»Los tres oficiales inclinaron profundamente la cabeza ante los reyes mientras doblaban las rodillas en señal de sumisión.
»—Habéis regresado de la campaña del norte, victoriosos según creo.
»—Sí, padre.
»—¡Has hecho tu voluntad…! —le gritó Leovigildo.
»—He hecho lo que me ordenasteis —respondió serenamente Hermenegildo—, dominar a los cántabros. Toda la costa del norte, desde el país de los suevos al de los vascos, está expedita y libre…
»El rey le interrumpió.
»—Mis órdenes eran no dejar con vida a ningún jefe cántabro y tú no las has cumplido.
»—¡Nos rinden sumisión!
»—¡Ya no! —gritó Leovigildo—. Me ha llegado un correo del norte diciendo que los pasos se han cerrado de nuevo. Los roccones son de nuevo independientes…
»—¿Los roccones? —preguntó Hermenegildo.
»Se dio cuenta de que su padre, como la mayoría de los hombres del sur, confundía una tribu con otra.
»—Sí. Los roccones y sus aliados. Esas tribus del norte deben ser exterminadas una a una, y liquidados todos los jefes cántabros.
«Hermenegildo no habló, pero pensó para sí mismo: “Entre los jefes cántabros, mi hermano Nícer… ¿Cómo demonios cree que voy a matar a mi propio hermano? ¡Él lo sabe! ¡Sabe que es mi medio hermano!” Pero sus palabras no asomaron al exterior, su rostro se tornó como la grana por el esfuerzo de callar.
»La voz suave, profunda y melodiosa de la reina, una voz que predisponía los ánimos en su favor, cruzó la sala.
»—El príncipe Hermenegildo ha luchado con valor. Si bien no cumplió tus órdenes, mi querido esposo, trae rehenes y, al parecer, hay paz en el norte.
»El gran rey Leovigildo pareció tranquilizarse con las palabras de su esposa; ordenó que saliesen del salón regio los acompañantes de su hijo. La reprensión había terminado, él sabía que a mi hermano le dolería más una reconvención delante de extraños que a solas.
»Una vez que todos hubieron salido, el rey se levantó del trono, como para dar mayor fuerza a lo que iba a decir a su hijo.
»—Te he mandado llamar por un asunto importante para ti y para toda nuestra dinastía.
«Hermenegildo agachó la cabeza, con una cierta inquietud, y se preguntó a sí mismo: “¿Cuál sería aquel asunto tan importante como para hacerle venir desde el norte?“
»—Como bien dice tu madre Goswintha, has luchado valientemente en la campaña contra los cántabros y mereces una consideración por nuestra parte.
»Ahora, después de la reprimenda que había sufrido delante de sus compañeros; escuchar que iba a recibir un premio le sorprendió; permaneció en silencio, entre confuso y abrumado.
»—Sabes bien que debemos a nuestro amado antecesor Atanagildo, primer esposo de la reina, la corona, que debió pasar a uno de sus hijos varones. Sin embargo, la reina Goswintha sólo pudo darle mujeres.
»El príncipe godo levantó la cabeza; no sabiendo adónde iba a conducir aquello, notó que la reina se ponía tensa. El rey prosiguió:
»—A nuestra reina y señora Goswintha, de su matrimonio anterior le sobrevive una única hija, la dulce Brunequilda… reina de Austrasia.
«Leovigildo se detuvo; miró a su esposa, que hacía un gesto de forzada pesadumbre. De todos era conocido que la hermana de Brunequilda, Gailswintha, había sido asesinada por su esposo, instigado por una concubina. También de todos era conocido que Brunequilda era una mujer de carácter fuerte, similar a su madre y ajena a la dulzura. El rey continuó:
»—Brunequilda, reina de Austrasia y esposa de Sigeberto, tiene dos hijas: las princesas Ingunda y Clodosinda. Ingunda acaba de alcanzar la edad núbil, tiene ya trece años.
«Hermenegildo comenzó a entender.
»—Contraerás matrimonio con la princesa franca que se encamina ya hacia la corte de Toledo. Ése será tu premio por la campaña del norte. Tú y Recaredo os desposaréis con las hijas de Sigeberto. La menor es demasiado joven, pero la mayor será una buena esposa y será reina de estas tierras. Devolveremos la deuda de nuestra familia con el rey Atanagildo y con la reina Goswintha, de quien nos han venido toda clase de bienes.
«Una cólera sorda estalló en el interior de Hermenegildo. Delante de él cruzó la figura de la dama romana, como un espejismo de la felicidad. ¿Cómo no lo había pensado antes? Su matrimonio y el mío eran asuntos de estado. ¿Qué sentido tenía para los hijos de un rey godo el amor? Se casaría con una niña, extranjera y ajena totalmente a él. Por un momento, intentó protestar.
»—Pero… padre…
»—Está todo decidido. Contraerás matrimonio después de la Pascua de la Navidad.
«Goswintha le miró, triunfadora y autoritaria. Sus nietas estarían en el trono godo, y sus bisnietos serían los continuadores de una estirpe poderosa.
»—¿Me entiendes?
»—Sí, padre.
