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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

Havana Room (25 page)

Fue entonces cuando sentí una mano en mi axila. Y una voz ronca.

—Tranquilo.

Dos tipos blancos altos y bien vestidos caminaban a ambos lados de mí.

—Tomad la billetera —dije—. Sólo dejadme la documentación.

—Relájate.

—No me importan las tarjetas de crédito, sólo…

—Eh, relájate.

Me conducían hacia una limusina aparcada en doble fila. Un tercer hombre se bajó de un salto y abrió la puerta trasera.

—Escuchad, ya he hablado con Marceno. Tengo la demanda aquí mismo, en el bolsillo. Comprendo la situación y sé que habla en serio.

Uno de los hombres miró a los demás mientras se encogía de hombros.

—Ni idea.

Pasó un taxi sin detenerse. Me hicieron subir a la limusina y se sentaron uno a cada lado de mí. El asiento era mullido, y me recosté cómodamente. Los dos hombres también lo hicieron.

El de mi derecha dijo:

—Vamos.

Y el coche se puso en movimiento.

—H. J. ha dicho que llamaría.

Cruzábamos la Séptima avenida.

—¿Quién es H. J.? —pregunté.

—Es el caballero que nos ha contratado para este trabajo admirable.

Tenía acento irlandés, supuse.

—Eh, vamos, amigos.

—Sólo obedecemos órdenes.

—Creo que os habéis equivocado de hombre.

El tipo de mi derecha susurró algo, y en lugar de dispararme un tiro en la sien allí mismo en el coche, formando un desastre que alguien tendría que limpiar, se inclinó y encendió el televisor de la consola que teníamos enfrente. Era la CNN y vimos un escueto resumen de la situación en Oriente Próximo.

—No lo han entendido, Denny —comentó el hombre de mi izquierda—. Se han olvidado de mencionar quién es el verdadero dueño del maldito petróleo.

—Mi primo estuvo en la segunda guerra del Golfo, ¿lo sabías?

—Eh, amigos —volví a tantear—. Esto tiene que ser un error…

—¿Mató a alguien? ¿Meó sobre algún moraco?

—Mató a cuarenta y uno, según sus cálculos —dijo el llamado Denny—. También disparó a unos camiones iraquíes, los hizo saltar por los aires.

—Escuchad, no es a mí a quien estáis buscando, seguramente buscáis a…

—Hay un tipo en Queens que vende esa mierda.

—No jodas.

—Te lo juro. Por ocho mil dólares.

El hombre sentado a mi izquierda asintió.

—Podríamos ir allí luego, cuando nos hayamos ocupado de Andrew Wyeth.

—Bill Wyeth, no Andrew Wyeth.

—Él es el gran pintor, el artista, ¿verdad?

—Sí, arquetipos americanos, el Maine, todo eso. Un trozo de costa pedregosa y el mar.

—Pero un gran americano de todos modos.

—Hasta cierto punto, supongo que sí.

—Hola, Billy, ¿tú también eres un gran americano?

Matones viviendo un sueño de matones. Sin embargo, no parecían sentir animadversión hacia mí, de modo que guardé silencio. El conductor torció hacia el oeste por la calle Treinta y tres, tomó la autopista de West Side en dirección al sur, donde apagó el televisor, y recorrió el extremo de Manhattan, rodeando el Battery Park, luego se dirigió al norte por el este de la isla a lo largo del FDR Drive, donde había mucho tráfico, rodeó la parte superior de la isla por el Harlem River Drive y bajó hacia el sur por la West Side.

—¿De cuánto tiempo disponemos? —preguntó Denny.

—Dice H. J. que lo que tardemos.

—Voy a necesitar un baño.

—Hay un McDonald’s en la Treinta y cuatro con la Novena avenida.

Unos minutos después paramos y bajaron uno detrás de otro para utilizar el lavabo.

—¿Tú?

Sacudí la cabeza. Estaba demasiado asustado.

Dimos la vuelta a la isla una vez más, y para entonces ya casi era medianoche y los hombres estaban aburridos.

—Que se joda H. J., tío.

