La vanguardia, al fin, alcanzó la ciudad, desplegándose ante sus muros en un largo arco. Se escucharon trompas de desafío y respuestas desde la muralla. Después, salieron algunos guerreros cántabros y se entabló una lucha en la explanada que precedía al castro. Recaredo se dirigió hacia los enemigos en la parte central del frente, Claudio y Wallamir con él. Segga, por su parte, también avanzó con otros nobles godos en el lado más oeste. La parte oriental quedaría para Hermenegildo con las catapultas. La idea de Leovigildo era concentrar las tropas en un lado de la muralla para que en el otro, más desguarnecido, se pudiese llevar a cabo la operación de destrucción y toma de la fortaleza con las máquinas de guerra.
De la Peña Amaya salieron unas señales de humo, que los godos no tomaron en cuenta. Esas señales originaron otras en un lugar alejado y alto de las montañas y más allá otras que llegaron hasta Ongar. El sistema de atalayas diseñado en tiempos de Aster, príncipe de Albión, se puso en movimiento. Pronto llegaron noticias a la fortaleza de Ongar: Amaya había sido atacada de nuevo, como tres años atrás en tiempos de Aster. El castro era el baluarte, la entrada a las tierras cántabras y, aunque Ongar, santuario escondido en la cordillera, permanecería a salvo, la posición de los montañeses se debilitaría si la Peña Amaya era tomada.
De nuevo, Baddo sintió celos al ver salir a las tropas. Le hubiera gustado ir con ellos, luchar en la batalla. Se sabía ducha en el arte de disparar el arco. Habló con Nícer, le suplicó que la dejara ir en la retaguardia con su arco, le recordó la historia de la reina celta Boadicea. Él se negó, primero, riéndose y después, con enfado. La hija de Aster se llenó de ira. Cuando Munia intentó consolarla haciendo que recapacitase, Baddo se indignó con todo el mundo y se escapó. Buscó ropa de hombre, una túnica vieja de Nícer y una capa, asió el arco y las flechas. Sin que nadie se diese cuenta, en la anarquía de la salida de las tropas, Baddo se unió a la retaguardia de los hombres que salían a luchar. Caía una llovizna suave, así que, tapada con la capucha, nadie la reconoció. Caminó confundida entre los hombres de otro poblado que se había unido a la batalla, sin hablar.
AI abandonar la cordillera, desde lo alto de una montaña, Baddo divisó el enfrentamiento y, de pronto, se asustó. Los visigodos luchaban contra los habitantes de la ciudad en las faldas de la Peña Amaya. Una multitud de guerreros, como hormigas, avanzaba por las tierras colindantes al castro, destrozando el trigo verde. Cuando llegaron las tropas de Ongar, entre las que se encontraba Baddo, el combate se había convertido en una carnicería. El terreno hedía a sangre y a muerte.
Nícer, de una ojeada, se hizo cargo de lo que estaba ocurriendo, los hombres de Amaya estaban siendo destrozados por el todopoderoso ejército godo; en lugar de retirarse a la fortaleza y guarecerse allí esperando que llegasen refuerzos, los de Amaya, rabiosos de ira, seguían saliendo del interior del fortín a una muerte segura. La única posibilidad que Nícer tenía de ayudarles era atacar por detrás con flechas para cercar a los godos entre dos frentes.
El príncipe de Ongar ordenó a los hombres que avanzasen sin hacer ruido rodeando el campo de batalla. Cuando se situaron detrás de ellos, ordenó que los arqueros disparasen. Baddo tensó el arco y comenzó a apuntar a los godos, una flecha y otra se hundían en las carnes del enemigo. La hija de Aster sentía un placer irracional. Allí soltaba toda la amargura que le había hecho soportar Nícer en los días de reclusión en el castro. Sin embargo, los ojos de la montañesa intentaban distinguir a alguien entre la masa de enemigos.
Los godos comenzaron a replegarse, intentando guarecerse de las flechas que los acosaban por detrás y de los de Amaya que les atacaban por delante. Los cercadores se habían convertido en cercados.
Un hombre godo tuvo, en ese momento, la llave de la batalla, era Hermenegildo. Cuando avanzaba con los carros arrastrados pesadamente por bueyes, se dio cuenta de la masacre y de lo que estaba ocurriendo. Al punto, congregó a sus tropas a caballo y dejó los carros con los soldados de a pie. Ordenó que los hombres a caballo atacasen a los guerreros cántabros en una carga; mientras tanto, los de a pie, tirando de los carros, deberían continuar hacia el lado sureste que se hallaba desprotegido para destrozar la muralla con las catapultas.
Los jinetes de Hermenegildo irrumpieron como una tempestad sobre sus enemigos. El hijo del rey godo se cubrió el casco con la cimera y agarró con fuerza la lanza. Baddo escuchó los gritos de los godos tras de sí y los cascos de los caballos rebotando contra la tierra. Hasta aquel momento, Baddo no había entrado realmente en la batalla, jugaba a lanzar flechas; pero ahora la muerte se hallaba tras ella, en aquellos guerreros que avanzaban gritando, hiriendo, matando. De nuevo, como aquel día junto al cauce del río, se sintió pequeña y estúpida, como una niña que se ha metido en los asuntos de los mayores y ya no sabe salir. Se atemorizó de tal modo que soltó el arco y se tiró al suelo. Aquello le salvó posiblemente la vida. A su lado pasaron los jinetes godos, las pisadas de los caballos casi rozándole.
