Heliconia - Invierno (31 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

La iluminación acentuaba las avaras proporciones de aquella sala, en la que la altura del techo se correspondía solamente con la profundidad de la penumbra que generaba. Un grueso cirio de viridiana se consumía sobre un alto soporte ubicado en el centro del salón vacío. De algún lado llegaba una corriente fría que hacía bailar las sombras sobre el quejumbroso suelo de madera.

—¿Cuánto tiempo esperaremos aquí? —preguntó Chubsalid al guía.

—Un tiempo breve, señor.

Los tiempos breves se hacían largos en aquel salón; pero poco después dos soldados armados con sables empujaron unas puertas internas, dejando parcialmente al descubierto una nueva sala.

Esta sala estaba iluminada por lámparas de gas, que arrojaban su enfermiza luz sobre todo menos sobre el rostro de un hombre sentado al fondo de una silla de gran tamaño. Su rostro estaba en sombras debido a que las lámparas se encontraban detrás del trono. El hombre no se movió.

Chubsalid dijo con voz clara:

—Yo soy el Supremo Sacerdote Chubsalid de la Iglesia de la Paz Formidable. ¿Quién eres tú?

Una voz igual de clara le respondió:

—Te dirigirás a mí como el Oligarca.

A pesar de haberse preparado para este momento, los tres sacerdotes se sintieron momentáneamente paralizados. Luego avanzaron hasta la puerta de la sala interior, donde soldados con los sables desenvainados les cerraron el paso.

—¿Eres Torkerkanzlag II? —preguntó Chubsalid.

A lo que la voz clara volvió a decir:

—Dirígete a mí como el Oligarca.

Chubsalid y Asperamanka se miraron. Luego, el primero empezó a hablar.

—Hemos venido hasta aquí, Temido Oligarca, para discutir el recorte de las libertades tradicionales en nuestro estado, y a hablar contigo acerca de un crimen recientemente cometido…

La voz clara lo interrumpió:

—No has venido aquí a discutir nada, sacerdote. No has venido a hablar de nada. Estás aquí porque predicaste la traición, desafiando deliberadamente los últimos edictos del Estado. Has venido aquí porque la traición se castiga con la muerte.

—Al contrario —dijo Parlingelteg—. Hemos venido aquí en nombre de la razón y de la justicia, esperando encontrarnos con un debate abierto, no con una suerte de retorcido melodrama. Asperamanka adelantó el pecho contra la punta desnuda de una de las espadas y dijo:

—Temido Oligarca, te he servido fielmente. Soy el Sacerdote Militante Asperamanka, aquel que, como sin duda ya sabes, condujo a tus ejércitos a la victoria sobre los mil cultos paganos de Pannoval. ¿Acaso tú…? ¿No fueron esos mismos ejércitos destruidos a las puertas de nuestro territorio?

La voz inconmovible del Oligarca dijo:

—En presencia de tu gobernante no has de formular preguntas.

—Dinos quién eres —dijo Parlingelteg—. Si eres humano, no das muestras de serlo.

Haciendo caso omiso de la interrupción, Torkerkanzlag II se dirigió a uno de los guardias:

—Descorre las cortinas.

El guía que los había conducido hasta la sofocante cámara avanzó hasta la larga ventana haciendo crujir el suelo y cogió con ambas manos la cortina de cuero, que retiró lentamente.

Una luz grisácea invadió la sala. Mientras sus dos acompañantes miraban hacia afuera, Chubsalid se volvió hacia el Oligarca. Algo de luz había logrado filtrarse incluso hasta el sombrío trono donde éste, inmóvil, se hallaba sentado, revelando débilmente una parte de sus rasgos.

—¡Te reconozco! ¡Pero si eres…! —Sin embargo, el Supremo Sacerdote no pudo seguir porque uno de los soldados lo tomó irrespetuosamente del hombro y lo empujó hasta la larga ventana donde el guía señalaba hacia abajo.