—Esto es lo que pasa cuando eres un trabajador a sueldo.

—¿Sois sobornables, amigos? —pregunté—. Podéis llevarme a un cajero y vaciar mi cuenta, y dejarme marchar sólo con un poco de suelto para tomarme un trago.

El hombre sentado a mi izquierda se rió.

—Me caes bien.

Luego sonó un móvil y los tres se cuadraron. El hombre a mi izquierda contestó.

—De acuerdo —dijo bajando la voz—. Vamos para allí.

Avanzamos por la calle Veinte Oeste y siguientes, no muy lejos de donde yo vivía. La limusina se detuvo junto a una cuneta, y me hicieron subir por las escaleras de una vieja fábrica. Los hombres me seguían de cerca, apremiándome con una mano bajo mi axila. Pensé en correr, pero sabía que era inútil. Llegamos a una puerta metálica negra sin ningún letrero.

—Aquí es donde nosotros desaparecemos —dijo uno de los hombres.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—La gente como nosotros no es bien recibida aquí. —Me miró con expresión divertida—. Aunque no nos verás protestar.

Se abrió la puerta y salieron cuatro negros vestidos con buenos trajes. Me dejaron en sus firmes manos y la puerta se cerró rápidamente tras de mí. Dentro oí música rap que aumentaba de volumen a medida que me conducían por un pasillo oscuro de madera contrachapada pintada. Pasamos por delante de varias chicas negras que reían bobamente fuera de una puerta en la que se leía privado, y comprendí que para ellas ver allí a un blanco de mediana edad era tan sorprendente, tan anómalo e inverosímil como ver un reno. A continuación el pasillo se tiñó de rojo, y persistió el olor a porros. Pasamos junto a una escalera donde dos negros golpeaban con toda naturalidad a un tercero. Se volvieron sorprendidos al vernos.

—Tranquilo —murmuró uno de mis escoltas.

—¿Es un poli?

Me hicieron subir un tramo de escalera. En el rellano nos topamos con un montón de adolescentes negros apiñados alrededor de un bull terrier de pelea que colgaba de una cuerda gruesa y con nudos a un metro del suelo. La cuerda sujetaba al perro por la mandíbula.

—Eh, ¿cuánto rato lleva así? —preguntó nuestro escolta.

—Nueve minutos.

El perro tenía los ojos en blanco y sacudía con furia la cabeza, con espuma en la boca.

—¿Cuál es el récord?

—Veintiséis.

Subimos otro tramo de escalera, pasando por delante de folletos publicitarios, fotos de raperos y portadas de discos enmarcadas. Nos cruzamos con una negra corpulenta con un traje de lamé dorado y gafas de sol.

—Hola, muñeco —murmuró.

Se detuvo junto a una puerta de cristal en la que se leía «HANDJOB PRODUCTIONS».

—Eh, adelante.

En el interior había una pequeña oficina con una cristalera negra que daba a la pista de baile del club. Los hombres me siguieron y cerraron la puerta tras de sí. A un lado había un equipo para hacer mezclas sin utilizar, platos giratorios y platinas, y al otro un negro increíblemente gordo con una bata de seda roja y unos auriculares de seguridad. Llevaba unas gafas de montura dorada con los cristales cubiertos de una especie de hologramas brillantes. La silla en la que se encontraba sentado estaba elevada para tener una vista de pájaro de la pista de baile. A su lado había un bidón de gasolina de setecientos cincuenta litros con una ranura en la tapa. A nuestro alrededor y a través del suelo se percibía la sorda vibración del bajo. De vez en cuando llegaba un grito emocionado. Abajo en la pista, cientos de cuerpos se movían en una masa ondulante, y los focos se encendían y apagaban enloquecedoramente mientras un grupo de rap daba vueltas con movimientos estilizados, balanceando cadenas y agarrándose la entrepierna.

—Eh, H. J. Éste es el tipo.

H. J. señaló una silla y despidió con una seña a los demás.

—Estaremos fuera, hermano.

Él ni siquiera se molestó en mirarme. Se limitó a mirar la pista de baile unos minutos y habló hacia sus auriculares.