»—Puedes marcharte.
«En las palabras del rey no había ningún aprecio, ningún afecto, sólo frialdad. Hermenegildo, sin hablar, apretó los nudillos para no responder a su padre algo inconveniente. Antes de que se fuese, cuando ya estaba saliendo, todavía añadió el monarca:
»—No. No te vayas aún. Antes de irte tengo un encargo para ti: sé que estás cerca de los romanos, de hecho contigo ha combatido en la campaña del norte un joven de la casa de los Claudios en Emerita. El joven Claudio puede regresar a Emérita, no necesitarás, de momento, su asistencia militar aquí. Después es mi deseo que regrese al norte con tu hermana, a quien le será de ayuda, apoyándole con todas las tropas hispanas que pueda aportar.
«Hermenegildo pensó que su padre le retiraba todo aquel que pudiera resultar un apoyo; cada vez más enfurecido se calló ante esta nueva arbitrariedad. Estaba acostumbrado a la disciplina militar, había que acatar siempre las órdenes. Además, estaba tan dolido por el resultado de toda la conversación que sólo percibía una gran insensibilidad interior. Todo le daba igual, si su padre, en aquel momento, le hubiera pedido que se tirase de la muralla, él quizá lo habría hecho.
»—Es mi deseo que conozcas la legislación romana y la goda, que te instruyas con el conde de los Notarios, estudiarás a fondo los códigos de Eurico y Alarico y colaborarás en la reforma que pienso plantear en el reino. Sabrás que es mi deseo abolir la ley de matrimonios mixtos…
»—Sí, padre… —contestó Hermenegildo maquinalmente.
»—También es mi deseo reformar la religión arriana para encontrar una vía común. Deseo que todos mis súbditos tengan un mismo rey, una única religión y una legislación común. Tú trabajarás en ello. ¿Me entiendes?
«Hermenegildo respondió como en un sueño:
»—Yo no sé de leyes ni de dogmas religiosos.
»—Ya es hora de que aprendas.
«Leovigildo no albergaba piedad. Para él, Hermenegildo se había convertido en una pieza más de un magno proyecto que debería cambiar la historia, un instrumento de los planes de aquel rey visionario que fue mi padre.
»No hubo opción al diálogo y Hermenegildo se retiró de la presencia de los reyes con la cabeza caliente y el corazón frío. Al salir no era capaz de distinguir nada, ni los alabarderos que le rendían pleitesía, tampoco los tapices ni las colgaduras. Caminó ensimismado hacia la salida de la fortaleza. Allí, Claudio y Wallamir le esperaban. Se dieron cuenta de que algo le sucedía a su compañero de armas, su rostro cerúleo, la actitud con la espalda inclinada hacia delante, el aspecto derrotado lo mostraba así.
»—¿Qué ocurre?
»—Nada.
»Le conocían bien y era obvio que algo grave le había ocurrido, además tenían curiosidad por saber qué estaba maquinando el rey. Así que Claudio insistió:
»—No. Algo te ocurre.
«Hermenegildo respiró hondo, los miró y sonrió forzadamente.
»—Soy un peón más dentro de la política de los baltos. He de casarme.
»—¿Casarte? ¿Con quién?
»—Una nieta de la reina… princesa franca… trece años.
«Wallamir y Claudio decidieron quitar importancia al asunto; así que el primero le animó:
»—Bueno. Podía ser peor. Crecerá, y dicen que las francas son muy bellas…
«Claudio, con gesto divertido, suspiró:
»—Mujeres francas… Rubias… Blancas…
»—Yo no quiero casarme. No. Desde luego, no ahora.
»—Tendrás que obedecer… —le aconsejó Wallamir.
»De nuevo Hermenegildo esbozó algo parecido a una mueca.
»—Sí. Tendré que obedecer, Recaredo también deberá hacerlo, él se casará también con otra nieta de la reina.
«Fue Claudio, quien te conocía a ti, mi hermosa Baddo, el que preguntó:
»—¿Y su cántabra?
»—¿Crees que un príncipe de la familia de los baltos tiene algo que hacer con una cántabra? —le preguntó Wallamir con orgullo de godo.
»—De momento no tendrá que casarse —le contestó Hermenegildo—. La princesa franca no ha llegado todavía a la pubertad.
»—Entonces aún pueden pasar muchas cosas y Recaredo es muy testarudo —dijo Claudio—. ¿Qué te pasa? ¿Hay otra mujer?
«Hermenegildo guardó silencio. ¿Cómo explicar a Claudio, romano como ella, que él no podría contraer matrimonio con alguien de su raza? Ante la mirada insistente del otro, el príncipe godo no pudo menos que asentir con la cabeza, claro que había otra mujer en su vida.
»—Podrás gozar de ella. Ninguna mujer se resistirá al heredero del trono.
»—Ella no es una cualquiera… Es una dama culta e ilustre, una romana como tú. Una mujer noble, no una fulana…
«Claudio entendió algo.
»—El rey, tu padre, quiere acercarse a los hispanos. Quizá podría entenderlo.