La pelea continuaba más adelante de la hija de Aster, quien desde el suelo percibía cómo la batalla invertía sus términos. Los capitanes godos, al verse ayudados, recuperaron fuerzas y los de Amaya comenzaron a retroceder hacia el castro. En aquel momento, las catapultas, montadas durante la batalla, al otro lado del campo de combate, comenzaron su labor destructiva, deshaciendo, pulverizando la muralla de piedra y adobe del glorioso castro de Amaya.
Nícer, viendo la batalla perdida, tocó retirada. Ahora los godos estaban en la ciudad. Reptando, Baddo retrocedió y se ocultó entre unos matorrales. Fusco pasaba a caballo. Al distinguirlo, Baddo se levantó, se descubrió la cabeza bajándose la capucha y él la recogió del camino, sin preguntarle nada; sabía que la chica había incumplido las órdenes de su hermano Nícer, pero Fusco estaba descontento, no entendía cómo Nícer podía tocar a retirada ahora que el castro se hundía. De nuevo pensó que Aster nunca lo hubiera consentido.
Los de Ongar volvieron a su refugio en las montañas, derrotados. Muchos de ellos habían caído y ahora, con la pérdida de Amaya, las defensas de Ongar se habían debilitado. Detrás, una larga hilera de fugitivos emprendía la retirada.
En Amaya, Leovigildo ordenó pasar a cuchillo a todos los hombres en edad de guerrear, tomando prisioneros a mujeres y niños. La bandera goda ondeó en la fortaleza al caer la noche.
Amaya era goda, y lo sería así, nunca volvería a estar bajo el poder de los cántabros.
Dentro del castro, Leovigildo ordenó la masacre. Las órdenes fueron terminantes: destrucción del enemigo. Así, los godos se ensañaron con los habitantes de Amaya. Fueron asaltando casa por casa buscando oro, joyas y dinero. Mucho no pudieron encontrar. Entonces los godos, sedientos de botín, pagaron sus ansias con hombres, mujeres y niños. Se oían los gritos de las mujeres al ser violadas, el ruido del fuego que devoraba las casas junto a las imprecaciones y voces de los soldados. Particularmente crueles fueron los que adornaban sus vestiduras con la cruz gamada, el grupo de nacionalistas godos, entre los que se encontraba Segga.
Hermenegildo se horrorizó por la saña de sus correligionarios pero, ante las órdenes del rey, no cabía oposición. De todos modos, intentando poner algo de orden, llevó a sus tropas a la fortaleza. Ya dentro del recinto amurallado se encontró con Recaredo y Wallamir, borrachos y riendo, cantaban una canción absurda, mezcla de un himno militar y una canción de taberna. Ebrios de sangre después de la batalla, sedientos y cansados, habían entrado en una bodega del castro donde habían bebido vino hasta perder el juicio.
Hermenegildo se enfadó con ellos. No era el momento de borracheras.
—Muy responsable… hermano —habló Recaredo en una media lengua—, eres muy responsable… El hijo mayor del gran rey Leovigildo, el heredero del trono, el hombre de hierro…
Después gritó canturreando:
—Quiero vivir la vida y encontrar a mi hermosa cántabra… ¿Dónde te has metido, mujer guerrera…? Llevo buscándote toda la guerra. Amigo Wallamir… ¡busquemos a la cántabra!
—Sí. Busquemos a la mujer de la montaña, quizá tenga una compañera para mí…
De repente, Hermenegildo se echó a reír viéndolos, a los dos, tan fuera de lugar. Ellos también rieron desaforadamente sin ningún motivo. Llamó a Román, su joven escudero; con su ayuda pudo conducir a los dos borrachos a la acrópolis.
Dentro de la fortaleza, se amontonaban los heridos de la batalla, Hermenegildo llamó al físico y procedió a asistirle, distribuyendo a los heridos según la gravedad. Los cortes banales, las contusiones, las piernas y los brazos rotos fueron vendados e inmovilizados convenientemente. Sin embargo, había lesionados de mucha gravedad, compañeros de campaña que iban a morir. La guerra era así. Suerte había tenido su hermano de haber salido ileso. Ahora él y Wallamir dormían la mona en un lugar de la fortaleza.
Fuera, en un patio, se amontonaban los prisioneros. Hermenegildo se enteró de que alguno se había suicidado al ser atrapado por los godos. Aquellos hombres serían enviados al sur y convertidos en siervos. Eran de diversas tribus cántabras, fundamentalmente orgenomescos y blendios.
Desde la gran conquista del lado occidental de las montañas de Vindión, las diversas gentilidades de las razas cántabras se habían mezclado y los castros habían ido perdiendo su fuerza. Sólo Amaya sobrevivía, el gran castro de la meseta, encaramado a los crestones de las montañas, protegida por un pueblo de enorme fuerza, había resistido el empuje del reino godo. Sí, solamente Amaya y el santuario escondido de Ongar, que cerraba las puertas a los invasores del sur.
