Hijos de la mente (39 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

—¡Han cortado! —volvieron a gritar. Era Quara, aterrada y furiosa—. Estaba recibiendo sus emisiones y de repente nada.

Miro casi se rió en voz alta. ¿Cómo era posible que Quara no lo comprendiera? La razón por la que ya no podía recibir las emisiones de los descoladores era porque ya no estaban orbitando su planeta. ¿No notaba el peso de la gravedad? Jane lo había conseguido. Los había traído de vuelta a casa.

¿Pero había regresado ella? Miro le apretó la mano, se inclinó, le besó la mejilla.

—Jane —susurró—. No te pierdas ahí fuera. Ven aquí. Ven aquí conmigo.

—Muy bien —dijo ella.

Él alzó la cabeza, la miró a los ojos.

—Lo conseguiste.

—Y con bastante facilidad, después de tantas preocupaciones. Pero creo que mi cuerpo no fue diseñado para dormir tan profundamente. No puedo moverme.

Miro pulsó el resorte rápido de la cama, y todas las bandas se soltaron.

—Oh —dijo ella—. Me habéis atado.

Trató de incorporarse, pero volvió a tenderse de inmediato.

—¿Mareada? —preguntó Miro.

—La habitación me da vueltas. Tal vez pueda hacer vuelos en el futuro sin tener que atarme tan a conciencia.

La puerta se abrió de golpe. Quara apareció en el umbral, temblando de furia.

—¡Cómo te atreves a hacerlo sin advertirme siquiera!

Ela estaba detrás, discutiendo con ella.

—¡Por el amor de Dios, Quara, nos ha traído a casa! ¿No es suficiente?

—¡Podrías tener algo de decencia! —gritó Quara—. ¡Podrías habernos dicho que estabas llevando a cabo tu experimento!

—Te trajo con nosotros, ¿no? —dijo Miro, riendo.

Su risa sólo enfureció aún más a Quara.

—¡No es humana! ¡Eso es lo que te gusta de ella, Miro! Nunca podrías haberte enamorado de una mujer de verdad. ¿Cuál es tu historia? Te enamoraste de una mujer que resultó ser tu hermanastra, luego de la autómata de Ender, y ahora de un ordenador que lleva un cuerpo humano como si fuera un autómata. Claro que te ríes en un momento como éste. No tienes sentimientos humanos.

Jane se había puesto de pie, aunque su equilibrio era inestable. A Miro le complació ver que se recuperaba tan rápidamente de su estado comatoso. Apenas prestó atención a los insultos de Quara

—¡No me ignores, pretencioso y pedante hijo de puta! —le gritó Quara.

Él la ignoró, sintiéndose de hecho bastante pretencioso y pedante al hacerlo. Jane, sosteniéndole la mano, lo siguió fuera de la cámara. Mientras pasaba por su lado, Quara le gritó:

—¡No eres ninguna diosa que tenga derecho a menearme de un sitio a otro sin preguntar!

Y le dio un empujón.

No fue gran cosa. Pero Jane chocó contra Miro. Él se volvió temiendo que ella fuera a caerse. Al hacerlo, le dio tiempo de ver cómo Jane desplegaba los dedos contra el pecho de Quara y la empujaba, con mucha más fuerza. La cabeza de Quara chocó contra la pared del pasillo, y entonces, perdido completamente el equilibro, cayó al suelo a los pies de Ela.

—¡Ha tratado de matarme! —chilló Quara.

—Si quisiera matarte —respondió Ela suavemente—, estarías chupando espacio en la órbita del planeta de los descoladores.

—¡Todos me odiáis! —gritó Quara, y se echó a llorar.

Miro abrió la puerta de la lanzadera y condujo a Jane a la luz. Era su primer paso en la superficie de un planeta, su primera visión de la luz del sol con aquellos ojos humanos. Se quedó allí de pie petrificada, y luego volvió la cabeza para ver más, miró al cielo, Y entonces estalló en lágrimas y se abrazó a él.

—¡Oh, Miro! ¡Es demasiado para soportarlo! ¡Todo es demasiado maravilloso!

—Tendrías que verlo en primavera —dijo él tontamente.

Un momento después, ella se recuperó lo suficiente para volver a contemplar el mundo, a dar pasos de tanteo. Vieron que un hovercar se acercaba ya desde Milagro. Serían Olhado y Grego, o tal vez Valentine y Jakt. Conocerían a Jane-como-Val por primera vez. Valentine, más que nadie, recordaría a Val y la echaría de menos; al contrario que Miro, no tenía ningún recuerdo concreto de Jane, pues no habían sido íntimas.

Pero si Miro conocía a Valentine, sabía que se guardaría para sí la pena que pudiera sentir; sólo haría partícipe a Jane de su bienvenida, y tal vez mostraría cierta curiosidad. Valentine era así. Para ella era más importante comprender que lamentar. Sentía todas las cosas profundamente, pero no dejaba que su propia pena o su dolor se interpusieran entre ella y la posibilidad de aprender cuanto pudiese.

—No tendría que haberlo hecho —dijo Jane. —¿Hacer qué?

—Usar la violencia física contra Quara.

