Poco después, al cruzar las calles de la ciudad, llenas de gente, dejando el río atrás, Swinthila retorna a su ser y la rabia brota de nuevo en su corazón. Una furia honda, continua, que le mantiene vivo y que hace que todo en su vida gire alrededor de un único centro: recuperar el poder, vengarse de los enemigos que le han despojado del trono asesinando a su padre, Recaredo, y ejecutando a su madre.
Nunca hubiera podido suponer que en el misterio que rodeaba a la muerte de su padre estuviese implicado un judío. Swinthila los desprecia; como los han despreciado antes sus antepasados. Y es que Swinthila es un godo, un germano orgulloso de una raza, que se cree superior a las demás: a los hispanorromanos, un pueblo degenerado; a los bizantinos, a quienes ha vencido repetidamente; a los demás pueblos germanos. Él es godo, y se vanagloria de serlo.
Camina con paso decidido entre las blancas casas de la aljama. Los hombres y las mujeres de raza hebrea que atraviesan las calles poco concurridas a la hora del mediodía, probablemente se preguntan por qué él, un godo, se atreve a traspasar el barrio más allá de la catedral, el lugar donde escasamente acceden los incircuncisos. Swinthila aprieta la empuñadura de la espada con fuerza. Con insolencia observa a los judíos que se cruzan en su camino; ellos bajan la vista aparentando sumisión ante la figura de un militar godo.
Swinthila pregunta por la casa de Samuel ben Solomon. Una mujeruca de aspecto asustadizo le indica una callejuela; al final de ella, entre muros blancos, encuentra un gran portalón de madera oscura, en el que se abre una puerta más pequeña. Golpea la aldaba y el portero, un hombre con bonete y largos bucles, sale a abrir. Tras un forcejeo verbal con él, finalmente, Swinthila consigue que le dejen pasar.
La casa ha sido recientemente remozada y decorada con lujo: mosaicos de mármol, importados desde Siria, grecas al fresco en las paredes, lámparas de oro que iluminan suavemente las estancias interiores. Allí han morado generaciones de judíos, que, con Samuel, han alcanzado el culmen de su riqueza. La familia se jacta de haber habitado en las tierras hispalenses, mucho antes de que llegasen los romanos. Se consideran más hispanos que los propios hispanorromanos. Seguramente, es así.
Le ofrecen aceitunas negras y vino blanco, un vino seco, dorado y frío que se le sube ligeramente a la cabeza. Es mediodía. Al fin Samuel aparece. Un hombre de nariz ganchuda, labios carnosos y curvados, con pelo encanecido de entradas profundas. Su rostro es un rostro fuerte, decidido, los ojos de color oscuro, casi negros, muestran una expresión entre dolorosa y endurecida.
—¿Qué se os ofrece, noble señor…?
—Mi nombre es Swinthila. Soy hijo del finado rey Recaredo…
El judío le observa con una expresión indescifrable.
—No podéis negarlo, sois la viva imagen de vuestro abuelo el rey Leovigildo… —se expresa al fin Samuel, y después continúa con amargura—, a quien el Dios de mis padres confunda… Bien dice la Escritura: «El Señor dispersará a sus enemigos, sus adversarios huirán delante de él como se disipa el humo, como se derrite la cera en el fuego…» Así desaparecerán los impíos, delante del Señor. Así desaparecerá la casta réproba del rey Leovigildo…
Aquellas palabras suponen un insulto difícil de ignorar, y Swinthila se indigna ante aquel hombre, de una raza servil, que es capaz de denigrar al gran rey Leovigildo. No obstante, el judío le interesa, por lo que acalla su furia para lograr su confianza. El judío conoce parte del secreto; por ello, Swinthila intenta que no le afecten sus palabras altaneras, tratando de ganárselo.
—He estado hablando con el obispo Isidoro. Me relató una antigua historia. Vos acompañasteis a Ingunda y a su hijo a Constantinopla…
Samuel levantó la cabeza, en sus ojos reaparece un antiguo sufrimiento, los recuerdos de un pasado doloroso le laceran el alma.