»—¿Con Goswintha enfrente? Esa mujer quiere que sus nietas lleguen al trono del reino godo. ¡Estás loco, Claudio, si piensas que puedo cambiar su manera de pensar o contrariar las expectativas que tiene con sus nietas!
»Habían recorrido la fortaleza y se encaminaron hacia las caballerizas. Al llegar al patio central, se detuvieron.
»—Bueno, querido hermano de armas, ten paciencia con tu padre y con las circunstancias. Seguro que lo de la franca no es tan malo. Antes o después tenía que ocurrir.
«Hermenegildo de nuevo sintió una opresión interior, pero no dijo nada y cambió de tema.
»—El rey ha dado su permiso para que regreses a Mérida. ¿Cuándo quieres irte? —le preguntó Hermenegildo.
»—Lo haré mañana al amanecer, lo antes posible. Ya he cumplido mi cometido. ¡Llámame si hay que descabezar a un cántabro, a un suevo o a un oriental!
»—El rey ha dicho que pronto solicitará que vayas a la campaña del norte… con Recaredo —le anunció Hermenegildo.
»—De momento, descansaré aburrido junto a las riberas del río Anás.
»—No creo, no creo —bromeó Wallamir—. Allí hay hermosas mujeres, mucha caza… No creo que nos eches de menos.
»Al oír aquel plural, Hermenegildo se alegró:
»—¿Tú no te vas?
»—No. Mi sitio está al lado del príncipe de los baltos, el futuro marido de la princesa franca —le aseguró Wallamir sonriendo—. Nada se me ha perdido en Emérita. Allí está únicamente mi padre, que es mayor y se las arregla muy bien sin mí; incluso podría decir que estará contento de no tener que alimentar una boca más bajo su techo.
«Hermenegildo sonrió, lo que Wallamir decía era verdad; su padre no lo iba a recibir con los brazos abiertos; en cambió él, Hermenegildo, estaba encantado de que se quedase. Después, el hijo del rey godo se volvió al hispanorromano.
»—Claudio —habló Hermenegildo—, quiero que te lleves a los hombres de la casa de mi padre contigo a Mérida, que vuelvan con sus esposas, que regresen a su tierra. Han servido bien en la campaña del norte, pero no voy a necesitarlos, ahora que me voy a dedicar al aburrido mundo de las leyes.
«Cenaron juntos como despedida en un figón donde se reunían los oficiales del ejército, dentro de las murallas del alcázar de los reyes godos. Un lugar en el que servían buenos asados donde los alumnos y oficiales de las escuelas palatinas se sentaban en una larga bancada pegada a la pared y se emborrachaban juntos. Les recordó el tiempo de adiestramiento antes de partir a las campañas del norte, cuando aún no conocían la guerra y todavía no habían entrado en las preocupaciones de la edad adulta. Se sentían mayores y lo eran, unos adultos ya barbados. Ninguno de los tres había llegado a los veinte años.»
«Hermenegildo no volvió a ser convocado por el monarca. Alguna noche, en una cena entre múltiples invitados o cuando era llamado a alguna ceremonia, cruzaba la mirada con la de su padre, quien parecía no verlo. La reina Goswintha, por el contrario, lo trataba con deferencia, ahora que, gracias a él, una de sus nietas podía aspirar al trono de los godos.
»Por las mañanas, el hijo del rey se dirigía hacia las estancias de los notarios. En un ala de la fortaleza había, desde antiguo, una biblioteca con pergaminos envejecidos enrollados; un espacio alargado con ventanas que dejaban pasar la luz a través de vidrieras de cristales oscuros; un lugar con hachones en las paredes y un gran fuego. Allí trabajaban los copistas reales, al mando del conde de los Notarios. Era éste un anciano de largas vestiduras, muy sabio y documentado, que dominaba el arameo, el griego y el latín clásico; un buen conocedor de las leyes godas y romanas. De nombre, Laercio; era un hombre de origen godo, aunque por educación, romano. Un hombre que amaba el olor a piel de los libros. Hermenegildo leía los antiguos códices que guardaban las leyes de nuestro pueblo; pero también el derecho romano y lo que sustentaba todo: la filosofía griega. Se aficionó a los diálogos de Platón o los escritos de Aristóteles. Le gustaba pensar sobre lo que planteaban los antiguos sabios, la existencia del alma, o el arjé último que formaba el ser de los vivientes. Hermenegildo, mi hermano, nunca se detenía en la superficie de las cosas; era un hombre que iba más allá, siempre más allá. Cuando después el príncipe godo fue perseguido, Laercio recordaría las conversaciones que sostuvieron en aquel tiempo. Decía que en él, en Hermenegildo, siempre había existido una inquietud que le hacía ser fiel a sí mismo, a lo que él consideraba verdadero, eso le había conducido a la muerte.
»Aquel día, Hermenegildo había tomado un manuscrito antiguo, una reproducción en latín del
Fedro
de Platón.
»—El alma —leyó Hermenegildo— es semejante a un carro alado… Platón habla ya de alma… ¿Qué es el alma?
»—Lo espiritual del hombre —contestó Laercio, distraídamente, mientras revisaba los manuscritos de los copistas. Hermenegildo no se dio por conforme con esa rápida respuesta, así que prosiguió: