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Authors: Colin Harrison

Tags: #Intriga

Havana Room (29 page)

Yo, en cambio, no sabía nada de él. En particular, por qué motivo era él quien controlaba el programa de las actividades del Havana Room.

* * *

Pero sabía una cosa; sabía que cuando Robert Moses, el gran y resuelto arquitecto del Nueva York moderno, constructor de carreteras, parques y piscinas municipales, insistió en que debía construirse la autopista de Brooklyn a Queens para mejorar el tráfico que iba y venía de los barrios en crecimiento de Long Island, Staten Island y New Jersey, la autopista elevada se erigió a través y por encima de los vecindarios obreros de casas adosadas de ladrillo, donde vivían los hombres que trabajaban en el astillero naval de Brooklyn y en los muelles del East River Si se pararon un momento a pensar en lo que pasaría con los edificios de debajo, eso no cambió su destino, que era aguantar el ruido y la contaminación de la autopista, la continua lluvia de tapacubos, envases de cartón de aceite de 10/40W, vasos de batidos, bolsas de vómito de niños mareados, gorras de los Yankees perdidas, pañales usados, colillas, botellas de cerveza, cintas de casete desechadas, condones, sandías, tapas de radiador y Dios sabe cuántas cosas más que caen o arrojan los coches y camiones tras su paso. Agazapados entre las sombras de esa zumbante y oxidada superestructura están los negocios que dependen de esa situación marginal, donde los alquileres son más bajos, la miseria se ignora, el aparcamiento es amplio y sin vigilancia: tiendas de pornografía, garajes de taxis, oficinas de servicio de automóviles, etcétera. No es un buen barrio; fue aquí, por ejemplo, donde un policía de Nueva York, que al terminar su turno se dedicó a beber durante doce horas, parte de las cuales en un tugurio de striptease, atropello con su furgoneta a una mujer latina y a sus dos hijos al ir a más de cien por hora, un hecho que, para los que creen en tales lugares, envió a cuatro almas al cielo y a una de ellas a la portada de los periódicos sensacionalistas. En la ciudad hay esas fisuras, profundas grietas en el paisaje por las que se cuela lo malo, y fue allí adonde fui a buscar a Jay esa misma tarde, basándome en lo que me había dicho Allison.

El edificio de Red Hook que me interesaba estaba en la esquina de la calle Treinta con la Tercera avenida. Abrí la puerta con cierta aprensión, porque recordaba cuánto le había gustado a Timothy ese lugar cuando habíamos ido juntos hacía unos años, y volver ahora era una forma de medir mí caída desde entonces. Pero seguí adelante. En la primera sala, una cueva tenebrosa de máquinas del millón y videojuegos. donde vendían souvenirs de deporte a precio reventado y comida basura. Unos niños con equipos de la Little League mal emparejados corrían en tropel. Oí música rock y cada pocos segundos un fuerte ruido metálico. Más allá de una puerta vi una sala mucho más larga en la que colgaba el siguiente letrero:

