»El día en que Lucrecia murió, un hombre al que yo no conocía quiso hablar conmigo. Había servido en la primera campaña del norte junto a mi hermano Hermenegildo. Fui conducido por él a uno de los corredores del castillo, un lugar donde nadie podía vernos, donde no había posibilidad de ser escuchados. Me contó de qué modo mi hermano estaba siendo torturado por mi padre, me dijo que estaba muy enfermo y que podía morir. Sabía que, aunque yo había sido fiel a mi padre, quería a mi hermano. Escuché lo que me decía sin responderle nada.
»Por la tarde logré reunirme con Claudio y Wallamir para transmitirles lo que ocurría.
»—Debo verle… —afirmé.
»—¡Iremos contigo! —exclamó Wallamir con determinación.
»Me sorprendió que Wallamir desafiase las normas dictadas por mi padre. Aquella noche sobornamos a la guardia. Atravesamos pasadizos húmedos, llenos de olor a orín y a rata, hasta un calabozo un poco más grande que los demás, donde nos encontramos, recostado en un camastro, a Hermenegildo. Mi hermano estaba desfigurado por la tortura. Su barba había crecido; junto a él, Román, el siervo de la casa de los baltos, le atendía. Los ojos de mi hermano mostraban signos de locura; no me saludó ni me preguntó cómo había llegado hasta allí. Me miró con ojos de perturbado.
»—¡Juraste que protegerías a Ingunda…! Sé que algo le ha ocurrido.
»—¿Cómo puedes saberlo…?
»Sus ojos se abrieron aún más, los ojos de un hombre fuera de sí.
»—Lo he visto…
»—¿Lo has visto?
»—Recuerdas… madre también tenía sueños y siempre se cumplían. Yo he visto a Ingunda y a mi hijo en peligro… ¡Ayúdame, te lo ruego! Me reclaman…
»Pensé que se había trastornado, que todo era un delirio causado por la enfermedad. De hecho, sus ojos brillaban por la fiebre. ¿Qué podía hacer? Hermenegildo era mi hermano, mi amigo, mi otro yo. Miré a Claudio y a Wallamir.
»—Le ayudaremos, pero no debe enterarse tu padre… —dijo Claudio.
»—¡Me da igual que mi padre lo sepa o no! —les grité.
»Se miraron, quizá ya antes habían hablado entre sí de la suerte de Hermenegildo, quizá deseaban aliviarle en algo su sufrimiento. Sensatamente, me advirtió Wallamir.
»—Recaredo, tú eres el hombre nuevo, abierto a godos e hispanos; no manches tu prestigio ante los godos con una traición. Claudio y yo lo haremos. Tú no debes mezclarte en esto.
»Les observé boquiabierto, sobre todo me quedé admirado de la actitud de Wallamir, por lo que le pregunté:
»—¿Tú? ¿el godo ejemplar? El que siempre se ha mantenido bajo la ley.
»—Sí, soy godo, lo sigo siendo; pero Hermenegildo es mi amigo, no quiero que muera aquí. Le ayudaré aunque nuestros bandos sean opuestos.
»Ambos se dirigieron a Hermenegildo.
»—Te ayudaremos a escapar…
»En pocas palabras trazaron un plan en el que yo debía permanecer al margen. Cortaron sus ataduras y le dejaron los puñales. Antes, al entrar a la prisión, ninguno de los guardias se había atrevido a detenerme a mí, al heredero del trono, al hijo del rey godo, ni a mis acompañantes y, mucho menos, a quitarnos las armas; nadie nos registró tampoco al salir.
«Aquella noche se escucharon unos gritos lastimeros dentro de la celda del príncipe rebelde. Al entrar los carceleros desprevenidos, Hermenegildo y Román les atacaron. Aunque Hermenegildo estaba débil por la tortura y la fiebre, era un guerrero experimentado y Román, un hombre de campo muy fuerte. Tras conseguir las llaves de la prisión, fueron liberando, uno a uno, a los rebeldes, a los hombres que le habían seguido en el levantamiento. Ese día escaparon de la prisión unos diez reclusos, todos ellos fieles a Hermenegildo.
