—¿Cómo andas, Román?
—¡Deseoso de entrar en combate! Mi señor… —dijo el siervo nerviosamente.
Hermenegildo sonrió:
—No queda mucho. Ahora eres un buen guerrero.
Era así, todos aquellos labriegos habían aprendido a combatir gracias al adiestramiento de los últimos meses. Román le contestó, sonriendo:
—Un buen guerrero que limpia pollos, mi señor.
El joven príncipe godo se rio ante la contestación. Continuó inspeccionando a sus soldados, vio a Claudio al frente de los hombres de su casa. Este último y los capitanes que le habían acompañado desde Emérita se fueron reuniendo junto a él; los condujo fuera de la empalizada para inspeccionar el terreno y para que viesen lo que les aguardaba. Como en la campaña de dos años atrás, la Peña Amaya parecía inexpugnable; inexpugnable y sombría. El sol se guarecía tras los riscos, estaba anocheciendo. Bromearon, pero en el fondo de sus corazones imperaba el temor. Tres años atrás, allí habían combatido y muerto varios de sus compañeros de armas. Temían la forma de luchar de los cántabros, salvaje, llena de un furor guerrero. Hermenegildo no, él luchaba así, Lesso le había entrenado. Desde lejos Hermenegildo pudo ver el lugar donde había derrotado a Larus, jefe de los orgenomescos, y le había hecho morder el polvo en la campaña pasada. Su enemigo, un hombre gigantesco, había muerto. Hubieran tomado Peña Amaya de no mediar un ataque de los cántabros de las montañas.
Más allá, junto a un bosque, recordó que había luchado con un guerrero de rubios cabellos y ojos claros; prácticamente hubiera sido aniquilado por él si Claudio y Wallamir no lo hubieran rescatado. Lesso afirmaba que aquel hombre era su hermano, él no podía creer semejante historia. Hermenegildo se sentía godo, de linaje real, nunca podría estar relacionado con un cántabro o un astur.
Se retiró a cenar con los llegados de Emérita, a los que se unieron Claudio y Wallamir. El día se le hizo largo, le parecía que tardaba en anochecer porque esperaba a su hermano con ilusión. El resto de los hombres estaban alegres por el vino, hablaban de la pasada campaña, exagerando lances. Después, elevaron sus voces en canciones guerreras, baladas germanas de los tiempos pasados, en los que los godos habían devastado la Grecia, la Iliria y el Ponto. A aquellas trovas siguió un canto melancólico de un guerrero que había perdido a su amada. Hermenegildo calló, sobre el fuego se elevó el rostro bello y sereno de Florentina.
Las estrellas titilaban en la bóveda del cielo, cuando se escuchó el ruido de las trompas a la entrada del acuartelamiento. Regresaban algunos exploradores. Al abrirles las puertas, se precipitaron unos doce o trece hombres entre las tiendas, uno de ellos se separó del resto, preguntó algo y se dirigió hacia donde estaba Hermenegildo. Recaredo llegó como una tromba, bajó del caballo y se tiró hacia su hermano, dando gritos de alegría. El resto de los compañeros les miraron divertidos, poco acostumbrados a actos tan efusivos.
Recaredo llegaba muerto de hambre y se sentó a comer con apetito en el suelo junto a su hermano. Los otros continuaron con las conversaciones y los cantos mientras ellos, los dos hermanos, hablaban.
—He conseguido muchos hombres en el sur —le dijo Hermenegildo—. Estuve en Mérida y vi a Mássona y a Braulio, ambos me dan recuerdos para ti. He traído casi tres mil hombres, pero padre no está contento.
—Está nervioso y deseando atacar; aquí todos lo estamos, por eso yo salgo a explorar. No resisto el encierro y el ambiente del campamento; sólo se escuchan quejas, críticas y murmuraciones. Hoy he estado en Sasandon y en una villa romana más al sur. Todos están asustados por los cántabros, sobre todo por los roccones, ellos les llaman luggones.
—¿Por…?
—Son muy salvajes. Roban doncellas y practican sacrificios humanos. Quieren librarse de ellos a toda costa…
—Hablando de doncellas… me han dicho que has encontrado una mujer en las montañas.
Recaredo enrojeció. Estaba harto de las bromas que se habían producido en el campamento con aquella historia. Le contó resumidamente a su hermano lo ocurrido.
—¿Cómo era? —preguntó Hermenegildo.
—Muy hermosa…
Ante la mirada de guasa de su hermano, Recaredo prosiguió:
—Pero lo que realmente me llamó la atención fue que llevase un arco de gran tamaño y disparase tan bien. Sus ropas eran de buena calidad, no era una bagauda, ni alguien así. He vuelto varias veces porque creo que por allí debe existir alguna entrada hacia Ongar, el santuario fortificado de los cántabros. No he encontrado nada. Aquí todos creen que voy por la chica…
—¿No es así…?
—Bueno —admitió él—, en parte sí y en parte no.
Hermenegildo se dio cuenta de que aquel encuentro en las montañas había trastornado a su hermano. Se divirtió viéndole confuso.
