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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

Havana Room (20 page)

—¡Bill! —oí—. ¡Te me has adelantado!

Me volví y vi a Jay detener su furgoneta.

Se bajó de un salto, vestido con un traje elegante y corbata azul, afeitado y acicalado, listo para hacer negocios; un hombre corpulento y lleno de vitalidad que nada tenía que ver con el despojo encorvado que había visto hacía menos de siete horas. Ése era el hombre que había conocido en el Havana Room, corpulento y seguro de sí mismo. Levantó la vista y extendió los brazos.

—¡Bueno, aquí lo tienes! Y el talón está en el banco, tío.

Dejé que me estrechara la mano, pero le advertí:

—Tenemos que hablar.

Se le heló la sonrisa.

—Sí, ya lo sé, pero antes vamos a echarle un vistazo.

Sacó el llavero que le había entregado Gerzon la noche anterior y abrió la puerta principal. El vestíbulo estaba lleno de polvo y alguien había metido por la ranura del buzón principal un grueso fajo de menús de comida para llevar. Se encaminó hacia la ancha escalera que conducía al primer piso.

—Un momento. Jay —empecé, poniéndole una mano en el hombro—. ¿Qué pasó cuando nos fuimos? ¿Han encontrado el cuerpo de Herschel? ¿Se ha ocupado de ello la policía?

Él se volvió.

—He llamado a Poppy esta mañana, dice que fue una ambulancia y se llevó el cuerpo de Herschel, tuvieron problemas para sacarlo del tractor. —Hizo una mueca en señal de apreciación—. Fue necesario utilizar un soplete de aire.

—¿Y luego?

—Lo llevaron al hospital Riverhead e iban a recoger el cuerpo esta tarde. He enviado flores a la familia esta mañana. Van a celebrar un gran funeral en el centro de Riverhead, allí ofician un montón de funerales negros.

Escudriñé el rostro de Jay en busca de indicios de preocupación. Parecía tranquilo. Por otra parte, podía ser un mentiroso redomado.

—¿Recuerdas que Poppy dijo que había encontrado a Herschel a las diez de la noche?

—Sí.

—¿No te parece raro estar ahí fuera en un bulldozer con este frío?

Jay se encogió de hombros.

—Se le hizo tarde.

Lo deduje mientras hablaba.

—Poppy también dijo que había visto el bulldozer.

—¿Y qué?

—¿A las diez? ¿A casi un kilómetro de distancia?

—El bulldozer tiene unos faros potentes.

—Pero si se había caído por el acantilado, ¿cómo pudo verlo Poppy desde la carretera?

Jay me miró.

—Me has pillado.

—De hecho, recuerda que dijo que Herschel había trabajado allí durante el día, de modo que el cuerpo llevaba allí unas ocho horas. Eso es lo que dijo.

—¿Sí?

—Eso significa que Poppy no lo vio trabajar por la noche.

Jay levantó las manos.

—Poppy siempre se lía con todo, Bill. Recibió un mazazo en la cabeza de niño. Nunca terminó el bachillerato elemental.

Yo no estaba convencido.

—¿Te Fijaste en que Herschel no llevaba calcetines?

—No.

—¿No te preguntas qué hace un tipo trabajando con ese frío en un bulldozer sin calcetines?

—Era un viejo duro.

Los viejos duros suelen abrigarse bien, por lo que yo sabía, pero no insistí.

—Toda la transacción es una cagada —murmuré—. De arriba abajo. Te ayudé a cerrar la transacción de una propiedad y terminé trasladando a un negro muerto. Eso me cabrea. Jay. —Le salpiqué la cara con mi saliva—. Y luego la policía nos sorprende. No me gusta.

Jay levantó las manos.

—Eh, yo no sabía que Herschel se había caído por el acantilado. Poppy no decía nada de eso en la nota, ¿de acuerdo? Sé que estás preocupado. No lo estés. Todo irá bien. Poppy ya lo ha resuelto. Me lo ha dicho esta mañana. Hace mucho que conoce a la familia de Herschel.