«Wallamir y Claudio les ayudaron en su huida; sobornando a la guardia, en algún punto, y luchando contra ellos, en otros, consiguieron salir del alcázar de los reyes godos. Después, a través de los múltiples túneles que en Toledo conducen al río, por las antiguas cuevas de Hércules, llegaron a la ribera del Tagus. Cruzaron el río a nado. Más allá, en la vega, en una pequeña granja abandonada, les esperaban otros hombres con caballos. Al despedirse, Wallamir y Claudio abrazaron a Hermenegildo.
»—¡Huye…! ¡Huye lejos de aquí…!
»—Quiera la fuerza del Altísimo que nunca más volvamos a estar en distintos frentes en la batalla.
«Hermenegildo les observó detenidamente, eran sus hermanos de armas, sus compañeros.
»—¿Cómo podré agradeceros…?
»—No dejándote atrapar de nuevo… ¡Corre…!
«Desde la vega del Tagus, al amanecer, vieron partir al que había sido su capitán y amigo. No cesaron de mirar en aquella dirección hasta que Hermenegildo y sus pocos acompañantes desaparecieron a lo lejos. Cantó el gallo en la amanecida. Wallamir y Claudio volvieron silenciosamente a la corte.
«En Toledo, la confusión reinaba en el palacio y en la ciudad. Se registró casa por casa intentando encontrar al príncipe rebelde que había conseguido huir. Sé que muchos de los hombres, a los que él había capitaneado, colaboraron borrando sus huellas. Los católicos de la ciudad decían que un milagro había ocurrido y que un ángel había salvado a mi hermano.
«Mi padre desconfió de mí, de Claudio y de Wallamir, pero no tenía pruebas. Quizá no quiso perder a su verdadero hijo, al único que le quedaba, a su heredero.
»Por todo el reino se difundieron bandos en los que se proclamaba la traición de Hermenegildo y en los que se ofrecía una recompensa por él, vivo o muerto.
»Mi hermano cruzó las estribaciones de los montes de Toledo, la Sierra Morena, los amplios campos de olivares y alcanzó, una vez más, a las feraces tierras del valle del Betis. Buscando noticias de su esposa, se dirigió a Hispalis. Él y los suyos vestían con las armas del ejército visigodo; parecían una patrulla que se dirigía al sur para cumplir alguna misión. Aunque la barba le había crecido, en su rostro macilento se adivinaban las huellas de la enfermedad, la tortura y la prisión. En los pueblos donde paraban oían los bandos que le buscaban, a él, al príncipe traidor, y fingían ser una patrulla visigoda que estaba buscando al evadido.
»En cuatro o cinco días arribaron a la capital junto al río Betis. Dejó a sus hombres en una posada cerca de la ciudad. Con el fiel Román, vestido como un buhonero, entró en Hispalis. Nadie le reconoció. Fue Román quien tiempo más tarde me contó que cuando mi hermano divisó las torres de los alcázares de Hispalis, el lugar donde había sido rey, donde había vivido feliz con Ingunda, su rostro mudó de color, estaba tan débil que debió sujetarse para no caer.
«Subieron hacia la judería y, atravesando las callejas de la aljama, casas blancas con patios llenos de flores alrededor de los pozos, se detuvieron ante una edificación encalada: la morada de Solomon ben Yerak.
»En el patio central, lleno de flores, sonaba el ruido del agua con un runruneo cadencioso. Los criados de la casa se sobresaltaron al ver llegar a aquellos hombres armados y desconocidos. Avisaron a su amo.
»Al ver a Hermenegildo, el judío cayó a sus pies.
»—Mi señor, ¡qué desgracia! ¡Qué desgracia tan grande!
»—¿Qué ha ocurrido? —preguntó sobresaltado con el temor pintado en el rostro.
»—Mis barcos fueron atacados por la armada visigoda. El navío en el que viajaba vuestra esposa se hundió…
»—¿Hundido…?
»—Los otros barcos se salvaron, las tropas del rey atacaron al navío en el que viajaban. No hemos tenido noticias de supervivientes.
