Read Heliconia - Primavera Online
Authors: Bryan W. Addis
—¿Eres capaz de montar?
—Sí, lo soy. Ayúdame, Laintal Ay. Me recobraré. Aprender el lenguaje de los phagors es ver el mundo de otra manera. Me recobraré.
—Monta y marchémonos.
Se alejaron rápidamente uno detrás del otro, abandonando el sitio sombreado donde el sibornalés gris rezaba de rodillas.
Los yelks avanzaron a paso firme, con las cabezas gachas y la mirada vacía al frente. Cuando soltaban un trozo de excremento, los escarabajos emergían de prisa y hacían rodar el tesoro hacia unos depósitos subterráneos, plantando inadvertidamente la simiente de los futuros bosques.
La vista no llegaba muy lejos, pues una sucesión de largas estribaciones cortaba la llanura. Había allí más monumentos de piedra, antiguos como el tiempo, con sus signos circulares corroídos por la intemperie o los líquenes. Laintal Ay avanzaba dispuesto a enfrentar cualquier dificultad, y de cuando en cuando se volvía para apremiar a Aoz Roon.
En la llanura había grupos que se movían en todas direcciones, pero Laintal Ay se mantuvo lejos de ellos. Pasaron junto a unos cadáveres descarnados, a veces todavía con restos de ropas; unas grandes aves se habían posado sobre estos memoriales de la vida, y en una ocasión vieron a un furtivo lengua de sable.
Un frente frío se alzó detrás por el norte y el este. Los discos de Freyr y Batalix estaban juntos. Los yelks pasaron junto a la Laguna del Pez, donde un montón de piedras evocaba el milagro de Shay Tal en las aguas desaparecidas muchos inviernos antes. Trepaban por otra cuesta fatigosa, cuando el viento empezó a soplar. El mundo se oscureció.
Laintal Ay desmontó y acarició el hocico del yelk. Aoz Roon permaneció en la silla, con aire abatido.
Comenzaba el eclipse. Una vez más, exactamente como había anticipado Vry, Batalix daba una mordedura de phagor al brillante disco de Freyr. El proceso era lento e inexorable, y haría que Freyr desapareciese por completo durante cinco horas y media. No muy lejos de allí, el kzahhn había recibido el signo que esperaba.
Los soles estaban devorando su propia luz. Una terrible aprensión se apoderó de Laintal Ay, congelándole el eddre. Durante un instante vio las estrellas, que brillaban en el cielo diurno. Luego cerró los ojos y se aferró al yelk, ocultando el rostro en el áspero pelaje. Las Veinte Cegueras caían sobre él, e imploró desesperado a Wutra que ganara la guerra del cielo.
Aoz Roon alzó los ojos al cielo con un asombro que le embotaba las facciones afiladas y exclamó: —¡Ahora Hrrm-Bhhrd Ydohk morirá!
El tiempo parecía detenerse. Lentamente, la luz más brillante se hundía detrás de la más opaca. El día se puso, gris como un cadáver.
Laintal Ay se dominó y tomó a Aoz Roon por los hombros delgados, escrutándole el rostro familiar pero diferente.
—¿Qué has dicho?
Aoz Roon le respondió, confuso: —Volveré a ser yo mismo.
—Te pregunté qué habías dicho.
—Sí… Ya conoces ese olor que tienen, ese olor a lecha que todo lo invade. Con el lenguaje ocurre lo mismo. Hace que todo sea diferente. Pasé medio giro de aire con Yhamm-Whrrmar, hablando con él. De muchas cosas. Cosas que para la parte de mi entendimiento que habla en olonets no tienen sentido.
—No importa. ¿Qué has dicho de Embruddock?
—Eso es algo que Yhamm-Whrrmar sabía que ocurriría, con tanta certeza como si fuera el pasado, no el futuro. Los phagors destruirán Embruddock…
—Tengo que seguir. Ven si quieres. Yo tengo que avisar a todos. A Oyre. A Dathka…
Aoz Roon se aferró entonces los brazos, con una fuerza repentina.