55 km/h: Todos los niños menores de 9 años

75 km/h: Niños a partir de los 9 años

90 km/h: Niños a partir de los 10 años

100 km/h: Niños a partir de los 11 años

120 km/h: Adolescentes a partir de los 13 años

130 km/h: Adolescentes a partir de los 17 años

150 km/h; Acceso especial; se requiere autorización de la dirección

Detrás de una alta tela metálica, las máquinas lanzadoras disparaban pelotas de béisbol a los bateadores. Me quedé un momento detrás de la máquina de 75 km/h mientras un niño larguirucho de unos diez años golpeaba una pelota detrás de otra con un bate de aluminio. Las pelotas parecían muy veloces, pero él daba a una de cada tres o algo parecido. Un hombre con una gorra verde de los Jets entró para corregir la postura del niño y la pelota le rozó las cejas. El béisbol sigue siendo sagrado en Brooklyn, de un modo que nunca podría serlo en el East Side de Manhattan, y las cajas de bateo de Red Hook forman parte de un mundo donde los ancianos olvidados se sientan en tumbonas en descampados desnivelados que en otro tiempo fueron plazas mayores, chupando puros apagados y parando los cohetes humeantes de los jóvenes lanzadores, chicos cuyas madres blanquean los uniformes la víspera de un partido, un partido que la mitad de las veces arbitra un policía o un bombero, y que, si se juega en el campo de la Little League de Ty Cobb, cerca de la Décima avenida, no sólo verán los negros que viven en las viviendas protegidas del otro lado de la calle y los padres sentados en las gradas de cemento, sino también los encargados del tren de mantenimiento de la línea de metro Nline, que aparcan las enormes máquinas amarillas y negras en las vías elevadas desde las que se domina el campo; en las pocas ocasiones en que un niño impulsa la pelota por encima del muro del cuadrangular, uno de los hombres se sube al tren y toca la bocina mientras el niño corre las bases. Eso es Brooklyn, el béisbol en Brooklyn.

Seguí avanzando. No había ni rastro de Jay. Detrás de cada máquina había un grupo de niños comiendo perritos calientes y gritando, y el ruido era ensordecedor. En la caja de 120 km/h observé cómo uno de los niños se inclinaba demasiado y la pelota le golpeaba en la sien protegida por su casco de bateador: su entrenador introdujo una mano dentro de la valla metálica para apretar el botón rojo de parar y fue al encuentro de su jugador, que se sacudió de encima el golpe. Como es natural, pensé en Timothy, que ahora tenía diez años y sería totalmente capaz de batear con la fuerza de muchos de esos niños.

Al fondo del edificio estaba la caja de 150 km/h, y a través de las numerosas capas de tela metálica vi una figura corpulenta con camiseta y pantalones cortos que bateaba de forma espectacular. Estaba rodeado de espectadores, y, al acercarme, me di cuenta de que era Jay, con algo de plástico verde en la boca. Devolvió un gran lanzamiento. Me acerqué más y vi que lo que tenía en la boca era un inhalador; entre lanzamiento y lanzamiento lo apretaba para liberar la sustancia química que contenía.

Me fundí con los demás, preocupado y fascinado. Sabía que Jay era un hombre corpulento, por supuesto, pero siempre lo había visto enfundado en un traje o un grueso abrigo de invierno; en esos momentos vi claramente a un hombre de metro noventa de estatura y ciento diez kilos, fornido de brazos, pecho y espaldas, con un poco de barriga, y, lo más llamativo, unas piernas musculosas que se ensanchaban por debajo de las rodillas hasta convertirse en enormes pantorrillas venosas, grandes como las del superhéroe de un cómic, tres veces superior al tamaño normal, y curiosa e incluso preocupantemente fascinantes; bonitos racimos de músculos que se abultaban a partir de la línea descendente de sus piernas, unas piernas que Allison había tenido seguramente entre las suyas. Jay y yo no éramos exactamente rivales sexuales, pero tampoco dejábamos de serlo. Me pregunté si Allison había comparado nuestro largo y único beso en el Havana Room de hacía unas horas con los placeres que le había proporcionado Jay. Era una pregunta estúpida, pero la respuesta era que por supuesto que lo había hecho, y al ver la manifiesta vitalidad de Jay, creí muy posible que Allison hubiera restado importancia a nuestro breve instante de intimidad por considerado ridículo o inapropiado.

—Jodido monstruo —se burló uno de los adolescentes que colgaba de la valla metálica—. Aspirando esa mierda de cocaína gasificada o lo que sea. Son esteroides para el cerebro, que te ayudan a batear más deprisa. Los jugadores de las grandes ligas los toman en secreto antes de salir del foso.

—Eso es chungo, tío.

