Hermanos de armas (31 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

—Me descongelaron en el hospital hace dos semanas. He estado de permiso. ¿Usted también, señor? —Siembieda indicó la bolsa de la compra plateada a los pies de Miles, que contenía la piel viva.

Miles la guardó disimuladamente bajo el asiento empujándola con el talón de la bota.

—Sí y no. De hecho, mientras usted estuvo jugando, yo trabajaba. Como resultado, todos tendremos trabajo pronto. Menos mal que disfrutó de su permiso cuando pudo.

—La Tierra es magnífica —suspiró Siembieda—. Fue toda una sorpresa despertar aquí. ¿Ha visto el Parque de Unicornios? Está en esta misma isla. Estuve allí ayer.

—Me temo que no he visto gran cosa —se lamentó Miles.

Siembieda se sacó un holocubo del bolsillo y se lo tendió.

El Parque de Unicornios y Animales Salvajes (una división de Bioingenierías GalacTech) ocupaba los terrenos del grande e histórico estado de Wooton, Surrey, según le informó el cubo guía. En la pantalla vid, una brillante bestia blanca que parecía un cruce entre un caballo y un ciervo, y que probablemente lo era, saltaba entre el follaje.

—Te dejan dar de comer a los leones mansos —le contó Siembieda.

Miles parpadeó ante la imagen mental de Ivan con toga siendo arrojado por un camión flotante para alimentar a un montón de gatos hambrientos que galopaban excitados tras él. Había estado leyendo demasiada historia terrestre.

—¿Qué comen?

—Cubos de proteínas, igual que nosotros.

—Ah —dijo Miles, tratando de no parecer decepcionado. Devolvió el cubo.

Sin embargo, el sargento no se marchó.

—Señor… —empezó a decir, vacilante.

—¿Sí? —Miles procuró que su tono fuera tranquilizador.

—He revisado mis procedimientos, me han dado el alta para realizar servicios ligeros, pero… no recuerdo nada del día en que me mataron. Y los médicos no quisieron contármelo. Me… incomoda un poco, señor.

Los ojos almendrados de Siembieda eran extraños y cautelosos; Miles opinaba que le incomodaba un montón.

—Ya veo. Bueno, los médicos no podían contarle gran cosa de todas formas. No estuvieron allí.

—Pero usted sí, señor —sugirió Siembieda.

«Por supuesto —pensó Miles—. Y si no hubiera estado, no habrías muerto en mi lugar.»

—¿Recuerda nuestra llegada a Mahata Solaris?

—Sí, señor. Algunas cosas, hasta la noche anterior. Pero todo ese día entero ha desaparecido, no sólo la batalla.

—Ah. Bueno, eso no es ningún misterio. El comodoro Jesek, yo mismo, usted y su equipo técnico hicimos una visita a un almacén para efectuar una comprobación del control de calidad de nuestros suministros… Hubo un problema con el primer envío…

—Recuerdo eso —asintió Siembieda—. Células de energía agrietadas que filtraban radiación.

—Cierto, eso es. Usted localizó el defecto, por cierto, al descargarlas para hacer inventario. Hay gente que simplemente las habría almacenado.

—No en mi equipo —murmuró Siembieda.

—Un escuadrón de asalto cetagandano nos atacó en el almacén. Nunca averiguamos si hubo alguna filtración, aunque sospechamos de alguien en puestos destacados cuando nuestros permisos orbitales fueron revocados y las autoridades nos invitaron a abandonar el espacio local de Mahata Solaris. O tal vez no les gustó la excitación que llevábamos con nosotros. Sea como fuere, una granada gravítica estalló al fondo del almacén. Usted fue alcanzado en el cuello por un fragmento de metal que rebotó por la explosión. Murió desangrado en cuestión de segundos.

Era increíble la cantidad de sangre que tenía un hombre delgado; esparcida durante la refriega… Su olor, y la sensación de quemado volvieron a Miles mientras hablaba, pero mantuvo la voz firme y tranquila.

—Lo llevamos de vuelta a la
Triumph
y lo congelamos una hora después. La cirujano fue muy optimista, ya que no había daños de importancia en los tejidos.

No como en el caso de uno de los técnicos, que había volado en trocitos casi en el mismo momento.

—Yo… me preguntaba qué había hecho. O dejado de hacer.

—Apenas tuvo tiempo de hacer nada. Fue prácticamente la primera baja.

Siembieda pareció levemente aliviado. «¿Y qué pasa por la cabeza de un muerto ambulante? —se preguntó Miles—. ¿Qué fallo personal podía temer más que la muerte misma?»

—Si le sirve de consuelo —intervino Elli—, esa pérdida de memoria es común en las víctimas de todo tipo de traumas, no sólo en las criorresurreciones. Pregunte y verá que no es el único.

—Será mejor que se ate —dijo Miles, mientras la lanzadera se preparaba para despegar.

Siembieda asintió, un poco más alegre, y se volvió en busca de un asiento.

—¿Recuerdas tu quemadura? —le preguntó Miles a Elli con curiosidad—. ¿O está todo piadosamente en blanco?

