Hijos de un rey godo (37 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

—¿No conocen el paso de la cascada ni lo tienen vigilado?

—Pienso que no. No han protegido bien el paso del barranco. Tampoco conocen el paso del río…

—Nos dividiremos en tres grupos —dijo Hermenegildo—. Tú, Lesso, guiarás a Gundemaro y a unos cuantos hombres por la cascada, alertaréis a los que todavía no hayan sido sometidos a los roccones. Después, le abriréis paso al segundo grupo, a Claudio con los hispanos de Emérita, que irán a través del paso del barranco. Wallamir y Efrén con unos cuantos iréis conmigo navegando por el río Deva, corriente arriba. Tendremos que dar un rodeo circunvalando las montañas. Desembarcaremos muy cerca del valle de Ongar, yo me dirigiré a la fortaleza: hay personas muy afines a mí que corren grave peligro.

Aquí, Hermenegildo se detuvo pensando en Baddo y en Nícer; después prosiguió ordenando la estrategia a seguir.

—Mientras tanto, Efrén y Wallamir con los suyos deberéis ir a la torre de vigía y abrir el paso del barranco, por allí entrará el grueso del ejército godo. Finalmente todos nos dirigiremos a la fortaleza de Ongar, donde se librará la batalla final.
[17]

Desde aquel momento, el campamento godo se puso en movimiento, muchos más se unieron a la campaña. Nadie deseaba quedarse, querían luchar, seguir a Hermenegildo.

Los primeros en salir fueron los del grupo de Lesso y Gundemaro. Para ese grupo, Hermenegildo designó a los hombres que habían ido ya previamente con Recaredo en la primera salida al torrente. Marcharon tomando una senda que se adentraba en el bosque, ya oscuro porque el sol se hundía entre las ramas de los árboles. Al anochecer, todo se volvió sombrío y tenebroso. Con una cadencia monótona se oía el ruido repetitivo de un búho. Los compañeros de Lesso y Gundemaro sintieron una gran aprensión, pero continuaron avanzando sobreponiéndose al temor. Llegaron al lugar donde Recaredo, tiempo atrás, había luchado con Baddo y prosiguieron cauce arriba, guiados por Lesso.

—Debemos desmontar. El resto del camino lo haremos a pie —dijo con voz queda.

Ataron los caballos a los árboles, en un lugar cerca del agua, donde los animales pudiesen beber y donde hubiese pasto. Después se pertrecharon con arcos, cuchillos y espadas. Lesso iba al frente, seguido por Gundemaro. Comenzaron a subir, saltando entre las peñas. Con yesca y pedernal, el cántabro encendió una antorcha. Todo estaba lóbrego, la luna aún no había salido y las estrellas fulguraban débilmente entre las hojas de los árboles. No había nubes, el olor a bosque les colmaba la boca y los pulmones.

Treparon entre las rocas hasta llegar a los peldaños que ascendían por la cascada; estaban resbaladizos, por lo que subían lentamente. A lo largo de la caminata, la luna amaneció entre los árboles, una luna llena y redonda en la que se veían las manchas, que parecían amenazadoras. Al llegar a la cumbre sobre la cascada, aquella luna fría de invierno resplandeció iluminando Ongar. Abajo, la fortaleza se erguía rodeada de fogatas; hasta la altura llegaba el ruido de la fiesta. Los roccones celebraban la victoria. Desde tan lejos, Lesso no podía identificar las figuras con precisión, pero advertía el caos ocasionado por los roccones. El cántabro recordó cuando años atrás con Aster, príncipe de Albión, había descubierto Ongar por aquella bajada. Deseó llegar al valle donde muchos de sus compatriotas permanecían presos; sin embargo, su misión era otra: desde donde se encontraban no se hallaba muy lejos del gran paso del barranco, donde tendrían que someter a los vigías, permitiendo el paso a Claudio con las tropas de Emérita.