—¿Qué ha estado pasando ahí?

Asintió, como si esperara la pregunta.

—Pedí a Herschel la semana pasada que nivelara el terreno. El camino había desaparecido y teníamos mucha gravilla al otro lado de la propiedad. Él y su familia tienen alquilada una vieja casa en la finca de al lado. Todavía guardo varios camiones y ese bulldozer en su cobertizo.

—¿Qué hay de la policía?

—Los he llamado esta mañana —dijo Jay—. Los conozco de toda la vida. No te preocupes. Está claro que Herschel sufrió un infarto.

—¿Por qué está tan claro?

—Estaba sentado en el tractor, sin ningún rasguño. Ha tenido muchos problemas de corazón, pericarditis, edema pulmonar. Trabajar a la intemperie con ese frío a menudo provoca…

No quería escuchar jerga médica de una persona lega.

—¿Te preguntaron qué hacías allí la misma noche que Herschel murió?

—Sí.

—¿Y qué les dijiste?

—Les dije que acababa de cerrar el trato y quería asegurarme de que habían nivelado parte del terreno.

—Lo que no anda muy lejos de la verdad.

—La primera parte es verdad, Bill. ¿Qué otra cosa podría ser? Herschel no acabó a tiempo y se dio prisa en terminar antes de que nevara demasiado, y ahí fuera con ese frío, dentro del bulldozer, tuvo un jodido infarto.

—¿Y si me hacen la misma pregunta?

Jay relajó la cara y me traspasó con la mirada, con los ojos clavados aparentemente en sus propias fantasías. Se recordaba a sí mismo una idea o creencia.

—Dudo que te lo pregunten —dijo.

Pasé a la cuestión de la escritura.

—He comprobado el registro del edificio y creo que tienes un problema.

—¿Ah sí? —Jay sacó los menús del buzón y los tiró a la papelera—. No tengo ninguno.

—Voodoo LLC no consta como el propietario actual del edificio.

—Oh, vamos, tío, eso ya lo sé —respondió Jay mientras estudiaba el directorio del edificio—. No es tan complicado. Sólo es papeleo. No hacía falta que lo comprobaras. —Se volvió hacia mí—. Pero sí necesito que hables con un tipo en mi nombre esta noche.

—Jay, ¿me has oído? No creo que seas el dueño de esta propiedad.

—Por supuesto que lo soy. —Golpeó con el puño el poste de la escalera, y éste tembló.

—Será mejor que me lo expliques.

Pero eso no tenía interés para él; ya estaba subiendo las escaleras, que crujían bajo su peso.

—Es una empresa fantasma, Bill, pero eso no es nada del otro mundo. Lo hacen continuamente. —Su voz rebotó en el techo de latón prensado por encima de nuestras cabezas—. Debería saberlo un tipo con tu experiencia. Pero quiero que hables con este otro tipo esta noche, que vuelvas a ser mi abogado, le cojas la mano, lo que sea. Cena con él.

—Olvídalo.

—¿Qué?

—No cuentes conmigo. —Me volví para irme. Y debería haberlo hecho en ese preciso momento, debería haber echado a andar por la acera cubierta de nieve y no haberme detenido hasta llegar a algún lugar donde las probabilidades fueran más seguras, pero Jay me siguió y sacó un papel del bolsillo superior—. Esto es por lo de anoche, por todo el trato.

—No te he dicho mis honorarios.

—Los he calculado.

Era un talón por valor de veinticinco mil dólares. Muy generoso. Demasiado, de hecho. Dinero para hacerme callar. Se lo devolví.

—No puedo aceptar. Quiero abandonar.

—De acuerdo —asintió él—. Muy bien.

—Pero ¿qué puedo hacer para entender qué pasó anoche desde un punto de vista legal? Parece ser que el tipo de la compañía de títulos…

—Cena con este tipo esta noche y todo quedará explicado.