Al otro lado de la ventana se veía un patio rodeado enteramente por altos muros grises. Cualquiera que osase atravesarlo habría sucumbido bajo el peso de las ominosas hileras de ventanas que se alzaban a su alrededor.

En medio del patio habían construido una pequeña celda de madera con un alto y robusto poste en su centro. Lo más curioso de esta construcción consistía en que celda y poste se sostenían sobre una plataforma de tablones de madera apoyada en una pila de troncos. Entre uno y otro tronco había manojos de hojarasca y ramas secas, astillas y paja.

El Oligarca dijo:

—La traición se castiga con la muerte. Eso lo sabías antes de venir aquí. La muerte en la hoguera. Has predicado contra el Estado. Debes arder.

Parlingelteg habló con aplomo mientras la cortina volvía a velar la luz:

—Si te atreves a quemarnos, harás que la religión de Sibornal se torne contra el Estado. Cada mano de cada hombre se alzará en tu contra. No sobrevivirás. Quizá ni siquiera sobreviva Sibornal.

Asperamanka corrió hacia la puerta, gritando:

—Me ocuparé de que el mundo se entere de esta infamia.

Pero los soldados apostados al otro lado lo hicieron retroceder.

Chubsalid, en medio de la sala, le dijo serenamente:

—Mantente firme, mi buen sacerdote. Si este crimen se comete aquí, en el centro de Askitosh, habrá quienes no descansarán hasta que el Azoiáxico haya triunfado. He aquí el monstruo que piensa que la traición es menos costosa que los ejércitos. Pero esta traición le costará todo lo que tiene.

El hombre inmóvil dijo desde su trono:

—No hay mayor bien que la supervivencia de la civilización durante los siglos que se avecinan. A tal fin, todo sacrificio es poco. Olvidemos los nobles principios. Cuando la plaga triunfa, la ley y el orden sucumben. Siempre ha sido así al acercarse cada Gran Invierno, en Campannlat, en Hespagorat, también en Sibornal. Los ejércitos enloquecen, los documentos arden, los emblemas más preciados del Estado son destruidos. Reina la barbarie.

»Esta vez, este invierno, podremos/sabremos sobrevivir a la crisis. Sibornal debe convertirse en una fortaleza. Ahora ya nadie debe entrar. Pronto, nadie podrá salir. Durante cuatro siglos, mientras el frío desollé a los lobos, nosotros seremos un oasis de ley y orden. Viviremos del mar.

»Los valores se mantendrán, pero siempre que sean aquellos de la supervivencia. No admitiré un Estado y una Iglesia enfrentados. Es lo que ha decidido la Oligarquía. El nuestro es el único plan capaz/posible para salvar al mayor número de gente.

»Con la llegada de la primavera, nosotros habremos mantenido nuestra fuerza y Campannlat seguirá sumido en el primitivismo, atando a sus mujeres al yugo de sus carros como si fueran bestias de carga…, si no han olvidado para entonces cómo se construye una rueda. Entonces habrá llegado el momento de resolver para siempre la interminable hostilidad que nos ata a aquellas salvajes tierras.

«¿Llamáis maldad a esto? ¿A esto llamas maldad, Supremo Sacerdote? ¿Al triunfo de nuestro bienamado continente?

Enfundado en sus hábitos, la figura de Chubsalid imponía respeto. Se enderezó y dejó que el silencio cubriera la retórica del Oligarca antes de responder:

—Aunque tu arrogancia te diga lo contrario, el tuyo es el argumento de un hombre débil. La religión de Sibornal es áspera, forjada, al igual que la Gran Rueda, bajo las adversidades de un clima extremo. Pero predica el estoicismo, no la crueldad. Tú esgrimes el viejo argumento del fin que justifica los medios. Te darás cuenta demasiado tarde de que la crueldad que predicas se volverá pronto en tu contra, impidiéndote lograr lo que te propones.

