Hijos de un rey godo (60 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

»Después pensé en ti. Las nuevas de la muerte de Hermenegildo se propagaban rápidamente por el reino. Quería que todo aquello, tan doloroso, lo supieras por mí, que su muerte llegase a tus oídos tal y como había sido. No quería que Nícer o cualquier otro deformase lo ocurrido. He recorrido el reino sin descansar, para verte, para poder hablar contigo.

»Te juro, Baddo, que yo nunca quise que él muriera, pero Hermenegildo nació bajo un signo infausto. Tú sabes bien lo que mi hermano suponía para mí. Muchas veces habíamos soñado que llegaría un día en el que reinaríamos juntos. Nunca hubo entre nosotros celos o envidias. Hermenegildo era mi alma gemela, mi otro yo, la persona que había crecido a mi lado, mi camarada y mi aliado, mi confidente y amigo. Muchas veces, fue un padre para mí.

»Para los godos e incluso para muchos hispanos de nuestra época, Hermenegildo había sido un traidor. Para los católicos, un mártir de su fe; pero, para mí, Hermenegildo fue mi amigo, mi hermano, mi otro yo.

»Lo había perdido para siempre.»

Calló un instante, Baddo observó a aquel hombre, su esposo, que la había traicionado y que se sentía culpable de la muerte de su hermano. Un hombre al que ella amaba y que necesitaba sentirse perdonado; que Baddo confiase en él.

El fuego crepitaba en la pequeña cabaña del norte. Fuera se escuchaba el viento y el ulular de un búho. Baddo y Recaredo guardaron silencio, las lágrimas mojaban sus rostros. Al fin, Baddo habló:

—No eres culpable. No, la vida es compleja. Hiciste cuanto estuvo en tu mano por protegerle; pero, como tú mismo dices, Hermenegildo nació bajo un signo aciago. Estás vivo y estás a mi lado. Por ti he perdido a mi gente, mi raza y mis antepasados. Te necesito; quiero estar junto a ti. No te vayas nunca más de mi lado.

La faz de Recaredo pareció descansar ante estas palabras, entonces se arrodilló ante ella y le juró:

—Tú siempre estás conmigo. Pronto estaremos juntos para siempre y te juro que nada ni nadie nos volverá a separar jamás.

Sí, Hermenegildo había nacido bajo un signo nefasto, pero ahora él descansaba en paz. Su vida había llegado a término. No había más sufrimiento, más pesar. Hermenegildo había llegado al lugar de su último reposo.

Recaredo permaneció junto a Baddo, dos días y dos largas noches. Liuva le tenía miedo y se asustaba ante él. Tras este corto período de paz, hubo de irse; juró, una vez más, que volvería a por Baddo.

Al fin, pasados unos años, cumplió su promesa enviando a sus emisarios, que les condujeron hacia el sur. Liuva y su madre llegaron a la ciudad en el Alto Tajo, la ciudad fundada por Leovigildo para su hijo Recaredo: la ciudad de Recópolis.

El reencuentro

Baddo nunca olvidó su llegada a Recópolis, Liuva estaba aturdido. Su madre le observaba continuamente, siempre le había preocupado aquel hijo tan sensible, tan centrado en sí mismo, tan poco seguro de sí.

Al anochecer llegó él. Sus pasos fuertes resonaron por la escalera que conducía al primer piso del palacio, en la ciudad de Recópolis. Al verle, Baddo se sintió pequeña ante aquel hombre corpulento de mirada penetrante, que la estrechaba contra sus brazos fuertes, estremecido por la alegría. Preguntó por Liuva, el chico se escondía asustado. Él le acogió con enorme afecto, le revolvió el cabello y le empezó a preguntar cosas. Liuva no respondía, constreñido por una extraña timidez. Al fin, Recaredo y Baddo se retiraron.