—¿Quién es?

—El vendedor.

—¿El dueño del edificio?

—Sí.

—El tipo que ahora es dueño de tu vieja granja.

—Exacto.

—¿Por qué habéis quedado para cenar?

—No lo hemos hecho. Me ha llamado hace media hora y ha dicho que tenía que entregarme unos cuantos papeles más. Ha insistido. Yo acabo de ingresar su talón, de modo que quiero ser educado. No le he dicho que no podía ir. Esta noche me es imposible. Puedes preguntarle lo que quieras del papeleo, Bill. Te lo explicará todo. ¿De acuerdo?

—¿Sólo cenar con él?

—Sí. Pregúntale lo que quieras.

Me encogí de hombros. Eso fue suficiente para Jay. Se levantó.

—Déjame al menos enseñarte el edificio. Podemos empezar por el sótano.

Y así lo hicimos, subiendo piso por piso.

—Tiene ocho espacios para oficinas. Tengo que renegociar varios alquileres. Puedes ayudarme con eso, si te interesa —dijo Jay.

—No.

—De acuerdo. Está bien situado. A la gente le gusta esta clase de situación, cerca de buenos restaurantes y de galerías de arte. —Señaló una hilera de antiguos agujeros de clavos que se extendía por el centro de las anchas escaleras. Los habían lijado y rellenado de masilla de madera—. ¿Ves eso? Antes había una larga rampa metálica que bajaba por el centro.

—Para los bienes acabados.

—Exacto. En el siglo diecinueve fueron sombreros de castor, luego sillas. A principios del veinte, durante un tiempo, guantes de béisbol.

En esos momentos el edificio albergaba compañías que manipulaban símbolos.

Llamamos a la puerta de una pequeña compañía llamada RetroTech y abrió un indio joven.

—¿Está el señor Cowles? —preguntó Jay.

—Está hablando por teléfono.

—Me llamo Jay Rainey. Soy el nuevo propietario. Éste es Bill Wyeth, mi abogado. Quería presentarme.

Nos hizo pasar. Era un negocio pequeño pero visiblemente próspero. Moquetas verdes, lámparas de escritorio de latón, archivadores de roble, máquinas de café de primera calidad. La información bajaba parpadeante por unas cuantas pantallas.

—Han hecho un buen trabajo diseñando esto —dijo Jay mirando alrededor.

—Estamos satisfechos, gracias.

—¿Está libre el señor Cowles?

—Iré a ver.

Desapareció por un pasillo y un momento después volvió seguido por un hombre corpulento y bien vestido que parecía haber jugado al rugby veinte años antes. El indio volvió a sentarse ante su escritorio.

—Hola, hola —nos recibió una atronadora voz inglesa—. David Cowles. —Me recorrió con la mirada hasta concentrarse en Jay—. Usted debe de ser el nuevo propietario.

Los dos hombres parecieron sorprenderse del tamaño del otro. Se estrecharon la mano.

—Encantado de conocerle —dijo Jay—. Tiene un gran local.

—Hacemos lo que podemos —dijo Cowles.

—¿A qué se dedican? —pregunté.

—Un poco de eso y mucho de aquello. —Cowles sonrió ante su respuesta ambigua—. Básicamente fabricamos software privativo, hacemos pequeñas negociaciones bursátiles de momentum, tanteamos el terreno, y tratamos de subir y bajar del tren en el momento adecuado.

—¿Llevan aquí mucho tiempo? —preguntó Jay.

—Poco más de un año.

—¿Ha venido de Londres?

—La verdad es que sí. —Cowles miró a Jay—. Parece bien informado.

—No —dijo Jay con tono afable—, sólo es una corazonada.

—¿Quiere echar un vistazo?

—Por supuesto. He visto la oficina una vez, con el vendedor —dijo Jay—. Pero no creo que estuviera usted aquí.

