Hermanos de armas (29 page)

Read Hermanos de armas Online

Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

—Bueno, verás… actúo de manera competente. Tú haces que no tenga miedo. No tengo miedo de intentarlo, no tengo miedo de lo que los demás puedan pensar. Tu… clon, santos dioses qué bueno es saberlo, hacía que empezara a preguntarme qué había de malo en mí. Aunque cuando pienso en lo fácilmente que te cogieron, aquella noche en la casa vacía, yo…

—Ssss —Miles silenció sus labios con un dedo—. No hay nada malo en ti, Elli. Eres mi Quinn, mi reina perfecta.

Su Quinn…

—¿Ves a lo que me refiero? Supongo que te salvó la vida. Yo pretendía mantenerte…, mantenerlo a él, informado sobre la búsqueda de Galeni, aunque fuera sólo un informe de falta de progresos en el ínterin. Y eso habría sido su primera noticia de que había una búsqueda en marcha.

—Y habría ordenado detenerla.

—Precisamente. Pero luego, cuando se produjo el avance en el caso, yo… consideré que sería mejor asegurarme. Guardarlo para luego, sorprenderte con el resultado final todo envuelto con un lazo grande… y recuperar tu aprecio, para ser sincera. En cierto modo, él impidió que lo mantuviera informado.

—Si te sirve de algún consuelo, no era por antipatía. Lo aterrorizabas. Tu cara… por no mencionar el resto de tu persona, produce ese efecto en algunos hombres.

—Sí, la cara… —casi inconscientemente se tocó una mejilla, luego se revolvió el pelo—. Creo que has puesto el dedo en la llaga. Tú me conociste cuando tenía mi antigua cara, y ninguna cara, y la cara nueva, y sólo para ti fueron todas la misma cara.

Él acarició con la mano sin vendar el arco de sus cejas, la nariz perfecta; se detuvo en los labios para recolectar un beso, luego bajó por el ángulo ideal de su barbilla y la piel de terciopelo de su garganta.

—Sí, la cara… yo entonces era joven y tonto. Me pareció una buena idea en su momento. Sólo más tarde me di cuenta de que podría ser un inconveniente para ti.

—Yo también —suspiró Elli—. Durante los seis primeros meses, estuve encantada. Pero la segunda vez que un soldado se me insinuó en vez de acatar una orden, supe que, decididamente, tenía un problema. Tuve que descubrir y aprender todo tipo de trucos para que la gente respondiera a lo que hay dentro de mí, y no a la imagen externa.

—Comprendo.

—Por los dioses, más te vale —ella lo miró un instante como si lo viera por primera vez, luego depositó un beso en su frente—. Acabo de darme cuenta de cuántos de esos trucos he aprendido de ti. ¡Cuánto te amo!

Cuando se separaron en busca de aire tras el beso que siguió, Elli se ofreció:

—¿Un masaje?

—Eres el sueño de un borracho, Quinn.

Miles se tumbó, hundió la cara en la piel y dejó que ella se explayara a sus anchas. Cinco minutos en sus vigorosas manos le hicieron olvidar todas las ambiciones, menos dos. Una vez satisfechas, ambos durmieron como lirones, sin ser molestados por ningún mal sueño que Miles recordara más tarde.

Miles despertó aturdido al oír que llamaban a la puerta.

—Lárgate, Ivan —gimió a la carne y la piel que abrazaba—. Vete a dormir a alguna parte…

La carne lo sacudió con decisión. Elli encendió la luz, saltó de la cama, se puso la camiseta negra y los pantalones grises, y caminó hasta la puerta ignorando las súplicas de Miles.

—No, no, no le dejes entrar…

Los golpes se hicieron más fuertes e insistentes.

—¡Miles! —Ivan entró en tromba por la puerta—. Oh, hola, Elli. ¡Miles! —Ivan lo sacudió por el hombro.

Miles trató de enterrarse bajo la piel.

—Muy bien, puedes quedarte con tu cama —murmuró—. No hace falta que me avasalles…

—¡Levántate, Miles!