Aquella noche no durmieron, fue una noche de amor y tristeza. Recaredo no cesó de hablar de todo lo ocurrido en los años de separación. En su alma existía una profunda herida, una herida de la que nunca se recuperó: la de la muerte de Hermenegildo. Recaredo y Baddo, por diferente vía, eran hermanos de Hermenegildo, ambos le habían amado, ambos le debían la vida; y ahora él estaba muerto. Recaredo no quería la corona que le habían impuesto los partidarios de la casa baltinga. Añoraba a aquel que había sido un hermano y amigo.

Lentamente fue explicando a Baddo todo lo sucedido en los últimos tiempos:

«Tras la muerte de Hermenegildo, mi padre fue cayendo en un desvarío continuo, producido por el abuso de alcohol. Bebía vino, vino rojo en aquella antigua copa celta que mi madre nos había encargado que condujésemos al norte. La reina Goswintha aprovechó el estado en que se encontraba mi padre para controlar con mano férrea el reino, consiguiendo más y más prerrogativas y fortaleciendo el partido nacionalista godo; el de aquellos que se sentían superiores al resto de los habitantes de Hispania.

»La copa se convirtió en la obsesión de Leovigildo. Se reunió con alquimistas y nigromantes, quienes elaboraron una curiosa teoría en torno a ella: si el rey bebía sangre de sus vasallos, éstos nunca podrían traicionarle. Entonces Leovigildo nos convocó a todos los componentes del Aula Regia. Había preparado una magna reunión. Sentado en el trono real, ceñido por la corona y sosteniendo en la mano el cetro, imbuido en orgullo y vanidad.

»Cuando todos hubieron llegado, ante el silencio expectante de nobles y clérigos, mi padre Leovigildo habló con voz fuerte y sonora.

»—Yo, Leovigildo, rey de la Hispania y de la Gallaecia, el más grande rey que nunca los godos hayan tenido, haré llegar a nuestro pueblo a la hegemonía del mundo conocido. He conseguido unir la copa del poder; el cáliz que porta, en sí mismo, el misterio de la supremacía sobre los pueblos y las razas. La copa que me arrebató mi primera esposa entregándosela a sus hijos. Cuando beba de ella la sangre de mis fieles, nada podrá detener el esplendor del reino godo, mi poder absoluto.

»Después se detuvo unos instantes observándonos con desconfianza:

»—Necesito vuestra sangre, la sangre de todos vosotros, los que decís que me sois fieles.

»Nos observamos unos a otros, asustados, pensando adonde quería llegar el rey. Él, sin inmutarse, prosiguió:

»—Todos los que me sois fieles verteréis un poco de vuestra sangre en la copa sagrada. Así jamás me traicionaréis, yo tendré vuestra sangre, vuestras almas y vuestras vidas en mí.

»La guardia palatina nos rodeó a todos; Sisberto, duque de la Tarraconense, preboste del Aula Regia, tomó la copa en su mano izquierda, con un estilete afilado se dirigió hacia nosotros. Los soldados de la Guardia Palatina nos sujetaron y Sisberto nos dio un pequeño corte en la mano, haciendo manar sangre, que recogió en la copa. Uno a uno, fuimos sometidos a este ritual. Al acabar, la copa estaba mediada en sangre; después, mi padre ordenó completar la capacidad de la copa con vino.

»Con gesto solemne se levantó del trono, alzó la copa sobre su cabeza y bebió de ella, de la copa de poder. Bebió con ansia, con tensión febril, lleno de una gran inquietud. Entonces su cara mudó de color, se tornó pálida y después azulada. Se quedó rígido y pequeño, pálido reflejo de sí mismo.

»Así fue como murió el gran rey Leovigildo, mi padre.

»Nunca debí haberle entregado la copa a mi padre, el rey Leovigildo. Hermenegildo me avisó y yo no le hice caso. La copa significó la perdición del rey, le corrompió aún más y le condujo a un fatídico final.»

