»Mássona intentó calmar al senador romano.
»—Los godos fueron aliados del antiguo Imperio romano, del que procedéis —dijo Mássona.
»—¿Creéis eso? ¿Vos, un obispo católico?
»—Sí, lo creo; y también pienso que deberíais absteneros de participar en esta guerra… Debéis respetar los acuerdos entre godos y romanos que provienen desde muy antiguo…
»—Nos oponemos a esos herejes arríanos a la mayor gloria de Dios.
»Mássona pensó en cuántas veces utilizaban los hombres el nombre de Dios para atacarse entre sí.
»—He de recordaros que Dios no quiere las guerras.
»Lucio bajó la cabeza ante la autoridad del obispo; después, éste habló en tono de súplica:
»—Me gustaría que invitaseis al duque godo a esta vuestra casa, al menos por esta noche. Deseo hablar con él de algunos asuntos que nos incumben a ambos…
»—Los deseos del obispo Mássona son, para mí, órdenes. El noble Hermenegildo puede quedarse en esta casa todo el tiempo que deseéis, pero su amigo deberá irse. No me gusta que se levanten las armas contra mí, en mi propia casa.
» Wallamir protestó, pues no quería dejar solo a Hermenegildo en casa del enemigo, sin protección; pero éste, que también deseaba hablar con Mássona, consiguió convencerlo para que regresase al campamento godo. Wallamir partió con el resto de las tropas rumbo a Cástulo, pero antes de salir le susurró a Hermenegildo que atacarían la mansión del romano, si no regresaba en un par de días.
»Le acomodaron en una hermosa estancia con un maravilloso mosaico de caza, con liebres, perdices y jabalíes en el suelo desgastado por el uso. Las paredes, aunque algo desconchadas, estaban cubiertas por un fresco con escenas mitológicas, la luz entraba a través de una pequeña ventana con rejas. Le trajeron agua para asearse y una túnica limpia. Cansado del largo día, se tumbó en el lecho, contemplando un fresco en las paredes que representaba la escena de la entrega de la esclava Briseida a Aquiles. Pensando en Ingunda, deseando estar junto a ella, entró en una ligera duermevela.
»Unos golpes en la puerta le despertaron. Era Mássona. En los ojos del obispo latía una mirada de afecto; quería pedirle que salieran, pues deseaba hablar con él en privado y el interior de la mansión no era el lugar oportuno, ya que los ojos y oídos de los criados, omnipresentes, eran otros tantos ojos y oídos con los que Lucio Espurio controlaba a sus huéspedes.
»Se alejaron de la casa, dando un paseo hacia el río. Atravesaron el camino delante de la zona de la basílica, y las casas de los múltiples siervos y asalariados de la domus, un nutrido poblado. En una amplia palestra se entrenaban los guerreros, que constituían la guardia del prohombre. Hermenegildo pudo apreciar el poderío militar de la casa de los Espurios.
«Caminaron por el campo; las mieses se doblaban por el peso del fruto. El campo amarilleaba por doquier. El sol descendía al fondo, en las montañas. Se escuchaba correr el río lleno de agua, un rumor que serenaba los espíritus.
»Por el camino le relató escuetamente a Mássona cómo le había sido arrebatada la copa. Finalizó diciendo:
»—He perdido la copa, no he cumplido la promesa realizada a mi madre.
»El prelado le tranquilizó:
»—Cumpliste con lo prometido, hijo mío, la copa llegó adonde debía estar. Tu promesa ha sido realizada, aunque motivos ajenos a ti hayan dado al traste con todos tus esfuerzos. Sin embargo, me preocupa profundamente que la copa de poder esté con alguien que no la merece. Ese alguien es el rey Leovigildo.
»Aunque la confianza ciega que siempre había depositado en Leovigildo hacía tiempo que había comenzado a debilitarse, Hermenegildo no era un traidor y debía fidelidad al rey, por ello protestó.
»—Es de mi padre, vuestro rey y señor, de quien habláis.
