionista. El lugar perfecto para esconderme un par de noches. Me preguntó por el equipaje y dije que no tenía.

—He tenido una reunión hasta tarde en la oficina —mentí—. Y tengo una mañana muy temprano.

Recibió la afirmación encogiéndose de hombros.

Unos minutos después estaba junto a la ventana, viendo pasar los coches. Después de la comida con Dan Tuthill, la opción de acudir a la policía para denunciar la destrucción de mi apartamento me parecía aún menos recomendable. Si Dan llegaba a saber algo, retiraría inmediatamente su oferta de trabajo. El abogado que infringe la ley termina sin poder ejercer como tal. No, era preciso que me las ingeniara para escabullirme del problema. Habían dado con Poppy. Martha Hallock iba a venir a la ciudad al día siguiente. La iría a buscar y la llevaría al restaurante, trataría de volver a hablar con Allison, de paso. En cuanto a Jay, saqué el móvil y lo llamé. Nada. Me saltó el contestador, que pitó sin ningún mensaje. Le dejé mi número de teléfono. Podía estar en cualquier parte. Caí en la cuenta de que podía estar con Allison. O tal vez se había metido en la cámara de oxígeno y no podía oír la llamada. Sin embargo, aparte de su tratamiento diario, no parecía tener un horario o una rutina que yo pudiera anticipar, sólo dar vueltas alrededor de Sally Cowles. Recordé el fragmentó de la carta que había escrito al padre de la chica sobre el cartílago de su oreja. ¿Tenía un problema de oído? ¿Y Sally? No si tocaba el piano, no si…

De pronto supe dónde encontraría a Jay.

Capítulo 8

En las siguientes doce horas llamé a Jay cincuenta veces, y si eso suena a acoso u hostigamiento es porque lo fue. Debía empezar un nuevo trabajo en menos de dos días y, de pie junto a la ventana de la habitación del hotel, escuchando cómo el teléfono sonaba sin parar, fui muy consciente de que si lograba durar unos cuantos años en el nuevo bufete de Dan Tuthill —y no tenía motivos para pensar que no podía hacerlo—, volvería a meterme en el mundillo. Con los giros que había tomado la economía, las compañías se habían encogido y crecido, dividido y refundido; a nadie le importaría qué me había ocurrido hacía un par de años. Después de todo, la gente olvida. (Olvida que George W. Bush fue un petrolero de pozos secos que tenía problemas con la bebida, o que Hillary Clinton llevaba un peinado afro y tenía los dientes salidos). Unos pocos años, eso era todo lo que necesitaba. Me veía capaz de engullir montañas de papel, de trabajar muchísimas horas. Y tal vez el bufete funcionaría bien en general. Dan contaba con la financiación privada de su suegro, si era necesario. Y si no se apartaba del camino recto, se entregaría en cuerpo y alma a la empresa. De modo que había llegado mi barco y necesitaba asegurarme de que subía a bordo; no quería verme atrapado en las aguas revueltas de la extraña vida de Jay Rainey.

Llamé también a Allison, sin dejar de preguntarme cómo estaban las cosas entre nosotros, y la encontré en el restaurante.

—Caramba, fíjate quién es —dijo—. El hombre que vuelve a llamar.

—Por supuesto que vuelvo a llamar.

—No siempre lo hacen, ya sabes.

—Sobre lo que pasó…

—Quiero que sepas que, en contra de lo que esperas y de todas las pautas de conducta previas, te debo una disculpa.

—¿Ah sí?

—Creo que estuve un poco tensa la otra mañana.

—Bueno…

—Me dolía la cabeza.

No le pregunté por qué.

—Ahora estás de buen humor.

—Sí.

—Esperaba mal genio y acusaciones.

—Y hasta ayer lo habrías tenido.

—¿Qué ha pasado?

—He recibido una sorpresa.

—¿De quién?

¿Había aparecido Jay Rainey?

—No ha sido una persona, sino algo.

—¿Un pescado?

—Un pescado. Me pone de buen humor.

—¿Eres adicta a eso, Allison?

—Sólo psicológicamente. Bueno, ¿vas a venir a verme?

—Sí, pero voy a ir acompañado.

—¿Cómo dices? —llegó la estridente respuesta.

—Una mujer mayor que tú.

—¿Cuántos años mayor?

—Unos cincuenta años.

—¿Quién es?

—La mujer que vendió la granja de Jay.

—¿Sigue habiendo complicaciones? ¿Todavía hay problemas?

—Sí. ¿Quieres saber cuál es?

—No. Quiero soñar con mi pescado.

* * *

Fui a recoger a Martha Hallock a la esquina de la Cuarenta y tres con la Tercera avenida, que es donde el autobús de lujo a Manhattan deja a la gente del North Fork de Long Island, y a la escasa luz de un día invernal ella bajó ayudándose de su bastón, con un aspecto más cansado del que yo recordaba. Había supuesto un gran esfuerzo para ella; dudé que pudiera andar sin el bastón. Pero, si había pasado por todas esas molestias, es que había algo en juego. La ayudé a subir al coche que había alquilado a través del hotel, y nos dirigimos al centro.

