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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

Havana Room (18 page)

De pronto emergió una figura de la oscuridad. Jay con su abrigo largo. Abrí la portezuela del lado del conductor.

—¿Has visto el coche? —preguntó.

—Sí, Jay, era la policía.

Se sentó detrás del volante, con la cara aterida de frío.

—¿Qué puede haber traído a la policía hasta aquí, Jay?

En lugar de responder, cerró los ojos y pareció tomar profundas bocanadas de aire.

—Espera… sólo es un momento.

—¿Te encuentras bien?

Asintió y sacó las llaves del bolsillo.

—¿Quieres que conduzca yo?

—No te preocupes.

—¿Necesitas más pastillas? —sugerí.

—Deja que… —Se bajó de la furgoneta, abrió la puerta trasera y se tumbó.

—¿Jay?

—Estoy bien —dijo—. Lo tengo todo controlado… Hazme un favor, no le cuentes nada de todo esto a Allison.

Alargué una mano y le cogí las llaves.

—Venga, larguémonos de aquí.

Conduje la furgoneta por donde habíamos venido, lejos del agua. La nieve ya había empezado a borrar las huellas del coche patrulla y se amontonaba por el lado oeste del camino en frágiles crestas y valles. Al pasar por delante de los grandes cobertizos vi algo que me había pasado inadvertido antes: una modesta casa de labranza bastante retirada de la carretera, casi un espejismo nevado, con las luces apagadas, el porche delantero cubierto de nieve. Alguien había vivido allí.

Al final del camino nos esperaba el coche patrulla, aparcado con astucia de modo que cualquier intento de fuga acabara en la zanja. Frene y apagué el motor dejando las luces encendidas.

—¿Qué pasa? —preguntó Jay.

—La policía.

Gruñó y se recostó de nuevo en su asiento.

Los agentes se apearon y se acercaron al coche, con las manos en las armas y sosteniendo las linternas como lanzas.

—¿Quién anda ahí? —preguntó uno.

Bajé la ventanilla.

—Hola —dije preocupado por la caja de dinero que había detrás del asiento.

—¿Ha salido a dar una vuelta? —Uno de los agentes enfocó el asiento trasero con la linterna—. ¿A quién tiene ahí detrás?

—Es un amigo mío —respondí.

—No está en un picadero —dijo el polizonte—. Está en una propiedad privada.

—No es eso.

Él sonrió con feliz sadismo.

—¿Y cómo es entonces? Siempre he querido saberlo.

—Eh, eh, ¿eres Dougie? —llamó Jay desde la oscuridad del asiento trasero.

—¿A quién tiene ahí dentro?

—Dougie —bramó Jay—, ¿ya te has casado con esa chica?

—¿Quién eres? ¿Jay? ¿Jay Rainey?

Jay se sentó y abrió la puerta, y prácticamente se cayó de bruces en la nieve.

—¿Quién va a ser si no?

El agente sacudió la cabeza mientras se reía.

—Jay, creíamos que te habías convertido en el pez gordo de la ciudad. —Estrechó la mano de Jay, luego me señaló a mí—. ¿Quién es ése?

—¿Este? —Jay respondió con despreocupación—. Es mi abogado, tíos.

—¿Tu abogado?

—Del centro. El dinero lo compra todo.

El agente me enfocó con la linterna, haciéndome parpadear.

—¿Usted también ha estado bebiendo?

Sacudí la cabeza. Entraba nieve en la cabina.

—¿Le importa que lo compruebe?

—No.

Se acercó y me olió brevemente.

—Ha estado bebiendo pero hace horas de eso, y ha cenado con alguien que fumaba puros o algo así.

—Así es —dije—. Estoy impresionado.

El otro agente se rió.

—Es capaz de oler un coño en una piscina.

—Tengo que subir de nuevo a la furgoneta —anunció Jay.

Dougie lo ayudó y cerró la puerta. Luego alargó una mano.

—¿Tiene algún documento de identidad?

Le enseñé mi carné de conducir.

—Quiero decir si tiene algo que me diga quién es usted.

Hurgué en mi cartera.

—Es mi vieja tarjeta de visita.

El policía me la cogió de los dedos.

—Eh, hasta yo he oído hablar de ese bufete. ¿Ya no trabaja allí?

—No.

—¿Le han inhabilitado?

—¿Cómo dice?

—Sólo bromeaba.

—No, no me han inhabilitado.