»En ese momento, Hermenegildo se quedó mudo; había perdido lo único que ya le importaba, lo único que le quedaba en la tierra. No podía articular palabra.
»—Dicen que el rey sabía que en ese barco iban Ingunda y Atanagildo —dijo el judío— y dio órdenes de hundirlo en alta mar.
«Solomon continuó hablando:
»—Cayo Emiliano os traicionó de nuevo.
»—Me vengaré… ¡Juro ante Dios que lo haré! Me vengaré de ese hombre sin honor y sin decencia que es el rey Leovigildo…
»El viejo Solomon se abrazó llorando a sus pies.
»—Mi señor, esta casa es la vuestra… Siempre os he amado, siempre os he sido fiel, pero si el rey llegase a saber que habéis estado aquí, toda mi familia moriría.
«Aquella noche les permitió dormir bajo su techo; pero, al amanecer, cuando las puertas de la ciudad se abrieron, mi hermano emprendió el camino hacia el norte. Hacia las Galias. Tenía un único plan: aliarse con los reyes de Austrasia y de Borgoña, que vengarían la muerte de Ingunda, y atacar de nuevo al que un día había llamado padre.
»La suerte no estaba de su lado, en la Vía Augusta, camino de los reinos francos, fue detenido por una patrulla que le buscaba. Lucharon, pero Hermenegildo ya no tenía fuerza para enfrentarse al enemigo. Muchos de sus hombres murieron; él fue entregado a Sisberto, gobernador de la Tarraconense, y encerrado en la prisión de la ciudad de Tarraco, esperando las órdenes del rey mi padre.»
«Hace no mucho tiempo estuve en la celda donde mi hermano pasó las últimas horas de su vida. Como a él, hombre de espacios abiertos, las paredes de piedra oscura de la pequeña celda me produjeron una sensación de ahogo. Pensé que, desde su ventanuco, él vería un trozo de cielo sin nubes y podría escuchar el mar, bramando a los pies de la fortaleza. Tumbado en aquel pequeño catre, intentaría incorporarse. Entonces me sentí sorprendentemente cerca de mi hermano e imaginé sus últimas horas. Su cuerpo, entumecido por la humedad de la prisión, parecería no responderle. Quizá se alzaría sobre los pies, agarrado a los barrotes de la ventana, y miraría hacia fuera. En el exterior, el cielo azul muy cálido; más allá, el mar con las olas formando una suave marejada; cerca de la pared de piedra de la prisión, unos pájaros que trinaban y, a lo lejos, se oirían los ruidos de gaviotas y cormoranes. Fuera estaba la vida, una vida que se le escapaba. ¡Oh, Dios! Tendría miedo a la muerte y aquél era su último día en este mundo. Dentro de unas horas, le vendrían a buscar y Sisberto, una vez más, le pediría que renegase de su fe y que comulgase en el rito arriano. ¡Muy simple…! Beber del cáliz que había llevado siempre consigo, según un rito distinto, y la vida volvería a él. El mismo cáliz que Sisberto le arrebató el día que lo apresaron, con todo lo que él llevaba encima. Según su carcelero, el rey le perdonaría si se sometía, y la primera prueba de su sumisión sería la comunión arriana. Pero él no podía hacer eso. Nunca lo haría, no se doblegaría, ni traicionaría lo que ahora eran sus más íntimas convicciones; sin embargo, le fallaba el ánimo.
»No tenía fuerzas, pero no era un cobarde. Muchas veces en la batalla se había enfrentado a la muerte; pero, en la guerra, la muerte era un azar que podía ocurrir o no. Su valor se basaba en el optimismo en que no llegaría el final fatídico. Ahora, todo era distinto. Su muerte tenía una hora, un lugar, y no habría vuelta atrás a esa hora y a ese final. A pesar de que nada le ligaba ya a la tierra, Hermenegildo no quería morir. La savia de la juventud circulaba aún por sus venas, empujándole a la vida. Miró al cielo, tan límpido, tan claro, sin una nube; de pronto, todo su espíritu se serenó. Hermenegildo se sintió en paz, cesó la desesperación que le había dominado los últimos días, y una fuerza que le era propia y, a la vez, ajena le embargó.
