»Vi al emisario alejarse bajando hacia el valle, y supe que mi destino había cambiado. Cuando él se fue, mi madre me llamó junto a sí; en su rostro había restos de lágrimas que no eran de tristeza. Ella se situó tal como tú y yo estamos ahora, mirando hacia ese valle, que ahora yo no soy capaz de ver. Entonces me habló de él, de nuestro padre.
»—Querido Liuva, iremos al sur. Tu padre nos reclama…
»—¿Mi padre…?
»—El más grande de los reyes godos, aquel que ha conseguido la paz. El hombre nuevo. Él ha cumplido sus promesas para conmigo.
»Inexplicablemente, sentí celos, unos celos rabiosos de alguien que podía separarme de la mujer a la que estaba tan unido y, al mismo tiempo, una gran esperanza de que todo fuera a cambiar y a ser distinto, a mejorar en un futuro no muy lejano.
»Solamente algunos labriegos vinieron a despedirnos. No teníamos muchas cosas, pero mi madre quiso dejar todo colocado y limpio.
»Fue en esos días en los que preparábamos la marcha, cuando mi tío Nícer se hizo presente una noche. Él nos había protegido contraviniendo las órdenes del senado cántabro y, de cuando en cuando, se acercaba a vernos; nos traía algún presente o provisiones.
«Aquella noche yo ya estaba acostado arriba en el pajar; era muy tarde pero no me vencía el sueño, mi madre junto al hogar cantaba suavemente una balada antigua mientras removía el fuego. Veía el resplandor de las llamas y brillos rojizos en su cabello ondulado y oscuro. Llamaron a la puerta. Transcurrió un tiempo entre susurros; entonces oí a mi madre gritar enfadada y a mi tío decir:
»—Ese hombre no es de fiar, te traicionará una vez más, siempre lo ha hecho, no debes abandonar a tu raza.
»—Querido Nícer, mi raza ya me ha abandonado. ¿Qué futuro nos aguarda aquí a mí y a mi hijo? Rechazados como leprosos por todo el valle. Sólo tú vienes a vernos y, cuando lo haces, es para reconvenirme; para que abandone a mi hijo y contraiga matrimonio con algún jefe de los valles. Vuelvo a quien debo fidelidad.
»—No podrás ir sola hacia el sur.
»—Eso lo veremos… —respondió ella con firme determinación.
»—Impediré que os vayáis de aquí… Desde mañana tendrás un guarda en tu puerta.
»Ante esas palabras mi madre se volvió hacia él, desafiándole con ira.
»—¿Cómo puedes ser así de obtuso? ¿Cómo puedes no entender nada? Desde niña me has controlado de una manera absurda.
»—Y dime… ¿Para qué ha servido? —gritó él. Has hecho siempre lo que has querido… Has sido la deshonra de la familia. Te uniste con alguien fuera del clan familiar, que te abandonó.
»—Él no está fuera de tu clan familiar, sabes perfectamente que Recaredo es tan hermano tuyo como lo soy yo.
»No entendí aquellas extrañas palabras, ¿cómo podía ser mi padre, hermano de mi tío Nícer?, por ello agucé aún más el oído.
»—Él robó la copa que nos pertenece… y después la perdió —decía mi tío—. Colaboró en la muerte de Hermenegildo, ¿no lo sabías? ¿No lo recuerdas? Hermenegildo te salvó la vida y a mí me restauró en mi lugar al frente de los pueblos cántabros… Después yo luché apoyando a Hermenegildo en el sur, que se rindió gracias a las arteras palabras de ese hombre. Tu amado Recaredo se ha aprovechado de su muerte y se ha hecho con el trono…
»—Retuerces de mala manera la verdad de lo que ha ocurrido. No quiero oírte, siempre he confiado en Recaredo.
»—¿Siempre? ¿Incluso cuando te abandonó? Es un hombre que nunca te ha convenido, ha labrado tu desgracia. Y tú, ahora, vas tras él como una meretriz de las que andan en los cruces de los caminos…
»En ese punto no pude aguantar más, salté de mi lecho y bajé por las escaleras del pajar hecho una furia y me abalancé sobre mi tío provocando que se tambalease:
»—¡Tú…! ¡Tú no insultas a mi madre! —le grité.
»Ella sollozaba, mientras decía con voz suave.
»—¡Déjale, Liuva, déjale! Eres pequeño, no entiendes las cosas… Quizá tenga razón…
»Nícer me rechazó con firmeza pero sin hacerme daño, ordenándome:
»—¡Calla, muchacho! No sabes nada de lo que está ocurriendo. Eres un niño.
»Nunca había visto a mi tío Nícer de aquella manera, iracundo pero a la vez emocionado y triste.
»—No me ofende lo que me dices —habló entonces con dulzura mi madre—. Quizás en parte tienes razón, quizás he deshonrado a la familia… pero ¿qué sentido tiene que siga aquí? Debo ir adonde mi destino me reclama y tú debes dejarme marchar.
»Mi madre se abrazó a su hermano, y lloró sobre su pecho. Advertí la expresión de Nícer, conmovida.
»—Siempre consigues lo que quieres… Tengo miedo por ti, temo que Recaredo te haga desgraciada una vez más. El mundo de los godos es tan diverso al nuestro… quizá se burlen de ti y te crean una montañesa. Aquí, si hubieras querido, habrías sido la reina de todos estos contornos.
»—Pero no he querido, y tenía muy buenas razones para no quererlo.
»Nícer se separó de Baddo, se quedó callado unos instantes, pensando que quizás aquello no tenía remedio.
»—Si vas al sur, tienes que conseguir que regrese la copa sagrada. Recuerda que ése era el deseo de nuestro padre… Tenemos una obligación en ello. El bien y el mal están en esa copa.
»—La tuviste y la desperdiciaste… —le recordó mi madre.
»—Sí, pero ahora he aprendido y sabría hacer buen uso de ella.
»—Juro que conseguiré la copa para los habitantes de estas montañas si me dejas marchar —aseguró Baddo con decisión.
»Nícer calló un momento, se le veía luchar dentro de sí.
»—Puedes irte… —dijo al fin—, pero la copa debe volver y, por Nuestro Señor Jesucristo te lo pido, cuídate…
»—Yo cuidaré de ella —exclamé con voz fuerte cogido a sus faldas.
»Al día siguiente, partimos hacia el lejano reino de los godos. Al descender la ladera, en el valle, nos encontramos con un emisario de Nícer, que nos traía una montura y provisiones para el camino. El hombre era Efrén, uno de los pocos campesinos que nos hablaba y que era muy querido por mi madre.
»—Iré con vosotros —dijo.
»—Es un viaje arriesgado… Tú no conoces los caminos del sur.
»—Vengo obligado —dijo con una sonrisa—. Si no hubiese venido yo, mi padre, Fusco, te habría escoltado hasta el mismísimo infierno y él ya no tiene edad para recorrer caminos. Además, Nícer me lo ha ordenado.
»—Eres libre de irte, o libre de venir conmigo —dijo Baddo.
»—Ya lo sé, soy libre como todos los hombres de estas montañas, gracias a tu padre y a tu hermano.
»—Gracias a mi padre —afirmó ella muy secamente; mi hermano tiene poco que ver en la libertad de estos valles…
»—Nunca aceptarás del todo a tu hermano…, ¿no?
»—No —respondió mi madre.
»—Desde niños habéis sido como el perro y el gato, y eso no ha sido bueno para ninguno de los dos.
»Baddo no le respondió y con destreza montó en el caballo a mujeriegas. Después Efrén me ayudó a subir encajándome en el rocín por delante de ella.