—¡No, no lo es! En las casetas de todos los equipos importantes siempre hay un pequeño lavabo. Los tipos entran allí para inhalar esa mierda, y luego salen y arrasan. ¿Por qué crees que se baten continuamente récords en el cuadrangular? No es sólo cosa de los músculos sino también del cerebro.

—No tienes ni idea de lo que estás hablando.

—Mira cómo golpea la pelota, maricón.

Y, en efecto, la golpeaba, no sólo devolviéndola o arrojándolas al aire, sino sosteniendo el bate paralelo al suelo e impulsando la pelota directamente contra la tela metálica del fondo, una detrás de otra. De pronto falló y la pelota se estrelló contra la pantalla que había frente a mí. Dejó escapar un grito ahogado de frustración e inhaló dos veces la droga, hinchándose aparentemente con ella antes del siguiente lanzamiento.

Cuando éste llegó, Jay golpeó la pelota con el bate y la arrojó con fuerza cinco metros por encima de la pantalla. Volvió a bramar y golpeó el bate contra el suelo.

—¿Lo ves? —dijo el niño acariciándose lo que quería creer que era un bigote—. Es un monstruo. Los esteroides lo están volviendo loco.

Jay clavó su calzado en el suelo y blandió el bate para practicar, luego volvió a colocarse en posición, con las rodillas dobladas, la cabeza erguida, el codo derecho alto y ligeramente tembloroso. El brazo mecánico se levantó y él se balanceó y se ladeó, como enseñan los entrenadores, y cuando llegó la pelota, estaba preparado y la impulsó contra la tela metálica.

—¡Ja! —se le oyó gritar satisfecho. Fue un sonido sexual, asesino.

—¿Lo has visto? —dijo uno de los chicos—. ¿Has visto eso?

—He visto a tu madre.

—Tu madre me jodió mi bate.

—Sí, el que le dio tu hermana cuando acabó con él.

—¿Te refieres al que lamiste durante tres horas?

—Callaos —dijo un tercer chico—. Está usando las dos manos.

Vi cómo Jay se pasaba el bate de una mano a otra, y respondía otros cuarenta lanzamientos o más. Con la izquierda no era tan eficiente y fallaba algún que otro lanzamiento. Pero ser capaz de batear bien con ambas manos es una de las habilidades menos comunes en el béisbol, y me intrigó que lo intentara siquiera, sobre todo con pelotas que llegaban a la velocidad de una liga nacional. Su camiseta por detrás estaba cada vez más oscura entre los omóplatos. De pronto se encendió una luz roja encima de la máquina lanzadora, señalando el fin de la sesión.

—Mal —gruñó Jay para sí.

Se sacó el inhalador de la boca, lo arrojó al aire y lo golpeó con el bate. Se hizo añicos y la lata salió disparada en nuestra dirección, rozando el suelo.

—Eso también lo hace siempre —dijo uno de los chicos—, así es como me enteré de los esteroides para el cerebro.

Jay se levantó el casco y empezó a quitarse los guantes de bateador. Retrocedí un paso, pensando que tal vez no era buena idea abordarlo allí, delante de tanta gente, con un bate de béisbol en las manos y bajo los efectos de la droga que estaba inhalando.

—Eh, señor —gritó uno de los chicos—. ¿Qué había ahí dentro?

—Voy a averiguarlo —dijo el otro chico, y entró corriendo en la caja.

Jay lo observó con poco interés. El niño recogió la lata del suelo y salió corriendo.

—¿Qué es?

Los chicos estudiaron la pulcra letra y yo me acerqué para mirar también.

—Adren no sé qué.

—Dejadme ver eso, jodidos analfabetos.

—Oiga, señor —gritó uno de los chicos.

Un tipo fornido de unos veinte años con un jersey de los Rangers apareció de pronto, se inclinó hacia el chico y le habló con aspereza, levantando de vez en cuando la vista hacia Jay.

—Está bien, está bien —protestó el niño. Luego él y los otros chicos huyeron con su premio.

