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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

Havana Room (46 page)

—Tráete a Jay. Dile que voy a decir lo que no quiere oír, que ya no puedo más… —Se le quebró la voz en un sollozo desgarrador—. Lo siento, no fue… yo no…

—¿Bill? —se oyó la voz de Allison—. Está llorando.

—No dejes que se vaya. Cógele las llaves.

—Ha ya lo ha hecho.

Le dije que enseguida estaría allí. Luego llamé a la oficina de Marceno en Nueva York. Respondió la señorita Allana.

—Quiero hablar con Marceno —dije.

—Señor Wyeth —llegó la voz de Marceno casi inmediatamente—. ¿Ya tiene la información que le pedí?

—Escúcheme, Marceno. Jay Rainey no sabe qué hay enterrado en su terreno, y yo tampoco. Pero puedo decirle quién lo sabe, el hombrecillo que trabajaba en la granja.

—¿El tipo llamado Poppy?

—Sí.

Un gruñido desdeñoso.

—Ya le hemos interrogado.

—¿Usted personalmente?

—Uno de mis representantes.

—¿Quién?

—Es confidencial, señor Wyeth.

—Si era Martha Hallock, no creo que le haya dicho todo.

Eso le molestó, lo noté.

—¿Por qué no?

—Porque son parientes.

—¿Parientes?

—Poppy es sobrino de Martha Hallock.

—Nadie me lo había dicho.

—¿Por qué iban a hacerlo?

—¿Ese hombre lo sabe?

—Está aquí en la ciudad, en el restaurante donde cerramos el trato. Está buscando a Jay Rainey y no va a encontrarlo. Pero dice que tiene algo que decirle. Voy a ir allí inmediatamente. Le aconsejo que también vaya.

—Esperaba que la información viniera de usted o de Jay Rainey.

Me quedé junto a la ventana y observé a los taxis bajar por la Quinta avenida.

—Poppy está allí ahora. En este preciso momento, a unos minutos de su oficina. Es todo lo que puedo hacer, Marceno.

—Nos veremos allí.

—Oiga, usted es el que tiene en juego cuarenta y dos millones de dólares. Marceno, no yo.

* * *

Eché a andar hacia el restaurante, mientras oía sonar mi teléfono en el apartamento-taller de Rainey. Al despedirnos la noche anterior, él me había tendido la mano en un gesto de amistad y disculpa, y yo se la había estrechado de buen grado, triste por él al comprender por fin la lógica emocional que había detrás de su extraña conducta; todo lo que quería ese hombre era encontrar y conocer a su hija. Siendo lunes por la mañana había mucho movimiento en la ciudad; de las bocas del metro salían hombres y mujeres, listos para soportar presiones, fechas tope y llamadas telefónicas. Y al día siguiente yo también estaría ocupado, por fin. Acudiría a trabajar a la nueva compañía de Dan Tuthill, y a la salida alquilaría un nuevo apartamento, en un edificio con un portero de verdad que no dejara subir a matones por las escaleras, y unas semanas después llegaría Timothy con Judith.

A una manzana de distancia del restaurante, vi el camión de media tonelada aparcado en la acera de la calle Treinta y seis. Había derribado uno de los arbustos. La enorme maceta de cerámica se había roto en mil pedazos y el arbusto estaba tumbado de lado, con las raíces expuestas al frío. Ha estaba en la acera, recogiendo patatas y arrojándolas de nuevo al camión. El viento le levantaba el poco pelo gris que le quedaba.

—¡Ha! —llamé.

Levantó la vista y saludó con la cabeza.

—El amigo de la señorita Allison.

—Sí. Me ha llamado. —Señalé el camión—. ¿Sigue dentro el viejo?

—Los lunes, cerrado a la hora de comer —murmuró Ha—. Pero Ha trabaja de todos modos. El hombre está en ese camión.