—Casi muero en el naufragio causado por el ataque de las naves de vuestro abuelo Leovigildo —responde el judío—, de mal recuerdo para nosotros, los judíos… El Dios de Abraham le hunda en los infiernos… Hicieron zozobrar la nave donde iban los inocentes, los miembros de su propia familia…
De nuevo, Swinthila se enfurece y sólo con un gran esfuerzo consigue dominar la ira que barbotaba en su interior; al fin calla mientras el judío prosigue:
—Yo crié a Atanagildo, le acompañé durante toda su infancia. No podía volver a las tierras hispanas. Vuestro abuelo expulsó a mi padre de su casa, le expropió toda su hacienda como venganza por haber albergado a Hermenegildo… Cuando se vio sin la herencia de sus antepasados, mi padre murió de tristeza.
Se hace un silencio muy tenso en la sala. Samuel no puede perdonar al que ha causado la desgracia de su padre y el oprobio a su familia. El judío prosigue:
—Cuando regresé a mi tierra, no encontré a nadie de los míos; esta casa se encontraba en ruinas…
Swinthila observa, detenidamente, la faz del judío. Aquel hombre parece conocer lo que le interesa y eso es lo único que a él le importa; por lo demás, los sufrimientos que pueda padecer un hombre, y sobre todo un judío, no le conmueven.
—¿Qué sabéis de Atanagildo…?
—No sé nada, quizás ha muerto. —El judío habla con tristeza.
—No lo creo.
—Pues la verdad es ésta. Ardabasto me abandonó antes de la muerte de vuestro padre. Dejó estas tierras hispanas, adonde había venido conmigo, y regresó a Bizancio. Allí llegó a emparentar con la casa real, se casó con Flavia, hija de Mauricio; pero en el año del señor 602, el emperador Mauricio fue asesinado en la rebelión de
Focas, y con él toda su familia… Todos murieron, el mismo Ardabasto fue asesinado. Pero yo ya no estaba con él. En aquella época yo me encontraba en Hispania, sirviendo al noble rey Witerico, a quien el Dios de Abraham guarde muchos años, el que me devolvió las posesiones de mi familia.
—Para recompensaros la traición a mi padre Recaredo…
—Me insultáis al llamarme traidor…
El judío se enerva, Swinthila conserva su aplomo, cada vez está más seguro de que aquel hombre puede revelarle muchos aspectos del pasado que él ignora. Entonces Swinthila prosigue:
—Mi padre vio a un hombre en el sitio de Cartago Nova.
—¿Sí…?
—Sé que era Atanagildo.
—Puede ser… pero Atanagildo ahora está muerto.
—La abadesa de Astigis también le vio en aquella época, vio a un hombre llamado Ardabasto.
Samuel se intranquiliza.
—No sé nada de ese hombre.
—Era la viva imagen de mi tío Hermenegildo y tenía una cicatriz en la garganta.
—Os digo que no sé nada. Nada para un hombre que pertenece a la raza goda.
«Por lo tanto, sabe algo para alguien que no sea godo», deduce Swinthila, y prosigue:
—¿Odiáis a los godos?
—Sí. Vuestro abuelo Leovigildo causó la muerte del hombre que yo más he admirado, el príncipe Hermenegildo, el que me aceptó para luchar en su ejército y me formó como hombre. Después Leovigildo trató de exterminar de un modo inicuo a la esposa y al hijo de este hombre admirable. Además, provocó la ruina de mi familia por haber acogido a Hermenegildo cuando huía. Confiscó todos sus bienes. Más tarde, su sucesor Recaredo, vuestro padre, convirtió en siervos a mis hermanos de raza. Ahora, el noble rey godo Sisebuto me ha obligado a abjurar de la religión de mis padres… Aborrezco todo lo que sea godo…
—Servisteis fielmente a un godo, al hijo de Hermenegildo…
—Hermenegildo no era propiamente un godo, no descendía de Leovigildo sino de los pueblos del norte. Hermenegildo era justo, no persiguió a mi raza, sino que nos ayudó. Yo y mi padre le estuvimos siempre agradecidos. Por ello protegemos a…
En ese momento, Samuel se calla. Swinthila ya no consigue que hable más. Hay algo que el judío oculta. El godo intenta sonsacarle lo que sabe, ya con ruegos, ya con amenazas o con insultos. Cuando la voz de Swinthila sube demasiado de tono, los criados de la casa entran en la estancia; rodeándolo, le obligan a salir de allí.