—Sólo quiero asegurarme de que está representando a Jay como es debido, señor William Wyeth. —Hizo una seña con la cabeza a su compañero—. De acuerdo, dado que el vehículo no es robado, y no está usted bebido, y el dueño de la propiedad está con usted, aunque parece bastante incapacitado, creo que no hay problema. —Aun así, se guardó mi tarjeta en el bolsillo—. Hemos visto luces desde la carretera y pensamos que había gente fisgoneando. —Me miró—. ¿Qué están haciendo aquí a estas horas?

—Me estaba enseñando el terreno —dije—. Jay ha tenido una gran noche y quería que lo viera.

—He oído decir que iba a venderlo. —Se inclinó y se dirigió a la parte trasera de la furgoneta—: Jay, vuelve antes de que la ciudad te engulla, ¿me oyes?

No hubo respuesta.

—Lleve a casa al chico, ¿de acuerdo? —me dijo con suavidad—. Jay y yo nos conocemos desde hace mucho. Jugábamos juntos al béisbol antes de… —Se interrumpió.

—¿Antes de qué? —lo apremié.

Pero él ya se había vuelto.

—Cuide bien de él, ¿quiere?

—Cuente con ello —dije impaciente por marcharme.

El coche patrulla retrocedió a través de la nieve y se marchó delante de nosotros, Puse la furgoneta en marcha y avancé unos metros.

—¿Jay?

No respondió.

—Jay —dije de todos modos—, necesitas buscarte otro abogado.

Esperé una respuesta. Bajé para volver a colgar la cadena y poner el candado. Luego salí a la carretera principal y observé el tráfico que venía en dirección contraria. Dentro de noventa minutos estaríamos en la ciudad.

—Quiero decir que esto no es lo que yo hago, lo que solía hacer, ni lo que quiero hacer.

Miré hacia atrás para ver su reacción.

No hubo ninguna. Se había dormido en el asiento como… bueno, como un niño.

* * *

Era tarde, pasadas las cuatro de la madrugada. Todo lo que había ocurrido esa noche me parecía increíble, como si se tratara de secuencias de un extraño y frío sueño. Desde el momento en que pisé el Havana Room, hacía cinco horas, nada había tenido sentido. Conducía hacia el oeste, en dirección a las luces de Manhattan, con la calefacción puesta, lamentando que el agente se hubiera quedado mi tarjeta. No había tenido por qué hacerlo. Miré hacia el asiento trasero. Jay estaba totalmente inconsciente, el aire entraba y salía ruidosamente de sus fosas nasales y de vez en cuando tosía abruptamente. A veces murmuraba algo en sueños. No me gustaba lo que había ocurrido, y menos aún sentirme cómplice. Sin duda Jay había tenido derecho a sacar el bulldozer del acantilado porque constituía un grave peligro para cualquiera que pasara por debajo. Hasta allí era justificable. Los derechos de los vivos están por encima de los derechos de los muertos. Y mi colaboración en esa discreta acción parecía más o menos defendible. Pero trasladar el cadáver del lugar donde se había producido la muerte entrañaba muchos problemas. Herschel, por supuesto, no se había enterado de que su cuerpo había sido trasladado hasta la granja congelada a cien metros de distancia, puesto que estaba muerto. Pero su misma ignorancia era parte de mi objeción. Los muertos sin duda tenían derecho a ser descubiertos debidamente por los vivos; es decir, a ser mantenidos intactos en las circunstancias de su muerte, para que sus familias se enfrentaran a ella y completaran la historia, compusieran un desenlace. El principio de no tocar el cadáver deriva de las necesidades básicas de la sociedad y la tribu. Además, yo no había dicho al agente lo que habíamos hecho. ¿Equivalía eso a mentir?

Sí. Y a la policía a menudo le interesan las mentiras, sobre todo si están relacionadas con cuerpos trasladados en mitad de la noche.

Todo esto me produjo la desagradable sensación de que caía otra vez; caía alejándome aún más de mi vieja vida, alejándome aún más de Timothy. Y lo eché de menos. Eché de menos el delicado movimiento de su cabeza contra mi pecho cuando lo sostenía de bebé en mis brazos, y hacía morritos y pucheros en sueños, eché de menos los eructos errantes y las ventosidades inocentes, la suavidad de su pelo rubio después del baño, el suave peso de su cuerpo respirando sobre mí pecho mientras dormitaba. Después de tantos años, mientras conducía por la noche, esos recuerdos me traspasaban una y otra vez el corazón. ¿Dónde estaba? Casi lo dije en alto en mi desesperación. ¿Dónde estaba mi hijo? El niño que se sentaba sobre mis hombros y me guiaba estirándome de una u otra oreja, el niño que se leía la página de deportes con sólo cinco años, el niño que dejaba rastros de pasta dentífrica por todo el cuarto de baño, las toallas tiradas por el suelo, huellas mojadas por todo el pasillo. El niño a quien daba un beso de buenas noches todos los días a las nueve en punto. Hijo mío, ¿dónde estás? En otro país, en brazos de otro hombre, en un lugar lejano esperando a que tu padre vaya a buscarte.

* * *

Seguí conduciendo a través de la nieve. A esa hora avanzábamos deprisa. Si entras por el este, la ciudad de Nueva York es una secuencia de restas y sumas. Primero te envuelve la nada, oscura y desprovista de pinos, que da paso a las viviendas de muestra de los barrios prósperos de las afueras y los nuevos edificios de oficinas, que a su vez se convierten en los tradicionales barrios residenciales. Los jardines disminuyen de tamaño a medida que te aproximas al distrito de Queens, y los edificios se vuelven achaparrados y compactos, apretujados entre sí, casas pareadas que se transforman en hileras de casas idénticas. Mientras tanto, el firme de la carretera empeora, las salidas se vuelven más frecuentes; los conductores, más imprudentes, y de pronto estás en Queens, mirando el muro vertical de Manhattan, un tapiz de piedra de trescientos metros que cuelga del cielo, y desde allí te sumerges como un bólido por debajo del East River por el túnel de luces halógenas, desafiando y desafiado por los demás vehículos que pasan a ciento veinte por hora, y sales a la isla propiamente dicha. La ciudad esa noche era un pueblo cubierto por un manto de nieve. Detrás de mí Jay dormía. En el primer semáforo lo miré; tenía la cara nacida, como si fuera el segundo muerto de la noche, pero luego tosió con violencia y levantó la cabeza.

—Te has quedado fuera de combate —dije.

—Sí.

—Estoy yendo a mi casa y luego podrás continuar tú.

—Muy bien.

—Mañana echaré un vistazo a la escritura, como prometí. —Dejé que un quitanieves pasara con estruendo—. Pero luego desaparezco, Jay. No me consideres tu abogado.

Torcí en la calle Treinta y seis. Empezaba a clarear. El sol tardaría menos de una hora en empezar a caer sobre la fachada este de los edificios.

—Ya hemos llegado.

Jay no pareció percatarse de la lugubrez del barrio.

—Tengo que subir y dormir —dije—. ¿Te ves con fuerzas de conducir? Puedo llamar a Allison.

—No, no —dijo mientras se recobraba—. Puedo conducir. —Abrió la puerta—. Hace frío fuera.

No me gustaba su aspecto, pero me bajé de todos modos, y dejé la portezuela del lado del conductor abierta.

—¿Estás bien? Recuerda que ahí dentro tienes una caja llena de dinero.

—Sí, sí.

Esperé que me diera las gracias o que reconociera la difícil situación en que me había metido esa noche, pero no dijo nada. Subí de un salto los escalones de mi edificio, entré y dejé que la puerta se cerrara sola tras de mí. Luego, tal vez preocupado, me detuve detrás del cristal y lo observé.

Durante un rato no ocurrió nada, y me planteé salir de nuevo e insistir en acompañarlo a casa. Casi no parecía capaz de mantenerse en pie. Pero al cabo de un minuto se bajó de la furgoneta y se dirigió con paso inseguro a la parte trasera. No vi lo que hacía, pero tenía las manos ocupadas. Me pareció ver, por un momento, un grueso tubo de plástico, pero desapareció. Permaneció inclinado un par de minutos, una postura vulnerable dada la hora y el lugar en el que se encontraba, y recordé al puertorriqueño que merodeaba por el barrio buscando pelea. Pero Jay se levantó y cerró la puerta trasera. Lo consiguió en el segundo intento. Se dirigió arrastrando los pies al lado del conductor, casi resbalando una vez, y abrió la portezuela. Luego se quedó allí de pie con los brazos apoyados en el techo, como un corredor sin aliento.