Miro se encogió de hombros.

—Es lo que ella quería. Le gusta.

—No, no quiere eso —dijo Jane—. No en el fondo del corazón. Quiere lo que todo el mundo… ser amada y atendida, formar parte de algo hermoso, tener el respeto de aquellos a quienes admira.

—Sí, bueno, si tú lo dices.

—No, Miro, lo ves tú mismo —insistió Jane.

—Sí, lo veo —respondió Miro—. Pero dejé de intentarlo hace años. La necesidad de Quara era y es tan grande que una persona como yo podría ser tragada por ella una docena de veces. Entonces yo también tenía problemas propios. No me condenes porque la ignoré. Su barril de tristeza tiene suficiente profundidad para contener un millar de cubos de felicidad.

—No te condeno. Sólo… tenía que saber que veías cuánto te ama y te necesita. Necesitaba que fueras…

—Necesitabas que fuera como Ender.

—Necesitaba que fueras lo mejor de ti.

—Sabes que yo también amaba a Ender. Le considero el mejor hombre. Y no lamento el hecho de que me gustaría ser al menos algunas de las cosas que fue para ti. Siempre que tú también quieras unas cuantas cosas que sean sólo mías y no de él.

—No espero que seas perfecto —dijo Jane—. Ni que seas Ender. Y será mejor que no esperes perfección por mi parte, porque por mucho que intente hacerme la sabia, sigo siendo la que empujó a tu hermana.

—¿Quién sabe? Tal vez eso haya convertido a Quara en tu mejor amiga.

—Espero que no —dijo Jane—. Pero si es cierto, haré todo lo que pueda por ella. Después de todo, ahora va a ser mi hermana.

‹Así que estabais preparados›, dijo la Reina Colmena.

‹Sin saberlo, sí, lo estábamos›, respondió Humano.

‹Y fuisteis parte de ella, todos vosotros.›

‹Su contacto es amable, y su presencia en nosotros se soporta fácilmente. A las madres-árbol no les molesta. Su vitalidad las revigoriza. Y aunque tener sus recuerdos les resulta extraño, aporta variedad a sus vidas.›

‹Así que forma parte de todos nosotros —dijo la Reina Colmena—. Lo que es ahora, en lo que se ha convertido, es en parte reina colmena, en parte ser humano, y en parte pequenino.›

‹Haga lo que haga, nadie podrá decir que no nos comprende. Si alguien tuviera que jugar con poderes divinos, mejor ella que nadie.›

‹Confieso que estoy celosa —dijo la Reina Colmena—. Es una parte de vosotros que yo nunca podré ser. Después de todas nuestras conversaciones, sigo sin tener ni idea de cómo es ser uno de vosotros.›

‹Ni yo comprendo más que muy por encima tu forma de pensar —dijo Humano—. ¿Pero no es eso bueno? El misterio es infinito. Nunca dejaremos de sorprendernos mutuamente.›

‹Hasta que la muerte nos sorprenda a todos›, dijo la Reina Colmena.

14. LA FORMA EN QUE SE COMUNICAN CON LOS ANIMALES

«Si fuéramos mejores o más sabios

tal vez los dioses nos explicarían

las cosas descabelladas e insoportables que hacen.»

de Los susurros divinos de Han Qing jao

En el momento en que el almirante Bobby Lands recibió la noticia de que las conexiones ansible con el Congreso Estelar habían sido restauradas dio la orden para que toda la Flota Lusitania desacelerase y pasara a una velocidad justo por debajo del umbral de invisibilidad.

La orden fue obedecida de inmediato y supo que, al cabo de una hora, cualquiera que observara el espacio con un telescopio desde Lusitania vería la flota entera aparecer de la nada. Se lanzarían hacia un punto cercano a Lusitania a velocidad sorprendente, sus enormes escudos de proa todavía emplazados para protegerlos de los devastadores daños producidos por las colisiones con partículas interestelares tan pequeñas como motas de polvo.

La estrategia del almirante Lands era sencilla. Se acercaría a Lusitania a la velocidad más alta posible sin que causara efectos relativistas; lanzaría el Pequeño Doctor durante el período de acercamiento máximo, un lapso de no más de un par de horas; y luego llevaría a toda su flota a velocidades relativistas tan rápidamente que cuando el Artefacto D.M. estallara no pillara a ninguna de sus naves dentro de su campo destructor.

Era una buena estrategia, sencilla, basada en la suposición de que Lusitania no tenía defensas. Pero para Lands esa suposición era un tanto dudosa. De algún modo, los rebeldes lusitanos habían adquirido recursos suficientes durante un período de tiempo cercano al final del viaje, que pudieron cortar todas las comunicaciones entre la flota y el resto de la humanidad. No importaba que el problema hubiera sido achacado a un programa informático saboteador particularmente listo y persuavivo; no importaba que sus superiores le aseguraran que ese programa había sido destruido mediante una acción radical cronometrada para eliminar la amenaza justo antes de la llegada de la flota a su destino. Lands no tenía intención de dejarse engañar por una supuesta falta de defensas. El enemigo había demostrado contar con fuerzas desconocidas, y Lands tenía que estar preparado para cualquier eventualidad. Era la guerra, la guerra total, y no iba a permitir que su misión quedara comprometida por un descuido o un exceso de confianza.

