»Poco tiempo después, Chindasvinto anunció que abandonaba las escuelas palatinas, con gran alegría de todos los que habíamos soportado su despotismo. Fue sustituido por Adalberto, quien había terminado ya su período de adiestramiento. A Chindasvinto se le envío a la campaña con los francos y se fue, orgulloso y altivo, al frente de una decuria. Sinticio y yo le vimos marchar con alivio.
»Desde aquel momento, los entrenamientos fueron diferentes, dejaron de ser una tortura y, para muchos de nosotros, aquel período se volvió uno de los más alegres y tranquilos de nuestras vidas. Adalberto apreció mi habilidad con el arco y la lanza, animándome a entrenarme más en estas disciplinas. Las letras, que tanto me habían costado en un principio, gracias a los libros de astronomía se me habían hecho amenas. Ahora disfrutaba leyendo códices y manuscritos, tanto griegos como latinos, de la biblioteca palatina. Dejé de aburrirme en las clases y de tener problemas con Eterio. En aquel tiempo, devoré de Virgilio a Homero y a Lucano. La adolescencia que brotaba con fuerza por todos los poros de mi piel me hacía soñar. En mis sueños estaba Adalberto presente. ¡Cuánto deseaba serle agradable! ¡Le admiraba tanto! Era el ideal de guerrero, me hubiera gustado ser tal y como él era. Una reprensión suya en la instrucción bastaba para tenerme todo el día mustio y cariacontecido; una alabanza, para que el corazón se me llenase de felicidad.
»Una mañana el capitán Adalberto me llamó. Temí una reconvención, pero al entrar en sus aposentos vi su rostro amable y sonriente. No iba a ser amonestado. Me dijo:
»—Liuva, te odian mucho. Tendrás que contar con ello. No es por ti, son sus padres los que les instigan. Sus padres, que detestan a la dinastía baltinga y que te odian porque tu origen es ilustre.
»Yo asentí y él prosiguió.
»—Tienes que ser un buen soldado. Te he visto entrenar, eres algo torpe en la lucha cuerpo a cuerpo; pero posees una vista de águila y dominas la lanza y las flechas. Sé que no te gustan los adiestramientos; aun así, debes poner más empeño por tu parte. Quiero entrenarte yo personalmente. Fue un error que te alistasen con el grupo de Sisenando y Frogga, son mayores que tu y siempre perderás; ahora ellos son los primates y dominan a las escuelas palatinas. He pensado hacer un grupo con los de la clase de Sinticio y encaminarnos a las montañas para que aprendáis una serie de cosas que nunca practicaríais aquí. Búlgar vendrá con nosotros.
«Enrojecí de alegría. Dejar la corte, aprender cosas en los montes, con los amigos, lejos de Sisenando y su cuadrilla… ¿Qué más podía pedir? Antes de acostarnos, me acerqué a Sinticio y le conté lo que se proponía Adalberto. En el fondo, las alegrías y las penas quería seguir compartiéndolas con Sinticio. Él se puso muy contento.
»Dos días más tarde, al amanecer, salimos de Toledo. En el grupo íbamos Sinticio, la mayoría de los que cuando yo comencé en las escuelas palatinas eran de la clase de los pequeños —aunque ahora eran medios— y yo. Nos aproximamos a aquellos montes, coronados por crestones de mediana altura, con caminos de tierra roja y vegetación rala. Después, dejando el camino atrás, cruzamos un canchal de cantos que aparecían desnudos, como grandes manchas blancas entre la vegetación. Sobre ellos crecían líquenes y musgos que los salpicaban de multitud de colores.
»Nos guarecimos por la noche en cuevas, y Adalberto nos sometió a una formación muy estricta. Nos hacía correr durante horas al sol. No consintió que trajéramos víveres, así que tuvimos que cazar. Mi habilidad con el arco me cosechó muchos éxitos. Lejos del acoso de Sisenando y Frogga, desarrollaba mis aptitudes naturales, las que mi madre de niño me había enseñado.
»Por las noches entonábamos himnos de guerra. Eran cantos de marcha y libertad, en los que el glorioso pasado godo se cantaba en baladas. La canción de Fritigerno, el noble campeón de Adrianápolis, o el paso de los mares del Norte, o baladas de la estepa. Me agradaba escuchar la voz bien modulada de Adalberto.
»Una fuerte camaradería se forjó entre nosotros. Me di cuenta de que Búlgar, Adalberto y Sinticio me profesaban una devoción que no era fingimiento. Los dos mayores querían que yo fuese un rey de grandes cualidades y servir en la corte como primates del reino.
»Nada después fue así.
» Mis músculos se fortalecieron al sol, la piel se me tornó más oscura, parecía ya un soldado godo, pero yo seguía odiando la sangre y cuando cazaba alguna perdiz o un conejo dejaba que fueran Sinticio y los otros los que recogiesen la presa herida.
»Tras aquellos días de campo, regresamos a la urbe regia. Comencé a ganar combates sobre todo a alumnos no demasiado aventajados; eso me dio una cierta seguridad. Ya no era el último, pero en el fondo de mi ser continuaba sintiéndome inferior a los demás.»