Me disponía a salir cuando él se deslizó en el asiento. La puerta se cerró y la furgoneta se puso en movimiento. Salí para ver si torcía a la izquierda en la Octava avenida, que sería lo lógico si se dirigía a casa de Allison. No lo hizo, sino que siguió hacia el este por la calle Treinta y seis. Tal vez iba a cruzar la ciudad antes de dirigirse al barrio de ella. Bajé a la calzada y vi los pilotos de la furgoneta de Jay a dos manzanas de distancia. En la Séptima avenida torció hacia el sur. Estaba claro que no se dirigía al apartamento de Allison. No. Jay Rainey, quienquiera que fuera o cualquiera que fuera su estado, se dirigía a otro lugar.

Capítulo 4

Adjunta, una historia abreviada del mercado inmobiliario de Manhattan: una cordillera de piedra, más vieja que Matusalén; doce mil años de glaciares pulverizados que, al retroceder a medida que empezaba a escribirse la historia, dejaron atrás una isla de lecho de roca sepultada bajo grava y arena, así como un ancho río que desembocaba en una bahía protegida; extensiones ininterrumpidas de robles, arces, olmos y castaños; infinitas ostras, almejas, peces, ciervos, castores, conejos y zorros; indios algonquinos y sus frondosos senderos; Henrik Hudson y la Compañía Holandesa de las Indias Orientales; Peter Stuyvesant y su
bowerie
; mejoras en la construcción de barcos de vela; el rey Carlos II y su hermano menor, el duque de York; la revuelta de esclavos negros de 1720, que aceleró la segregación de sus viviendas; el Tratado de París de 1763, por el que se cedía a Inglaterra toda América del Norte; la adopción del camino algonquino más largo como una «vía ancha» de norte a sur; un encantador plátano en Wall Street bajo el cual los hombres con sombreros de castor comerciaban con valores; Robert Fulton y su humeante barco de vapor, que mejoró el comercio río arriba; el gran incendio de 1835, que destruyó el barrio comercial; el canal del Erie, que conectaba Manhattan con el interior del continente y permitía que cantidades incalculables de madera, whisky de centeno, ganado y productos agrícolas flotaran corriente abajo hasta las entrañas de la nueva ciudad; la prolongación de Broadway hasta el final de la isla; la hambruna de 1846 por culpa de las malas cosechas de patatas, que inundó la ciudad de mano de obra irlandesa barata; la revolución fallida de 1848, que inundó la ciudad de mano de obra alemana barata; las barriadas del centro de la isla, tan infestadas de pestilencia, crimen y escandalosa inmoralidad que los fundadores de la ciudad decidieron despejar la zona para hacer un inmenso parque; la buena disposición para llenar las cuevas que había en los bancos del río Hudson de ostras, botellas, caballos muertos, balas de cañón, zapatos de cuero y cualquier otra cosa; la guerra civil, que enriqueció a los comerciantes; las mejoras en la obtención de hierro; Cornelius Vanderbilt y su ferrocarril de Pensilvania; la anteriormente mencionada purificación y el amplio suministro de aguas de la cuenca del norte de la ciudad, capaz de mantener a una gran población; la construcción de grandes muelles a ambos lados de la isla; el descubrimiento de petróleo al oeste de Pensilvania; el banquero J. P. Morgan y su enorme y colorada nariz, tan fea que asustaba a los que, de otro modo, se habrían opuesto a él; la invención en 1878 por Thomas Edison de la bombilla, que se volvió al instante irresistible y condujo al cableado de la ciudad; la conversión de las máquinas de vapor en trenes eléctricos; los prostíbulos del Lower East Side, que enardecían los apetitos sexuales de incontables jóvenes; «Boss». Tweed, quien, pese a robar ciento sesenta millones de dólares, aceleró la nacionalización de los extranjeros, entre ellos cientos de miles de italianos y judíos de la Europa del Este, muchos de los cuales vivían apelotonados en el Lower East Side y frecuentaban los prostíbulos; la invención del tren elevado electrificado que movilizó a las masas; el boom de la Bolsa; la documentación, por parte del fotógrafo Jacob Rus, de la pestilencia, el crimen y la escandalosa inmoralidad del Lower East Side; la llegada de las «especialidades medicinales», a menudo poco más que opio y por tanto tan agradables que los que las consumían olvidaban que iban a morir de disentería; el crack de la Bolsa de 1804; la caída en desuso de los barcos de vela de madera; el desarrollo de la arquitectura de hierro fundido; las mejoras en el refinamiento del petróleo crudo; la invención del motor de combustión interno; el nuevo e irresistible