»En el sector del arco oriental, el altar se escondía bajo una cubierta argéntica, que se extendía no sólo sobre las paredes sino también sobre las columnas, seis parejas en total. Frente a aquel maravilloso presbiterio de plata, Leandro elevó a Dios una plegaria fervorosa solicitando ayuda para la tarea que debía desempeñar ante el emperador y, sobre todo, oró por los que dejaba atrás en una guerra fratricida. Se demoró largo rato y, cuando salió de Santa Sofía, en la basílica se encendían miles de lámparas que le conferían un aspecto irreal. Fuera ya del templo, palomas y aves marinas cruzaban el cielo límpido del ocaso.
«Atravesando el espacio ajardinado que separaba el templo de Justiniano de las estancias imperiales, Leandro presentó los documentos que lo acreditaban como representante del rey de la Bética, Hermenegildo. Tras los acostumbrados trámites lo alojaron en unas dependencias anexas al palacio.
»Mi hermano, siempre sobrio, siempre acostumbrado a una vida recoleta en el convento o en su modesta sede catedralicia, se encontró incómodo en aquel lugar lujoso, lleno de comodidades y atenciones hacia su persona, pero no hacia el encargo que lo traía de tan lejos.
»Le dieron largas.
»El emperador Mauricio proseguía guerras interminables; en Oriente contra los persas, en la península balcánica, contra los eslavos y los ávaros. ¿Qué podía importarle un príncipe que se rebelaba contra su padre en la lejana Hispania, el lugar más occidental del mundo conocido? La suerte no era favorable al césar bizantino. Ya no eran los tiempos del brillante Belisario o el sabio Narsés, generales de Justiniano. La dirección de la mirada del emperador estaba dirigida hacia los diversos frentes de batalla, que no le proporcionaban victorias, sino que desangraban su reino. Muchos asuntos que ocupaban su cabeza, y las peticiones de los diversos reinos se acumulaban sin que se les diese una respuesta. Lo que el enviado de un reyezuelo en el extremo más occidental de su imperio pudiera decirle no le interesaba; por ello, retrasó la entrevista con el incómodo embajador de Hermenegildo, el obispo Leandro.
»En aquellos días de espera, mi hermano aprovechó para estudiar viejos textos de los grandes escritores clásicos. La biblioteca del emperador se abrió a su afán de conocimiento; al mismo tiempo tuvo la oportunidad de hacerse copiar muchos textos que ahora figuran en la biblioteca de esta noble catedral hispalense.»
Isidoro indicó con un gesto las ventanas del
scriptorium
donde se copiaban aquellos textos que su hermano había traído de Oriente junto a muchos otros que el afán de saber de Isidoro había reunido. Sin hacer apenas pausa, prosiguió:
«Allí Leandro conoció a Gregorio, quien llegó a ser el obispo de Roma. Gregorio, en aquel tiempo, era el apocrisiario, legado papal en Constantinopla. Los dos hombres cultos, dedicados a la religión y profundamente interesados en el saber clásico, compartieron conocimientos e inquietudes, que menguaron algo la impaciencia de mi hermano, al no ser recibido por el emperador. Leandro no cabía en sí de zozobra al ir pasando los días sin que el emperador mostrase interés en recibirle, por ello se desahogaba con Gregorio. Mi hermano se sentía inquieto por la situación de los que había dejado atrás. Lejos de la corte de Hispalis, se daba más y más cuenta de la locura de Hermenegildo enfrentándose al potente ejército de su padre, con unos hombres bisoños en el combate. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Ingunda, asustada ante la guerra, y su pequeño hijo, tan frágil. Además, conocía los motivos íntimos de la enemistad entre Leovigildo y el que todos suponían su hijo. Se daba cuenta de que Hermenegildo no llegaría nunca a un acuerdo amistoso con aquel hombre a quien no consideraba su padre, que había causado la muerte de su madre y ordenado la ejecución de quien le había dado la vida.
»Se sucedieron los meses de espera; unos meses que marcaron profundamente el modo de pensar y de sentir de Leandro. No solamente por los estudios que pudo realizar en aquella corte de sabios, sino también por su íntima amistad con el enviado del pontífice, Gregorio. Leandro se romanizó. Las ideas estrechas y cerradas de un reino, de una iglesia localista, que imperaban entre los godos e incluso entre los hispanorromanos, se deshacían ante el mundo amplio que Leandro estaba viendo. Experimentó la realidad de una iglesia universal, lejana a la idea goda de la iglesia nacional cerrada en sí misma. Y es que aquél era el tiempo en el que se producía la expansión del cristianismo hacia la tierra de los anglos y de los germanos, el tiempo de Bonifacio y de Agustín de Cantorbery, el tiempo de la evangelización de Inglaterra y de las tierras nórdicas. El momento en el que se forjaban las raíces de un nuevo continente, Europa, surgido de las ruinas del Imperio romano.