Miles asomó la cabeza, cerrando los ojos para protegerse de la luz.

—¿Por qué? ¿Qué hora es?

—Medianoche, más o menos.

—¡Oooh!

Volvió a taparse. Tres horas de sueño apenas contaban, después de lo que había vivido los cuatro últimos días. Demostrando una vena cruel y despiadada que Miles nunca hubiese imaginado, Ivan le arrancó la piel viva de las manos y la arrojó lejos.

—Tienes que levantarte —insistió—. Vestirte. Lavarte los hongos de la cara. Espero que tengas un uniforme limpio por alguna parte… —Ivan rebuscó en su armario—. ¡Aquí está!

Miles agarró adormilado el uniforme verde que le arrojó.

—¿Está ardiendo la embajada? —preguntó.

—Casi. Elena Bothari-Jesek acaba de llegar de Tau Ceti. ¡Ni siquiera sabía que la hubieses enviado allí!

—¡Oh! —Miles se despertó. Quinn estaba ya completamente vestida, incluidas las botas, y comprobaba el aturdidor de su funda—. Sí. Tengo que vestirme, cierto. A ella no le importará la barba.

—A ella no se la frotarás por la cara —murmuró Elli entre dientes, rascándose un muslo, ausente. Miles reprimió una sonrisa; uno de los párpados de ella tembló.

—Tal vez no —dijo Ivan, sombrío—, pero no creo que al comodoro Destang le entusiasme demasiado.

—¿Destang está aquí? —Miles se despertó del todo. Al parecer, todavía le quedaba un poco de adrenalina—. ¿Por qué?

Entonces se acordó de algunas de las sospechas que había incluido en el informe que había enviado con Elena y cayó en la cuenta de por qué el jefe de Seguridad del Sector Dos se había sentido tentado de investigar en persona.

—Oh, Dios… tengo que informarlo de todo antes de que fusile al pobre Galeni nada más verlo.

Se duchó con agua fría de chorro de aguja. Elli le puso una taza de café en la mano mientras salía y le pasó revista cuando se hubo vestido.

—Todo está bien menos la cara —le informó—, y no puedes hacer nada al respecto.

Él se pasó una mano por la barbilla, ahora desnuda.

—¿He pasado por alto una zona con el depilador?

—No, estaba admirando las magulladuras. Y los ojos. He visto ojos más brillantes en un colgado de la juba tres días después de quedarse sin droga.

—Gracias.

—Tú lo has preguntado.

Miles repasó lo que sabía de Destang mientras bajaban por los tubos. Sus contactos previos con el comodoro habían sido breves, oficiales y, por lo que sabía Miles, satisfactorios para ambas partes. El comandante de Seguridad del Sector Dos era un oficial experimentado, acostumbrado a ocuparse de sus diversos deberes (coordinación de recogida de datos, supervisar la seguridad de las embajadas barrayaresas, consulados y VIPS de visita, rescatar al ocasional súbdito barrayarés en problemas) con poca supervisión directa de la lejana Barrayar.

Durante las dos o tres operaciones que los dendarii habían realizado en zonas del Sector Dos, las órdenes y el dinero habían circulado bien, y los informes finales de Miles, sin que hubiera impedimentos por su parte.

El comodoro Destang estaba sentado en el centro del despacho de Galeni, con la comuconsola encendida, cuando entraron Miles, Ivan y Elli. El capitán Galeni estaba de pie, aunque había sillas disponibles junto a la pared; tan envarado estaba que parecía que llevara una armadura, con los ojos oscuros y la cara neutra como un visor. Elena Bothari-Jesek esperaba insegura al fondo, con el aspecto preocupado de quien es testigo de una cadena de acontecimientos que han empezado pero ya nadie controla. Los ojos se le iluminaron de alivio al ver a Miles, y saludó… inadecuadamente, ya que él no iba de uniforme dendarii; fue algo parecido a un tácito traspaso de la responsabilidad, como alguien que se deshace de una bolsa de serpientes vivas. «Toma, es todo tuyo.» Él le devolvió el saludo con un gesto de cabeza. «Muy bien.»