—¿Traes la copa? —dijo Recaredo.
—Sí. Me costó convencer a Mássona, esa copa domina los corazones. Después tuve un problema con el obispo arriano Sunna, decía que la copa pertenecía a los godos… pero debemos cumplir el juramento hecho a nuestra madre…
—No sé cómo… Nosotros, los godos…, ¿penetrar en Ongar?
—Lo he hablado con Lesso, él conoce la entrada y nos acompañaría…
—¿Lesso conoce la entrada a Ongar?
—Sí. Él es de allí. Me ha dicho que nos conducirá hasta Ongar. Me ha hecho jurarle que no revelaremos los pasos.
—¿Cuándo iremos?
—Cuando Amaya sea conquistada. Antes será imposible ausentarse.
—¿Y si no cae?
—Caerá, tengo alguna idea de cómo atacaríais
batalla de Amaya
A la mañana siguiente, Leovigildo convocó a todos los capitanes, entre los que se hallaban sus hijos, en una gran tienda llena de tapices bordados en oro y objetos de lujo. Incluso en el frente, el rey gustaba de rodearse de boato como los emperadores bizantinos. Mostrábase con una corona de oro y piedras preciosas, con barba bien peinada y bastón de mando, sentado sobre una silla de cuero de amplias proporciones.
—Señores, la campaña comienza. Destruir la ciudad de los cántabros ha de ser nuestro primer objetivo. Los cántabros son alimañas, peores que animales salvajes, seres que no tienen conciencia ni honor. No dejaremos piedra sobre piedra. Dios está de nuestro lado, del lado de los pueblos que le sirven. —Su voz se tornó vehemente y exaltada—. No podemos permitir que ataquen constantemente las villas y ciudades de la meseta, que roben nuestras mujeres y que las sacrifiquen a sus dioses crueles. Amaya es además la llave de la conquista del reino de los suevos. Así, Hispania será una sola nación bajo un solo poder. ¡El poder del reino godo!
Se oyeron aclamaciones. Hermenegildo admiró a su padre, la fuerza del rey se transmitía a los que lo rodeaban y él, Hermenegildo, deseaba agradarle y contribuir al grandioso proyecto del rey Leovigildo.
—Ahora hemos conseguido un numeroso ejército. Parte del mismo ha sido levado por mi hijo Hermenegildo, príncipe de los godos.
Este último se sintió orgulloso por la alabanza del rey.
—Saldremos mañana al alba, la sorpresa será nuestro mejor aliado. Atacaremos la ciudad por el flanco de la meseta. Un gran contingente de hombres se encaminará hacia allí y desafiará a los hombres de Amaya.
Los duques del ejército godo aceptaron la propuesta del rey, discutiendo los detalles de la salida. Sin embargo, Hermenegildo propuso otro plan de batalla.
—Perdonad mi atrevimiento, padre mío, mi rey y señor. Hace dos años, en estas mismas puertas de Amaya, los godos fuimos vencidos. La fortaleza es difícil de rendir por el hambre y por la sed. La sorpresa puede jugar un buen papel a nuestro favor, pero los habitantes se replegarán a su interior y poco podremos hacer. Me han informado de que, a menudo, los cántabros se refugian en la ciudad y nos acribillan a flechas. Pienso que debiéramos usar máquinas de guerra que lanzasen piedras contra las murallas y las derruyesen.
Leovigildo preguntó a uno de los oficiales, el que se encargaba de los pertrechos de guerra y de la intendencia.
—¿Cuántas catapultas tenemos?
—Sólo seis…
—Necesitaríamos más del doble.
Intervino entonces uno de los capitanes más experimentados.
—Al sur de Sasemón sé que hay una villa rodeada por grandes bosques de madera, su dueño tiene siervos expertos en carpintería… Podrían construirse más.
—Eso haría que se retrasase la campaña… No. Saldremos mañana, las catapultas se concentrarán al sureste de la fortaleza de los cántabros. Serán protegidas por mi hijo Hermenegildo, quien tanto defiende su uso.
Al primogénito del rey no le gustó lo que le encomendaba su padre, supondría un trabajo de ingeniero y constructor, en lugar de lo que él estaba acostumbrado, que era a guerrear.
—Pero, padre…
—¡No me contradigas! —exclamó Leovigildo imperiosamente. Después, con voz queda y seca, le susurró—: Bastante has retrasado la campaña. Con las catapultas debes demoler la zona sureste de la muralla e introducir a las tropas que has conducido desde Emérita.
Hermenegildo no habló más, le dolió el tono empleado por el rey. El encargo de las catapultas le pareció poco honroso, pero no protestó ante las palabras de su padre. Él llegaría más tarde a la contienda a si debía ir con las catapultas. Le parecía que era un error el orden de la batalla, sus tropas eran hombres de refresco bien entrenados, pero su padre los trataba como si fuesen hombres novatos sin fuste para la guerra. Hermenegildo sabía que no era así y se lo demostraría. La única ventaja de lo que su padre proponía era que todos los hombres que habían llegado con él desde Emérita irían juntos a la batalla. Él sabría conducirlos a la gloria, pensó.
