Al entrar en la sala, los dos hermanos se detuvieron en el umbral. La voz de su padre, Leovigildo, tronaba arengando a sus capitanes:
—¡Hombres del ejército godo! ¡Bucelarios y sayones! ¡Tiufados y espatarios reales! Hemos vencido, los salvajes cántabros han sido liquidados. Dios ha estado grande con nosotros, ha eliminado al pueblo idólatra, los dioses de los cántabros han muerto. En el nombre de Dios Padre Todopoderoso, en el de Jesucristo, inferior en poder al Padre, en el del Espíritu Santo creado por el Hijo, como nuestra santa doctrina arriana enseña, afirmo que la Trinidad está de nuestro lado. Yo, Leovigildo, rey de los godos, llevaré a nuestro pueblo a la gloria y fundaré una dinastía que pervivirá por los siglos. Un solo pueblo bajo una sola guía…
Se escucharon gritos en el exterior y dentro de la sala, gritos de adhesión a las palabras de Leovigildo. El rey buscó con la mirada a sus hijos y ordenó:
—Que se acerquen mis hijos Hermenegildo y Recaredo…
Se hizo un silencio, los hombres se apartaron dejando un espacio para que pasasen los hijos del monarca.
—En la batalla mis hijos han combatido con coraje. Gracias a vuestro príncipe Hermenegildo la muralla ha sido destruida; Recaredo ha luchado con denuedo y valor. Son dignos hijos de la estirpe de la que proceden. Desde ahora, ellos serán parte de mí mismo. Lo que ellos hagan será como si yo lo hiciese. Debéis respetarlos y servirlos con la devoción con que lo habéis hecho conmigo.
Mientras los capitanes aclamaban, Recaredo percibió que muchos nobles estaban descontentos aunque no se atrevían a hablar abiertamente, cuchicheaban por lo bajo unos con otros. Entre ellos, Witerico —el eterno enemigo de su padre—, Sisberto —capitán de las tropas del norte— y el grupo de los nacionalistas, entre los que se encontraba Segga.
Hermenegildo no veía a los hombres de la estancia del trono, sólo tenía ojos para su padre. Estaba abrumado. Por primera vez desde que era niño, su progenitor reconocía en público sus méritos. Se sintió conmovido y decidió servir a su padre aún con más fidelidad y esfuerzo de lo que lo había hecho anteriormente. Pero Leovigildo tomó primero a Recaredo por el brazo y lo puso a su derecha; después, acercó a Hermenegildo al trono colocándolo a su izquierda. Hermenegildo no captó que el sitio preeminente era para su hermano; posiblemente, aunque lo hubiese notado, no lo habría tenido en cuenta porque Hermenegildo era insensible a la envidia y a la vanidad. Además, amaba a Recaredo mucho más que a un hermano; para él, Recaredo era parte de sí mismo.
Claudio y Wallamir, así como otros compañeros de armas, rodearon a los hermanos, felicitándolos. Muchos querían congraciarse con los afortunados hijos del rey, adulándolos; sin embargo, los viejos amigos de Mérida se alegraban sinceramente.
Después de aquello, se sirvió una cena en la que se asaron carnes. Los hombres, desfallecidos por la lucha, comían con hambre; el olor de los corderos asados, la caza, y las especias llenó la sala. Corría el buen vino del valle del río Durius.
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Un juglar sacó un instrumento de cuerda, y otros le acompañaron con flautas. Hermenegildo sintió de pronto todo el cansancio acumulado durante aquellos días de lucha. Iba a retirarse cuando fue requerido por su padre.
—¡Has luchado bien, hijo mío! Mañana partiré hacia Leggio,
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debo poner en marcha la segunda parte de la campaña. Ahora nuestros enemigos serán los suevos. Los cántabros deberán ser aniquilados o asumidos mediante pactos. Dejaré en Amaya una fuerte guarnición. Tú deberás mover las tropas al oeste, a lo largo de la cordillera. Tu misión será bloquear a los cántabros para que no puedan salir de las montañas. Tú y Recaredo montaréis un campamento en el Deva, e intentaréis seguir controlando las tribus de las montañas. El objetivo último sería destruir Ongar. ¿Has entendido lo que te ordeno?
—Sí, mi señor.
—Pronto os haré llamar a mi lado para que compartáis lo que os he prometido. Quiero de ti la fidelidad más absoluta, que cumplas todas mis órdenes como si fueses un cadáver que se le lleva donde uno quiere.
—Os serviré fielmente.
Las palabras del rey eran recias y no había afecto en ellas. «Destruir Ongar… —pensó para sí Hermenegildo—… el lugar donde viven los monjes que deben guardar la copa. Debo conducir la copa cuanto antes a ese lugar. Sin embargo, no traiciono a mi padre; luchamos contra guerreros, no contra los monjes. El campamento en el Deva está casi en el corazón del valle sagrado, desde allí será fácil cumplir nuestra promesa.»
