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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

Havana Room (54 page)

—Allá estarán las viñas —dijo Marceno, señalando el otro extremo del terreno—. Estamos justo a tiempo de plantar. Decidimos empezar, teníamos que correr riesgos.

Al otro lado de los campos, una docena de jornaleros habían empezado hacía poco a montar los emparrados para las cepas. El coche recorrió el nuevo camino de grava. Me fijé en que en el borde del campo habían brotado una profusión de narcisos. Cuando llegamos al lugar donde había estado el cobertizo, contamos los tres árboles especificados en la servilleta. Mejor dicho, contamos dos tocones y un viejo saúco reducido a un tronco sin ramas que se alzaba al cielo como un inmenso dedo huesudo e hinchado por las articulaciones. Lo iban a talar ese mismo día. Marceno dijo al conductor que se detuviera, y nos bajamos. La tierra estaba blanda, esponjosa y húmeda, y se nos hundían los pies en ella.

Nos acercamos al árbol. Marceno estudió la servilleta, dio diez pasos en dirección este, hacia el Atlántico, y clavó una pala en el suelo. Advertí que se había situado en línea recta con respecto al lugar por donde habían caído el bulldozer y Herschel. Dio la vuelta a la servilleta que tenía en la mano y volvió a andar desde el árbol, y llegó más o menos al mismo lugar.

—Aquí. —Cavó con una pala y unos palmos más abajo apareció una mata de hierba amarronada—. Toda esta sección ha sido nivelada —dijo—. Han traído una cantidad enorme de tierra. —Señaló la hierba podrida—. Ésa era la altura inicial hace unas semanas. —Pero lo dijo en voz baja, como si aún no estuviera preparado para lo que le aguardaba.

* * *

Sus hombres llevaron las herramientas de trabajo allí y se acuclillaron. El bulldozer iba de acá para allá, hundía la pala en la tierra y la vaciaba a unos metros de distancia. El bulldozer —no el oxidado trasto en el que había muerto Herschel, sino otro rojo brillante y dos veces más grande— cavó una larga zanja en la tierra. Mientras tanto la pala de la retroexcavadora, manejada con destreza y meticulosidad, removía la capa superior del suelo. La extensión de tierra era de seis metros por seis. Avanzó más deprisa una vez que atravesó la capa superior de suelo y alcanzó la arena de debajo.

—Es como cavar en la playa —dijo Marceno.

Cinco minutos después el conductor del bulldozer clavó los dientes de la pala en algo y apagó el motor.

—¡Allí! —gritó señalando el hoyo en el suelo—. ¡Mirad!

En ese momento vi pasar un coche a toda velocidad por el nuevo camino, levantando una polvareda tras de sí. Dejó el camino y cruzó dando tumbos el campo en dirección a nosotros. Martha Hallock se bajó de él y se quedó tambaleándose a unos tres metros de distancia.

—¡Paren! —gritó—. ¡Paren!

Pero Marceno no hizo caso. Al cabo de un minuto sus hombres recorrían con sus palas una superficie metálica plana y oxidada que, después de cavar más, se curvó hacia abajo por los lados. Estaba totalmente oxidada y la pintura original se había descascarillado por completo. Los hombres bajaron de un salto y cavaron hasta que los curvados extremos de la plancha metálica se convirtieron en un borde cromado que daba paso a cristal; estábamos contemplando alguna clase de vehículo enterrado.