«Corrieron rumores en la corte. La guerra en Hispania no era favorable al príncipe rebelde, pero las noticias eran confusas. Por fin un día, después de tan larga espera, el emperador Mauricio le recibió. Mi hermano me contó más tarde cómo le abrieron las enormes puertas que daban paso a la muralla, la cual aislaba las estancias del emperador del resto del palacio. Las sombras de los árboles de los jardines imperiales cubrían las amplias calles de las estancias regias y unos parques exuberantes llenos del rumor de las fuentes y los cantos de los pájaros, que parecían conducir al paraíso, se manifestaron ante él.
»A una explanada grande se abrían distintas dependencias; allí estaban las cocinas, capaces de hacer comida para más de diez mil personas, las caballerizas, el lugar donde se reunían las mujeres de la corte, los artesanos que trabajaban al servicio imperial. Rodeando la muralla y el palacio se extendía el mar, el antiguo Ponto de los griegos.
»El emperador recibía en un lugar techado en oro, sobre un trono elevado. El
basileus
se cubría con manto y en su corona refulgían las piedras preciosas. Los chambelanes anunciaron la presencia del legado. Al entrar, Leandro se inclinó profundamente ante el emperador, quien pasó a tratar directamente el tema que le preocupaba.
»—Un correo, llegado de la provincia de Spaniae, nos ha comunicado la caída de la ciudad de Córduba en manos del rey Leovigildo y la detención de vuestro príncipe, Hermenegildo.
»La cara de Leandro palideció; lo que había intentado conseguir, la unidad religiosa de su país de origen, la paz entre arrianos y católicos, se había convertido ahora en una quimera irrealizable.
»—Todo ha acabado… —murmuró.
«Mauricio prosiguió, sin advertir la angustia que embargaba a su interlocutor.
»—Su esposa embarcó en una nave rumbo a mis tierras, meses antes de la caída del príncipe; una nave que fue atacada por la escuadra goda y naufragó frente a las costas de la provincia Tingitana. La princesa Ingunda falleció en el naufragio…
»—¿Su hijo…?
»—Al parecer está vivo. Le hirieron, muy gravemente, en el cuello. He dado órdenes de que le trasladen a la corte de Bizancio… El niño viaja con un judío que es, a la vez, su guardián y protector.
»Unas semanas más tarde, un barco procedente de la provincia Tingitana tocó tierra en Bizancio. Del barco descendió un niño de cabellos oscuros y ojos claros, no contaría más que tres o cuatro años.
Lo acompañaba un hombre de raza judía llamado Samuel. En el puerto le aguardaban los pretorianos, que lo condujeron a palacio; mi hermano Leandro los siguió de lejos. El niño fue alojado con los hijos del emperador y el judío permaneció con él. Leandro intentó ver al niño, pero las estancias regias estaban cerradas a visitas extrañas. Tras muchos esfuerzos consiguió acercarse al judío.
»Aquel hombre estaba lleno de odio, había sobrevivido al horror del naufragio y a la muerte de Ingunda.
»—Quisiera ver a Atanagildo —le dijo Leandro.
»—Ese nombre no existe, el hijo de Ingunda se llama Ardabasto y es parte de la familia imperial…
»—Ese niño es godo y debe ser devuelto a su rey, a su familia, a su raza, a su nación…
»—¿A quién os referís? A un rey que ha matado a su padre y ha hecho que muera su madre… Al hermano de su padre que, con engaños, hizo que se rindiese y que fuese encarcelado para después ser ejecutado. No, este niño permanecerá aquí y yo, Samuel, le enseñaré la verdad sobre su pasado y haré que vengue la muerte de sus padres. Sí, yo sé la verdad. La conocí en el viaje hasta Constantinopla por boca de los que huían del tirano; de los fieles a Hermenegildo.
»—Os equivocáis, provocando odio en el corazón de ese niño.
»—Mi religión me dice: ojo por ojo y diente por diente. La naturaleza de las cosas no se recupera hasta que la venganza haya tenido lugar. Ese niño se resarcirá de los que asesinaron a su padre y con él desagraviará a mi raza, oprimida por el usurpador godo.
»Leandro no fue capaz de hacerle razonar de otro modo, tampoco pudo ver al niño. Mi hermano no debía regresar a las tierras ibéricas, donde Leovigildo realizaba crueles purgas entre los enemigos de su trono, entre los fieles a Hermenegildo, por lo que permaneció en la corte de Mauricio, hasta que llegaron rumores de que la vida del rey Leovigildo llegaba a su fin. En ese momento decidió el retorno al reino godo, donde fue el mejor consejero de tu padre Recaredo y el alma del Concilio III de Toledo, en el que se consiguió la unidad del reino, por la que él tanto había luchado.