—Espera, Laintal Ay. En un instante volveré a ser yo mismo. Sufrí la fiebre de los huesos. El frío se me clavó en el corazón.
—Nunca has aceptado las excusas de nadie. Ahora te excusas tú.
Ciertas cualidades de otro tiempo volvieron al rostro de Aoz Roon cuando miró a Laintal Ay.
—Eres uno de los mejores; tienes mi marca; he sido tu señor. Escucha. Sólo digo lo que nunca pensé hasta que viví medio giro de aire en esa isla. Las generaciones nacen y pasan, luego caen al mundo inferior. No hay salida. Sólo podemos esperar que se diga una buena palabra cuando todo ha terminado.
—Hablaré bien de ti, pero todavía no estás muerto, hombre.
—La raza ancipital sabe que el tiempo de ellos ha terminado. Llegarán tiempos mejores para las mujeres y los hombres. Sol, flores, cosas suaves. Hasta que seamos olvidados. Hasta que Hrl-Ichor Yhar se vacíe.
Laintal Ay le dio un brusco empellón, apartándolo, maldiciendo, sin comprender.
—No importan el mañana ni todo eso. El mundo depende de ahora. Me voy a Embruddock.
Trepó nuevamente a la silla del yelk y lo espoleó. Con los movimientos letárgicos de un hombre que emerge de un sueño, Aoz Roon fue tras él. La penumbra gris se condensaba, como una fermentación. En otra hora, Batalix devoró la mitad de Freyr, y la quietud se hizo más tensa. Los dos hombres encontraron otros grupos petrificados por ese ocaso.
Más adelante vieron a un hombre que se acercaba a pie. Corría lenta pero sostenidamente, moviendo los brazos. Se detuvo en la cumbre de una elevación y los miró, listo para escapar. Laintal Ay apoyó la mano derecha en la empuñadura de la espada.
Incluso a aquella escasa luz, la majestuosa figura era inconfundible, con la cabeza leonina y la barba bifurcada, dramáticamente listada de gris. Laintal Ay lo llamó y avanzó con el yelk.
A Raynil Layan le llevó cierto tiempo convencerse de la identidad de Laintal Ay, y aún más reconocer a Aoz Roon en aquel hombre de ojos sin brillo. Se acercó cautelosamente evitando la cornamenta del yelk y apretó la muñeca de Laintal Ay con una mano húmeda.
—Me uniré a los antepasados si doy otro paso. Los dos tuvisteis la fiebre de los huesos, y habéis sobrevivido. Quizá yo no tenga tanta suerte. El esfuerzo aumenta el peligro, dicen; el esfuerzo sexual o de otra clase. —Apoyó la mano en el pecho, jadeando.—Oldorando está podrida por la peste. Como un necio, no he escapado a tiempo. Eso es lo que indican esos signos terribles en el cielo. He pecado, aunque no he sido tan malo como tú, Aoz Roon. Esos peregrinos religiosos decían la verdad. Sólo los coruscos me esperan.
Se dejó caer al suelo, resoplando, con la cabeza entre las manos. Apoyó el codo en un bulto que traía consigo.
—Cuéntame cosas de la ciudad —dijo Laintal Ay, impaciente.
—No preguntes… déjame en paz… morir en paz.
Laintal Ay desmontó y pateó el trasero del encargado de la acuñación de moneda.
—¿Qué ocurre en la ciudad… además de la peste?
Raynil Layan alzó la cara roja.
—Enemigos en el interior… Como si la visita de la fiebre no hubiera bastado, tu valioso amigo, el otro señor de la Pradera del Oeste, ha intentado usurpar el puesto de Aoz Roon. Yo ya desespero de la naturaleza humana.
Metió la mano en un bolso que le colgaba del cinto y sacó algunas brillantes monedas de oro, roons que él mismo acababa de acuñar.