—Las cosas han cambiado. —Ella miraba por la ventana—. Venía mucho a la ciudad cuando era más joven.

—¿Vio muchos zapatos?

—Sí. —Ella sonrió, complacida de que me acordara de su terminología. Las arrugas alrededor de sus ojos se amontonaron unas sobre otras—. Muchos zapatos, señor Wyeth. Grandes y pequeños. Bonitos y toscos. La ciudad es buena para eso. Podía venir y tener una aventura y luego desaparecer en el campo, y nadie se enteraría. Una vez conocí a un hombre en la cola del cine. No sabía qué película ver y le propuse que viera la misma que yo.

—¿Cuál era la película?

—Por Dios, no tengo ni idea. Dudo que viera ni siquiera cinco minutos. —La señorita Hallock dejó el bolso en su regazo—. Yo era así. Algunas chicas lo son y la mayoría de la gente las censura por eso.

Unos minutos después el coche se detuvo frente al restaurante, y la ayudé a apearse y a bajar las escaleras que conducían al sótano de caoba y óleos. La puerta del Havana Room, me fijé, estaba cerrada.

—¡Qué maravilla! —exclamó Martha Hallock—. Todavía existe.

—¿Perdón?

—¡Comí aquí hace un montón de años! —dijo dirigiendo la mirada al fondo de la sala y dejando que avanzara sobre los manteles blancos y la cubertería de plata, las jarras de agua cubiertas de gotas de condensación—. Decían que Frank Sinatra había sido dueño de este local. No parece que haya cambiado.

—Bueno, probablemente hemos cambiado la moqueta —dijo Allison acercándose con paso suave hacia nosotros, con su tablilla con sujetapapeles—. Hola, soy la encargada.

Martha Hallock escudriñó a Allison.

—¿De qué se encarga?

—De las expectativas de la gente.

—Hace más que eso.

Martha asintió escéptica. Allison nos acompañó a la mesa 17.

—¿Necesita algo? —preguntó—. ¿Un cojín o algo así?

—Una copa. Me contento con eso.

—¿Bill? —dijo Allison—. ¿Qué puedo ofrecerte hoy?

—Nada. Esperaré a la camarera.

—Oh, pero debe de haber algo que quieras.

Martha Hallock levantó la vista hacia Allison.

—En estos momentos está ocupado, cielo. Lo siento, pero es todo mío.

—Entonces tendré que esperar —dijo Allison—. Ha sido un placer conocerla. —Me miró a los ojos—. Espero que encuentre a su gusto la comida, señor.

Martha observó a Allison alejarse.

—Diría que la conoce.

—Bueno, vengo mucho por aquí.

—Repito: diría que la conoce. —Apareció el camarero—. Tomaré un vodka con lima, y luego su solomillo de Nueva York, muy hecho.

—Sí, señora.

—Quiero decir quemado, tan hecho que el chef proteste.

—Antes de que empecemos —dije—, quiero asegurarme de que entiende la situación, mi situación.

Martha me evaluó. ¿Con cuántos problemas enrevesados se las había visto en la vida? La gente de la ciudad, sobre todo los neoyorquinos, suele subestimar la sutileza de la gente del campo. Asintió siguiéndome la corriente.

—El señor Marceno cree que en su terreno hay enterrado algo nocivo —empezó ella con voz segura y analítica—, basándose en el hecho de que la policía local encontró al anterior dueño de la propiedad, Jay Rainey, y a su abogado, usted, en ese terreno horas después de que se cerrara el trato. También está receloso porque parece que se hizo mucho trabajo de excavadora la misma tarde del cierre.

—Hay también… —Me interrumpí. Era mejor escuchar primero.

—El señor Marceno, al parecer, no está al corriente, por lo menos aún no, de que Herschel Jones fue encontrado muerto de un infarto en su bulldozer esa misma noche en la propiedad contigua. El señor Jones había trabajado para Jay Rainey y su familia durante muchos años. Era un buen hombre al que todo el mundo le tenía aprecio. Llamó a la policía otro hombre…

—Poppy —dije.

—Sí…

—Que es su sobrino.

Le sorprendió que lo supiera.

—Me temo que es cierto —dijo al cabo de unos instantes de reflexión—. Poppy llamó a la policía para informar de la muerte de Herschel. Había tenido problemas cardíacos en el pasado, cuatro ataques en los últimos años, y el médico que firmó el certificado de defunción dio la casualidad de que lo había visitado unas semanas antes cuando entró en la sala de urgencias por una falsa alarma, y le había aconsejado que no hiciera trabajos pesados ni trabajara a la intemperie con el frío. Debería habérselo dicho a Jay. Y Jay no debería haberle hecho salir a trabajar con ese frío.

—No creo que lo hiciera.

Martha levantó una mano.

—Debido a que el cuerpo se había congelado, se aconsejó a la familia que lo incinerara, y eso fue lo que hicieron. ¿Tengo razón hasta ahora? ¿Es éste el tema que vamos a discutir?

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