Aquella noche, en la fonda donde se hospeda, Swinthila saca la copa y decide beber de ella una vez más. Nuevamente se encuentra con fuerza para dominar a todos sus enemigos. Ahora posee la copa de poder. Sabe, además, que su padre no fue atacado por un fantasma sino por alguien vivo que atenta contra su estirpe; alguien a quien debe encontrar.
Cuando el alba tiñe rosácea la mañana, en el frescor de la amanecida, Swinthila reemprende el camino hacia la ciudad regia de Toledo.
Entre las ramas de un antiguo bosque de robles y encinas, Swinthila divisa los recios muros de la capital del reino iluminados por la luz fuerte de un sol en su cénit. Más allá de la urbe, el astro solar, brillante y blanco, alumbra con fuerza una planicie ondulada que parece no acabar nunca. Trinan los pájaros entre las ramas de los árboles, posándose en los matojos del cortado que ha excavado el río.
De pronto, la naturaleza se torna muda, se hace un silencio extraño, la luz clara y blanca de la mañana se transforma en amarillenta; lentamente va cambiando su color. El día se oscurece. Swinthila siente miedo. ¿Qué está ocurriendo? Mira al sol, pero no logra verlo con claridad, las copas de los árboles se interponen entre el cielo y su pupila. Algo le está ocurriendo al sol. Entonces, en la memoria del general godo se abre el recuerdo de Sisebuto, su obsesión por los fenómenos astronómicos. Tiempo atrás, el rey había pronosticado que los años siguientes serían pródigos en fenómenos estelares y el sol perdería en algún momento su luz. Según él, aquella sería la señal para que una nueva era se iniciase.
Sobrecogido, Swinthila permanece en el bosque, y ve cómo en el río se refleja un sol que no está tapado por las nubes, al que cubre una ominosa sombra oscura, disminuyendo su luz. El brillo solar es ahora más tenue, ambarino, casi rojizo: la planicie y la ciudad muestran también otro color. El sol se cubre por entero con un disco sombrío, se convierte en un anillo que proyecta rayos brillantes. Los pájaros han dejado de cantar y la naturaleza parece muerta. Todo es irreal y mágico. Las vides, los olivos, los campos de trigo, extendiéndose en la lejanía, han adoptado una coloración parda.
Swinthila permanece quieto, evitando aquella luz dañina para la vista; deja pasar el tiempo, erguido y envarado en lo alto del caballo, que no emite ni un ruido. Al fin, el anillo de luz que rodea al disco solar oscurecido lanza un rayo más intenso y lentamente el sol se va desvelando. Por último, el campo recupera sus colores vivos, el trinar de los pájaros se deja oír y el caballo relincha, como afirmando que todo ha acabado.
Aquel prodigio solar le parece a Swinthila un augurio; algo en el reino va a cambiar y él será el catalizador del cambio. Espolea el caballo rumbo a la ciudad; ahora Swinthila sabe muchas cosas sobre su pasado, sobre quienes traicionaron a su padre y a su hermano, sobre los que le alejaron del trono. Aún tiene dudas sobre quién estuvo detrás de la conjura que destronó a su padre y humilló a su familia. En Swinthila hay, únicamente, una idea: la venganza y una ambición: recuperar el trono que debe ser suyo.
Ahora su porvenir está claro.
En el eclipse le aguarda su destino. Swinthila, un astro aparentemente menor, cubrirá al sol del rey Sisebuto y, para que nada impida su gloria, hará que muera, se deshará del mediocre hijo del rey, recuperando al fin lo que, por nacimiento y valía, considera suyo. Restablecerá la estirpe de los baltos. Se considera superior a todos; los hombres débiles quedan atrás: el endeble Liuva, quejumbroso y llorón, el indulgente Nícer, duque de Cantabria, que consintió que la copa fuese tomada de donde Recaredo la había escondido, y su enemigo Sisenando, el hombre que ha sido vencido en la campaña del norte.