Amaya fue pacificándose y, al caer el sol, se oyeron trompetas. Leovigildo se aproximaba a la fortaleza a tomar posesión de lo que había conquistado, comprobaba satisfecho la ruina de lo que había sido el baluarte de sus enemigos.
El rey ascendió por la cuesta que permitía el acceso al castro. De lejos, observó la muralla caída en la parte más oriental, gracias a las máquinas godas. Los hombres formaron a los lados del camino, lanzas en alto, doblando la cabeza al paso del rey. La faz del monarca godo revelaba su naturaleza agresiva y dominante, sus ojos escudriñaban hasta los últimos rincones.
En las puertas del castro, abiertas de par en par, los capitanes godos rindieron pleitesía a su rey y señor. Leovigildo les dijo con voz tonante:
—Guerreros del reino de Toledo, capitanes godos, hemos rendido la fortaleza inexpugnable, Amaya ha caído en nuestras manos y con ella toda la región cántabra pronto será nuestra.
Sisberto gritó:
—¡Gloria al rey de los godos! ¡Alabanza al nobilísimo rey Leovigildo!
El grito fue coreado por miles de gargantas. Leovigildo, exultante de gozo, se dirigió a su hijo, exclamando:
—¡Has luchado bien!
Hermenegildo enrojeció de satisfacción.
—¿Dónde está tu hermano?
El hijo del rey godo tragó saliva, antes de contestar:
—Recuperándose en la fortaleza…
Entonces el soberano, volviéndose a todos los que le rodeaban, anunció:
—Mis hijos, Hermenegildo y Recaredo, son buenos soldados y en sus venas circula la sangre de los reyes que han llevado al reino godo a la gloria. ¡Sabedlo todos! Desde este momento han sido asociados al trono del reino de Toledo.
Se oyeron gritos de sorpresa y aclamaciones. Desde el grupo de Segga salió un murmullo casi inaudible de disconformidad. Sisberto mostró una faz inescrutable, en el fondo de sus ojos latía el rechazo a las nuevas decisiones del rey godo.
Hermenegildo se sintió confundido. Muchas veces había pensado que su padre le tenía en menos, pero ahora le nombraba heredero y príncipe asociado al trono.
—Debemos dar gracias por la designación de estos príncipes que serán gloria de los reinos hispanos.
Leovigildo se bajó del caballo y abrazó a su hijo. Después, volvió a montar y fue cabalgando suavemente por las calles de la ciudad seguido por los demás guerreros. La fortaleza había sido cubierta de tapices además se acondicionó un trono para el rey en la estancia principal.
Hermenegildo fue a buscar a su hermano, que se despertaba de la borrachera, con mala cara y un fuerte dolor de cabeza. Junto a él estaba Wallamir todavía dormido.
—Recaredo, nuestro padre nos ha asociado al trono…
—¿Qué dices?
—Ante la victoria, nuestro padre ha decidido que seamos sus herederos. Quiere verte…
Recaredo se cogió la cabeza con ambas manos, algo le estallaba dentro.
—No puedo… Me va a estallar la cabeza.
Hermenegildo le acercó una tisana:
—Bebe esto.
El otro bebió lentamente un líquido que le quemó la garganta, era asqueroso. Entonces comenzó a vomitar. Con cada vómito el dolor de cabeza era más fuerte, le parecía que su cabeza iba a explotar en cualquier momento. Después de los vómitos persistió una sensación nauseabunda, pero el dolor de cabeza comenzó a ceder.
—¿Qué te ha ocurrido?
—Acabamos la batalla machacados, Wallamir me salvó varias veces y yo también a él. Estábamos cubiertos de sangre. Entonces miré atrás en el campamento y me pareció ver…
Recaredo se detuvo confuso, pero ante la mirada inquisitiva de su hermano no tuvo más remedio que decir:
—Creo que pude ver a lo lejos una mujer con un arco… Intenté llegarme a ese lado de la batalla, pero un hombre a caballo se la llevó. Después continuamos luchando, fuimos liquidando enemigos hasta entrar en la fortaleza. Al llegar aquí me horroricé ante la matanza. Todo me daba vueltas, estaba borracho de sangre. En una antigua bodega abandonada encontramos un gran odre lleno de una bebida fermentada. Teníamos sed, nos lanzamos sobre ella y bebimos hasta que perdimos el juicio.
—¡Estáis locos…!
—La batalla me trastornó…
—Ha sido tu primera batalla, siempre ocurre así. En cambio, Wallamir podía haber tenido más cuidado… ¿Estás mejor…?
—Creo que sí.
—Ven conmigo.
Estaba inclinado hacia delante y con mala cara. Al ver el aspecto poco marcial de su hermano, Hermenegildo le enderezó la espalda y le estiró la ropa. Tambaleándose, Recaredo siguió a Hermenegildo. Durante el trayecto hasta la sala real, fue recomponiéndose. Al llegar, tenía el aspecto de estar cansado de la batalla, no de haber bebido.