El hombre del trono movió la mano apenas una pulgada a modo de gesto:

—Podemos cometer errores, Supremo Sacerdote, eso lo sé. Entonces nos limitaremos a enterrar a nuestros muertos y mantenernos en carrera.

—Y todos esos muertos atestiguarán en tu contra —estalló la voz clara y juvenil de Parlingelteg—. La noticia irá de gossi en gossi. Todos sabrán de tus crímenes.

El timbre más grave del Oligarca respondió:

—Los muertos pueden atestiguar. Afortunadamente, no van armados.

—¡Cuando esta infamia se sepa, serán muchos los que alcen las armas contra ti!

—Si no tenéis otra cosa que decir aparte de vuestras amenazas, es hora de que os unáis a los millones de desarmados subterráneos. ¿O es que alguno de vosotros prefiere reconsiderar su lealtad para con el Estado en razón de lo que he dicho?

Hizo una señal a los guardias. Parlingelteg gritó la maldición prohibida:

—¡Abro Hakmo Astab, maldito Oligarca!

Guardias armados cruzaron pesadamente la habitación para tomar posiciones detrás de los religiosos.

Asperamanka, mudo, no conseguía dominar el temblor de su mandíbula. Sus ojos buscaron a Chubsalid, que le palmeó el hombro. El sacerdote más joven tomó el brazo de Chubsalid al tiempo que volvía a gritar:

—¡Quémanos y harás que arda todo Askitosh!

—Te lo advierto, Oligarca —dijo Chubsalid—. Si provocas un cisma entre Iglesia y Estado, tus planes fracasarán. Dividirás al pueblo. Si nos quemas, tu plan habrá fallado antes de comenzar.

El Oligarca, con voz calma, dijo:

—Encontraré a otros más deseosos de cooperar, Supremo Sacerdote. Docenas de obedientes querrán tomar tu lugar… sin nada deshonroso en ello. Conozco bien a los hombres.

Cuando los guardias sujetaron a los prisioneros, Asperamanka consiguió liberarse y se adelantó corriendo hacia el trono, hincando la rodilla ante el Oligarca, la cabeza inclinada.

—Temido Oligarca, no me mates. Tú sabes que yo, Asperamanka, he sido tu siervo fiel en la guerra. Estoy seguro de que nunca quisiste acabar con la vida de tan valioso instrumento. Haz lo que desees con los otros dos pero permíteme vivir, ¡permíteme volver a servir! Yo también creo que Sibornal debe sobrevivir como dices. A épocas duras corresponden medidas duras. El poder espiritual debe dejar paso al poder temporal para garantizar la seguridad. Deja que viva y te serviré… para mayor gloria de Dios.

—Puedes hacerlo en nombre de tus rastreros intereses pero nunca en el de Dios —dijo Chubsalid—. ¡Ponte de pie! Muere con nosotros, Asperamanka; te será menos doloroso.

—Tanto en la vida corno en la muerte, aceptamos el papel del dolor en nuestra existencia —sentenció el Oligarca—. Asperamanka, no me esperaba esto de ti, del vencedor de Isturiacha. Entraste aquí con tus hermanos; ¿por qué no morir también con ellos?

Asperamanka callaba. Luego, siempre con la rodilla hincada, estalló en un torrente de elocuencia.

—Lo que se ha dicho aquí no corresponde tanto a la política o a la moral como a la historia. Tú quieres cambiar la historia, Oligarca; una obsesión de todo gran hombre, supongo. De hecho, nuestra historia cíclica parece estar pidiendo una reforma…, reforma que, para ser efectiva, ha de ser brutal.

»Pero yo hablo en nombre de nuestra bienamada Iglesia, a la que también he servido… y con entera devoción. Deja que éstos ardan por ella. Yo prefiero vivir por ella. La historia nos enseña que las religiones pueden extinguirse al igual que las naciones. No he olvidado las lecciones de historia que recibí de niño en el monasterio del Antiguo Askitosh, en las que supe de la derrota de la religión de Pannoval a manos del malvado rey de Borlien y sus ministros. Si Iglesia y Estado quedaran divididos, nuestro Dios Supremo se vería igualmente amenazado. Deja que yo, como Hombre de Dios, sirva a tus propósitos.

