Hijos de un rey godo

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

 

Tras el éxito de
La reina sin nombre
, María Gudín nos plantea, en este segundo libro, una novela repleta de aventuras acerca del esplendor del reino visigodo: una historia en la que el amor, la camadería, el remordimiento, la venganza y el afán de poder se entrelazan para conformar un rompecabezas en el que todo finalmente encaja.

María Gudín

Hijos de un rey godo

Trilogía Goda: Parte II

ePUB v1.1

Mística
03.07.12

Colabora Ximena30

Título original:
Hijos de un rey godo

María Gudín, 2009.

Editor original: Mística (v1.0)

ePub base v2.0

A mis hermanos

Luego, hazte la pregunta: ¿dónde está ahora todo esto? Humo, cenizas, leyenda o, tal vez, ya ni siquiera leyenda.

M
ARCO
A
URELIO
,
Meditaciones

La amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que late en dos almas.

A
RISTÓTELES

PRÓLOGO

El sol se alza sobre Europa. La cúpula de Hagia Sophia brilla en la ciudad de los bizantinos. El palacio de oro de los emperadores centellea con las primeras luces de la mañana. El Bósforo, incandescente de luz, surcado por naves de velas cuadradas, despide a soldados que parten para combatir al este, en Persia, al oeste, en Italia.

El sol camina hacia el Occidente y lame las costas del mar Egeo, el de las mil islas. Más tarde, su luz lava la península itálica desangrada en las guerras góticas. Ilumina la hermosa Rávena de Teodorico y la Roma imperial, llena de ruinas y pasados esplendores. La Roma sagrada de los arcos de triunfo y de las catacumbas agoniza profanada: en el Coliseo, pastan ovejas; en el Palatino, no hay más que devastación, la muralla ha caído derruida por las tropas de Belisario; en la colina vaticana, el papado intenta imponerse en un mundo en guerra.

El astro del día sigue su curso y despierta luces iridiscentes en las aguas del mar que es el centro de todas las tierras; el Mediterráneo reluce en la costa africana, la tierra antes cartaginesa, luego romana, después vándala y ahora bizantina. La decadencia de sus ciudades, la sabiduría de sus eruditos, la fertilidad de sus campos esperan únicamente una revelación en Oriente para ser sometidas al poder del Dios de Mahoma.

El gran peñón, que llegará a ser la roca de Tarik, se torna rosáceo por el sol de levante. Cartago Spatharia, Assidonia y Malacca, ciudades imperiales, se desperezan, protegidas por murallas ciclópeas, siempre amenazadas por el poderoso reino de Toledo.

La luz clara de la mañana ilumina ahora el territorio de la antigua provincia romana de Hispania, un mar de trigo dorado interrumpido por vides y olivos, rodeado de montañas. La Hispania visigoda se debate convulsa, herida por luchas entre clanes nobiliarios. Ha pasado ya la época de esplendor de Leovigildo, el reinado en paz de Recaredo, el breve interregno de Liuva, la época del traidor Witerico y la del fiel Gundemaro. Ahora reina Sisebuto, un monarca erudito.

El dios sol, pintor de luz, deshace la noche en las montañas cántabras. Al este, los picos del Pirineo cubiertos de nieve brillan iluminados por la luz de la alborada, albergan a los vascones fieles a un idioma ancestral y a costumbres milenarias. Al oeste, los godos han sometido a los rebeldes cántabros, a los valientes astures, han aniquilado el reino de los suevos.

Más al norte, el sol calienta las antiguas Galias, ahora las tierras de los francos, donde los descendientes de Meroveo, siempre en discordia unos con otros, hacen y deshacen reinos.

Al fin, el amanecer borra las brumas de las costas britanas, de los acantilados a los que asoman los pueblos celtas sometidos ahora por anglos y sajones. Una tormenta retoza en el golfo de Vizcaya, la marejada brilla espuma en la aurora temprana.

Yo soy un Espíritu de Sabiduría, aquel a quienes los romanos nombraron como Hado o la diosa Fortuna, y los cristianos, Providencia, y abarco un mundo quebrado que reclama la sanación; por ello, mi mirada busca a través de las tierras del Occidente de Europa a los hijos del rey godo; los que han de cumplir su destino. Ellos o los hijos de sus hijos han de realizar el voto que les ligó a una misión y un destino. Las fuerzas del mal han desatado su poder y se agolpan en los corazones de los hombres. No habrá descanso en el cosmos hasta que el ciclo haya concluido, hasta que la copa regrese a los pueblos del norte, hasta que sea custodiada en un lugar de paz y escape de las manos de los que buscan el poder injusto. Mi visión persigue desde hace tiempo a los hijos del rey godo, mi oído los escucha gimiendo, todo mi ser va tras ellos, sufre con ellos y en ellos descansa.

Algunos murieron.

Son los que descansan en paz o sufren, quizá purgando sus culpas.

Otros viven todavía.

Son los que se esfuerzan en la brega de la vida sin conocer aún su destino.

Mi mirada rastrea tras el hombre que ansia el poder, el hijo del rey godo Recaredo, un guerrero que observa clarear el alba desde lo alto de las montañas cántabras.

Su nombre es Swinthila.

Corre el año 620 de la era cristiana, el hombre se enfrenta a su pasado y su pensamiento es altivo.

I

EL HOMBRE ALADO

En la era DCXXXVIII, en el año diecisiete del imperio de Mauricio, después del rey Recaredo, reina su hijo Liuva durante dos años, hijo de madre innoble, pero ciertamente notable por la calidad de sus virtudes. A Liuva, en plena flor de su juventud, siendo inocente, le expulsó del trono Witerico, después de usurparle el poder y habiéndole cortado la diestra.

I
SIDORO
D
E
S
EVILLA
,

De origine Gothorum
,

Historia Wandalorum, Historia Sueborum

En el desfiladero

Swinthila detiene el caballo y mira hacia atrás; los bosques descienden tapando de verdor oscuro la sierra; más allá, el camino se estrecha y sus hombres han de compactarse para formar una fina hilera de guerreros y caballos. El cielo, cubierto, clarea de vez en cuando. Al asomar el sol, brillan las armas de los jinetes. De nuevo, el general godo se pone en marcha; su paso hace temblar las hojas de los árboles que dejan caer el rocío de la mañana mojando sus ropas. Acebos y espinos les entorpecen el paso. Ascienden por un camino estrecho que, poco a poco, se aleja de la vegetación, y se introduce entre rocas calcáreas. Más abajo, comienza a abrirse un precipicio que se va haciendo muy pronunciado al ascender la cuesta. El sol se abre por completo entre las nubes y rebota en el fondo del barranco, sobre las aguas mansas del riacho. Una avecilla alza el vuelo al paso de la comitiva armada.

Swinthila es un guerrero fornido, de anchas espaldas y rostro aquilino, decidido. Herido por un pasado doloroso, no sonríe nunca. Una arruga suele cruzar su entrecejo, y sus ojos, de color acerado, no han sido iluminados por la alegría desde mucho tiempo atrás. Marca el paso con decisión. Nada le arredra, nada le retrasa, nada le hace retroceder. Algunos de sus hombres jadean, pero él no aminora el ritmo.

Han dejado la angostura a sus espaldas y se distancian del despeñadero. Ahora, el camino se abre en un pequeño valle, circundado por farallones de piedra. Algún roble joven crece a la vera de la senda, y los matorrales trepan hacia la quebrada entre las rocas. En la planicie, los guerreros comienzan a galopar algo más deprisa. Al alejarse de los precipicios, Swinthila se muestra preocupado y la arruga del entrecejo se le hunde más profundamente. Otea insistentemente la altura que les rodea, intranquilo.

Entonces, se escucha el silbar de una flecha lanzada desde lo alto. Un grito. Un hombre cae al suelo herido.

Swinthila ordena:

—¡A cubierto…!

Pero no hay dónde. Desmontan de los caballos y se escucha el quejido de las espadas al salir de las vainas. Los hombres se cubren con los escudos y apartan a los caballos contra la pared de piedra. De las rocas comienzan a descender hombres vestidos con tela de sagun.

—¡Los cántabros! ¡Los montañeses…! —grita uno de los atacados.

—¡No lo creo…! —exclama en voz muy alta Swinthila.

Al enfrentarse con ellos, puede adivinar una cota de malla posiblemente realizada por los orfebres de Toledo que refulge bajo las túnicas pardas de sus adversarios. El general godo reconoce quiénes son:

—¡Son hombres de Sisenando…!

La batalla se recrudece. Desde la pendiente descienden más y más atacantes. Los godos están cercados. Entonces, Swinthila, de un salto, se sube a uno de los caballos, un rocín de patas fuertes que, guiado por la mano enérgica del godo, de un impulso se alza sobre los combatientes, sobrepasándolos y dejando atrás la pelea.

—¡A mí…! ¡Mis hombres, defendedme…! —grita al dar el salto, ordenando que le cubran la retirada.

Alguno de los asaltantes sale en su persecución, pero los soldados lanzan flechas que protegen a su general, derribando a los enemigos que han salido tras él; Swinthila huye de la refriega, conoce bien el camino y sabe adonde quiere ir. El caballo espoleado con fuerza corre veloz. De nuevo, se encuentra con la ruta que pende sobre el abismo. El corazón del godo late con fuerza, ha perdido a sus hombres pero él sabrá vengarse, es un guerrero poderoso, desciende de una casta ilustre y en su vida nada le ha sido fácil. No tiene tiempo de compadecerse de sí mismo, ni llorar por los compañeros perdidos, quizá muchos de ellos ya muertos.

El sol se ha despejado por completo, y reverbera sobre la ruta caliza. El general godo se acalora con la galopada, embutido en una coraza de hierro, le parece que va a derretirse bajo los rayos del sol de otoño.

Escucha a lo lejos el galopar de un caballo; es posible que todavía vengan tras él, por lo que decide dejar el camino e internarse en la serranía. Espinos y abrojos le dificultan la marcha. Se introduce en un bosque y al final llega a un lugar despejado, rodeado de robles. En ese momento, se escucha el tono agudo de un silbido humano. En el claro del bosque, comienzan a aparecer montañeses armados con lanzas, palos y estacas. Una flecha atraviesa la panza de su caballo. El guerrero cae al suelo y es rodeado por los cántabros, que hablan en un latín torpe. A Swinthila le cuesta entender lo que dicen. El godo es maniatado por los montañeses que le conducen al que parece el capitán. Swinthila se expresa ante él con orgullo:

—Soy general del ejército visigodo. No podéis matarme, os pagarán un buen rescate.

—No lo haremos, os llevamos preso…

—¿Adonde me lleváis? —pregunta.

—A la fortaleza de Amaya. Os entregaremos a nuestro señor, Nícer.

—¿Nícer…?

—Conocido por vosotros como Pedro.

Al escuchar aquel nombre el rostro de Swinthila se tranquiliza.

—Sí. Conducidme al duque Pedro.

—A él os entregaremos, pero aún no es el tiempo. Nuestro señor… está en la guerra con los roccones —le explica uno de los montañeses con su lenguaje basto.

Después el jefe del grupo de atacantes, observándole detenidamente, le dice:

—Nuestro señor querrá saber qué hace lejos del ejército un oficial godo. ¿Sois un desertor?

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