La visita nos llevó pocos minutos. Detrás de un escritorio cubierto de fotografías de familia, la oficina de Cowles tenía una bonita vista del oeste, llena de edificios irregulares de ladrillo y conductos de estufas que sobresalían de tejados de dos aguas.

—Me recuerda un poco a Londres —comentó Cowles riendo—. Sólo un poco, lo justo para echarlo de menos.

Encima del escritorio vi lápices con el extremo mordido, varias calculadoras, un cenicero rebosante de colillas. Cowles era nervioso, llevaba la contabilidad y fumaba mucho.

—¿Cuánto le queda de contrato? ¿Un año? —preguntó Jay.

—Así es. La ubicación es buena. Aun estando la economía como está, hemos crecido.

—¿Le interesaría disponer de más espacio en el edificio?

—No lo sé. —Cowles me sonrió—. Habría que ver lo acomodaticio que es mi casero.

—Las oficinas de al lado están vacías.

—Lo sé.

—Aunque tengo un posible inquilino.

—Pues adelante —dijo Cowles—. Tenemos suficiente espacio aquí.

Jay estudió la pared de la oficina de Cowles.

—Puede que oiga algo de obras.

—¿Harán mucho ruido?

—Un poco. Puedo pedirles que lo reduzcan al máximo, que trabajen los fines de semana.

—Se lo agradecería.

—No se preocupe —dijo Jay. Señaló las fotos—. Tiene una bonita familia.

—Sí… gracias —añadió Cowles, y clavó la mirada en ellas. Había una foto de una niña morena encantadora, sentada con un bebé. Y fotos de dos mujeres por separado, una mayor y la otra más joven y rubia, ambas posando con Cowles—. Sé que es raro —dijo al verme fruncir el entrecejo—. Perdí a mi primera mujer hace años. —Cogió la foto de la mujer mayor—. Ella… fue la madre de mi hija, de modo que me parece bien tener su foto. —El dolor seguía reflejándose en su rostro—. Volví a casarme lo antes posible, por mi hija. —Se volvió hacia mí—. ¿Tiene hijos?

—Sí, bueno… sí que tengo —tartamudeé, sintiendo un garrotazo en la cabeza—. Un hijo.

Nos quedamos allí incómodos un instante, cada uno absorto en sus pensamientos.

—En fin —anunció Cowles—, tengo que volver al trabajo.

—¿Conocía a los anteriores dueños? —pregunté—. Tenían un nombre extraño.

—¿Se refiere a Bongo Partners? —dijo Cowles—. Ya lo creo. Una panda de ingleses, esos devoradores de
fish and chips
, ya sabe. Establecen los contratos de arrendamiento de Nueva York en su oficina de Londres. Eso me facilita el cambio de dólares a libras. Unos tipos bastante decentes, que no me robaron demasiado.

Estaba a punto de preguntar si había oído hablar de Voodoo LLC, pero oímos unos fuertes golpes en la puerta de abajo.

—Puede que alguien haya olvidado la llave —dijo Jay—. Será mejor que vayamos a ver.

Nos despedimos de Cowles, y seguí a Jay por las anchas escaleras. Al llegar al vestíbulo vimos una figura fuera, al sol de invierno; una mujer negra y baja de unos sesenta años con un abrigo sencillo, guantes y un gorro de lana roja.

—Santo cielo —murmuró Jay. Abrió la puerta—. ¿Señora Jones? ¿Ha venido hasta la ciudad?

—Sí, Jay Rainey, lo he hecho.

Él le sostuvo la puerta abierta.

—¿Quiere pasar?

Ella lo miró ceñuda y no entró.

—¿Cómo ha…?

—Poppy me dijo que podría encontrarle aquí, de modo que he aporreado la puerta sin parar.

—¿Ha probado a tocar el timbre?

—No he visto ninguno.

—¿Quiere pasar y entrar en calor?

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