Hijos de un rey godo (55 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

»Aquellos meses, desde su regreso de Cástulo, los príncipes se habían acercado aún más el uno al otro. Ella observó con asombro cómo él abandonaba las prácticas arrianas, cómo frecuentaba al obispo de Hispalis. Gracias a la palabra elocuente de Leandro, Hermenegildo se aproximaba a la fe católica. Ingunda se sintió dichosa. El anuncio de que un nuevo príncipe de los baltos vendría al mundo les encontró absortos en su felicidad.

»Ahora él estaba con Ingunda, ambos recostados en el mismo triclinio, escuchando caer el agua en un gran estanque de uno de los patios. Un calor húmedo y denso llenaba la casa y toda la urbe.

»—Solamente quiero estar para siempre así, a tu lado —le contestó él sonriendo—, sólo deseo estar toda mi vida junto a ti…

«Hermenegildo le acariciaba el dorado cabello. Ella detuvo sus caricias y se levantó, nerviosa. Desde días atrás, pensaba lo que quería decirle. Caminó hasta el borde del estanque y bajando sus limpios ojos hacia el agua, sin mirarle, le dijo en el tono protocolario que ambos adoptaban para los momentos trascendentes:

»—Mi señor y príncipe, sé que algo en vos ha cambiado. Desde que volvisteis de la guerra no habéis parado de trabajar para acercaros a los hispanos; hay rumores en la ciudad. Os critican, lo sé. Hildoara me ha dicho que os enfrentáis a vuestro padre, que os ha llamado a Toledo y os habéis negado.

»Él se levantó; acercándose por detrás, la sujetó por los hombros.

»Las imágenes de ambos se reflejaban en el agua del estanque.

»—Ingunda, necesitaré que confíes en mí. He decidido cambiar mis lealtades.

»Ella, sorprendida, le habló de nuevo en un tono informal.

»—¿A qué te refieres?

»—Quiero ser como tú, quiero ser católico y creer en lo que tú crees. La religión de los romanos es la verdadera.

»Ella, gozosa, le miró; las huellas de un primer embarazo la hermoseaban, redondeando las finas líneas de su rostro.

»—Nuestro hijo profesará la fe de Clodoveo y Clotilde… —musitó Ingunda—, pero será godo. Se llamará Atanagildo. Mi madre me pidió que si tenía un hijo, éste llevase el nombre de su padre; el noble Atanagildo. Cambiaremos el reino. Decidme, esposo mío, cómo habéis decidido dar ese paso, cambiar algo que estaba unido a vuestra condición de príncipe godo. ¿Cómo habéis llegado a acepar la fe de mis padres como la verdadera?

»—Leandro dice que hay que servir a Dios antes que a los hombres. Yo servía a mi padre, le obedecía. Aunque siempre he sabido que la religión de mi madre, la de Mássona, la de Leandro, es la verdadera. Todo en ella siempre ha sido coherente y diáfano para mí. La religión arriana es pura política nacionalista. Yo me sometí a ella porque antes guardaba una lealtad profunda hacia el rey. Ahora ya no.

»—Sé que ocurre algo. Adivino que hay un motivo íntimo en vuestro cambio. Sin embargo, no entiendo por qué abandonáis así a vuestro padre. Decidme, mi señor. ¿Por qué rechazáis de tal modo al rey Leovigildo…?

»Él calló, dudando en revelar el secreto.

»—Le rechazo como padre. Él nunca lo ha sido.

»—Nadie puede rechazar a su padre.

»Entonces, Hermenegildo miró a su esposa, pero con ojos desfigurados por el miedo a perderla, mientras le preguntaba con gran confianza:

»—Ingunda…, ¿me querrás siempre? ¿Me querrías aun cuando yo no fuese de estirpe real?

»—¿Cómo puedes decir eso?

»—Imagina que soy hijo de un campesino, de un siervo de los que cultivan las tierras… ¿Me querrías?