Baddo miró a Recaredo horrorizada. Comprendía que, a pesar de todo, para Recaredo, aquel hombre cruel y sanguinario, aquel hombre ansioso de poder que se había conducido a sí mismo a un fin desgraciado, había sido su padre, su mentor y guía desde niño. Aquel hombre, que lo había supuesto todo para él había muerto de una manera indigna en un rito absurdo y pagano.

Recaredo había venerado tanto a su padre como ahora se avergonzaba de él.

Él prosiguió hablando:

«Hermenegildo tenía razón, no fue precisa la venganza, mi padre se condujo a sí mismo a su fin. El afán de poder, el ansia de supremacía labró su desgracia, le condujo a su destino final. Una venda cayó de mis ojos al ver, en el suelo, el cuerpo exánime de mi padre. Toda la admiración, todo el respeto que yo había tributado a aquel hombre se transformaron en un profundo desprecio. Ordené que, bajo pena de muerte, nadie dijese nada de lo ocurrido en aquel lugar; todos obedecieron. Desde ese momento, me hice con el poder; en un principio nadie se opuso al hijo del gran rey Leovigildo, el príncipe Recaredo, ya asociado al trono.

»Mi coronación tuvo lugar con toda pompa y esplendor en la ciudad de Toledo. Mantuve a la reina Goswintha en un lugar preeminente. Ella persistía con la obsesión del poder que había infundido en mi padre. Quería que tomase por esposa a una de sus nietas francas; pero los merovingios no deseaban otra unión con un fin tan desastroso como el de la princesa Ingunda. Yo, aparentemente, asentía a todo lo que la zorra miserable de mi madrastra me proponía, porque deseaba asegurarme el control del reino; pero sólo aguardaba la hora de la venganza.

»Mandé ejecutar mediante una muerte crudelísima que no quiero relatarte a Sisberto, el asesino de Hermenegildo. Creí que con aquel acto haría justicia y quedaría libre de los remordimientos que me atormentaban desde la muerte de mi hermano. No fue así, siempre estaré torturado por su muerte.

»Intenté hacer lo que Hermenegildo hubiese hecho. Y desde el principio de mi reinado sólo tuve tres propósitos. El primero, unificar el reino tanto desde el punto de vista político como el religioso. La corona necesitaba de los hispanos y de la Iglesia, pero para ello era necesaria la conversión de los reyes godos a la que era la fe del pueblo más numeroso del reino. Sabía que el camino emprendido por Hermenegildo era el correcto, pero que mi hermano se había equivocado en la forma de emprenderlo. Había que ser cauto para no despertar la ira de los godos más exaltados; los que consideraban que su raza era superior al resto.

»El segundo, devolver la copa al norte; pero se trataba del cáliz de poder y, de momento, la necesitaba para que la fortuna me acompañase. Poco tiempo antes de morir, mi padre había enviado a Mássona como obispo de la sede de Complutum, un lugar cercano a Recópolis. A él se la entregué y, con frecuencia, iba a verle realizar el oficio sagrado. Sentí que a mi madre y a mi hermano Hermenegildo les habría gustado que fuese así. Pero mi intención profunda era que la copa regresase al norte.

»Por último, mi más importante objetivo era…»

Recaredo calló un momento, miró con una profunda ternura a Baddo y le dijo:

«… mi más importante objetivo era tenerte conmigo para siempre, que tú, la hija de Aster, la hermana de Hermenegildo, fueses mi esposa, la reina de los godos. Porque a ti, Baddo, te amo más que a nada en el mundo.»

La reina Baddo

Recaredo cumplió todas sus promesas. Tras un tiempo de espera en Recópolis, Baddo fue llamada a la corte de Toledo, donde tuvieron lugar las bodas. Toda la corte aclamó a la reina, y aquel día fue un día feliz.

Recaredo supo ganarse al pueblo y, con gran habilidad, hizo llegar a los habitantes de la ciudad, a los nobles del reino, historias sobre los orígenes nobles de su esposa y sus muchas virtudes. Ocultó que Liuva era hijo de Baddo, para evitar la deshonra de su esposa; pero lo reconoció como príncipe de los godos y heredero suyo.