»El recorrido en el valle fue agradable. Las gentes sencillas nos miraban con desconcierto; se había corrido la voz de que mi madre y yo partíamos hacia el lejano reino de los godos. La mayoría de los habitantes de los valles se despedía de nosotros amablemente; sin embargo, los más ancianos movían la cabeza con pesar mirando en dirección a mi madre como reconviniéndola. Ella no hacía caso de nada, era feliz. Su rostro, siempre lo había sido, estaba todavía más hermoso, en él se dibujaba una sonrisa de felicidad, una sensación de seguridad que lograba transmitirme. El día era azul, extrañamente azul para aquellas tierras húmedas, y la luz del sol de otoño parecía acompañarnos en nuestro camino.
»No te cansaré con detalles del viaje, aunque todo se ha quedado en mi mente. A menudo, Baddo cantaba y su voz suave se difundía por los caminos. A mí me gustaba bajar de la montura caminando junto a ella, cerca de Efrén. Nadie nos detuvo en la tierra de los montañeses, la autoridad benévola de mi tío Nícer nos defendía. Noté que mi madre y Efrén se preocupaban al salir de aquellas tierras seguras.
»Mirando a nuestras espaldas, los agrestes picos de la cordillera de Vindión se mostraban amenazadores en la distancia, parecían oscurecer el camino. Creo que mi madre y yo, al volver la vista atrás, a las montañas, teníamos la misma impresión que el reo que ha huido de su cautiverio cuando mira tras de sí, a los muros que un día le guardaron preso.
»Nos dirigimos a Astúrica,
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donde una guarnición goda nos acogió. Fuimos recibidos por un hombre que se nombró a sí mismo como Fanto, conde de las Languiciones.
»—Os esperaba, señora…
»Besó su mano haciéndole honor ante todos. Ella bajó la cabeza como avergonzada. Yo observaba la reverencia que se hacía a mi madre con cara de pasmo, pero me alegraba por ella, que sonreía ruborizándose. Escoltados por las tropas de Fanto nos guiaron a través de callejuelas húmedas. Quizá por las guerras cántabras la ciudad estaba parcialmente destruida, y muchas de las casas, en ruinas, se habían convertido en huertos en donde pastaban ovejas o se cultivaban hortalizas. Al final de una calle estrecha llegamos a una edificación con columnas romanas y jambas en las que se adivinaban motivos vegetales, la morada de Fanto. El hombre era grueso, de pelo cano y mirada amable, en la que se adivinaba un espíritu fuerte a la vez que práctico. El conde de las Languiciones quería hablar a solas con mi madre, por lo que intentaron alejarme de ella; sin embargo, pude escuchar algo de lo que se decían: que él sería como un padre para ella y que confiase en él.
»No nos demoramos mucho en aquella ciudad y pronto reemprendimos el camino hacia el sur.»
«El viaje fue largo y penoso. Muchas leguas de caminar con soldados, compartiendo la ruda vida de la tropa. A mí me gustaba acercarme a ellos y preguntarles, pero con frecuencia captaba un deje de sarcasmo en sus respuestas que me dejaba confuso, se mofaban de mi latín tosco y vulgar, se reían de que fuese un niño poco fuerte, dependiente aún de su madre; pero de ella, de Baddo, de mi madre, no se atrevían a burlarse. Fanto la protegía y, además, un rumor se extendía por la soldadesca, el rumor de que ella estaba relacionada con el rey. A veces, cuando mi madre no estaba presente, yo pude escuchar conversaciones de los soldados muy bastas e innobles. La soldadesca no lograba entender cómo el gran Recaredo había escogido a aquella montañesa de cabellos oscuros. Sin embargo, la respetaban porque de ella fluía una fuerza interna difícil de explicar.
»Mi único desahogo era entonces Efrén. Él tampoco había salido nunca del norte. A los dos nos sorprendían las millas de paisaje plano en donde el trigo había sido cortado pocos meses atrás. Entre campos cosechados se veían pinares, bosques espesos y tierras baldías. Hacía frío y una niebla helada cubría la estepa, el frío se había adelantado aquel año. El cielo se tornó blanco y un cierzo helado soplaba del norte. Yo me arrebujaba en las pieles, y el calor del mulo me aliviaba. Efrén, que ocupaba la misma cabalgadura, estaba pendiente de mí.