—Mira lo que esos negratas están haciendo junto al sofá rojo. —Se inclinó hacia delante observando—. No, el tipo de verde… sí, él. Me está copiando. Dile a ese negrata que estoy en su mente. Muy bien, tranquilo. ¿Antwawn? Antwawn, quiero que me subas esa caja ahora mismo. Tráemela.

—Eh —dije—. ¿Puedes decirme por qué estoy aquí?

—No interrumpas a un hombre que se está ocupando de sus asuntos —fue la respuesta—. Antwawn, coño, quiero verte aquí en… —Se volvió—. ¿Cómo me has llamado? ¿Me has llamado «Eh»?

—Te he preguntado por qué me has hecho venir aquí.

Se vislumbró una enorme sonrisa bajo las gafas de sol.

—Tienes malos modales, blanco. Me llamo H. J.

—Encantado de conocerte —dije—. Ahora dime por qué estoy aquí.

La puerta se abrió, y entró un joven con rizos rastas y un tatuaje del Pato Lucas llevando una caja. Supuse que era Antwawn. Me miró.

—¿Quién es éste?

H. J. pasó por alto la pregunta.

—Ábrela.

Antwawn la abrió y la inclinó hacia H. J. Incluso desde donde yo estaba vi que había dinero.

—¿Satisfecho?

H. J. abrió la caja y retiró un pequeño fajo de billetes que se guardó en el bolsillo, luego cogió un rollo de cinta adhesiva protectora y rodeó con ella la caja unas cinco veces.

—Suficiente —dijo. Firmó su nombre en la cinta con un rotulador grueso y añadió—: Ponla en la caja fuerte.

Antwawn se arrodilló debajo de la consola, abrió una puerta y colocó la caja dentro, y la cerró.

Abajo en la pista de baile la gente gritaba.

—¿Cuántas chicas hay ahí fuera? —preguntó H. J.

—Diecinueve, sin contar a Serena, que está en la caja.

—¿Tienes a LaQueen esta noche?

—Sí. —Antwawn sonrió—. ¿La quieres?

—Dile que suba, que me enseñe algo.

Cuando Antwawn se fue, entró otro hombre con camisa de terciopelo. Tenía una desagradable cicatriz en un antebrazo.

Nos miró.

—¿Quién es este blanco?

—Sólo está de visita. Veamos.

El hombre de la cicatriz sacó una pequeña pistola plateada.

—Bien. ¿Ha forcejeado?

—No, jefe.

H. J. dejó caer la pistola en la ranura del bidón de gasolina. Luego sacó un puñado de billetes del bolsillo de su bata roja y se lo dio al hombre.

—Toma. —Chocaron puños y el hombre de la cicatriz se marchó.

Se volvió hacia mí.

—¿Trabajas para Jay Rainey?

—No.

—Tonterías.

Me encogí de hombros.

—Mi tía dice que ha hablado contigo hoy.

—Sobre todo con Rainey. Ha dado la casualidad de que yo estaba allí.

—¿Qué quería mi tía?

—Dinero.

—Eso es cierto. Pero ha cometido un error.

—¿Cuál?

—Se ha equivocado de cifra.

No dije nada.

—He dicho que se ha equivocado de cifra, que ha pedido demasiado poco.

—Ya te he oído.

—¿Estás faltando al respeto a mi gente? —preguntó, con las luces encendiéndose y apagándose detrás de su cabeza.

—No.

—¿Odias a los negros?

—No.

—¿Crees que deberían seguir siendo pobres y contraer sida y demás?

—No.

—¿Crees que los negros son estúpidos?

—No.

—A mí me parece que sí que lo crees. Creo que tienes tus ideas sobre los negros.

—Estoy seguro de que también tienes tus ideas sobre los blancos.

—Tú odias a los negros.

—No.

—Odias su superioridad.

—No.

—Odias sus proezas sexuales.

—No.

—Odias todo sobre ellos.

—¿Tú odias a los blancos? —pregunté.

Respiró por la nariz.

—Sí.

—¿Odias a los blancos?

—Sí, los odio.