—¡No, no! —gritó Martha Hallock—. Es, es…

Pero siguieron cavando, y fuera lo que fuese lo que había dentro de lo que de pronto parecía un viejo coche, no se veía a causa de la tierra que cubría el parabrisas y de un bosque colgante de setas. Marceno recorrió con el pulgar las letras que había sobre la parrilla del radiador. Toyota Corolla. O «KROWLA», si eras medio analfabeto y borracho, y tal vez habías sufrido una leve contusión. Los hombres se dedicaron a cavar justo delante del coche para acceder al eje frontal, y cuando terminaron, y el bulldozer logró levantarlo de la tierra, y los neumáticos podridos y reventados, incapaces de girar, se arrastraron endebles por la cuesta de tierra hasta que el coche quedó suspendido en el borde del hoyo. El bulldozer volvió a tirar del coche y éste se precipitó tres metros hacia delante, prehistórico en su oxidado y arruinado estado, y sin embargo perfectamente reconocible como de nuestra época, de nuestros tiempos modernos, el borroso entonces y ahora, un coche que en su día había salido flamante del concesionario y se había utilizado para llevar a gente, niños, comestibles y lo que sea para lo que se usan los coches. Y el hecho de que no se viera nada en el interior, y que las ventanas estuvieran cubiertas, como he dicho, de tierra por fuera y de esporas y moho por dentro, hizo que todos nos quedáramos atónitos y con náuseas.

—Abre la puerta —ordenó Marceno a uno de sus hombres.

—¡No! —gritó Martha Hallock—. ¡No!

—¡Ábrela inmediatamente!

Pero el hombre, encorvado y abatido como un perro que se atreve a desobedecer a su amo, sacudió la cabeza en un débil gesto de desafío, susurrando que tenía miedo y estaba aprensivo. Marceno se volvió hacia otro hombre, que accedió a tocar la puerta con la pala, para tantear, como si pudiera encogerse en respuesta. Pero eso fue todo lo que se atrevió a hacer.

—No —dijo Martha Hallock—. No lo haga. Ya es suficiente. Le exijo que pare.

Miré a Marceno y hablé en voz baja.

—Si es usted un hombre decente la sacará de aquí. Sea lo que sea lo que hay dentro, la ha aterrorizado.

—Sí, por supuesto. —Marceno asintió, e indicó a sus hombres que ayudaran a subir a Martha Hallock de nuevo a su coche, donde se desplomó en el asiento acolchado agotada y se echó a llorar.

Luego me volví hacia Marceno.

—Lo haré yo —dije.

—¿Usted?

—Sí. —Y lo hice.

Puse una mano en la manilla de la puerta del lado del conductor y traté de abrirla. No pasó nada. Tiré, con bastante fuerza, y la puerta se desprendió, los goznes de tan oxidados que estaban se habían desintegrado. Retrocedí de un salto. En el lado del conductor vimos una enorme masa de hongos apretados unos contra otros que caía sobre el asiento y el suelo, y por todas partes, cubriendo como una gruesa manta lo que podía haber debajo, y me sentí lo suficientemente fuerte para dar un paso adelante y apartarlos con una mano. Lo que vimos nos hizo comprender a todos que estábamos contemplando no sólo un coche enterrado, sino una cripta húmeda y mal sellada; lo que vimos fue un reloj de mujer, un zapato marrón doblado y una tela de flores podrida que podría haber sido un vestido de verano. Lo que vimos eran los restos de la madre de Jay Rainey.

Sí, como demostraron más tarde las pruebas oficiales (los dientes que quedaban, un poco de cabello, el número de serie del motor), eran los restos de la madre de Jay, que tenía treinta y nueve años cuando murió, una mujer que no había abandonado a su único hijo, su robusto y atractivo hijo, sino que, a juzgar por la situación del coche, había salido a buscarlo, tal vez al notar indicios del herbicida en el aire nocturno, y había encontrado su muerte.

Los hombres de Marceno extendieron un plástico en el suelo y pusieron sobre él todo lo que encontraron: un pendiente, un anillo de boda, los zapatos marrones, un collar de piedras semipreciosas y un pequeño perro de barro. Marceno lo examinó y me lo dio. Pesaba, y le quité la tierra. La figura, que había sido vidriada, tenía cierto encanto tosco. Le di la vuelta y encontré con los pulgares las letras grabadas en la base: «JAY R., 4° CURSO».

Abrimos el maletero del coche haciendo palanca y en el interior encontramos lo siguiente: un bote de gasolina, una tumbona, un bate de béisbol de aluminio y unas chanclas de goma. No había maletas ni nada que sugiriera que huía de un matrimonio desdichado. Me volví hacia Marceno. Él y sus hombres permanecían de pie en silencio, comprendiendo lo que significaban esos objetos, mostrando un respeto tribal hacia ellos y los rituales funerarios de la tierra.