«Mi padre Recaredo venció a los francos en las tierras de la Narbonense. A su regreso tuvo lugar uno de los acontecimientos más importantes de su reinado: el Concilio Tercero de Toledo. El rey quería asimilarse a los emperadores bizantinos, no sólo en el ceremonial de la corte sino, ante todo, por su dominio del reino, de lo temporal y lo espiritual; por eso convocó el concilio. Recuerdo las palabras que recogen
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el inicio de la magna reunión:
»En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo el año cuarto del reinado del gloriosísimo y piadosísimo y a Dios fidelísimo, señor rey Recaredo, el día octavo de los idus de mayo, era seiscientos veintisiete, celebróse en la regia ciudad de Toledo este santo concilio por los obispos de la Hispania y de la Galia…
»En la primera hora del día, antes de que saliese el sol, sonaron las trompetas convocando a los padres conciliares; después se echó a la gente de la iglesia de Santa Leocadia y se cerraron las puertas. Los guardianes se situaron en las puertas por donde debían entrar los obispos, que accedieron según su preeminencia y ordenación. Después entraron los presbíteros y los diáconos. Por último, los nobles pertenecientes al Aula Regia. Presidía la magna reunión: Leandro, obispo de Sevilla, y Eutropio, abad de Servitano. Cuando todo estuvo dispuesto hicieron su solemne entrada el rey Recaredo y la reina Baddo.
»La iglesia refulgía oro, grandes tapices colgaban de las paredes y lámparas votivas iluminaban tenue y cálidamente la basílica. Del techo colgaban coronas áureas con incrustaciones de piedras preciosas. El olor a incienso impregnaba el ambiente.
»Oí las palabras de mi padre sin entender nada de lo que iba diciendo:
«Conviene a saber que confesemos que el Padre eterno engendró de su misma sustancia al Hijo, igual a sí y coeterno; pero que no sea el mismo el Hijo que el Padre sino que siendo el Padre que engendró persona distinta que el Hijo que fue engendrado, subsisten uno y otro con la misma divinidad de sustancia. Del Padre procede el Hijo, pero el Padre no procede de otro alguno y el Hijo procede del Padre eternamente pero sin disminución alguna. Confesamos también y creemos que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.
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»El silencio cubría los hábitos de los monjes, las casullas de los obispos, las armaduras de los nobles. Mi madre contemplaba a mi padre con una mirada seria y emocionada. Pensé en cuáles serían sus sentimientos.
»Al fin, todos cayeron de rodillas ante el misterio sagrado, y el rey Recaredo, mi padre, continuó leyendo las palabras que ponían fin a varios siglos de disputas teológicas.
»A mí, hijo del rey, y a algunos más de las escuelas palatinas se nos había permitido escuchar la reunión del concilio, ocultos tras unos tapices detrás del presbiterio. Ajenos a las disputas teológicas, sin embargo, fuimos capaces de percibir cómo el mundo hispano-godo cambiaba; cómo el reino parecía más unido y justo. El cambio no había sido a través de la lucha, sino a través del convencimiento y de la razón.
»Esos días, en las escuelas hubo celebraciones y se escanció vino y sidra. Muchos se emborracharon y bajaron a la ciudad que ardía en fiestas. Para celebrar el éxito del concilio se repartió pan y vino entre los más pobres. Había bufones y espectáculos callejeros. El rey dispuso unos juegos de lanzas en una palestra de la vega del Tajo, en los que participaban los nobles.
»En aquellos torneos vimos de nuevo a Chindasvinto. Percibí la marejada de horror que se producía en el rostro de Sinticio al distinguir a su torturador. Chindasvinto machacó a sus adversarios y finalmente fue a recoger el premio de manos de mi madre, a quien le hizo una reverencia tributándole honor. También hubo lanzamiento de flechas, en una especie de concurso. Adalberto quiso que yo participase para que mi padre viese mis progresos; no gané, pero hice un buen papel y noté que Recaredo me miraba con afecto, lo que me llenó de orgullo.
»Pasado el concilio, corrieron rumores de levantamientos y disconformidad entre los nobles. En las escuelas palatinas se advertía la expresión de ira y odio en Sisenando y Frogga. A partir de aquel momento se unieron en una cuadrilla ajena al resto, reuniéndose en conciliábulos en los que era evidente que se tramaba algo. Comenzaron a tratarme peor. Ya no me dirigían jamás la palabra y si lo hacían, era de modo insultante.
»Lo que sucedía es que las diferencias entre los distintos bandos de muchachos se acentuaban porque, sin duda, eran un reflejo de lo que estaba ocurriendo en las familias nobles del reino. En definitiva, aunque entre los alumnos había numerosos grupúsculos, se distinguieron claramente dos partidos. El primero se reunía en torno a Sisenando y Frogga; a él pertenecían prácticamente todos los medios, exceptuándome por supuesto a mí. Sostenían que la corona debería alcanzarse por méritos y no hereditariamente, profesaban un nacionalismo godo a ultranza que se concretaba en un arrianismo fanático y rabioso. El otro grupo, liderado por Adalberto, era fiel al rey Recaredo, por lo tanto, me consideraban como su muy posible sucesor, me guardaban fidelidad y procuraban ayudarme. Entre ellos estaban los que, como Sinticio, provenían del orden senatorial de la población hispanorromana y nobles godos que por su menor nivel no optaban a la corona.