Vi que asomaba una bota por donde debería haber estado la puerta. El guante seguía enganchado al volante. Poppy estaba tumbado en el asiento delantero, abrazado a una botella medio vacía de whisky.

—Poppy, no tienes muy buen aspecto.

—No se lo he dicho. —Se pasó la lengua por los labios, aturdido. Tenía la cara hinchada, como si le hubieran pegado unos cuantos puñetazos—. Ya ves, Jay, no se lo he dicho.

Allison salió por la puerta del restaurante con los brazos cruzados y una expresión preocupada.

—¿Quién es?

—Es Poppy. Trabajaba en la granja de Jay.

—¿Está borracho?

—Sí, estoy borracho, joder. —Poppy se volvió de espaldas y dejó ver una tripa cubierta de pelo gris—. No sólo estoy borracho, también estoy magullado y llevo demasiado café encima. —Vomitó en el hueco del asiento—. ¡Dios! —gimió.

Allison retrocedió un paso.

—¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Llamar a la policía?

—No.

—¿Por qué?

—Éste es el tipo que vino al restaurante la noche de la transacción.

Ella frunció el entrecejo.

—No lo recuerdo, y créeme que lo haría.

—Tú ya te habías ido a celebrarlo con Jay. Él necesitaba que Jay fuera a su propiedad. ¿Recuerdas que me pediste que lo acompañara? Esa noche encontramos a un viejo negro muerto en un bulldozer. Hacía años que trabajaba en la granja de Jay. El bulldozer se había caído por el acantilado. Entre Poppy, Jay y yo lo subimos a remolque con este camión. Jay creyó que el viejo había tenido un infarto.

—Y lo tuvo —gritó Poppy. Se incorporó y se enfrentó a nosotros con los labios húmedos, asintiendo con vigor, como si lo interrogaran ante un tribunal—. Lo tuvo, tuvo un jodido infarto, simple y llanamente. Lo vi con mis propios ojos. Nadie le puso un dedo encima.

Le cogí por el brazo para levantarlo.

—Nos dijiste que lo habías encontrado muerto.

—¡No, lo vi! —gruñó—. Lo vi morir.

—¿Lo mataste tú, Poppy, lo mataste de algún modo?

Pareció quedarse extrañamente fascinado ante la pregunta, incluso absorto, y no respondió.

—Nos llegan repartos los lunes, señor —dijo Allison—. Está bloqueando nuestra salida. Tendrá que mover el camión.

Él no respondió. Vi que tenía un poco de sangre en el labio y un ojo morado.

—Necesita entrar, Allison. Nosotros moveremos el camión.

Poppy asintió ante la sugerencia como si la hubiera oído desde muy lejos.

—Estoy harto —murmuró—. Harto de todo esto.

Allison me apartó de la cabina.

—¿Por qué no me explicaste todo eso, Bill?

—Jay tiene un montón de problemas, Allison.

Ella se cruzó de brazos enfadada.

—Bueno, eso ya lo he deducido.

—No, no lo creo.

—Deberías habérmelo contado.

—Allison, me pediste que le ayudara, ¿recuerdas?

Ella se encogió de hombros, tensa.

—Va a venir un tipo, espero —continué—. Poppy le va a decir algo, y al menos parte de sus problemas terminarán.

—No lo entiendo.

—Hay un problema con el terreno que Jay vendió —dije—. El comprador quiere saber cuál es y nos está amenazando a Jay y a mí.

—¡No puedes mezclar el restaurante en todo esto!

—Allison, fuiste tú quien lo mezcló, no yo. Le dijiste a Jay que podía cerrar su trato en el Havana Room. Tú empezaste esto. Creíste que se sentía atraído por ti y dejaste que te utilizara.

—¿Qué quieres decir? —Ella ataba cabos rápidamente—. ¿Es sobre esa mujer llamada O, la mujer con la que sale?

Sacudí la cabeza, perplejo de lo poco que sabía.