Por otro lado, Recaredo iría en la vanguardia; aquello tampoco le gustaba a Hermenegildo. Sabía que, aunque valiente, Recaredo era bisoño en el arte de la guerra. Le hubiera gustado acompañarle para poder protegerle, pero como no podía ser así, le pidió a Wallamir que se mantuviese cerca de Recaredo en la batalla, aquella que iba a ser la primera ofensiva de guerra para su hermano.
Al conocerse las nuevas, durante el resto del día, un nerviosismo incesante atravesó el fortín de un lado a otro.
Hermenegildo se hizo acompañar por Román, que conocía algo del arte de la carpintería, algunos de los capitanes de Emérita y por Claudio. Comprobó el estado de las vigas de las catapultas. En algunos lugares estaban carcomidas, por lo que ordenó repararlas. Las transportarían en carros hasta cerca de Amaya, para montarlas en unos bosques cercanos a la fortaleza.
Emprendieron la marcha por la mañana; un largo reguero de soldados avanzaba por el camino que conducía al castro.
Recaredo se entretuvo atrás con su hermano. Por la noche ya habían hablado de algunas cosas, pero todavía quedaban otras muchas pendientes.
—¿Qué es lo que ocurre con Segga? No le he visto desde que he llegado aquí… Me han hablado de una pelea con Claudio. Siempre han sido amigos.
Recaredo sonrió medio divertido, medio preocupado.
—Se ha vuelto un nacionalista godo. Según él, los godos debemos dominar el universo… Se une a unos cuantos del ejército de Toledo, entre otros Witerico y gentes afines a nuestra madrastra Goswintha. Presionan a nuestro padre para que les conceda privilegios y disminuya los de los hispanorromanos.
—¿Qué dice nuestro señor padre, el rey Leovigildo?
—No se fía. Nuestro padre quiere que recaiga más poder sobre la corona, no desea que el rey sea un títere de los nobles godos. Se apoya más en los hispanorromanos, buscando la unidad de los pueblos de la península. Se dice que nuestro padre va a abolir la ley de los matrimonios mixtos.
A Hermenegildo se le vino a la cabeza Florentina, eso sería un obstáculo menos entre ambos. Aunque, en apariencia, indiferente y esquiva, él sospechaba que ella le amaba y que todas esas teorías de una llamada divina se vendrían abajo en el momento en que él pudiera proponerle matrimonio. Si la ley de matrimonios mixtos se derogaba, ella podría ser su esposa. Ante aquellas perspectivas se alegró internamente. Recaredo continuó hablando:
—Desde el día que Claudio le venció, Segga no se habla con él ni con Wallamir. Para mí, son mucho más importantes estos dos que ese majadero que se cree salido de la pata de Fritigerno.
Hermenegildo se rio con la comparación; Fritigerno había sido el vencedor de Adrianápolis, la gran victoria goda contra los romanos, un mito entre los godos. Siguieron hablando de los nobles.
—Estamos en un momento de desunión… —dijo Hermenegildo—. A mí tampoco me gusta la actitud de Segga. Él es uno más del movimiento nacionalista y nobiliario que se opone al rey.
Entonces Recaredo habló, lleno de admiración hacia su padre:
—Nuestro padre busca la unidad y estoy de acuerdo con él. Es mejor unir el reino que dejarse doblegar por los intereses partidistas de los nobles.
También Hermenegildo compartía esas ideas:
—Estoy de acuerdo en que el rey debe apoyarse en los hispanos para fortalecer su poder. Entre ellos hay gente muy cultivada. En el viaje a Mérida conocí una familia que me impresionó, la familia del duque Severiano de Cartagena. Fueron expulsados por los imperiales, están arruinados y buscan un empleo. Envié al hermano mayor al conde de los Notarios. Su hermana es una mujer muy bella.
—¿Tú también tienes tu montañesa?
Hermenegildo no le contestó, le avergonzaba hablar de ella. Al notar su silencio, Recaredo se volvió buscando a Lesso. El montañés siempre les había acompañado y no lo veía por ningún sitio.
—¿Y Lesso…?
—Me ha pedido permanecer en el campamento. Él no quiere atacar Amaya….
Cabalgaron juntos un corto trecho más; después, Wallamir se acercó para llevarse con él a Recaredo. Los hermanos se despidieron y el menor se encaminó hacia la vanguardia. La fila del ejército godo se estiraba hacia delante, caminaban rodeados de campos de trigo alto y verde. La fortaleza de Amaya se iba haciendo más cercana a ellos; al principio como un pequeño punto en el horizonte, después con sus torres, y al fin vieron los hombres sobre la muralla. Más atrás, mucho más atrás, quedaba le retaguardia del ejército godo. Al final de las huestes godas, avanzaba más lentamente el cuerpo de ingeniería militar con las catapultas. Recaredo pensó que le hubiera gustado participar en aquella primera batalla junto a su hermano mayor, pero Hermenegildo estaba atrás con las máquinas de guerra, y él, Recaredo, debía incorporarse a su puesto en la cabecera del ejército, se sentía asustado ante la inminente batalla.