Elli se pasó una mano por la mejilla.

—Nunca perdí del todo la consciencia.

La lanzadera se abalanzó hacia delante y despegó. El teniente Ptarmigan está a los mandos, juzgó Miles secamente. Algunos comentarios procaces de los pasajeros de delante confirmaron su suposición. Miles vaciló y terminó por apartar la mano del control situado en el brazo de su asiento que comunicaba con el piloto: no molestaría a Ptarmigan a menos que empezara a volar boca abajo. Afortunadamente para Ptarmigan, la lanzadera se estabilizó.

Miles volvió la cabeza para echar un vistazo por la ventanilla mientras las brillantes luces de la Gran Londres y su isla se perdían bajo ellos. Un momento después vio la desembocadura del río; los grandes diques y los muelles se extendían a lo largo de cuarenta kilómetros, definiendo la costa por diseño humano, derrotando al mar y protegiendo los tesoros históricos y a varios millones de almas del lecho del Támesis inferior. Uno de los grandes puentes que cruzaban el canal brillaba contra las aguas plomizas del amanecer. Y así los hombres se organizaban por bien de su tecnología como nunca lo hacían por sus principios. La política del mar era indiscutible.

La lanzadera viró, ganando altitud rápidamente, proporcionando a Miles un último atisbo del resplandeciente laberinto de Londres. En alguna parte de aquella monstruosa ciudad se escondían Galen y Mark, o corrían, o planeaban, mientras el equipo de espías de Destang revisaba y volvía a revisar la antigua morada de Galen y la red de comuconsolas buscando pistas, en un mortal juego del escondite. Sin duda Galen tendría el suficiente sentido para evitar a sus amigos y mantenerse alejado de la red a toda costa. Si reducía sus pérdidas y huía ahora, tendría la oportunidad de eludir la venganza de Barrayar durante otra media vida.

Pero si Galen estaba huyendo, ¿por qué había vuelto para recoger a Mark? ¿De qué le servía ya el clon? ¿Tenía Galen algún oscuro sentido de responsabilidad paterna hacia su creación? De algún modo, Miles dudaba que fuera el amor lo que unía a aquellos dos. ¿Podría el clon ser utilizado… como criado, como esclavo, como soldado? ¿Podía el clon ser vendido… a los cetagandanos, a un laboratorio médico, a un circo?

¿Podía el clon ser vendido al propio Miles?

Vaya, ésa era una propuesta que incluso el hiperreceloso Galen se tragaría. Que creyera que Miles quería un cuerpo nuevo, sin las anormalidades óseas que le habían mortificado desde el nacimiento… que creyera que Miles pagaría un alto precio por conseguir el clon para aquel vil propósito… y Miles conseguiría a Mark y fondos y cobertura suficientes para que Galen pudiera escapar sin darse cuenta de que era objeto de caridad por el bien de su hijo. La idea sólo tenía dos fallos: uno, hasta que entablara contacto con Galen no tendría la posibilidad de hacer ningún trato; dos, si Galen estaba dispuesto a colaborar en un plan tan diabólico Miles no estaba tan seguro de que le importara verle eludir la venganza de Barrayar. Un curioso dilema.

Subir de nuevo a bordo de la
Triumph
fue como regresar a casa. Nudos de los que Miles no había sido consciente se deshicieron en su cuello mientras inhalaba el familiar aire reciclado y absorbía los pequeños sonidos y vibraciones subliminales del adecuado funcionamiento de la nave. Las cosas tenían el aspecto de haber sido reparadas bastante bien desde lo de Dagoola, y Miles anotó mentalmente averiguar a qué agresivos sargentos de ingenieros tenía que dar las gracias. Sería agradable volver a ser Naismith, sin ningún problema más complejo que los que planteaba el cuartel general en sencillo lenguaje militar, definido y sin ambigüedades.

Cursó órdenes. Canceló nuevos contratos de trabajo para dendarii individuales o sus grupos. Todo el personal repartido por el planeta por motivos de trabajo o descanso debía presentarse al cabo de seis horas. Todas las naves iniciarían sus comprobaciones de veinticuatro horas previas a la partida. Mandó llamar a la teniente Bone. Eso le produjo la agradable sensación megalomaníaca de atraer todas las cosas hacia un centro, él mismo, aunque ese buen humor se enfrió cuando contempló el problema no resuelto que le esperaba en su división de Inteligencia.

Seguido por Quinn, Miles les hizo una visita. Encontró a Bel Thorne manejando la comuconsola de seguridad. Thorne pertenecía a la minoría hermafrodita de la Colonia Beta; los desventurados herederos de un proyecto genético de dudoso mérito. En opinión de Miles, aquello había sido uno de los experimentos más descabellados de todos los tiempos. La mayoría de los hombres/mujeres se quedaban en su propia y cómoda subcultura, en la tolerante Colonia Beta; el que Thorne se hubiera aventurado en el ancho mundo galáctico indicaba valentía, aburrimiento mortal, o más probablemente, si conocías a Thorne, mala uva de incomodar a la gente. El capitán Thorne llevaba el suave pelo castaño cortado en un estilo deliberadamente ambiguo, pero lucía su uniforme y rango dendarii, tan duramente ganados, con clara definición.

—Hola, Bel —Miles acercó una silla y la enganchó a sus abrazaderas. Thorne le respondió con un amistoso saludo a medias—. Pon todo lo que el equipo de vigilancia encontró en casa de Galen después de que Quinn y yo rescatáramos al agregado militar barrayarés y lo devolviéramos a su embajada.

Quinn se mantuvo impasible ante esta dosis de revisionismo histórico.

Thorne pasó la grabación obedientemente durante media hora de silencio hasta detenerse en la conversación deslavazada de dos de los infelices guardias komarreses que despertaban de su aturdimiento.

Luego el trino de la comuconsola; una imagen algo degradada, resintetizada a partir del rayo vid; la lenta voz átona y la cara del propio Galen, solicitando un informe sobre la misión asesina de los guardias; la brusca subida del tono cuando se enteró en cambio del dramático rescate.

—¡Idiotas! —Una pausa—. No intentéis contactar conmigo de nuevo.

Corte.

—Localizamos la fuente de la llamada, espero —dijo Miles.

—Una comuconsola pública en una estación tubo —respondió Thorne—. Para cuando enviamos a alguien allí, el radio potencial se había ampliado a unos cien kilómetros. Buen sistema tubo, ése.

—Cierto. ¿Y nunca regresó a la casa después?

—Parece que lo abandonó todo. Supongo que tiene experiencia previa a la hora de evadir la seguridad.

—Era ya experto antes de que yo naciera —suspiró Miles—. ¿Qué hay de los dos guardias?

—Todavía estaban en la casa cuando los tipos de vigilancia de la embajada barrayaresa llegaron y se hicieron cargo. Recogimos nuestras cosas y volvimos a casa. Por cierto, ¿nos han pagado ya los barrayareses este trabajito?

—Espléndidamente.

—Oh, bien. Temía que lo retuvieran hasta que les entregáramos también a Van der Poole.

—Sobre Van der Poole… Galen —dijo Miles—. Ah… ya no trabajamos para los barrayareses en ese caso. Han traído su propio equipo desde el cuartel general del Sector en Tau Ceti.

Thorne frunció el ceño, aturdido.

—¿Y todavía estamos trabajando?

—Por el momento. Pero será mejor que corras la voz a nuestra gente de abajo. A partir de este momento, hay que evitar todo contacto con los barrayareses.

Thorne alzó las cejas.

—¿Para quién trabajamos, entonces?

—Para mí.

Thorne hizo una pausa.

—¿No se está tomando esto muy a pecho, señor?

—Demasiado a pecho, si mi gente de Inteligencia tiene que continuar siendo efectiva —suspiró Miles—. Muy bien. Un extraño e inesperado contratiempo personal ha aparecido en mitad de este caso. ¿Te has preguntado alguna vez por qué nunca hablo de mi entorno familiar, o de mi pasado?

—Bueno… hay un montón de dendarii que no lo hacen, señor.

—Cierto. Yo nací siendo un clon, Bel.

Thorne sólo pareció ligeramente compasivo.

—Algunos de mis mejores amigos son clones.

—Tal vez debería decir que fui creado como clon. En el laboratorio militar de una potencia galáctica de cuyo nombre no quiero acordarme. Fui creado para sustituir en un plan secreto al hijo de cierto hombre importante, clave de otra potencia galáctica… ya puedes imaginar a quién con un poco de investigación, estoy seguro… pero hace unos siete años decliné el honor. Escapé, huí y me establecí por mi cuenta, creando a los mercenarios dendarii a partir de, er, lo que encontré a mano.

Thorne sonrió.

—Un acontecimiento memorable.

—Aquí es donde entra Galen. La potencia galáctica abandonó su plan y me creí libre de mi desgraciado pasado. Pero varios clones habían sido eliminados, como si dijéramos, en el intento de generar un duplicado físico exacto, con ciertos refinamientos mentales, antes de que el laboratorio diera finalmente conmigo. Pensé que habían muerto hacía tiempo, vilmente asesinados, aniquilados. Pero al parecer uno de los primeros prototipos fue puesto en criosuspensión. Y, de algún modo, ha caído en manos de Ser Galen. Mi único hermano-clon superviviente. —Miles cerró el puño—. Esclavizado por un fanático. Quiero rescatarlo —abrió la mano, suplicante—. ¿Comprendes por qué?

Thorne parpadeó.

—Conociéndolo… supongo que sí. ¿Es muy importante para usted, señor?

—Mucho.

Thorne se enderezó un poco.

—Entonces se hará.

—Gracias —Miles vaciló—. Mejor que se suministre a todos los líderes de patrulla que están abajo un pequeño escáner médico. Que lo lleven en todo momento. Como sabes, me reemplazaron los huesos de las piernas por otros sintéticos hace un año. Los suyos son normales. Es la forma más fácil de detectar la diferencia entre nosotros.

—¿Tan similar es su apariencia? —dijo Thorne.

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