Martha Hallock seguía sentada en su coche, llorando de forma entrecortada.

—Mi niña —sollozó—. Mi dulce niña.

—¿Cómo no me había dado cuenta de que ella era la abuela de Jay?

Marceno y yo nos apartamos del coche en dirección al mar.

—Ella me vendió la tierra, ¿sabe? —dijo—. Era de él, pero fue ella quien me la vendió.

—Creo que intuía quién había enterrado aquí, temía que sus sospechas fueran fundadas.

—¿Quién?

—Su hija, la madre de Jay Rainey. Su sobrino. Poppy, lo sabía con seguridad, debió de ser él quien la enterró. Hubo un accidente con el herbicida. La madre desapareció esa misma noche y todo el mundo creyó que había abandonado a su marido. Pero en lo más profundo de su ser Martha lo sabía.

Marceno se pasó los dedos por el pelo, desmoralizado ante la inutilidad y la estupidez de todo.

—Entonces, ¿Poppy sólo estaba poniendo un poco más de tierra encima del coche, eso es todo?

—Eso parece.

—Y apareció ese hombre, Herschel —confirmó Marceno—, y le preguntó qué hacía. Y tuvieron una discusión que pudo causarle un infarto allí mismo.

—O Poppy le dijo lo que estaba haciendo, o Herschel lo dedujo, o bien Herschel sabía lo que había pasado y tenía miedo de que alguien lo descubriera.

Marceno estudió el oxidado armazón del Toyota.

—Poppy estaba desesperado —continué—. Una vez que plantaran las viñas, podía pasar mucho tiempo antes de que se descubriera el coche, si es que se llegaba a descubrir algún día.

—Estaría muerto.

—Aún más importante, Jay Rainey estaría muerto.

—No lo entiendo.

—Probablemente fue Poppy quien se despistó y dejó los aspersores de herbicida en funcionamiento. Mató a la madre de Jay. Y al encontrarla muerta, le entró el pánico y enterró el coche.

—Por muy blanda que estuviera la tierra, tardaría horas.

—Tenía un bulldozer. Podría haberla encontrado unas horas antes del amanecer.

Marceno se arrodilló para tocar la tierra.

—Entonces, ¿trataba de evitar que se enterara Jay Rainey?

—Creo que probablemente no quería enfrentarse a cargos de homicidio sin premeditación. Podría empezar por ahí.

—Pero ¿lo sabía Rainey?

—No lo creo. Al menos no hasta hace poco —dije—. Lo averiguó en el Havana Room.

Marceno se sacudió el polvo del traje y se volvió hacia mí, siempre el empresario internacional impecable.

—Bueno, ¿hemos terminado entonces?

—No del todo.

—¿Mmm…?

—Quiero saber por qué no vino al restaurante cuando le telefoneé y le dije que Poppy estaba allí.

Se examinó las uñas.

—No lo creí necesario, señor Wyeth.

—Pero yo tenía la información que usted quería.

No hubo respuesta. El silencio de Marceno fue frío. Se puso bien el reloj… para ganar tiempo, supuse, preparándose para ofrecerme una explicación.

—Ese hombre, H. J., vino a mi oficina —dijo por fin—. Con un montón de amenazas. —Me miró y se encogió de hombros, como si el resto fuera obvio.

—¿Qué pasó?

—Hicimos un pacto. Los dos buscábamos a la misma gente. No estaba previsto que… —Pareció percatarse de que yo todavía podía causarle muchos problemas—. Le debo una disculpa.

—Para usted sólo ha sido un negocio más —murmuré.

Pero no era así como Marceno había optado por verlo, y clavó la mirada hacia el armazón oxidado y la capa de hongos que había dentro.

—Los hombres mueren por nada. Por dinero, por vino.

Jay no, pensé.

* * *

Les explicaré unas cuantas cosas más. Les explicaré por qué dormí fatal los siguientes días; les explicaré qué hice con los bienes personales de Jay, incluidas las cartas a su hija, Sally Cowles; les explicaré qué le dije a ella sobre su verdadero padre, y les explicaré qué pasó entre Allison Sparks y yo en la última conversación que tuvimos, durante la cual hablamos de los terribles sucesos ocurridos en el Havana Room.

Partiendo sólo de dos hechos, que Jay yació en el campo al borde de la muerte, y que su madre detuvo el coche delante de él, cabe imaginar el horror que sintió la pobre mujer al ver a su hijo en el suelo. Como es natural, querría abrir la puerta y correr hasta él. ¿Qué la detuvo? ¿Fue un instinto de supervivencia, tal vez oliendo o degustando el herbicida que ya había entrado por la ventana y los conductos de ventilación del coche? ¿Se dio cuenta de que tenía que hacer marcha atrás en la tierra blanda y huir? ¿Y fue consciente Jay de los faros que lo iluminaban, supo que era su madre? Tal vez ella lo llamó. Tal vez él comprendió que ella también había inhalado el herbicida. En cualquier caso, ella debió de mirarle, debió de verlo moribundo y debió de saber entonces que ella misma se estaba muriendo. Ésos son los últimos segundos de la vida perdida de Jay Rainey. Segundos que, sin embargo, avanzan hacia lo desconocido. Y me pregunté: ¿Recordaba Jay Rainey los faros del coche de su madre o su voz, o tal vez su cuerpo desplomado contra el salpicadero o incluso asomando por la puerta, agonizando en el campo? ¿Había perdurado alguna molécula en su memoria? ¿Creyó que ella había salido a buscarle, y que sin saberlo la había conducido a la muerte? Eso tampoco era posible saberlo. Cabía pensar, a juzgar por la forma en que había buscado a su hija perdida, que la respuesta era afirmativa, que en su fuero interno había un oculto llamamiento de la carne, instándole a buscar a los que eran carne de su carne. Ésas son las profundas presiones del ser humano, y los que somos padres creemos en la continuidad de la carne aun cuando sabemos que la nuestra nos está fallando. El rítmico movimiento de la guadaña al segar la generación anterior nos obliga a concentrarnos en nuestros hijos, porque si no tenemos hijos propios, entonces, sabiendo que estamos condenados, no tenemos nada. Las personas que no tienen hijos a menudo se ofenden mucho ante la idea de que sus vidas son de algún modo existencialmente diferentes de las de los que sí los tienen, y ante eso yo sólo puedo reírme con humor negro para mis adentros y pensar: Bueno, piensa lo que quieras, pero ya estás muerto, amigo. Yo también lo estoy, pero seguiré viviendo en mi hijo, que tendrá a su vez un hijo o una hija cuando yo me haya disipado con los fluorocarbonos, parte de la neblina de ozono que está cociendo la tierra. Sí, seguiré viviendo. Y creo que ese sentimiento está en todos nosotros. También en Jay Rainey. La voluntad de vivir. Luchar por la vida equivale a huir de la muerte, y eso incluye los asesinatos de los que uno es de algún modo cómplice. Y esa lucha por vivir no sólo es esencial para la supervivencia de la especie, sino también una forma valiente de combatir el terror al anonimato biológico. Queremos que se nos conozca. Queremos que alguien nos conozca. Pero hay algo más, que en el caso de Jay Rainey se cumple. Si eres hombre, no puedes vivir sin las mujeres porque provienes de ellas. No me refiero a que los hombres no pueden vivir sin las mujeres desde el punto de vista sexual, que por supuesto pueden, sino más bien sin la presencia de éstas en su pasado, como madre y hermana, como influencia mitigadora contra lo más horrible de la naturaleza endocrinológica asesina del hombre. Las mujeres, hay que reconocerlo, a menudo hacen a los hombres mejores de lo que serían de otro modo, los salvan de sí mismos. Jay tuvo amantes, por supuesto, pero salvo Martha Hallock, su abuela, ninguna mujer lo conoció, ninguna lo llegó a comprender del todo. No es irrazonable pensar que esperaba, aunque sólo fuera de forma instintiva, que su hija algún día lo mirara con admiración y lo conociera como ninguna otra mujer lo haría nunca, sabiendo que era de su propia carne. ¿Como hija de él, su padre? La respuesta la sabemos. La respuesta es sí.

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