»—Te querría, sí, pase lo que pase.

»—¿Estás segura? »

—Sí.

«Hermenegildo calló unos segundos que se le hicieron eternos, después tomó fuerzas para confesarle:

»—Mi padre no es Leovigildo…

»Ella le miró con ojos de incomprensión.

»—Eso es imposible.

»—No, no lo es, mi padre fue un rebelde cántabro, el primer esposo de mi madre, un hombre que no poseía la sangre real de los baltos. Leovigildo me hizo pasar como hijo suyo, pero yo no soy hijo del rey.

»Ella comprendió que su esposo decía la verdad. Sin embargo, ya desde tiempo atrás Ingunda no estaba unida al príncipe godo con quien la habían desposado. Ingunda amaba al hombre, a Hermenegildo, y sabía que nada ya la podría separar de él. Sin embargo, ella no podía olvidar que era una mujer de estirpe real, hija y nieta de reyes; así que, con su acento suave del norte, pero en tono serio, le tranquilizó:

»—Leovigildo tampoco la tiene. Vos tenéis verdadera sangre real por vuestra madre… En cualquier caso, me da igual quién sea vuestro padre.

»Después, dirigiéndose a él con un enorme amor y convicción, continuó:

»—Yo te quiero por lo que eres. No me importa el tipo de sangre que circule por tus venas. Si tienes que enfrentarte a tu padre, yo me enfrentaré también a él. Además, he de decirte algo.

»La expresión de ella al decir estas palabras era misteriosa. Hermenegildo la observó entre enternecido y regocijado: “¿Qué le cruzaría por la mente a su bella esposa?“

»—Mi madre, la reina Brunequilda, ahora regente en el trono de los francos ante la minoría de edad de mi hermano Childeberto, quiere apoyaros, mi señor y príncipe. Me han llegado nuevas de la corte de Austrasia. A ella no le gusta el rey Leovigildo, quiere que su nieto, el que yo llevo dentro, llegue al trono de los godos. Tendréis toda su ayuda.

»—Vuestra madre y el reino de Austrasia están muy lejos.

»—Ella es poderosa entre los francos. Sus enviados me han ofrecido su cooperación. Estoy segura de que habrá guerra, y ésta será larga y difícil.

«Hermenegildo, que de pronto pareció adivinar el futuro, se entristeció:

»—Si el rey Leovigildo nos ataca, algo que antes o después ocurrirá, deseo que salves a mi hijo, que huyas…

»—Nunca te abandonaré.

»—¡Harás lo que te digo!

»Ella calló, sorprendida ante la energía de unas palabras que le produjeron un profundo dolor. Él, al advertirlo, continuó en un tono mucho más suave, casi en un susurro:

»—Y si muero, al menos protege a mi hijo…

»—¡Eso no va a ocurrir!

»Ingunda comenzó a llorar desconsoladamente. Él no sabía cómo calmarla. Una vez más comprobaba que no era una mujer fuerte sino una niña, aquella a quien un tiempo atrás le habían dado por esposa.»

La guerra civil

Recaredo calló unos segundos. Entraba en la parte más dura de la historia, en la guerra civil, cuando había luchado en el frente contrario a su hermano. Tras ese breve lapso de tiempo tomó ánimos para continuar el relato, confortado por la mirada dulce y amante de Baddo.

«Durante meses, mientras mi hermano Hermenegildo cambiaba enteramente su vida y sus lealtades, yo combatía en la Gallaecia. Una lucha complicada frente a unos enemigos, los suevos, bien adiestrados y que conocían el terreno. Soñaba contigo. Muchas noches te sentía cerca y me parecía hundirme en el placer profundo de tu cuerpo; pero al despertarme, tú no estabas. A menudo me parecía escuchar en sueños tu risa fuerte, y deseaba acariciar tu cabello rizado y castaño.