»Ya no odiaba a Leovigildo, en aquel momento supremo en el que todo iba a acabar, el odio no parecía tener sentido. Se sintió poca cosa, un hombre pecador, que había odiado y se había rebelado contra aquel que, a la vista de todos, era su legítimo señor. No. No era tan distinto de Leovigildo, él quizá también había buscado el poder como aquel rey, a quien tanto había despreciado.
»Se abrió la celda y dos soldados le soltaron los grilletes de los pies, atándole las manos. Le condujeron afuera, se acercaba el momento final. Tras él, el fiel Román le seguía. Atravesó los largos corredores de piedra hasta llegar a la sala que presidía Sisberto, duque de la Tarraconense. Le miró de frente, recordando que, pocos años atrás, habían combatido juntos en la campaña contra los cántabros; él, Sisberto, había sido su capitán, se acordó del momento en el que le había arrebatado la copa de poder. Ahora, él iba a probarle una vez más, para saber si traicionaba a su fe, a sus convicciones y a sus principios.
»No. No lo haría. Aquél era su fin.
»Sisberto se rio. Y, cuando él se negó a tomar la comunión arriana, bebiendo de la copa de ónice, Sisberto le abofeteó y le lanzó el contenido de la copa a la cara. Después, despreciativo, tiró la copa al suelo, que rodó lejos. Hermenegildo no pudo retirarse ni defenderse, con las manos atadas a la espalda.
«Después Sisberto salió de la celda sin importarle ya nada, sin mirar hacia atrás. Humillaría al hijo del rey, al que siempre había envidiado, le enviaría al verdugo.
»En el patio de la gran fortaleza de Tarraco se elevaba el patíbulo. Atravesaron las calles de la ciudad, llenas de gente, un populacho enfebrecido por la expectativa de sangre. Un detalle y otro, absurdos, se clavaban en la retina de mi hermano; la cara de una mujer gritando, la fíbula tosca de la capa de algún soldado. Eran sus últimos momentos de vida. Respiró hondo, intentando calmarse, y llenó sus pulmones de aire. Sintió las manos entumecidas, la boca seca. Finalmente empezó a subir la escalerilla. Lo hizo con dignidad y, al llegar arriba, contempló la multitud vociferante. Gentes desconocidas que no habían estado con él en la guerra, que no le habían apoyado, ni le querían. Se volvió hacia ellos; tiempo después me transmitieron sus últimas palabras:
»—Fiel a la fe en Jesucristo, verdadero Dios y hombre, apoyado únicamente en su gracia, perdono a los que me han hecho algún mal y pido perdón a los que, de algún modo, haya causado daño.
»Después de haber dicho estas frases, la cara de Hermenegildo se transformó; perdió su palidez asustadiza colmándose de fuerza, una fuerza que parecía provenir de lo alto.
»El hacha cercenó su cuello y Hermenegildo dejó de estar entre los vivos.
»La noticia de su muerte me llegó cuando yo guerreaba en el Pirineo contra los francos que se habían unido a los vascones. Gontram de Borgoña y Childeberto de Austrasia nos atacaron tras haberse difundido la noticia de la muerte de Ingunda. Les vencimos sin demasiados problemas. En aquel tiempo la suerte siempre acompañaba a mi padre, el rey Leovigildo, quizá porque la copa de poder conducía a la fortuna a su lado.
»Al conocer la noticia de la ejecución de mi hermano, grité de horror. Pude abandonar la campaña del norte y, al llegar a Tarraco, me condujeron al calabozo, donde él había pasado sus últimas horas, y lloré. Sisberto, ufano, se sentía orgulloso de haber ejecutado al hijo del rey godo; estuve a punto de golpearle, pero me contuve. Juré que me vengaría de aquel hombre. Fue Román quien me reveló los últimos momentos de mi hermano, el siervo fiel que le había acompañado en su cautiverio. Aprecié en Román un cambio profundo: había amado y servido a Hermenegildo hasta el fin y su muerte le había transformado íntimamente. Me pidió que le dejase ir al sur. Así lo hice.