Cuando los arrastraban fuera de la sala, Parlingelteg golpeó con el pie a Asperamanka, que rodó por el suelo:

—¡Hipócrita! —gritó mientras era empujado al otro lado de la puerta.

—Llevad a estos dos al patio —dijo el Oligarca—. Si en el corazón de la Iglesia se cuela un poco de temor, puede que en el futuro la Iglesia modere su expresividad.

Inmóvil, presenció cómo los guardias se llevaban al Supremo Sacerdote Chubsalid y al Sacerdote Capellán Parlingelteg.

La sala se vació. Sólo quedaban un guardia, silencioso en las sombras, y Asperamanka, todavía de rodillas, con el semblante pálido.

La fría mirada del Oligarca se posó en este último.

—Siempre hay un sitio para los de tu clase —dijo—. Ponte de pie.

XI - RÍGIDA DISCIPLINA PARA LOS VIAJEROS

La mayoría de los ríos de Sibornal corrían hacia el sur. Casi todos eran, durante casi todo el año, rápidos y traicioneros, corno corresponde a las aguas nacidas de los glaciares.

El Venj no era ninguna excepción. Ancho, surcado por peligrosas corrientes, podía decirse que, más que fluir, se lanzaba desaforadamente hacia su desembocadura en Rivenjk.

Sin embargo, en el transcurso de los siglos el Venj se había labrado un valle al que regaba o inundaba a voluntad, y era precisamente por este valle por donde discurría la ruta que llevaría a un viajero hacia el norte hasta Kharnabhar.

El camino se internaba al principio en agradables campos, protegidos de los vientos por el gran macizo montañoso de Shivenink. Grandes arbustos, indiferentes a la helada, crecían allí, rebosantes de enormes brotes. A los lados del camino despuntaban unas alegres florecillas que los peregrinos recogían por ser exclusivas de aquellos parajes.

Los peregrinos recorrían despreocupadamente esta primera etapa del viaje por tierra a Kharnabhar. Iban solos o en grupos, vestidos de mil maneras diferentes. Algunos marchaban descalzos, alegando ser insensibles al frío gracias a su control corporal. Cantos y música acompañaban a los grupos. El viaje constituía un serio ejercicio de piedad —un acto que los enaltecería en sus hogares por el resto de sus vidas— pero también era una especie de vacación y ellos obraban en consecuencia. Todavía algunas millas después de Rivenjk flanqueaban el camino distintos tenderetes en los que se podían comprar frutos o emblemas de la Rueda; además, los campesinos de Bribahr (cuya frontera estaba muy próxima) subían desde el valle para ofrecer sus productos típicos a los viajeros. Se trataba, en suma, de una etapa verdaderamente descansada.

Pronto, el camino se hacía más escarpado y el aire empezaba a enrarecerse. Los brotes de los arbustos de hojas coriáceas eran aquí más brillantes pero también más pequeños. Pocos eran los campesinos dispuestos a subir desde el valle y tampoco eran muchos los peregrinos con fuelle suficiente como para soplar sus instrumentos musicales. Se hablaba nerviosamente de ladrones y salteadores.

De todos modos…, en fin, este viaje especial tenía que ser una aventura, quizá la mayor de todas. Si iban a regresar a sus hogares como héroes, unas pequeñas dificultades eran incluso de agradecer.

Poco a poco, las posadas donde aquellos que podían pagarlo pasaban la noche resultaban más toscas, sus sueños se hacían más intranquilos. Las noches se llenaban del rumor de aguas que caían interminablemente, recordándoles las alturas que, por encima de sus cabezas, se perdían en las nubes. Por la mañana, los peregrinos reemprendían la marcha en silencio. Las montañas no son amigas de la conversación. La charla es un arte nacido en las tierras bajas.

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