—Señor —dijo Miles.

Destang devolvió el saludo militar y se lo quedó mirando; en un leve arrebato de nostalgia, Miles recordó al primer Galeni. Otro comandante apurado. Destang era un hombre de unos sesenta años, delgado, con el pelo gris, más bajo que la mayoría de los barrayareses. Sin duda nacido después del final de la ocupación cetagandana, cuando la malnutrición generalizada privó a muchos de aprovechar su pleno potencial de crecimiento. Habría sido un oficial joven en la época de la Conquista de Komarr, de rango medio durante su última revuelta; tendría experiencia de combate, como todos los que habían vivido ese pasado sacudido por la guerra.

—¿Le ha informado alguien ya, señor? —empezó a decir Miles, ansiosamente—. Mi memorando original está más que desfasado.

—Acabo de leer la versión del capitán Galeni —Destang indicó la comuconsola.

Galeni insistía en escribir informes. Miles suspiró para sus adentros. Era un viejo impulso académico, sin duda. Se esforzó por no ladear la cabeza y tratar de echar un vistazo.

—No parece que usted haya redactado el suyo todavía —observó Destang.

Miles hizo un vago gesto con la mano vendada.

—He estado en la enfermería, señor. ¿Pero ha advertido ya que los komarreses deben de haber tenido algún control sobre el oficial correo de la embajada?

—Arrestamos al correo hace seis días en Tau Ceti.

Miles suspiró aliviado.

—¿Y era…?

—Fue la habitual historia sórdida —Destang frunció el ceño—. Cometió un pequeño pecado; eso les dio el punto de apoyo para hacerle cometer otros cada vez mayores, hasta que no hubo vuelta atrás.

Un curioso judo mental, ese tipo de chantaje, reflexionó Miles. En el análisis final, era el miedo a su propio bando, no a los komarreses, lo que había entregado al correo a manos enemigas. Así que un sistema que pretendía potenciar la lealtad acababa destruyéndola… ahí había un fallo.

—Llevaba en su poder al menos tres años —continuó Destang—. Todo lo que ha entrado o salido de la embajada desde entonces puede haber pasado ante sus ojos.

—Oh.

Miles reprimió una sonrisa, que sustituyó, esperaba, por una expresión de adecuado horror. Así que la subversión del correo era claramente anterior a la llegada de Galeni a la Tierra. Bien.

—Sí —dijo Ivan—. Acabo de encontrar copias de cosas nuestras hace un rato en ese vaciado de datos en masa que sacaste de la comuconsola de Ser Galen, Miles. Ha sido toda una sorpresa.

—Imaginé que estaría allí —dijo Miles—. No había muchas otras posibilidades una vez sabido que nos estaban espiando. Confío en que el interrogatorio del correo haya librado al capitán Galeni de toda sospecha.

—Si estaba implicado con los expatriados komarreses de la Tierra, el correo no lo sabía —dijo Destang, neutral.

No era exactamente una declaración de apasionada confianza.

—Quedó bastante claro que el capitán Galeni era una carta que Ser Galen mantenía en reserva. Pero la carta se negó a jugar —dijo Miles—. A riesgo de su vida. Fue la casualidad, después de todo, lo que trajo al capitán Galeni a la Tierra, ¿no?

Galeni sacudió la cabeza.

—No —dijo, todavía en posición de firmes—. Solicité la Tierra.

—Oh. Bueno, desde luego fue la casualidad lo que me trajo aquí —Miles pasó por alto la metedura de pata—, la casualidad y mis heridos y criocadáveres que necesitaban la atención de un centro médico importante en cuanto fuera posible. Hablando de los mercenarios dendarii, comodoro, ¿se quedó el correo con los dieciocho millones de marcos que les debe Barrayar?

—Nunca se enviaron —dijo Destang—. Hasta que la capitana Bothari-Jesek llegó a mi despacho, nuestro último contacto con sus mercenarios fue el informe que envió usted desde Mahata Solaris tras el asunto Dagoola. Entonces desaparecieron. Desde el punto de vista del cuartel general del Sector Dos, llevan ustedes desaparecidos más de dos meses. Para nuestra consternación. Sobre todo porque las solicitudes semanales de informes de situación del jefe Illyan se convirtieron en diarias.

—Ya… veo, señor. ¿Entonces no recibieron nunca nuestras urgentes peticiones de fondos? ¡Entonces nunca me destinaron a la embajada!

Un ruidito muy pequeño, como de un dolor profundo y sofocado, escapó del por lo demás impasible Galeni.

—Cosa de los komarreses. Al parecer fue una argucia para mantenerlo inmovilizado hasta conseguir el cambio que pretendían.

—Eso pensaba yo. Ah… no habrá traído usted por casualidad mis dieciocho millones de marcos, ¿verdad? Esa parte no ha cambiado. Lo mencionaba en mi memorando.

—Varias veces —dijo Destang secamente—. Sí, teniente, pagaremos a sus irregulares. Como de costumbre.

—Ah —Miles se derritió por dentro y sonrió cegadoramente—. Gracias, señor. Es un gran alivio.

Destang ladeó la cabeza con curiosidad.

—¿De qué han estado viviendo este último mes?

—Ha sido… un poco complicado, señor.

Destang abrió la boca para preguntar algo más, pero al parecer se lo pensó mejor.

—Ya veo. Bien, teniente, puede usted regresar a su puesto. Su participación aquí ha terminado. En realidad, no tendría que haber aparecido en la Tierra como lord Vorkosigan.

—¿A qué puesto se refiere, señor? ¿A los mercenarios dendarii?

—Dudo que Simon Illyan los buscara urgentemente porque se sentía solo. No es aventurado suponer que se cursarán nuevas órdenes en cuanto el cuartel general esté al corriente de su localización. Deben estar preparados para ponerse en marcha.

Elli y Elena, que habían estado hablando en voz baja al fondo, se alegraron de la noticia. Ivan pareció más agobiado.

—Sí, señor —dijo Miles—. ¿Qué va a pasar aquí?

—Ya que, gracias a Dios, no han implicado ustedes a las autoridades terrestres, resolveremos nosotros mismos este intento abortado de traición. He traído un equipo de Tau Ceti…

Miles supuso que el equipo era un grupo de limpieza: comandos de Inteligencia dispuestos, a la orden de Destang, a restaurar el orden en una embajada llena de traidores con la fuerza o las estratagemas que hicieran falta.

—Ser Galen habría figurado antes en nuestra lista de los más buscados si no lo hubiéramos creído muerto. ¡Galen! —Destang sacudió la cabeza como si no pudiera creerlo—. Aquí en la Tierra, todo el tiempo. ¿Sabe?, serví durante la Revuelta de Komarr… ahí es donde empecé en Seguridad. Estaba en el equipo que excavó en los escombros de los barracones de Halomar después de que los hijos de puta lo volaran en plena noche… buscando supervivientes y pruebas, encontrando cadáveres y poquísimas pistas… Quedaron un montón de plazas vacantes en Seguridad esa mañana. Maldición. Cómo vuelve todo. Si encontramos a Galen otra vez, después de que se les escapara de las manos —los ojos de Destang cayeron fríamente sobre Galeni—, accidentalmente o de otro modo, lo llevaremos a Barrayar para que responda por esa sangrienta mañana por lo menos. Ojalá se le pudiera hacer responder por todo, pero no hay suficiente para repartir. Como con el loco emperador Yuri.

Other books

One Week To Live by Erickson, Joan Beth
Forbidden Surrender by Carole Mortimer
Rainy Season by Adele Griffin
Always Come Home (Emerson 1) by Maureen Driscoll
Murder Miscalculated by Andrew MacRae
Rare by Garrett Leigh