Adrenalina. En forma de aerosol. ¿Ayudaba realmente a batear más deprisa? La idea me parecía disparatada. Jay abrió la puerta de la caja y avanzó dando tumbos a través del gentío, con la visera de su gorra de los Yankees bajada, y un abrigo y pantalones de chándal colgados del hombro, la vista clavada en el suelo y una expresión furiosa, resuelta y ajena a todo, incluido yo. Me aseguré de que no me viera, intimidado por su fuerza violenta y tambaleante, aumentada sin duda por lo que se había metido en el cuerpo. También se le veía profundamente solo y amenazador en su corpulencia. Las afirmaciones que tenía previsto lanzarle me parecieron de pronto endebles e incluso estúpidas, pero decidí seguir adelante, y me mantuve a una distancia de diez metros mientras él desaparecía por la sala delantera, sin despedirse de nadie, aunque por los comentarios del chico me pareció que era una figura conocida allí. Me abrí paso con dificultad a través de una repentina avalancha de niños de ocho años, cualquiera de ellos podría haber sido Timothy hacía un par de años, y vi a Jay salir precipitadamente al frío de la calle. Cuando llegué a la puerta él ya había cruzado los tres carriles de la Tercera avenida hacia el sur y había desaparecido bajo el profundo y oscuro rugido de la autopista. Al otro lado de ésta, un letrero de neón anunciaba «VÍDEOS XXX Y CABINAS ÍNTIMAS». Había vuelto a perderle, o más bien le había encontrado y le había dejado escapar. Increíble, increíblemente estúpido. ¿O sencillamente le tenía miedo? ¿Estaba dejando que se pasara de listo conmigo?

—¡Jay! —grité, tratando de alzar la voz por encima del torrente de tráfico denso que pasaba ante mí.

Bajé a la calzada, esperando que se abriera una brecha para cruzar.

—¡Oiga! —gritó una voz ronca a mi lado—. No se mezcle con ese tipo.

Por la puerta que tenía a las espaldas se asomó una cara, un hombre un poco más joven, con un pelo que parecía un estropajo alrededor de su cabeza. Podría haber sido blanco, iba vestido como un latino y hablaba como un negro. Cada día costaba más distinguirlos.

Me volví de nuevo hacia Jay y luego comprobé el semáforo.

—¿Por qué? —respondí, sin dejar de mirar—. ¿Por qué no debo mezclarme con él?

A través del tráfico vi a Jay subirse a su furgoneta.

—¿Ese tipo? Deje que le hable de ese tipo. Es una mala pieza. Hablo en serio.

—Vamos.

La luz de la cabina se apagó y se encendieron los faros.

—¡Jay! —grité de nuevo, dando un paso al frente.

—¿Tengo aspecto de meterme con usted? —preguntó el hombre. Vi cómo los coches aminoraban la velocidad.

—¡Jay! ¡Jay!

Su furgoneta se alejó dando tumbos por el otro lado de la avenida en dirección norte, hacia Manhattan.

—¡Se lo digo, no se mezcle con él! —Señaló con el dedo las cajas de bateo—. Es una jodida bestia, deberían echarlo de aquí. Aspirando drogas, asustando a los niños. Esa mierda te jode, te vuelve loco. La policía tampoco hace nada.

—¿Cómo?

—Ese tipo ha hecho cosas. Dejémoslo así. Usted no es de aquí, ¿verdad? Le habría visto. —El hombre asintió con vehemencia, como si yo le hubiera llevado la contraria—. Una vez un tipo discutió con él y la cosa acabó mal. ¿Sabe a qué me refiero? —Dio un paso hacia delante, me agarró el abrigo y tiró de él. Retrocedí instintivamente, pero era demasiado tarde. Había pegado su cara a la mía, y notaba su aliento caliente y fétido—. Así, sin más. Como bajar la jodida cremallera de su abrigo.

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