—Quiero comprar tu yelk, Laintal Ay. Estás a una hora de tu casa y no lo necesitas. Yo sí…
—Más noticias. ¿Qué ha sido de Dathka? ¿Ha muerto?
—¿Quién sabe? Probablemente sí, a estas horas. Yo salí anoche.
—¿Y la tropa de phagors? ¿Cómo has pasado tú entre ellos? ¿Pagando con monedas?
Raynil Layan alzó una mano mientras guardaba el dinero con la otra.
—Hay muchos entre nosotros y la ciudad. Yo traía un guía madi, que supo evitarlos. Quién sabe qué se proponen esas inmundas criaturas. —Como si hubiese tenido un brusco recuerdo, agregó: —Comprende que me he marchado, no por mi bien, sino por aquellos a quienes yo tenía que proteger. Más atrás vienen otros de mi grupo. Nos robaron nuestros mielas apenas salimos, y por eso…
Gruñendo como un animal, Laintal Ay tiró de la chaqueta del hombre y lo puso de pie.
—¿Otros? ¿Otros? ¿Quién te acompaña? ¿A quiénes has abandonado, basura? ¿Vry estaba contigo? Raynil Layan hizo una mueca.
—Déjame en paz. Ella prefiere la astronomía, lamento decirlo. Aún está en la ciudad. Dame las gracias, Laintal Ay; he rescatado a amigos y familiares tuyos y de Aoz Roon. Y cédeme ese insoportable yelk…
—Más tarde arreglaré cuentas contigo. —Laintal Ay hizo a un lado a Raynil Layan y saltó al yelk. Lo espoleó con violencia, cruzó la colina y avanzó rápidamente hasta la próxima, gritando.
En el borde de la pendiente vio a tres personas y un niño pequeño. Un guía madi se inclinaba ocultando el rostro, abrumado por los signos del cielo. Más atrás estaban Dol, con Rastil Roon en los brazos, y Oyre. El niño lloraba. Las dos mujeres miraron con temor a Laintal Ay mientras desmontaba y se acercaba. Sólo cuando las abrazó y las llamó lo reconocieron.
Oyre también había pasado por el ojo de la aguja de la fiebre. Sonrieron mirándose asombrados los cuerpos esqueléticos. Luego ella rió y lloró al mismo tiempo, y lo abrazó. Mientras todos se abrazaban, Aoz Roon se acercó, tomó la muñeca regordeta de su hijo y besó a Dol. Las lágrimas le corrían por la cara desgastada.
Las mujeres contaron algo de la reciente y penosa historia de Oldorando; Oyre explicó el fracasado intento de. estaba aún en la ciudad, con muchos otros. Cuando Raynil Layan se ofreció a escoltar a Oyre y Dol, ellas aceptaron. Aunque sospechaban que el hombre huía para salvarse, tenían tanto miedo de que Rastil Roon se contagiara la peste que aceptaron y se marcharon. No tenían ninguna experiencia, y los bandoleros de Borlien les robaron casi en seguida bienes y monturas.
—¿Y los phagors? ¿Atacarán la ciudad?
Las mujeres sólo sabían que la ciudad estaba aún en pie, a pesar del caos que reinaba entre los muros. Y habían visto, por cierto, unas enormes y apretadas fuerzas phagors fuera de la ciudad, mientras escapaban.
—Es preciso que regrese.
—Entonces iré contigo. No volveré a abandonarte —dijo Oyre—. Que Raynil Layan haga lo que le plazca. Dol y el niño pueden quedarse con mi padre.
Mientras hablaban, abrazados, el humo se elevó sobre la llanura, hacia el oeste. Estaban demasiado ocupados y felices para advertirlo.
—La vista de mi hijo me revive —dijo Aoz Roon, estrechando al niño y secándose los ojos con la mano—. Dol, si eres capaz de dejar morir el pasado, seré para ti un hombre mejor desde ahora en adelante.