Una chica asomó la cabeza, tenía los labios del color de los taxis. Llevaba tacones altos, una correa de cuero y un top ribeteado de flecos. Todo del color de los taxis.

—Pasa, LaQueen.

—Oh, ya sé lo que quieres —dijo ella con una voz estridente y jovial que hacía pensar en pequeñas pastillas que hacen hablar a la gente con esa voz. Me vio—. ¿Quién es éste?

—Sólo es un blanco que no tiene ni idea de lo que está haciendo.

—¿Quieres divertirte?

—Ven aquí. Como decía mi padre, nena, eres aún mejor que un cheque del gobierno.

Ella me miró con picardía.

—No mire, señor.

Miré. Se arrodilló entre los enormes muslos de gelatina de él y abrió la bata roja. Pero todo lo que vi fue el encantador violín oscuro de la espalda de ella, sus tobillos juntos, los tacones hacia el techo.

—Despacio, nena. —Luego el negro le levantó la cara hacia él—. Te encanta, ¿verdad? Te encanta mi monstruo.

—Sí, cielo.

—Dilo. Di: Me encanta tu monstruo.

—Me encanta, H. J. Tú eres mi negro diesel. —Y volvió a apretar la cabeza contra él.

Él levantó la mirada hacia mí, por encima de la cabeza de ella, que subía y bajaba.

—Mi tía dice… dice que obligasteis a mi tío Herschel a salir con ese frío y que tuvo… un infarto. Todo el mundo sabe que tío Herschel tenía el corazón muy delicado.

—No sé qué le pasó. Trabajaba para Jay Rainey.

Los pies de H. J. se movían a un ritmo lento. Vi que llevaba una pistola sujeta al tobillo.

—Él te paga, es… lo mismo.

—Eso no es exactamente lo que…

H. J. me miró enseñando sus dientes dorados.

—¿Tú también quieres una mamada?

—No, gracias —respondí con tanta frialdad como pude.

—Porque parece que… te gusta. Lo veo en tus ojos. —Miró la cabeza de la chica—. Parece que te atrae.

—No, gracias —repetí.

—¿Qué…? ¿Tienes algún problema con mi mujer?

—No —dije.

—¿No es lo bastante buena para ti?

—Yo no he dicho eso.

—A lo mejor es demasiado negra para ti.

—No.

—¿Lo ves? A los blancos como tú les asustan las negras. Y las blancas prefieren a los negros, mientras que a las negras no les interesan los blancos. Todas prefieren a los negros, ¿comprendes? Lo mismo pasa con las chinas y las españolas. ¡En cuanto lo prueban ya no quieren otra cosa! —Dejó caer la mano en la cabeza de la chica, la frotó y me sonrió lleno de odio—. Tal vez tendrías que aprender a valorar. ¿Sabes? Se lo pediré a LaQueen, ella lo hará cuando acabe conmigo. Puede que no quiera, pero lo hará. ¿Verdad, nena?

Ella asintió con la cabeza e hizo un sonido afirmativo con la boca llena.

—Así podrás comprobarlo… por ti mismo.

No dije nada. Vivíamos películas diferentes, las dos terroríficas.

—Ahora despacio —susurró H. J. a la chica. Se colocó sus estrafalarias gafas de sol en la frente y me miró con unos ojos extrañamente pequeños y sensibles hundidos en sus grandes mejillas—. Mi tía dice que encontraron a Herschel en el bulldozer, congelado, ¡congelado! ¿Cómo dejas que se congele un negro, eh? Eso no está bien, ¿entiendes? Aquí hay gato encerrado, y voy a encontrar a ese Poppy o Popeye o como se llame el cabrón. —Cogió la pistola de su tobillo y me apuntó—. ¡Eso hace que te entren ganas de matar! ¡El blanco ese siempre pagó a mi tío Herschel una miseria! ¡Trabajó en sus tierras como treinta años y nunca vio nada! —Apoyó una mano en el hombro de LaQueen, manteniendo el ritmo—. ¡Quiero una compensación y tú vas a pagarla! ¡Hemos oído decir que esas tierras se han vendido por catorce millones de dólares!

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