—No hay ninguna mujer llamada O. Jay te escogió por otra razón.

—¿Cuál?

Era demasiado tarde para callar.

—Lo siento, Allison. No es lo que quieres oír…

—Suéltalo.

De modo que lo hice.

—Fue Jay el que te buscó. Averiguó dónde vivías exactamente, el piso, todo.

—¿Por qué?

—Para controlar el edificio de enfrente desde tu ventana.

Ella me miró fijamente, sin saber si sentirse dolida o furiosa.

—¿La ventana del salón?

Miré a Poppy y me volví de nuevo hacia ella.

—Siempre estaba junto a la ventana. Nos sentábamos y hablábamos. Eso era lo que nos gustaba hacer. Era agradable, ¿sabes?

Asentí de nuevo, despacio.

—¿La chica?

—Sí.

—¿Quién es?

Volví a mirar a Poppy. Parecía tener frío y estaba un poco ido, y movía las mandíbulas como si masticara algo mientras cavilaba.

—¿Quién es, Bill?

Me volví hacia Allison.

—Su hija de catorce años.

Era una mujer orgullosa. Tenía un buen trabajo, una vida independiente, mucho dinero y una extraña adicción a cierta droga, de modo que creía saber lo que se hacía, sobre todo en lo tocante a los hombres, porque en el fondo no se fiaba de ellos, supuse, y allí estaba la prueba de que su vanidad y su pasión le habían impedido ver la verdad, que un hombre que le había gustado mucho no la había encontrado atractiva, sino que le había dejado creer que lo hacía sólo para poder mirar por su ventana.

—Oh, Dios —murmuró, dejando caer una mano contra el capó del camión—. ¿Te lo dijo él?

—Lo deduje y él lo admitió.

Se quedó mirando el parabrisas, como aturdida.

—Deja que Poppy entre, y acabemos con esto de una vez —dije.

Ella no tuvo fuerzas para protestar.

—De acuerdo, Poppy —añadí.

—¿Puedes sacarlo de aquí? —preguntó Allison a Ha señalando el camión.

Ha asintió.

—Lo aparco más abajo.

Poppy dejó que lo incorporara. La botella cayó del asiento y el whisky se derramó por el suelo. Él no se dio cuenta. Yo quería que entrara en el restaurante hasta que llegara Marceno para que se despejara un poco, así sería más fácil que Marceno lo creyera. Le sujeté por los brazos mientras él se ponía de pie y le deslicé una mano por debajo de la axila. Él se apoyó pesadamente contra mí, y olía mal. Pero logró bajar a la acera.

Allison abrió la puerta principal y entramos tambaleándonos en el vestíbulo. Poppy se inclinó sobre el
maître
, como un corredor sin aliento. Aproveché para colgar mi abrigo en el guardarropa.

—Dame algo para… espera, espera… —Poppy señaló la puerta del Havana Room—. Ahí dentro, quiero intimidad.

Miré a Allison.

—Bueno, los lunes cerramos a la hora de comer.

—¿Pero van a venir a limpiar o lo que sea?

—No hasta mucho más tarde, a las cuatro. Abrimos al público a las seis. Ahora sólo estamos Ha y yo. ¡Y esto es justo lo que esperaba hacer mi mañana libre! —Miró el reloj—. Anoche me fui de aquí a la una.

Abrió la puerta del Havana Room.

—¿Puedes bajar las escaleras?

—Por supuesto —gruñó Poppy.

Pero no podía en realidad, y lo sostuve mientras se tambaleaba por las escaleras. La alargada sala estaba oscura y olía a puro. Encontré un interruptor. Sobre la barra apareció el enorme desnudo, escudriñándome con sus ojos oscuros. Poppy se sentó pesadamente en uno de los reservados, con la cabeza gacha.

—Dame algo con lo que escribir.

—Creo que necesitas un café o comer algo.

Poppy levantó la vista.

—Olvídalo. Dame un bolígrafo.