»Un rumor insistente comenzó a escucharse en el frente: la reina Goswintha deseaba unir la sangre goda con la franca; ya había casado a su nieta mayor con Hermenegildo. Ahora proyectaba matrimoniar a la pequeña, la princesa Clodosinda, conmigo; pero yo me sentía con suficiente fuerza ante mi padre como para posponer las proposiciones matrimoniales que Goswintha buscaba con tanto afán. Con distintas artimañas, pude ir retrasando el posible enlace. Mientras tanto, los correos atravesaban las Galias y las tierras hispanas, llevando y trayendo mensajes que, por un motivo u otro, postergaban las bodas francas.

»En aquel tiempo, yo estaba preocupado por Hermenegildo, de quien me llegaban noticias aisladas y poco consistentes. Sabía de su matrimonio con Ingunda. Al frente nos llegaron también los rumores de las peleas entre la católica princesa franca y la arriana reina Goswintha. Se conoció que Hermenegildo había sido nombrado duque de la Bética; pero, de pronto, un silencio sobre lo que estaba sucediendo en Hispalis se extendió por el reino. Esa falta insistente de nuevas, como si alguien me ocultase algo, llegó a intranquilizarme profundamente.

»Unos meses más tarde, mi padre llegó al frente del norte procedente de la corte de Toledo. La campaña contra los suevos se recrudecía; con él trajo tropas de refuerzo: hombres que provenían de Mérida, y entre ellos pude ver al frente de una cohorte a mi viejo amigo Claudio, quien, aburrido en la villa de sus padres en Emérita Augusta, se incorporó a la campaña contra los suevos. Me alegré mucho de su regreso al frente de combate. Sabes bien que Wallamir, Claudio, mi hermano y yo estábamos muy unidos. A Claudio le gusta la guerra y es un hombre alegre; nos contó con tono jocoso el casorio de Hermenegildo con la niña franca y muchos chismes de la corte. Por él supe los detalles de la llegada de Hermenegildo a Toledo y la actitud de mi padre para con él. Con la llegada de mi noble amigo hispano y con la de mi padre, la campaña tomó otro cariz, la suerte se puso de nuestro lado. Se rumoreaba que Leovigildo poseía un amuleto de poder; una copa sagrada y que, al beber de ella, se hacía invulnerable. Por otro lado, todos advertíamos que nuestros enemigos, los suevos, nada podían frente a la superioridad del eficiente ejército visigodo.

»Ya sabes que los suevos son salvajes, buenos jinetes pero no demasiado buenos militares porque no son disciplinados como nosotros, los godos. Mi padre Leovigildo me enseñó la importancia de la obediencia en el mundo militar. Decía que un capitán o consigue hacerse obedecer por sus soldados o es hombre muerto, que a un gobernante o se le acata o se le paraliza, que el poder del rey depende de la sumisión de sus súbditos. Sí, mi padre era un gran hombre, al que yo admiraba. Cualquier orden suya representaba para mí y para los capitanes del ejército, en aquella época, algo que debíamos respetar como proveniente de la mano de Dios Nuestro Señor. Su ascendiente se debía a sus éxitos militares, a su prestigio de buen guerrero y a que él mismo se hacía rodear por un aura de majestad.

»Él siempre se mostró orgulloso de mí. Yo le correspondía, sometiéndome a sus órdenes sin contradecirle. Al principio yo no sabía por qué él me prefería; ahora lo sé; ahora sé que soy su único hijo, el único descendiente de su sangre. Además, mi padre amaba a mi madre, mucho más que a la reina Goswintha, porque mi madre era una mujer digna de amor. Su muerte fue un castigo para él, los remordimientos le atormentaron toda su vida. En aquel tiempo, cuando estábamos juntos en la campaña del norte, él la recordaba con dolor; la nombraba únicamente como “tu madre”, sin pronunciar nunca su nombre. Cuando él hablaba así, ambos nos quedábamos callados y sospecho que algo dulce llegaba a su duro corazón.