Hacía frío, un viento helador corría por aquellas tierras norteñas. El cielo se cubrió de nubes anaranjadas. A lo lejos podían ver cómo en la meseta se formaba una tormenta y un velo de agua caía desde el cielo hacia la tierra rojiza. Un viento gélido movía sus ropajes. La tormenta se desplazaba hacia ellos y pronto la tuvieron encima. La lluvia les caló las túnicas y las armas. Llevaban horas galopando desde que habían salido del campamento en el Deva. Las montañas aún estaban lejos, pero se vislumbraban ya en la lejanía. Un arco iris completo cubrió el horizonte desde el este al oeste. Quizás aquel arco de luz era la puerta a las montañas, que les recibían de modo amigable.
Tres hombres de muy distinta complexión: Hermenegildo, delgado y alto; Recaredo, muy fuerte y musculoso; Lesso, un hombre de baja estatura y recia constitución, caminaban hacia Ongar. Debían cumplir una promesa, Hermenegildo cargaba en las alforjas con la copa. Lesso los guiaba. Los dos hermanos calzaban botas de pieles de animales, una túnica hasta las rodillas y se cubrían con la capa de los montañeses. Sobre todo Hermenegildo parecía uno de ellos.
El sol se metió entre las montañas y el arco de luz fue desvaneciéndose. El ocaso tiñó las montañas y la luminosidad del ambiente fue en decremento. Entonces, cuando ya era casi de noche y estaban ya cerca de los picos nevados de Vindión, Lesso desmontó y ordenó a los otros que también lo hiciesen. Condujeron a los caballos tirándoles de las riendas. Una luna más que mediada les iluminaba el camino. Las estrellas fueron saliendo una a una. Lesso les señaló la dirección a Ongar. Después, los guió a una cueva, donde pasarían allí la noche. Al alba se pondrían de nuevo en camino.
Soñaron con visiones diversas: Hermenegildo notaba la copa dentro de las alforjas que utilizaba como almohada, quizá por eso sus sueños se referían a la copa; Lesso vio a Aster y a su esposa, la hermosa dama de nombre olvidado; Recaredo soñó con una guerrera cántabra de cabellos oscuros.
Antes del primer rayo de luz, se despertaron. Emprendieron la marcha y los haces de un sol naciente les iluminaron el camino. En los tejos y hayas, el rocío matutino formó diamantes y joyas sobre las hojas. Todo brillaba por la humedad.
Dejaron los caballos cerca de la cueva y junto a un arroyo de montaña, atados con una larga cuerda que les permitiría comer pasto y beber en el río.
En lo alto de un bosque, cubierto de pinos, se iniciaba una senda; más allá, multitud de montañas que con sus picos rozaban el cielo, ornadas de un blanco níveo, refulgente en el sol de la mañana. La senda en un principio era ancha y con signos de que por allí circulaban carros, después torcía hacia el Occidente, pero Lesso dejó el camino frente a un talud algo escarpado; bajaron por él. Al avanzar resbalaban y las piedras se deslizaban rodando hacia la hondonada. En un momento dado, para no caerse, Hermenegildo debió apoyarse en su espada, utilizándola como un bastón. En lo profundo del precipicio circulaba un río de mediano caudal, que se despeñaba desde las alturas entre las piedras. Saltando entre una y otra, lo cruzaron, y se encontraron frente a una gran pradera con vacas, no se veía señal del pastor. Siguieron el cauce del río, más allá se encontraron con unas casas de piedra semiderruidas, posiblemente los restos de un castro de los tiempos antiguos. Ahora, después de las guerras con los godos, no había castros. Las poblaciones se habían dispersado en las montañas, protegidas por los ejércitos de uno y otro señor. Aquel lugar estaba deshabitado, pero Lesso extremó las precauciones para que nadie les siguiese. El rumor del arroyo serenaba el alma de Hermenegildo; después de los días pasados de batallas y dificultades, le parecía que se entretenían con algún juego de niños, o bien que se entrenaban en las escuelas palatinas con sus compañeros de armas.
La luz se colaba entre las hojas de los árboles que sombreaban el río y reborbotaba en sus aguas. A lo largo de la cañada muchos otros arroyos con aguas del deshielo desembocaban en el caudal principal. Siguiendo el cauce de uno de ellos, ascendiendo por un repecho con robles y hayas, en un campo atravesaron un camino que nadie nunca había hollado. Al llegar a la parte más alta, Lesso se separó de ellos y les pidió que no lo siguiesen. Cruzó el pequeño regato y trepó hasta unas rocas peladas. Ascendiendo sobre ellas, miró el horizonte, recordó los tiempos de su infancia y juventud. Al oeste estaba Ongar; más allá de Ongar, en las aguas del mar cántabro la hundida ciudad de Albión, y entre medias los restos del castro de Arán donde había vivido de niño.
Desde aquella altura divisó las aguas del río precipitándose en una cascada y los bosques centenarios que cubrían espacios inmensos, entre ellos prados con pasto y algún animal. El ruido de la catarata era ensordecedor. Al ver desde lo alto las tierras que le rodeaban, Lesso se orientó. Después bajó donde le esperaban los dos hermanos. No se habían movido; algo fatigados por la subida de la cuesta, observaban el espectáculo del río, despeñándose entre las rocas.