Desde el momento en que le encomendaron su misión, fue plenamente consciente de que pasaría a la historia humana como el Segundo Xenocida. No era fácil contemplar la destrucción de una raza alienígena, sobre todo cuando los cerdis de Lusitania eran, según todos los informes, tan primitivos que por sí solos no representaban ninguna amenaza para la humanidad. Incluso cuando alienígenas enemigos fueron en efecto una amenaza, como sucedió con los insectores en la época del Primer Xenocida, algún corazón compasivo que se llamaba a sí mismo el Portavoz de los Muertos había conseguido pintar un brillante retrato de aquellos monstruos asesinos a los que había descrito como una especie de utópica comunidad gregaria que realmente no pretendía causar ningún daño. ¿Cómo podía saber el autor de esta obra lo que pretendían los insectores? Era monstruoso escribir aquello, pues ensuciaba por completo el nombre del niño-héroe que tan brillantemente había defendido a los insectores y salvado a la humanidad.

Lands no había vacilado en aceptar el mando de la Flota Lusitania, pero desde el principio del viaje había pasado una considerable cantidad de tiempo estudiando cada día la escasa información disponible sobre Ender
el Xenocida
. El niño no sabía, por supuesto, que estaba comandando la flota humana real a través del ansible; se creía sumergido en un riguroso y brutal plan de simulaciones de entrenamiento. No obstante, había tomado la decisión correcta en el momento de crisis: eligió usar el arma cuyo uso contra los planetas estaba prohibido, y así destruyó el último mundo insector. Ése fue el final de la amenaza a la humanidad. Fue la acción correcta, fue lo que requería el arte de la guerra y, en su momento, el niño fue merecidamente saludado como un héroe.

Sin embargo, décadas después, hubo un cambio en la opinión pública por culpa de aquel pernicioso libro llamado
La Reina Colmena
, y Ender Wiggin, prácticamente en el exilio como gobernador de un nuevo planeta colonial, fue borrado por completo de la historia y su nombre convertido en sinónimo de la aniquilación de una especie amable, bienintencionada, incomprendida.

Si pudieron volverse contra alguien tan inocente como el niño Ender Wiggin, ¿qué harán conmigo?, se decía Lands una y otra vez. Los insectores eran asesinos brutales y sin alma, con flotas de naves armadas con un poder devastador, mientras que yo destruiré a los cerdis, que han matado, pero sólo a pequeña escala, a un par de científicos que tal vez violaran algún tabú. Desde luego, los cerdis no tienen ningún medio ahora o en un futuro cercano de abandonar la superficie de su planeta y desafiar el dominio de los humanos en el espacio.

Sin embargo, Lusitania era tan peligrosa como los insectores… quizás aún más. Pues había un virus suelto en aquel planeta, un virus que mataba a todo humano que infectaba, a no ser que la víctima tomara continuas dosis de un antídoto cada vez menos efectivo a intervalos regulares durante el resto de su vida. Aún más, se sabía que el virus era capaz de adaptarse rápidamente.

Mientras ese virus estuvo retenido en Lusitania, el peligro no era grave. Pero dos arrogantes científicos del planeta (el archivo oficial los identificaba como los xenólogos Marcos Miro Vladimir Ribeira von Hesse y Ouanda Quenhatta Figueira Mucumbi) violaron los términos del asentamiento humano «volviéndose nativos» y proporcionando tecnología ilegal y bioformas a los cerdis. El Congreso Estelar reaccionó adecuadamente ordenando enviar a los transgresores para ser juzgados en otro planeta… donde sin duda los habrían mantenido en cuarentena. Pero la lección tenía que ser rápida y severa para que ningún lusitano más tuviera la tentación de violar las sabias leyes que protegían a la humanidad de la expansión del virus de la descolada. ¿Quién habría imaginado que una diminuta colonia como aquélla se atrevería a desafiar al Congreso Estelar negándose a arrestar a los criminales? Desde ese momento, no hubo más remedio que enviar esta flota y destruir Lusitania.

Pues con el planeta en rebeldía, el riesgo de que naves estelares escaparan de él y esparcieran la plaga al resto de la humanidad era demasiado grande.

Todo estaba muy claro. Sin embargo Lands sabía que en el momento en que el peligro hubiera pasado, en el momento en que el virus de la descolada ya no supusiera un peligro para nadie, la gente olvidaría lo grande que había sido ese peligro y empezaría a ponerse sentimental respecto a los cerdis perdidos, aquella pobre raza víctima del implacable almirante Bobby Lands, el Segundo Xenocida.

Lands no era un hombre insensible. Saber que sería odiado le tenía en vela por las noches. Tampoco le gustaba el deber que tenía que cumplir: no era un hombre violento, y la idea de destruir no sólo a los cerdis, sino a la población humana de Lusitania, le ponía enfermo. Nadie en su flota ponía en duda su reticencia a hacer lo que tenía que hacerse; pero tampoco nadie dudaba de su sombría determinación a hacerlo.

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