teléfono, que llevó al cableado de la ciudad; las mejoras en la fabricación de acero estructural; la primera guerra mundial, que inundó la ciudad de mano de obra negra barata procedente del sur y enriqueció a los comerciantes; la destrucción de Europa; la nueva e irresistible radio; la caída en desuso del caballo; el surgimiento del Harlem como centro de la cultura negra, gran parte de la cual procedía del sur; la Ley Seca y la aparición de bares clandestinos; la presencia o ausencia de un lecho de roca sobre el que podían erigirse ahora altos bloques de oficinas; el auge de la Bolsa; la mercantilización de cierta petulancia irónica y forrada de dólares que mantenía a diversos proveedores de esa conciencia, entre ellos docenas de bares, hoteles y clubes famosos; los teatros de variedades llenos de humo, que enardecían los apetitos sexuales de infinidad de jóvenes; los nuevos e irresistibles transatlánticos; el crack de la Bolsa de 1929; la Gran Depresión, durante la cual se terminaron de construir el Chrysler Building, el Empire State, el Waldorf-Astoria y el Rockefeller Center; el nuevo e irresistible cine; la segunda guerra mundial, que enriqueció a los comerciantes; la conversión de los viejos teatros de variedades de Times Square en cines; las revueltas de los negros de 1943 en Harlem; la destrucción de Europa; la construcción del edificio de Naciones Unidas, que introdujo en la ciudad el rascacielos de paredes de cerramiento de cristal; el aumento de inmigrantes portorriqueños, gran parte de los cuales se hacinaron en el Lower East Side al marcharse los judíos e italianos; las mejoras en el refinamiento de petróleo crudo para crear un nuevo producto llamado
jet fuel
; la nueva e irresistible televisión; la caída del precio de los vuelos nacionales; las revueltas de los negros de Harlem de los años sesenta; el auge de la Bolsa; la construcción de redes de autopistas interestatales que impulsó la industria camionera; la quiebra de las compañías ferroviarias y la demolición en 1966 de la vieja estación de Pensilvania (que se erguía neoclásicamente espléndida,
civitas
capturada en piedra), que provocó un aluvión de protestas; la llegada de la heroína, tan agradable que los adictos cometerían delitos graves a diario para costearse su adicción; la conversión de los cines de Times Square en cines porno, que enardecían los apetitos sexuales de infinidad de jóvenes; el hundimiento y la supresión de los muelles medio podridos y caídos en desuso de ambos lados de la isla: la huida de los blancos de la ciudad; la caída de la Bolsa: la construcción de las Torres Gemelas de ciento diez plantas del World Trade Center; los barrios residenciales como refugios; las revueltas de gays de Stonewall en el Village; los barrios residenciales como desiertos; la llegada de la cocaína de alta calidad, tan agradable que a la gente no le importaba que le agujereara el cerebro; el auge de la Bolsa; las explosiones demográficas de Haití, la India y Pakistán; la caída del precio de los vuelos internacionales en jumbos; la llegada del crack, tan agradable que hacía que la gente chupara alegremente la pata de una silla; la desintegración de la Unión Soviética; el retorno de los blancos a la ciudad por motivos de especulación inmobiliaria y sociabilidad; el elevado y llamativamente almenado edificio producto del ego de Donald Trump; el crack de la Bolsa de 1987; la caída en desuso de los transatlánticos; la revuelta de los negros de 1904 en Howard Beach; las barriadas de Tompkins Square Park, en las que reinaba tal pestilencia, crimen y escandalosa inmoralidad que los fundadores de la ciudad decidieron despejar la zona; la mercantilización de cierta petulancia irónica y forrada de dólares que mantenía a diversos proveedores de esa conciencia, entre ellos docenas de bares, hoteles y clubes famosos, una oleada poscomunista de inmigrantes chinos que caminaban pisando fuerte y masticando ginseng; la nueva popularidad de internet, que condujo a un nuevo tableado de la ciudad y enardeció los apetitos sexuales de infinidad de jóvenes; la conversión de los cines porno de Times Square en hoteles para turistas; el auge de la Bolsa, que cobró impulso gracias a internet; los bares llenos de gente hablando de internet y de la Bolsa; la implosión posmilenaria de la Bolsa, y, por supuesto, el choque de dos jumbos contra las torres del World Trade Center que —según dirían algunos— señaló el verdadero comienzo del siglo veintiuno.

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