»—¿Adonde nos dirigimos…?
»—No lo sé muy bien —me dijo—, en un principio se pensó que a Toledo, pero he hablado con el capitán y nos han llegado órdenes de quedarnos en la ciudad de Recaredo, junto al Tajo. Una ciudad que tu abuelo Leovigildo construyó para tu padre. Allí le esperaremos y allí se decidirá nuestro destino.
»Como ahora, el viaje a través de la meseta no era seguro, bandidos y salteadores atacaban a las caravanas de viajeros pero, custodiados por una tropa fuerte, no tuvimos especiales contratiempos.
«Recuerdo la luz de la meseta, los campos inmensos, vacíos de gentes, los atardeceres rojizos y fríos, el amanecer rosado que nos enfrentaba a un nuevo día de marcha. Los detalles de aquel viaje se han quedado grabados en mi memoria.
»Poco antes de alcanzar nuestro destino, hicimos un alto junto a un río ancho y rebosante por las lluvias del otoño. Nos detuvimos en un molino de agua, una edificación de mampostería de baja calidad, de planta alargada y con techo a dos aguas. Dentro había una especie de taberna donde se servía vino y comidas a los viajeros.
»En aquel lugar, se paraban los campesinos a moler y los viandantes descansaban antes de entrar en la ciudad de Recaredo. Desde tiempo atrás, se hablaba de la próxima llegada de una mujer al palacio, la futura esposa del rey. La molinera ardía de curiosidad y comenzó a interrogar a mi madre. Mientras tanto, yo me escabullí y por la parte de atrás salí hacia el río. Los peces cantaban en aquel lugar, puedo asegurarlo. Me detuve a escucharlos, sus voces se entremezclaban con el rumor de la corriente. Parecía como si hablasen entre ellos, y creí notar en los peces una risa compasiva dirigida hacia mi persona. Me acerqué al lugar donde el molinero trabajaba, arreglando la rueda hidráulica que se había atascado. El hombre había puesto un gran palo que contenía al rodezno e investigaba lo que había atascado el funcionamiento de la maquinaria. Ante mi mirada insistente, se puso nervioso y me increpó:
»—¡Niño! ¿Qué miras?
»—Esa rueda, me gustaría saber cómo funciona…
»El molinero, sorprendido de que un niño de pocos años se interesase por el funcionamiento del artefacto, respondió:
»—El agua hace girar el rodezno y transmite hacia atrás su fuerza; después esa fuerza hace girar la prensa que muele el cereal… pero ahora se ha atascado.
»—¿Le puedo ayudar? —dije suavemente.
»—Ésa no es tarea de nobles…
»—No lo soy.
»—Sí lo eres… aquí se sabe tu historia.
»Se volvió a arreglar la pieza y no me hizo más caso. Entré de nuevo en la posada, donde mi madre aguardaba. Baddo se había puesto muy seria, parecía no escuchar los mil chismes que la molinera le iba contando. Al fin se despidió cortésmente de ella y salió hacia la luz, tras ella fue Efrén. Les seguí a ambos hacia el lugar donde un sauce volcaba las ramas en el río.
»—Dice que el gran rey Recaredo está a punto de casarse con una princesa franca… No puedo creerlo… ¡No! ¡Otra vez no! —exclamó Baddo con tristeza.
»—Son chismes de comadres, él nunca te hubiera hecho venir sin ofrecerte un futuro digno. —Intentó calmarla Efrén.
«—Entonces, dime…, ¿por qué no me lleva a Toledo? ¿Por qué me esconde? —continuó ella irritada—. Sí. No me mires de esa manera, me esconde en este lugar lejos de la corte. Quizá Nícer, en último término, tenía razón.