Cogió una servilleta con el nombre de Havana Room grabado en relieve. Encendí el candelabro de pared que había junto a su cabeza y, al inclinarme, alcancé a ver los capilares rotos de su nariz. Le ofrecí mi bolígrafo, y él tuvo dificultades para sujetarlo, más que la primera vez que lo había visto. Se miró la mano. No parecía capaz de cerrar el puño.

—Es posible que me la haya roto.

—¿Cómo?

Él levantó la mirada, con los ojos medio cerrados.

—Ayer traté de defenderme unos minutos. Dieron conmigo. Sabían exactamente dónde encontrarme.

—¿Quiénes?

—Unos… —Miró el bolígrafo y lo arrojó a un lado—. ¡No tengo manos! —gritó ebrio—. Vamos, dame algo…

Allison bajó las escaleras y encendió la luz de encima del bar. Parecía haber recuperado la serenidad. Estudié su reflejo en el espejo, la curva de los hombros, el cuello. No pude evitar recordarla acurrucada en la cama.

—Tengo bolígrafos, lápices…

—¡No! —gritó Poppy, con los ojos casi cerrados, sacudiendo un poco la cabeza. Me pregunté si había sufrido una contusión. Era difícil saberlo, con todo el whisky que se había pulido.

Allison pareció pensar lo mismo.

—Tiene mal aspecto, Bill. Parece como medio dormido o algo así. Tal vez debería llamar a una ambulancia.

Poppy enseñó sus dientes amarillentos y podridos.

—No llame a nadie.

Allison buscó en su bolso y sacó un pintalabios brillante. Lo destapó y sacó un centímetro de barra roja.

—Tome.

—Espera —dijo—. Quiero que digas lo que tienes que decir delante de otra persona y no sólo de nosotros.

—No tengo tiempo. —Poppy cogió la barra de labios y se inclinó sobre la servilleta como un niño cansado pero obediente que trata de hacer unos deberes que no acaba de entender—. Os dejo esto para Jay y me largo. Tengo dinero y café, y me esperan varias horas de conducción.

—¿Adónde piensas ir?

—No lo sé. A California, tal vez. En Florida hace calor.

—¿En el camión?

—Sí. Voy a hacer un pequeño viaje. Hace años que no voy a Florida. —Poppy desplazó la mano rápidamente hacia arriba trazando una raya de un par de centímetros de grosor. La siguieron otras tres rayas que formaron los cuatro lados de un rectángulo desnivelado. Tosió pensativo—. No se lo dije. No tuvieron compasión por un anciano. Ni clase. Son una pandilla de delincuentes infames.

—¿Quiénes?

Poppy dibujó tres cruces en una hilera. El rectángulo estaba en diagonal con respecto a la última X.

—¿Quiénes? —repetí.

—Los que me han hecho esto. —Examinó su dibujo con curiosidad de simio, luego dobló la servilleta por la mitad—. Ah, casi se me olvida. —La desdobló y miró a Allison de forma lastimera.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—¿Ve esto? —Señaló el rectángulo con un movimiento brusco del dedo—. Quiero que escriba algo a Jay para que se entere.

—¿Dónde? ¿Aquí?

—¡En cualquier parte! —Le devolvió el pintalabios rojo—. Primero la C. —Está bien, C.

Él sacudió la cabeza de forma extraña, como si se le hubiera metido agua en el oído.

—No, no, una K. ¡Una K!

Allison lo corrigió.

—Luego la R.

—R, muy bien.

Él abrió los ojos.

—Luego, mmm… una O.

Allison me hizo una seña, dándome a entender que le siguiéramos la corriente. Parecía estar empeorando.

—Muy bien, Poppy, lo estás haciendo muy bien. Tenemos K, R, O. ¿Ahora qué?

Él volvió a cerrar los ojos.

—Ponga una W. De whisky. Conocí a una mujer que le daba al whisky.

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