—Dices palabras de arrepentimiento, padre —dijo Oyre—. Y yo tendría que hablar primero. Comprendo ahora qué testaruda he sido con Laintal Ay, y cómo por eso estuve a punto de perderlo.
Mientras miraba las lágrimas en los ojos de ella, Laintal Ay pensó involuntariamente en la esnoctruicsa, en las honduras de la tierra, bajo los rajabarales, y pensó que sólo porque Oyre había estado a punto de perderlo eran ahora los dos capaces de reencontrarse. La acarició, pero ella se apartó de él y dijo: —Perdóname, y seré tuya, y nunca más me mostraré testaruda, lo juro.
Laintal Ay la abrazó sonriendo.
—Conserva tu voluntad. Será necesaria. Tenemos mucho más que aprender, y hemos de cambiar con el cambio de los tiempos. Te agradezco que hayas comprendido, y que me hayas impulsado a hacer algo.
Se estrecharon amorosamente, uniendo los cuerpos delgados, besándose en los labios frágiles.
El guía madi empezaba a volver en sí. Se puso de pie y llamó a Raynil Layan, pero el maestro de la Casa de la Moneda había huido. Ahora el humo era más denso, añadiendo cenizas al cielo ceniciento.
Aoz Roon empezó a hablarle a Dol de sus experiencias en la isla, pero Laintal lo interrumpió: —Estamos unidos de nuevo, y es milagroso. Pero Oyre y yo tenemos que regresar en seguida a Embruddock. Allí sin duda nos necesitan.
Los dos centinelas se perdieron entre las nubes. Una brisa sopló desde Embruddock, turbando la llanura y trayendo la noticia del fuego. El humo era cada vez más espeso, y ocultaba a los seres vivientes —amigos o enemigos— dispersos en el extenso territorio. Todo estaba envuelto en humo y con él llegó el olor del incendio. Bandadas de gansos volaban hacia el este.
Las figuras humanas reunidas entre las cornamentas de los dos animales representaban tres generaciones. Empezaron a moverse mientras el paisaje desaparecía. Sobrevivirían, aunque todos los demás perecieran, aunque kzahhn triunfara, porque eso era lo que había ocurrido.
Aun entre las llamas que consumían Embruddock, nacían nuevas configuraciones. Detrás de la máscara ancipital de Wutra, Siva —el dios de la destrucción y la regeneración— estaba furiosamente ocupado en Heliconia. Ahora el eclipse era total.
… Alternativamente, podéis creer que todas estas cosas han existido antes, y que la raza humana ha sido borrada por un estallido violento de calor, o que sus ciudades han sido arrasadas por una gran conmoción del mundo, o anegadas por voraces ríos que escaparon de cauce a causa de persistentes lluvias. Con tanta más razón me concederéis el punto, admitiendo que habrá un fin para la tierra y el cielo. Si en efecto el mundo ha sido sacudido por tales plagas y peligros, entonces sólo se necesitará una sacudida más vigorosa para que se derrumbe en la ruina universal.
Lucrecio, De Rerum Natura, 55 ac
Mi agradecimiento por las útiles discusiones preliminares al profesor Tom Shippey (filología), el doctor J.M. Roberts (historia), y al señor Desmond Morris (antropología).
He de agradecer además las indispensables sugerencias del doctor B.E. Juel—Jansen (patología) y del profesor Jack Cohen (biología). Pero mi mayor gratitud la reservo para el profesor Iain Nicholson (cosmología y astronomía) y el doctor Peter Catermole (geología climática); el gran globo mismo, sí, con todo lo que conlleva, es principalmente obra de ellos. Mi deuda con los escritos y amistad del doctor J.T. Fraser es evidente, espero.
Gracias también a Jennifer Jones (escribiendo a máquina más allá de sus obligaciones), a David Wingrove (por ser proteico) y a mi mujer, Margaret (por ser ella misma).