Después nació Swinthila, a quien iba destinada la carta de Baddo. Sus dotes naturales fueron evidentes desde que era niño: inteligente y despierto, hábil con las armas, seguro de sí mismo. Baddo y Recaredo sabían que él debería heredar el reino. Más tarde, nació el pequeño Gelia, un muchacho fuerte y alegre que físicamente se parecía a su abuelo Leovigildo, pero con un carácter más suave y complaciente.

Al rey Recaredo le sobrevenían accesos de melancolía; guardaban relación con la muerte de su hermano Hermenegildo, a quien nunca olvidó. Siempre se sintió en deuda con él. Quiso cumplir la promesa que le había hecho en Córduba, en su despedida en la iglesia de San Vicente. Entonces, Recaredo decidió unificar el reino, pero lo hizo mesuradamente con la fuerza de la razón y no con el poder de las armas.

El rey convocó tres reuniones de obispos de las dos confesiones. En la primera, pidió a los obispos arríanos que expusieran sus razones, que él escuchó gentilmente, pareciendo haber sido convencido. Después, emplazó un segundo concilio en el que se reunieron obispos de las dos religiones. A él acudieron las más preclaras cabezas de la Iglesia católica, entre otros el anciano Mássona, y Leandro, obispo de Hispalis, a quien se había conocido como valedor de Hermenegildo. También estuvo presente Eusebio, obispo de Toledo, de donde había sido expulsado por Leovigildo.

Finalmente, después de escuchar a todos los implicados, llamó a los obispos católicos y les explicó su decisión de abjurar del arrianismo y convertirse, junto a su familia, a la religión católica. Desafiando al partido nacionalista godo y con el apoyo de la gran mayoría del pueblo hispano, el rey Recaredo, el 13 de enero del año 587 de Nuestro Señor, hizo pública su conversión delante de todo el reino.

No es de extrañar que aquella decisión, después de varios siglos de arrianismo entre los godos, produjese un enorme revuelo. El partido nacionalista germano, tan fortalecido en los años finales del reinado de Leovigildo, se rebeló y varios nobles se reunieron para conspirar contra un rey que parecía haber dado la espalda a la legitimidad goda.

La reina Goswintha se alzó frente al poder lícito del rey Recaredo, alentando una conspiración que tuvo su origen en la Lusitania. El obispo arriano de Mérida, Sunna, y algunos nobles como los condes Segga y Viagrila, pretendieron eliminar al obispo Mássona y a Claudio, el hombre fuerte de Recaredo, que había sido nombrado duque de la Lusitania. Pero la artífice y motor de la sedición fue la reina Goswintha. Todo se llegó a conocer gracias a la delación del ya maduro conde Witerico, un hombre que aspiraba al trono y que, en el último momento, se dio cuenta de que su oportunidad aún no había llegado; que sacaría más beneficio con la delación de los implicados que alzándose en una conjura, sin visos de triunfar. En aquel momento, el poder de Recaredo era grande y su prestigio en el reino, inmenso. La reina Goswintha fue detenida, se la obligó a suicidarse: a probar el mismo veneno que ella había administrado a sus víctimas

Fue convocado el magno Concilio, el III de Toledo. Las calles de la ciudad se llenaron de comitivas de obispos procedentes de todos los rincones de las tierras hispanas. Emerenciano, obispo de Barcino, y su colega Livgardo, el obispo arriano de la misma sede, Prudencio y Lotario, Eudes y Víctor. Algunos eran hombres humildes; otros, nobles pagados de su poder. Las discusiones del concilio tuvieron lugar abiertamente. La gran mayoría católica apoyaba a sus obispos, con gritos y aplausos ante sus intervenciones. A menudo, abucheaban a los arríanos. Se comportaban como si hubiesen estado en las carreras de galgos. El rey presidía todo, moderando las interminables discusiones. Finalmente, Leandro proclamó las verdades de fe y todos suscribieron las actas del concilio.

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