El caballo resbala por la cuesta que desciende hasta el Tajo. Más adelante el camino se abre y, bifurcándose en dos ramales, uno de los cuales termina en el gran puente que construyeron tiempo atrás los romanos. Swinthila enfila aquel sendero. Al acercarse a la ciudad de sus mayores, escucha las campanas, repiqueteando alegremente el mediodía. En la corte encontrará de nuevo a víboras humanas, despedazándose mutuamente para conseguir el poder. Swinthila los detesta, imbuido del íntimo convencimiento de que sólo él es el legítimo heredero de Recaredo; los demás usurpan algo que no les corresponde y, por tanto, deben ser sometidos.
De entre los matorrales, surge una pequeña serpiente que cruza el camino y asusta al caballo del general godo. Éste lo contiene con mano fuerte y continúa su camino hacia la vega del río. A lo lejos, los campesinos inclinados sobre el campo retiran las malas hierbas, sin levantar los ojos de la tierra.
Una labradora joven detiene su trabajo y fija con descaro su vista en la figura del general godo. Muchas mujeres le han observado así a lo largo de su vida, con la admiración con la que se contempla al hombre fuerte, decidido. Ahora bien, entrado en la treintena, le importan menos las mujeres, sólo quiere recobrar lo que es suyo, le importa el poder. La campesina mantiene su mirada en él, contemplando su descanso por la cuesta hacia la vega del río, mientras domina con una sola mano el caballo. La moza pone sus manos en la cintura y se inclina hacia un lado riendo zalamera.
Franquea el puente y la guardia de la muralla le saluda, rindiendo reverencia al noble Swinthila, general del ejército visigodo. Se siente orgulloso de sí mismo y, ahíto de soberbia, le parece escuchar el murmullo de admiración de los viandantes. Asciende por las callejuelas de la ciudad hasta un lugar cercano a Santa María la Blanca; una antigua domus romana, el lugar palaciego que el rey Sisebuto ha donado a su hija Teodosinda al contraer matrimonio.
Las puertas están abiertas y Swinthila accede al interior; al fondo se escucha una fuente con su ruido melódico y armonioso. Ya en el atrio, la servidumbre le ayuda a despojarse de las armas. Un muchacho, su hijo Ricimero, se abalanza hacia él. Es ya casi un adolescente, un germano de cuerpo vigoroso y rasgos decididos; será el continuador de la estirpe. Detrás del chico, su hija Gádor inclina la cabeza y dobla la rodilla saludándole con una pequeña reverencia protocolaria; Swinthila la observa con deleite, una niña de cabello tan rubio que parece blanco y ojos color verde agua.
Al fin ha llegado a su hogar, al lugar adonde se vuelve, al descanso del guerrero. Tras el gesto cariñoso de la niña, él se encamina a su aposento. Cuando se ha despojado de la capa y comienza a desvestirse; sin hacer ruido, Teodosinda penetra en la habitación. Es una mujer pequeña, de tez blanquísima con ojos azules de mirar suave, el pelo canoso y la figura deformada por los partos. Al ver la cara de su consorte, Swinthila la recuerda joven, siempre tímida y asustadiza, siempre insegura. Nunca ha sido hermosa, pero ahora, prematuramente envejecida, Swinthila percibe con claridad que parece más una madre que una esposa. Cuando Gelia y él, aún niños, llegaron a la fortaleza de Sisebuto, ella, mayor que los dos hermanos, les acogió, cuidándoles. Teodosinda posee esa capacidad maternal de la que gozan algunas mujeres, la capacidad de intuir lo que el otro necesita sin preocuparse demasiado de sí misma. Nunca fue una amante sino una amiga y consejera para él, quien la traicionó en múltiples ocasiones. El hijo del rey godo, por un lado, la desprecia por su falta de belleza y por su debilidad, pero, por otro, se siente confortado y acogido a su lado. Es la única persona en la que Swinthila es capaz de confiar un poco; pero, a menudo, su amor vigilante y tierno le cansa.