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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

Havana Room (48 page)

—Utilizad algún producto de limpieza —dijo H. J. sin dejar de apuntarme—. Que no quede ni rastro. Y limpiad también la pared, limpiadla bien.

Así lo hicieron. Quince minutos después parecía que allí no hubiera pasado nada. El suelo estaba reluciente. Ha observaba con los párpados caídos, la cara inexpresiva.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—Pensar, eso es lo que vamos a hacer. —H. J. se estiró la camisa—. Eh, tú, ¿cómo vamos a dar con ese chico? —me preguntó.

—De verdad que no lo sé.

Gabriel apuntó a Allison a la cabeza.

—Hable. Díganos cómo encontrar a su novio.

—¡No es mi novio!

—Como quiera llamarlo, señorita, su pene de compañía, me es igual, dígale a mi jefe dónde podemos encontrarlo.

—¡No lo sé, no lo sé!

Gabriel hizo una mueca.

—Nada ocurre por nada.

—No lo sé. Venía a mi apartamento por las tardes.

—Eso suena romántico —soltó Gabriel.

—Lo era —murmuró Allison para sí.

—Lástima —comentó Gabriel con tono chistoso—. Por favor, prosiga con su emotivo testimonio.

Al oír eso Allison levantó la cabeza con una mirada furiosa, desafiante.

—Sí, venía a… bueno, no era para estar conmigo, ahora lo sé, sino para ver… —Me miró, abarcándome en su cólera—. Bueno, hay una chica que vive en la calle de…

—¡No! —grité.

—… enfrente. Volverá a su casa dentro de cuarenta y cinco minutos por la calle Ochenta y seis. Sale a las dos del colegio. ¡Por eso venía a verme a mi apartamento justo a esa hora! Es su hija. Su hija os llevará hasta él. Irá con un uniforme de colegio azul y blanco, y alguna clase de mochila. Tiene entre catorce y quince años, es morena y muy guapa.

—No es cierto —me apresuré a decir—. La niña estará en su entreno de baloncesto toda la tarde.

Gabriel miró a H. J.

—¿Lo veis? —dijo Allison con amargura, señalándome—. Él lo sabe. Está involucrado. Él sabe dónde está.

—¿Tú?

Sacudí la cabeza.

—Ella no tiene nada que ver con esto. Sólo es una niña.

—No.

—Os diré dónde vive Rainey —dije.

—Ya sabemos dónde vive —dijo Gabriel.

—¿Lo sabéis?

—Sí. En Brooklyn. En la calle Diecisiete. Te seguimos. Te vimos entrar y fisgar. Un lugar un poco espeluznante, ¿no?

Trataba de pensar una forma de evitar involucrar a Sally Cowles.

—¿Encontrasteis la caja llena de dinero?

H. J. apuntó a Gabriel con su arma, receloso.

—Responde.

—No, no encontramos ninguna caja con dinero.

—Había una caja allí. Tuvisteis que verla.

—¿Cómo? —dijo H. J. escrutando a Gabriel—. ¿De qué está hablando este hombre?

—Yo ayudé a Rainey con el trato —me apresuré a decir—, recibió dinero en metálico. Doscientos y pico mil dólares. Los puso en una caja y se la llevó a su casa. Lo sé. Estuve allí hace unos días y la caja estaba vacía. Tus hombres acaban de admitir que entraron en la casa. Supongo que no te dijeron que habían encontrado el dinero…

—Eres un mentiroso de mierda, y te pegaría un tiro encantado en la cara para demostrarlo —dijo Gabriel.

H. J. se inclinó a creer a Gabriel, pero con un margen de duda. Me alegré, porque yo estaba mintiendo. Si yo había conducido realmente a Denny y a Gabriel al apartamento de Jay, ellos no podían haber sido la causa de que la caja estuviera vacía.

—¿Habéis ido a ese edificio del centro, donde mi tía habló con él?

—Lo hicimos una vez —respondió Denny.

H. J. estaba visiblemente preocupado. El agresor pirado que se había enfrentado a mí en el club de hip-hop se había ausentado; este H. J. era taciturno y analítico, y nos observó a todos, luego miró su móvil, que estaba en la mesa enfrente de él, y volvió a mirarnos. ¿Esperaba una llamada? ¿Necesitaba llamar a alguien? Yo no veía claro por qué se obstinaba en llevar ese juego hasta sus últimas consecuencias.

—No, coged a su hija —ordenó, mirando su reloj—. Ella nos llevará hasta él. Y tendrá que vérselas conmigo. Tendrá que hablar conmigo y tendrá que darme mi dinero. Y si no lo tiene, entonces tendréis un problema, chicos.

* * *

Un minuto después me habían obligado a subir a la limusina blanca que esperaba fuera. Era la misma que la vez anterior, último modelo, impecable, con los cristales ahumados. Denny y Gabriel se sentaron en los asientos delanteros, con un arma desenfundada. El coche avanzaba deprisa a través del tráfico. La calefacción estaba en marcha, y en el suelo había una elegante hilera de luces encendidas. Estaba preocupado por Ha y Allison, a pesar de que ella había traicionado a Sally Cowles.

—Deja de pensar —dijo Gabriel.

—Lo intentaré —respondí.

—Si de mí dependiera —anunció—, te incrustaría una jodida bala en la cabeza ahora mismo.

Me lo creí.

—Estáis locos —dije—. Por si no lo sabéis.

No me hicieron caso. El que iba al volante sintonizó una emisora de jazz suave. Nos abrimos paso por la Sexta avenida y dejamos atrás el Bryant Park, la calle Cuarenta y dos, los densos rascacielos y las oficinas amontonadas unas sobre otras hacia el cielo. Uno de cada tres peatones hablaba por móvil. Pasamos por delante del Radio C5ty Music Hall, giramos hacia el este al llegar al Central Park, el hotel Plaza, y a continuación hacia el norte, en dirección al Upper East Side.

¿Dónde se había metido Jay?, me pregunté, temiendo llegar al colegio de Sally Cowles en todo esto. Si localizábamos a Jay podríamos evitar mezclar a Sally Cowles. Todavía estábamos a tiempo de dar la vuelta. ¿Dónde podía estar? No en su deprimente apartamento. ¿Qué era lo que más le interesaba? Sally Cowles. Pero mientras ella estaba en el colegio, ¿a qué se dedicaba? No trabajaba. ¿Rondaba el colegio? ¿Miraba por las ventanas? No era prudente, y probablemente tampoco satisfaría sus necesidades. Necesitaba estar cerca del oxígeno, tener acceso a él. Sin embargo, también se había mostrado reservado sobre eso. Tenía que haber una respuesta, pero se me escapaba.

Subimos por Park Avenue, nos acercábamos. Me pregunté si podía acercarme de un salto a la puerta y bajar. Era poco probable. Gabriel y Denny recordaban el colegio por el partido de baloncesto, y les pedí que se detuvieran al otro lado de la puerta principal.

—Saldrá por aquí —dijo Gabriel.

De modo que esperamos. A un lado había un grupo de madres, cada una vestida para la ocasión, por no decir para todas las ocasiones, el pintalabios perfecto, unas gafas de sol anodinas, un peinado fabuloso. Me hizo pensar en Judith yendo a recoger a Timothy al colegio.

—Varias de esas apetitosas mamas no parecen suficientemente servidas —comentó Gabriel.

Denny miró.

—¿Eso crees?

Gabriel asintió.

—Lo sabes por los zapatos. Las mujeres insatisfechas tienden a estar obsesionadas con los zapatos.

Denny sonrió.

—Eres un jodido enfermo, Gabriel.

—Ya lo creo.

Un grupo de niñas con uniforme salió del colegio. También varios chicos, con americana y corbata. Timothy podría haber estado entre ellos.

—¿Cómo vamos a saber cuál es?

—El señor Wyeth nos lo dirá.

—Ni hablar —dije.

Salieron más chicas del colegio.

—Señor Wyeth, ¿reconoce a alguna?

—Vete a la mierda.

—Bueno, ya que no miras por la ventana, mira esto.

Miré. Y me quedé estupefacto. Gabriel tenía una foto de Sally Cowles, la que había colgada de la pared de Jay.

—¿Dónde…? —me interrumpí.

—Muchas gracias —dijo Gabriel—. Gracias por corroborarlo. Sí que es ella —dijo—. Lo suponía.

Su mirada iba de la foto a la puerta del colegio.

—A nadie le va a llamar la atención ver una limusina detenida fuera de este colegio.

Y, en efecto, había otras muchas limusinas aparcadas fuera.

—Es ésa —dijo Gabriel de pronto. Consultó la foto y volvió a mirar.

Era Sally, caminando con una amiga por la calle Ochenta y seis.

—Síguela con calma —dijo Gabriel a Denny, que iba al volante—. Quédate atrás. —El coche avanzó despacio—. Despídete de tu amiguita, Sally.

Las dos niñas llegaron a la esquina.

—No gires, sigue recto —ordenó Gabriel—. ¡Sáltate el semáforo! —La limusina cruzó la intersección a toda velocidad—. ¡Ahora despacio, despacio! La hemos adelantado. —Miraba por el retrovisor—. Eso es. Se están despidiendo, muy bien, hasta mañana, granos y todo, eso es, ven hacia aquí. Se está acercando… —Se volvió hacia mí y me clavó la pistola en la cara—. Di una palabra, y te vuelo la nariz aquí mismo en el coche.

—Sé dónde encontrar a Rainey —dije—. Lo acabo de deducir. Podemos ir allí. Está en su edificio, en…

—Chorradas.

—No lo es. Está en el edificio de la calle Reade.

—Ya miramos allí, ¿crees que somos idiotas?

—No mirasteis donde debíais.

—Fuimos hasta las calderas.

—¿No subisteis?

—Llamamos a unas cuantas puertas.

—¡Sé dónde está ahora mismo! ¡No tenéis por qué coger a la chica!

—Son las órdenes que tenemos.

—¿Estás preparado, Denny?

—Sí.

Gabriel me enseñó el arma.

—Una palabra y no volverás a jugar a la pelota con tu hijo…

—¿Mi hijo?

—… y su encantadora madre. Están en Italia ahora, ¿verdad?

Me recosté, maldiciendo a Jay Rainey y a mí mismo. El coche se detuvo. Gabriel abrió la puerta justo cuando Sally Cowles pasaba por el lado.

—Disculpe, señorita —gritó con exagerada afabilidad—, estamos un poco perdidos.

—Oh —dijo ella con un ligero acento inglés.

—Estamos buscando la Sexta avenida.

Ella se acercó al coche, tranquilizándose al ver la limusina.

—Bueno, les queda bastante cerca.

Gabriel se bajó del coche y dejó la puerta entreabierta. Yo veía parte de la espalda de Sally. Él le enseñó un callejero de Nueva York.

—No somos de aquí —dijo disculpándose.

—No se preocupe —llegó la voz de Sally, fría y sofisticada para una chica de catorce años—, esta ciudad es un poco complicada.

Yo estaba a punto de avisarla. Pero Denny me clavó su pistola en la axila y me metió tres dedos en la boca.

—La Quinta avenida está aquí, ¿ve? —señaló Sally—. Y la Sexta… ¡eh!

De pronto estaba dentro del coche, con la mochila cayendo en su regazo, y Gabriel la empujó y se subió detrás de ella de un salto, cerrando la puerta tras de sí.

—¡Vamos! —dijo a Denny—. Pero despacio. Ve suave.

—¡Eh! ¿Qué es esto? —gritó Sally, estudiando furiosa a los hombres, y a continuación las ventanas y los seguros de las puertas, y la distancia que la separaba de ellos—. ¿Qué están haciendo?

—Vigila tus modales, encanto —dijo Gabriel.

Levantó la pistola y pasó la lengua por el cañón, sonriendo con tanto sadismo que Sally bajó la cabeza aterrorizada y cerró las rodillas.

—¡Otra vez al centro! —ordenó Gabriel al conductor. Luego se volvió hacia mí—. Muy bien, ha llegado el momento de que cumplas tus promesas.

La limusina se dirigía hacia el sur por la Quinta avenida. Sally no se atrevía a mirarme.

—¿Adónde vamos?

Denny sacudió la cabeza.

—Es confidencial, señorita.