—Mi señor Swinthila, general de los godos, hijo de Recaredo, habréis de saber que vuestro padre estaba carcomido por unos remordimientos tremendos; se sentía indirectamente culpable de la muerte de su hermano. Recaredo adoraba a Hermenegildo. Creo que Leandro nunca llegó a revelar a Recaredo la existencia de Atanagildo. Conociendo el carácter de vuestro padre, sé que se hubiese sumido en profundas dudas sobre la legitimidad de su poder. Pero, para los godos, Hermenegildo no había sido nada más que un traidor a su país y a su raza; el causante de muchas muertes en una guerra civil. En aquel momento, Recaredo estaba uniendo las dos religiones del país enfrentadas una con otra. No, Leandro consideró que no debía desvelar el secreto, que aquel niño estaba a salvo en la corte bizantina donde se criaba con los hijos de Mauricio. Pensó que más adelante, cuando la situación fuese más estable, encontraría el momento propicio para hacerle aquella revelación a Recaredo, pero, como quizá sabréis, mi hermano Leandro falleció repentinamente. Yo nunca estuve tan cerca de Recaredo como Leandro lo estuvo, y tampoco consideré que fuese el momento oportuno para desvelar a vuestro padre lo que mi hermano me había confiado.
Swinthila, no contento con aquellas explicaciones, quiso recabar más datos:
—En el cerco de Cartago, cuando mi padre enfermó, había un hombre.
—Sí. Mi hermana Florentina también lo vio. Estoy seguro de que era Atanagildo.
—¿Vive…? ¿Dónde está…?
—No lo sé. Hay un hombre que lo sabe todo sobre él.
—¿Quién…?
—Samuel, el judío. En tiempos de Witerico volvió a Hispalis y ahora vive en la judería, lo encontrarás allí. Pero no confíes en él. Está lleno de odio. Odia todo lo que sea visigodo, y a todo lo cristiano… Y quizá tiene cierta razón en odiarnos…
—¿Cómo podéis decir eso?
—Cuando llegaste al
scriptorium
me oíste dictar una carta.
—Sí. Escuché lo que decíais.
—Sisebuto ha obligado a convertirse a todos los judíos. Los ha bautizado a la fuerza…
—Muy propio de él… —afirma Swinthila despectivamente.
—Está obsesionado con la fortaleza del reino, con un solo estado y una única raza. Quiere machacar a los judíos y a todo lo que se oponga a su idea de una nación unida por el poder central de los godos. Se cree investido de razón y que, sobre él, está la mano de Dios; es un loco megalómano.
—Estoy de acuerdo con vos… —asiente el godo.
—No conseguirá nada forzando a los judíos a conversiones obligadas. Sisebuto ha demostrado un celo imprudente al intentar conseguir la unidad católica de todos sus súbditos. Ha amenazado con la expulsión o la muerte a todos los judíos que no se bauticen. Muchos lo han hecho debido a las amenazas, pero no son cristianos de corazón. Sin embargo, ahora ya está hecho, por lo que no puede volverse atrás. La Iglesia ha reconocido que los bautismos son válidos. Cualquier retractación de un judío convertido a la fuerza será considerada como apostasía y hará que sea condenado a muerte, destierro o expropiación. Samuel ha sido uno de los muchos obligados al bautismo. Todo el odio que de siempre albergó contra los godos se ha multiplicado.
—Mi madre, la reina Baddo, me hablaba en una carta de un renegado…
—Ella no sabía que Atanagildo se había salvado, pero desconfiaba del judío. Samuel era médico y atendió a tu padre en el lecho de muerte… Creo que ella sospechaba que alguien podría haber facilitado la muerte de Recaredo, aunque siempre pensó que eran sus enemigos políticos, Witerico y el partido godo. Sólo muy tardíamente, antes de ser ejecutada, sospechó que alguien penetraba en la cámara de Recaredo envenenándole el cuerpo y la mente.
—Yo creo que alguien, a quien no conocemos, estaba en la habitación del enfermo sus últimos días… Yo era niño y recuerdo que mi padre estaba muy asustado, creía ver a Hermenegildo… Ahora pienso que ese al que creía ver mi padre no era un fantasma sino alguien real. Posiblemente, Atanagildo. De todos modos, ¿cómo pudo penetrar en la cámara de mi padre sin que la guardia lo advirtiese? ¿Creéis que el judío pudo estar implicado? ¿Creéis que lo envenenó?
—No, no lo sé, vuestro padre estaba gravemente enfermo, a una persona ducha en el arte de la medicina le es fácil no aplicar el remedio adecuado en el momento oportuno…
Callan los dos. En el reino de los godos hay muchos enemigos que se oponen a la casa real baltinga. Más de los que Swinthila nunca ha pensado. Isidoro habla de nuevo. Sus palabras son de perdón y concordia. Swinthila no le escucha, ya conoce lo suficiente. Sólo tiene ya una idea: debe encontrar al judío.
El hijo de Recaredo se expresa con palabras de paz, diciéndole a Isidoro todo lo que éste desea oír, asegurándole que, cuando él sea rey, actuará con comprensión y clemencia. De modo curioso, en el momento en que pronuncia estas palabras, Swinthila las siente como ciertas. Quizás el contacto con un hombre que se dedica a hablar del bien y de la verdad le transforma durante un breve lapso de tiempo. Quizá si Swinthila no hubiera sido quebrantado por la vida, no hubiera sido un hombre tan duro, tan curtido por la adversidad, tan ajeno a cualquier compasión; pero, ahora, vive inmerso en el odio, la ambición y la venganza. Quizá si la ambición no le dominase, su boca hablaría con palabras de verdad.