»Una mañana llegó un correo. Los medianos y los pequeños estábamos reunidos en la palestra haciendo diversos ejercicios físicos, cuando se nos aproximó Ibbas con cara de preocupación. Hizo detener el entrenamiento y se dirigió a Frogga. Le sacó de la arena y fuera comenzó a hablar con él. Adalberto quiso que continuásemos con un ejercicio de pesas mientras se resolvía lo que fuese con Frogga.
»A la hora del almuerzo, Frogga se había ido. Sisenando estaba blanco como el papel. Pronto entre las mesas se extendió el rumor de lo ocurrido.
»Se había descubierto una conjura en Mérida, una conjura arriana que quería devolver al pueblo godo a su primitiva religión, deponiendo al rey Recaredo. En ella participaba Segga, padre de Frogga; por ello, este último había sido expulsado de las escuelas palatinas. En la conjura de Mérida se asociaron Sunna, el obispo arriano de la ciudad, y los condes Segga y Viagrila; pretendían dar un gran golpe eliminando al obispo católico Mássona y al duque de la Lusitania, Claudio, mano derecha de Recaredo. La conjura fue descubierta gracias a uno de los implicados, Witerico, que con ello consiguió el perdón. Segga fue defenestrado, se le cortaron las manos, su familia perdió todas las prerrogativas de su rango y fue deportado a la Gallaecia. Por ello Frogga hubo de abandonar el palacio y las escuelas.»
«Pronto Sisenando y el grupo de los medios se fueron también de las escuelas palatinas. Llegaron chicos más jóvenes y menos experimentados en el arte de fastidiar a los demás. Por fin, me encontraba realmente a gusto en el palacio de los reyes godos donde mi instrucción iba lentamente progresando. Acababa de cumplir dieciséis años. El reino no estaba en paz y se rumoreaba que pronto se iniciaría una nueva campaña contra los bizantinos.
»Con la edad, se nos habían concedido más prerrogativas y podía ir a visitar con frecuencia a mi madre y a mis hermanos. Envidiaba la vida hogareña y pacífica que teníais de pequeños tú y Gelia. Recuerdo cómo madre se sentaba junto al fuego y jugaba con vosotros. A esos momentos de solaz se sumaba a veces nuestro padre. Noté pronto el afecto intenso que te profesaba. Eras un niño hábil y fuerte, sin la timidez casi enfermiza que siempre me había caracterizado a mí y que enervaba a mi padre. Me sentí a menudo celoso.
»Una vez oí a Recaredo decir a mi madre:
»—¡Cuánto hubiese deseado que el mayor fuera Swinthila! Él tiene decisión y firmeza… ¡Mira que es pequeño…! Liuva está siempre asustado y como pidiendo perdón.
»—No digas eso —replicó ella—, Liuva es un muchacho sensible e inteligente.
»—La sensibilidad no va a serle de gran provecho como gobernante. En cuanto a la inteligencia es una inteligencia quizá poco práctica. Temo por él.
»En aquel momento entré en la sala y ambos guardaron silencio. Tú, Swinthila, te lanzaste hacia mí, buscando mis armas. Tenías poco más de tres o cuatro años y eras un chico fuerte. Gelia permanecía aún en el regazo de nuestra madre.
»Recuerdo que el fuego calentaba la estancia pero, al oír todo aquello, mi corazón se tornó frío; el rey, sin darse cuenta de ello, se dirigió hacia mí:
»—En poco tiempo se iniciará la campaña contra las tropas imperiales. Será tu primera campaña, Liuva, deseo que participes en ella. Estarás al frente de una decuria de espatarios a caballo. Puedes escogerlos tú mismo de entre los nobles que han estudiado en las escuelas palatinas. Irás en la compañía de Witerico, un hombre que ha sabido demostrar su lealtad.
»Yo asentí, pero el nombre de Witerico no me gustó. Había participado en el complot de Mérida y alguna vez había oído hablar positivamente de él al grupo de Sisenando.
»De vuelta al cuartel lo comenté todo con Adalberto, Búlgar y Sinticio. Les dije que quería que viniesen conmigo a la campaña del sur contra los imperiales. Ellos aceptaron. Escogimos un grupo de jóvenes que me habían sido siempre fieles. Después en un aparte, Sinticio, siempre al corriente de todo, me dijo:
»—En estas noticias hay dos partes: una buena, que iremos juntos a la guerra, y otra peor. No sé si sabrás quién está en la compañía de Witerico.
»—¿Quién?
»—Mi viejo amigo Chindasvinto, a quien yo no quisiera volver a ver en la vida.
»—No tenemos por qué estar con el resto de la compañía de Witerico, podemos mantenernos al margen.