Ella volvió a bajar la cabeza y el pelo le cayó en forma de cortina sobre la cara. Un momento después vi que había empezado a temblar.

—¡No queremos oír ni un ruido! —gritó Gabriel—. ¡Ni un jodido gemido! ¿Entendido?

Ella asintió, pero empezó a sacudir los hombros.

Tal vez todavía haya una manera de salir de esto, pensé, sin que le hagan daño y sin que se entere de la existencia de Jay.

—¿Por qué me habéis cogido? —sollozó Sally, ocultando la cabeza entre las manos.

—Vamos, Sally, cielo —anunció Gabriel—, te vamos a llevar hasta tu padre.

Llegamos al edificio de la calle Reade y Sally lo reconoció.

* * *

—Está arriba. ¡Sé exactamente dónde está! —dije—. ¡Estoy seguro!

—Baja —ordenó Gabriel—. Si das un paso en falso se marcharán.

Él se bajó primero y me sujetó por el cuello.

—Te has creído muy listo con lo de esa caja llena de dinero.

—Había un montón de dinero, te lo digo.

—Será mejor que sea cierto.

Reflexioné sobre ello, sobre la amenaza que encerraba.

—Estás pensando —dijo Gabriel—. Lo noto. Pensando en cómo escabullirte como una ardilla.

—No.

—Ni se te ocurra, Bill.

—Podría hacerlo.

—No, no podrías.

—Podría echar a correr…

—Te pegaría un tiro limpiamente. Puede que también te diera una paliza. Te sacaría a golpes de tu fábrica de sueños. Entonces tu hijo no tendría papá.

Nos dirigimos a la puerta del edificio. Gabriel sacó un juego de llaves. Robadas del apartamento de Jay, supuse.

—No toques el timbre.

Abrió la puerta y me hizo entrar de un empujón. Cruzamos el vestíbulo. Los mismos menús chinos esparcidos por el suelo.

—Sube —dije—. Sin hacer ruido.

Al llegar al cuarto piso me detuve.

—Abre esa puerta —dije señalando la de enfrente de la de Cowles.

Gabriel introdujo una llave en la cerradura. No funcionó. Probó otra.

Entramos en una oficina vacía. Necesitaba una buena mano de pintura, y en la moqueta todavía se veían las marcas de un escritorio y sillas, una distribución fantasma. Vi papeles por el suelo. Una especie de comercio on-line fraudulento.

—¿Dónde está, Bill? —preguntó Gabriel, empujándome hacia delante.

En la siguiente habitación pasé junto a paquetes de comida, latas, botellas y periódicos. Un montón de ropa. Alguien había estado durmiendo allí. Había pasado mucho tiempo. Entre los desperdicios había una pequeña bombona de oxígeno. Por la moqueta había trozos de yeso.

Al doblar la esquina de la siguiente habitación, vi que habían derribado una amplia sección de la pared medianera, justo por donde pasaba el conducto de la calefacción del piso de abajo. El conducto servía tanto a la oficina donde estábamos como a la de al lado, la oficina de Cowles, y la rejilla de salida estaba a unos dos metros y medio de altura. Por el suelo había yeso, listones viejos y láminas de metal. Jay también había arrancado su lado del conducto de la calefacción, con la rejilla incluida, y había construido en ese espacio abierto una estructura de observación encapuchada del tamaño y la altura de la silla del juez de línea en un torneo de tenis. La tela negra de la capucha, toscamente sujeta con una grapadora, impedía que entrara la luz del sol de la ventana. Desde esa elevada posición, comprendí al instante, Jay podía vigilar a través de la rejilla que era común a la oficina de Cowles. A unos dos metros habían arrancado otra rejilla y habían colocado varias cámaras del tamaño de una barra de labios, cuyos cables estaban conectados a un ordenador que zumbaba en el suelo. Pero eso no era todo. De un panel roto del techo colgaba un cable de teléfono, sin duda un empalme secreto con la línea de la oficina de Cowles, y se dividía en dos: uno estaba conectado a un teléfono colocado en el suelo; el otro se extendía hasta el mismo ordenador de las cámaras. Jay grababa todo lo que hacía Cowles en la oficina. Cada gesto, cada palabra, cada suspiro.

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