«Alcanzamos finalmente la victoria sobre Miro, rey de los suevos; con ella un enorme tributo en oro pasó a engrosar las arcas de palacio. Así, de día en día, el reino de Toledo se engrandecía gracias a las campañas de mi padre. Cuando concluimos la guerra sabíamos que los suevos se rebelarían de nuevo, pero en aquel momento era necesario cerrar ese frente, pues otros muchos problemas reclamaban a Leovigildo en distintos lugares del reino.

»Y es que, a lo largo de todo su reinado, la guerra no había cesado nunca de ser su compañera de camino. En los primeros años mi padre había luchado en la Sabbaria, venciendo a los sappos; después, conquistamos Amaya y sometimos a los roccones. En el sur había rechazado a los bizantinos, conquistando Córduba; la ocupación de la ciudad le proporcionó un enorme prestigio. Fue en aquel tiempo cuando Leovigildo se ciñó con manto y corona para realzar su poder. Por último, en esta dura campaña habíamos vencido a los suevos, cuyo rey Miro hubo de rendir vasallaje al gran rey Leovigildo. Con este triunfo, mi padre había alcanzado la gloria de nunca haber sido vencido en batalla.

»El reino godo ardía siempre, en un lugar u otro. Después de haber sometido a los suevos, se produjo un levantamiento de los vascones, apoyados por los francos, cerca de los Pirineos. El rey decidió que regresásemos a la corte y enviar una parte del ejército hacia los Pirineos con Sisberto al frente. Los vascones fueron derrotados y mi padre fundó Vitoriacum
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en la llanura que preludia las montañas vascas.

«Regresábamos lentamente a Toledo, nuestro paso era cansino porque reflejaba el agotamiento de una larga guerra; llevábamos mucho tiempo fuera y convenía que aquel ejército victorioso encontrase su solaz en las tierras de la fértil vega del Tagus. Fue entonces, durante el camino, cuando poco a poco nos fueron llegando noticias sobre Hermenegildo. Supimos que después de haber vencido en Cástulo, había firmado una tregua con los bizantinos, a la que se había llegado sin la aquiescencia real; es más, contraviniendo las órdenes del rey. Mi padre montó en cólera ante tal indisciplina. No toleraba que nadie se opusiese a él; cuando menos, mi hermano Hermenegildo, a quien nunca quiso. Después supimos que se había acercado al catolicismo, la religión de los romanos. Mi padre, en un principio, se rio diciendo que era un pusilánime que se había pasado a la religión de su mujer y bromeó pensando en la ira de Goswintha. Pero cuando nos llegaron unas monedas acuñadas en Hispalis, en las que figuraba Hermenegildo como rey de la Bética, la ira del rey no conoció límites: aquello constituía ya una franca insurrección. Leovigildo, en un principio, no había querido inmiscuirse en aquellos asuntos, pero aquello rebasaba lo tolerable: la rebeldía se sumaba a la sedición.

»La noche anterior había tenido lugar una escena explosiva; mi padre se inflamó de rabia al ver las monedas que confirmaban la insubordinación de su supuesto hijo. Se aceleró la marcha hacia la corte; nos levantamos al alba y nuestro paso se hizo más rápido. Cabalgando junto a Claudio, tuve la oportunidad de interrogarle para calmar mi angustia:

»—¿Qué le ocurre a Hermenegildo? ¡Se ha vuelto loco! No tiene ejército ni apoyo entre los godos; los hispanos no saben luchar, ni son hombres de armas. No entiendo lo que le está ocurriendo. ¡Está cavando su propia tumba!

»—Tampoco yo puedo imaginarlo. Hermenegildo siempre se ha sentido postergado por tu padre. Y, en el fondo, algo había de verdad en ello… pero Hermenegildo no es un rebelde ni un traidor. Siempre ha estado del lado de la ley. Quizá su esposa católica le haya influido. En Hispalis está también Leandro, un obispo católico con el que tiene confianza. Los nobles hispalenses le habrán instigado contra el rey…

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