Recaredo intentó formarse un mapa en su cabeza. De algún modo se dio cuenta de que no estaban tan lejos de donde él había visto unos meses atrás a las montañesas; quizás Ongar estaría más arriba, en la cuenca de uno de los afluentes que desembocaban en el río; pero le costaba organizar en su mente los lugares; todas aquellas montañas le parecían un enorme laberinto. Sólo los hombres de Ongar, como Lesso, las conocían bien. Le vieron acercarse y en la cara del montañés se adivinó una sonrisa:
—Al atardecer llegaremos a la parte más alta de la montaña; después comenzaremos a bajar. Entraremos en Ongar de noche y nos acercaremos sin hacer ruido al lugar de los monjes. Debéis permanecer en silencio. Nadie debe conocer que dos godos han llegado a Ongar. Moriríamos todos, vosotros y yo. Revelar el secreto de Ongar está penado con la muerte. Todo extranjero que penetra sin haber sido llamado será ajusticiado según las leyes del senado cántabro.
Ellos asintieron. Ninguno de los dos hermanos experimentó el miedo porque el afán de aventura y el deber de cumplir lo prometido a su madre los animaba. Recaredo y Hermenegildo se miraron el uno al otro sonrientes; quizá la inconsciencia de sus años mozos les impedía intuir el peligro al que se iban acercando.
Tras la derrota de Amaya, el regreso a Ongar de Baddo y los otros fue doloroso. El gran castro de Amaya, una fortaleza y un símbolo de libertad para los pueblos cántabros, había sido destruido. Con ellos regresaron muchos hombres, mujeres y niños de Amaya, escapados de la masacre que los godos habían decretado. En la vuelta hasta Ongar, Fusco intentó ocultar a Baddo tapándola con su capa, pero muchos la reconocieron y la noticia de que la hermana de Nícer había participado en la batalla de Amaya se difundió.
La visión de la guerra no se alejaba, ni un momento, de la mente de Baddo: los heridos y los muertos, el olor a sangre y a carne quemada. Tampoco se fue de su recuerdo la figura de un guerrero godo joven y de cabellos como el trigo maduro que pudo ver a lo lejos, matando y destruyendo. Baddo pensaba obsesivamente en él, como si alguna de las flechas que había lanzado, matando a guerreros godos, hubieran dado la vuelta en el aire y la hubieran atravesado a sí misma.
Nícer no dejó de recibir emisarios de un lugar y de otro. En un primer momento, estuvo muy ocupado organizando las defensas de Ongar. Ahora que Amaya había caído, Ongar era la primera línea de choque frente a las tropas godas. Nícer envió mensajeros a todos los pueblos cántabros y astures, a lo que quedaba de las antiguas gentilidades para reunir de nuevo al senado y tomar una decisión conjunta. Al valle de Ongar llegaron representantes de todos los clanes y de algún señor de estirpe romana de la zona costera con sus mesnadas. Sólo un pueblo se mantuvo al margen, los luggones, los que los godos llamaban roccones, aquellos que adoraban al dios Lug y despreciaban al resto de los pueblos que habían abrazado el cristianismo, abjurando de los dioses antiguos. Ellos no querían ser dominados ni ponerse de acuerdo con el resto de los pueblos cántabros. No habían combatido en la batalla de la Peña Amaya.
La reunión tuvo lugar en Onís, cerca del río con el antiguo puente de piedra, a la entrada de los pasos que conducían al santuario de Ongar, el lugar perdido donde nadie tenía entrada sino los descendientes de Aster y el antiguo pueblo de las montañas que lo había habitado.
—Hermanos de las montañas —dijo tomando la palabra Rondal, uno de los más ancianos—, queremos seguir nuestro estilo de vida; el modo de vivir que ha sido el de nuestros padres y el de nuestros abuelos, no queremos estar sometidos al yugo de los godos. No queremos que nuestras casas sean saqueadas por el invasor, ni servir en el sur en sus ejércitos o en sus campos. Cada vez somos menos y estamos arrinconados en unas montañas y una pequeña franja de terreno en la costa. Los pueblos transmontanos, los de la meseta, han caído. Amaya ha sido destruida como años atrás Albión. Sólo las montañas serán nuestra defensa. Como nuestro bienamado príncipe Aster pronosticó, el tiempo de los castros ha muerto, nuestras murallas son únicamente los montes inaccesibles de la cordillera de Vindión.
—¡Hablas bien, anciano Rondal! ¡Tus canas han nacido de una buena cabeza! —exclamó un hombre llegado del Occidente—. Sólo hay un punto débil en la cordillera: los luggones, los salvajes enemigos de todo el que se les oponga. Atacan a los godos sin consultar al senado de pueblos cántabros y después permiten su paso para que destruyan aldeas que no son las suyas.
—Debemos aislarles.
—No —se oyó la voz aguerrida de Fusco—. Debemos combatirles como si fueran tan enemigos como los godos, destruirles.
—Eso es imposible —habló prudentemente Nícer—. Tenemos ya bastante con un fuerte enemigo como son los godos, no podemos atacar a dos a la par.