Mientras tanto, Hermenegildo y los suyos galopaban rodeando las montañas del valle de Ongar, hasta alcanzar el Deva no muy lejos de su desembocadura. Abordaron el río en las grandes barcazas que se usaban habitualmente para cruzarlo en aquel punto. Dejaron los caballos atrás con algunos hombres. Wallamir, al subirse a la barca, se inquietó porque no era hombre de agua. Los remeros bogaban cautelosos, el agua les salpicaba a menudo y era fría. Los árboles dejaban caer sus ramas sobre la corriente de modo que debían apartarlas para poder avanzar; por otra parte, gracias al ramaje evitaban ser vistos. Su misión no era fácil: aproximarse remando contracorriente varias leguas y encontrar un embarcadero muy cercano a la fortaleza de Ongar. Hermenegildo miró hacia el cielo, las luces del firmamento les alumbraban en aquella noche tan clara, sin una nube. Aún no habían llegado al final del recorrido en la barca, cuando la luna apareció grande y redonda sobre las montañas nevadas. Era una visión majestuosa desde el río, con las montañas al fondo que brillaban blancas en sus cimas. La nieve hacía que el plenilunio multiplicase su esplendor. La luz de la luna resplandecía también sobre el agua del río creando una larga estela.

Al fin, las barcazas atracaron en un lecho de arena. No estaban lejos de Ongar. Hermenegildo saltó a tierra con rapidez, desenvainó la espada y con ella exploró el terreno con cuidado, intentando encontrar el camino. Estaba preocupado por Nícer y Baddo, algo le unía a ellos. Nícer, al fin y al cabo, era su medio hermano. Con Baddo había una relación especial, recordaba bien cómo les había protegido. Se había percatado de que ella lo identificaba con Aster. La noche en la que les detuvieron se sorprendió ante el grito de Urna, su madre, y advirtió que, en el poblado, todos le relacionaban con Aster, el que había sido su señor durante tantos años. Confiaba que Uma, Nícer y Baddo estuviesen vivos. Al pensar en el grito de Uma al verle, algo se volvía confuso en su interior: él procuraba no pensar en ello.

Desde el pequeño camino que salía del embarcadero, alcanzaron la vía más ancha del valle, la que conducía directamente al castro y la fortaleza. Andaban despacio, evitando producir ruido. Tras una revuelta del camino, divisaron la fortaleza de Ongar, iluminada como si fuese de día. Las casas que la rodeaban habían sido quemadas, aquello era lo que había originado el humo oscuro que percibieron por la mañana desde el campamento. El aspecto del poblado era desolador.

En la altura, se comenzó a escuchar un ruido rítmico de tambores. Junto a él, el sonido de voces que de modo acorde entonaban algún tipo de canto ritual.

Los luggones no sospechaban que alguien fuera a atacarlos, habían derrotado a los de Ongar, y nadie más se les oponía en las montañas.

En un calabozo, en la fortaleza, se apiñaban hombres y mujeres. Nícer ocultaba la cabeza entre las manos, hundido. Por primera vez en mucho tiempo Baddo sintió conmiseración por su hermano, se acercó a él, apartando a la gente, y le puso la mano sobre el cabello. «Mi bueno, mi fiel Nícer», le susurró. Él retiró la mano de su hermana, no le gustaba que se compadeciesen de él.

—Tú no tienes la culpa… —le dijo ella.

—Sí. La tengo. No debí utilizar la copa, la guardé en la fortaleza en lugar de dársela a Mailoc. Es una copa ritual que lleva la bendición y la maldición consigo. Los luggones se han vengado; y ahora el pueblo más beligerante y peligroso es el que posee el poder… Tu madre, Uma, ha muerto; Ulge también. Yo debiera haberlas protegido. Los roccones han asesinado a muchos. Nos someterán a todos y nos obligarán a rendir culto a esos dioses inmundos. No hay esperanza.

Baddo permaneció junto a él en silencio, entristecida por la muerte de su madre y del ama. De todo lo ocurrido sólo había algo bueno: que ella y Nícer, después de tantos años de rencillas, estaban unidos. Entonces comenzó a oírse el ruido de los tambores y los gritos rítmicos de la multitud. Los presos se echaron a temblar.

Alguien gritó:

—¡Ha llegado el tiempo del sacrificio! ¡Vamos a morir!

Se abrieron las puertas del calabozo, y entraron los hombres de Abneo. Con sus lanzas amenazantes apartaron a los que intentaban hacerles frente o detenerles el paso; después apresaron a Baddo y a Munia.

Nícer se levantó, enfrentándose a ellos:

—¿Qué vais a hacer con mi hermana?

—Concederle un gran honor, ofrecérsela a Lug.

—¡No…! ¡No lo haréis!

Ellos rieron y, golpeándole, lo empujaron hacia atrás.

Condujeron a las dos mujeres al patio principal de la fortaleza.

Allí, medio borracho, derrengado en una especie de trono de cuero y madera, Abneo presidía los ritos a Lug.

—¡A ver…! ¿Qué me traéis?

Al distinguir a Baddo, pronunció torpemente algunas palabras:

—Pero si es la hija de Aster, la que se negó a desposarse conmigo.

Se acercó a ella, que notó su hedor alcohólico cerca de la cara, sintiendo una gran repugnancia.

—¡Lástima que Lug las desee vírgenes!

Después vio a Munia:

—¿Y tú? Eres también muy bella, se rumoreaba que Nícer pensaba contraer matrimonio contigo, hasta que se comprometió con mi hija.

Toqueteó de una manera indecente a Munia, que se estremeció.

—Ninguna de las dos va a hacer nada más… Os conduciremos al reino de Lug. Allí seréis diosas y él aplacará su sed de venganza. Llenaremos la copa de Lug con vuestra sangre, la beberemos y después moriréis.

Munia palideció a punto de caer; finalmente con un gran esfuerzo, pudo sostenerse.

En el centro del patio de la fortaleza, habían construido una pira, a la que se subía por unos escalones. Las hicieron subir y las ataron cada una a un palo en medio de la leña. Cuando la luna apareció en el cielo, se escucharon gritos entre el gentío; entonces se acercó a ellas el sacrificador con una hoz dorada en las manos, pronunciando unas palabras en una jerga antigua. Baddo, al ver cómo se aproximaba la hoja afilada al cuello, pensó que había llegado su fin. El verdugo la hirió con un corte fino del que comenzó a manar sangre, la recogió en la copa sagrada, la mezcló con vino, en el que añadió algunas hierbas, posiblemente alucinógenos. Inmediatamente realizó el mismo gesto en Munia. Juntó también su sangre y mostró la copa al pueblo.

El sacrificador ofreció la copa a Abneo. Primero bebió el jefe y después fue pasándola a todos los que tenían más alcurnia. Cayeron de rodillas al suelo y perdieron el conocimiento, experimentando movimientos convulsos.

Los luggones danzaron en torno a Baddo y a Munia, que sentían una debilidad extraña quizá provocada por la pérdida de sangre, que no cesaba de manar. Durante un corto espacio de tiempo sólo se escuchaba la música ritual. Los jefes de los luggones yacían en el suelo, Baddo pensó que parecían muertos.

El sacrificador se aproximó de nuevo a las mujeres, era el fin. Tomó fuego de una antorcha y lentamente lo elevó hacia la luna, hacia el Oriente y hacia el Occidente. Se escuchó un grito y, al fin, aproximó la llama a la pira. Munia estaba ya sin sentido. Las llamas comenzaron a rodear a las dos jóvenes. Baddo no podía respirar, pensó que iba a morir.

Entonces una flecha surcó el aire y se clavó en el vientre del sacrificador y luego otra y otra más. La gente medio borracha o enteramente ebria no sabía lo que estaba ocurriendo, se oyeron gritos. Abneo y los otros jefes estaban caídos sin conocimiento. Después se comprobó que algunos habían muerto ya por haber bebido sangre de la copa.

Desde la muralla de la fortaleza comenzaron a descolgarse unos cuantos guerreros godos. Se oyeron gritos. Pronto Baddo vio a su lado a aquel que se parecía tanto a su padre, el godo Hermenegildo; quien recogió del suelo la copa caída de manos del sacrificador. El godo, ayudado por sus hombres, les cortó las ataduras a Baddo y a Munia. Separaron a las jóvenes de la pira, que continuó ardiendo. Después se dispusieron en círculo en torno a ellas y empuñaron las espadas.

Los roccones que montaban guardia fuera de la fortaleza, ajenos a la fiesta y, por tanto, sobrios, al oír el tumulto entraron para auxiliar a los hombres de Abneo, y atacaron a los godos de Hermenegildo. Se oyeron cuernos y tubas llamando a todos al combate. La fortaleza se llenó de roccones. Los hombres de Hermenegildo se dispusieron a luchar. Su situación se volvió desesperada, la batalla parecía perdida, a pesar de que Abneo estaba ya muerto.

—Debemos salir de aquí, estamos al alcance de las flechas… —le dijo Lesso.

Los godos se cubrieron con los escudos y comenzaron a retroceder hacia los muros de la fortaleza, arrastrando con ellos a las jóvenes, heridas. Cuando la situación se hacía más insostenible, se escucharon gritos fuera; eran los hombres de Claudio, con ellos Gundemaro y Wallamir, hispanos y godos atacaban la fortaleza de Ongar.

Combatieron palmo a palmo la batalla. Fusco, que se había unido al grupo de Gundemaro, penetró en la fortaleza y se dirigió adonde habían encadenado a Nícer. Lo liberó y con él a muchos de los hombres de Ongar que se sumaron a la lucha.

Al amanecer, la luz del sol hizo brillar la sangre de los caídos en la batalla. Habían muerto muchos roccones, algún godo y bastantes hombres de Ongar.

Se escuchó a Mehiar decir a Hermenegildo:

—¿Vosotros los godos liberáis a vuestros enemigos, los de Ongar?

—Nosotros, los godos, luchamos con nuestros hermanos los hombres de Ongar. —Después, se volvió hacia Nícer y, mirándolo fijamente, le dijo:

—Nunca más reine entre nosotros la desunión y la guerra… A estas palabras dichas en un tono muy alto, contestaron todos con clamores de conformidad y alegría.

La traición

Corría un viento muy fresco que provenía de las montañas. Cuanto más se acercaban al norte, el aire se volvía más helador, les arañaba continuamente el rostro. En el cielo cruzaban nubes grisáceas entreveradas con la luz del sol. El suelo, empapado por las últimas lluvias, había embalsado lagunas de agua clara por doquier. Los caballos levantaban mareas en aquellos charcos enormes, galopaban deprisa. Una vez que se hubo decidido, él, Recaredo, no se detenía; debía cumplir lo encomendado y quería hacerlo cuanto antes; pero le costaba obedecer y recuperar la copa que, poco tiempo atrás, había dejado en las manos de Mailoc. Al cabalgar, observaba de refilón el rostro impasible de Sisberto; no tenían nada en común y era incapaz de hablar con él. Sisberto era un hombre extraño, extremadamente callado y fiel a su padre. Miró la cicatriz que le cruzaba el rostro y su perfil de águila, en donde una mirada fanática y decidida se dirigía siempre adelante. ¿Qué estaría pensando? Sabía que le había molestado que le quitasen el mando, dándoselo al joven Hermenegildo, pero no se había rebelado activamente, ni había protestado. Ahora cabalgaba junto a Recaredo y no decía una sola palabra, ni siquiera un gesto para quejarse del frío que bajaba de las montañas.

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