»Mássona le habló, de modo ajeno al protocolo, como cuando él era un muchacho en Emérita y le explicaba cosas.
»—Tú, como yo, sabes que el rey Leovigildo no debe poseer esa copa. Tu madre no quiso eso, por eso jamás le habló de ella. La copa no debe estar sometida a alguien que está lleno de ambición…
»De nuevo Hermenegildo defendió al rey, aunque quizás en su voz había una cierta inseguridad.
»—No debéis hablar así de mi padre. Sé que el rey os ha desterrado, pero sigue siendo el rey. Mi padre…
»—¿Vuestro padre…? Vos creéis que conocéis a vuestro padre y no es así.
»Mássona se detuvo como queriendo decir algo más, algo que no estaba seguro de querer decir. Hermenegildo se extrañó ante aquellas palabras. Una vez más, se dio cuenta de que había algo desconocido en su pasado, algo que él ignoraba.
»A veces pienso que mi hermano Hermenegildo siempre había intuido la verdad sobre sus orígenes; pero le ocurría como al enfermo de una dolencia mortal, que no desea oír un mal augurio y evita preguntar lo doloroso.
«Hermenegildo, sin pronunciar palabra, miró expectante a Mássona, quien comenzó a hablar de nuevo de la copa:
»—Recuerdas el día que hablamos en Emérita Augusta y te expliqué todo lo que conozco de la copa. Ese día te revelé que el cáliz sagrado tenía dos partes… Una copa de ónice y una copa de oro de origen celta. Te llevaste la copa celta, que era la que debía ser entregada al abad del monasterio junto a la cueva. Yo me quedé con la de ónice. Pues bien, me he dado cuenta de que esa copa no es mía, que de alguna manera te pertenece.
«Mássona buscó en sus amplios hábitos pardos. Del interior de una faltriquera sacó un pequeño cuenco brillante; lo levantó y de él salió un destello rojizo que brilló un momento al sol del atardecer.
»—Ésta es la copa auténtica, la copa que Nuestro Señor utilizó. Un vaso sencillo; pero de un material excepcional, no tiene adornos ni está cincelada… Cuando celebro en él, me parece que puedo notar que Cristo está cerca.
«Hermenegildo observó aquel vaso tan sencillo y, casi sin darse cuenta, extendió su mano hacia él. Mássona no sólo permitió que la tocase, sino que la dejó en sus manos. El joven miró hacia el fondo de la copa. En la piedra transparente y oscura le pareció ver un hombre barbado que le sonreía; la mirada más amable que nunca hubiese existido atravesó su corazón. En un segundo la visión cesó. Levantó sus ojos claros del interior de la copa y su mirada se encontró con la de Mássona.
»—¿También lo has visto?
»—Sí. Alguien que me mira desde el fondo de esa copa. Alguien con la mirada más amable que nunca jamás he conocido…
«Mássona se emocionó e, interrumpiéndole, le dijo:
»—Hijo mío, se necesita limpieza de corazón para ver lo que tú has visto. Yo he podido adivinar el misterio escasamente alguna vez. Leovigildo me persigue, creo que sospecha que la copa que tiene está incompleta. La forma más segura de esconder este vaso sagrado sería que tú lo guardases, sin decir a nadie que lo tienes. No puede llegar a tu padre. ¿Lo entiendes?
»—Yo nunca traicionaré a mi padre…
»—A no ser… —Mássona dudó.
»—¿ A no ser qué?
»—Que aceptes lo que es evidente para todos, excepto para ti.
»—No os entiendo.
«El obispo de Mérida titubeó durante un segundo más, en el que se concentró en sí mismo y pensó en la madre de Hermenegildo. Ella le había dicho alguna vez que llegaría el momento de decir la verdad a su hijo. Quizás éste era el momento. Algo se abrió paso en su interior y le pareció escuchar, dentro de sí, una voz femenina, muy suave, que le animaba a revelar la verdad. Consideró que la ocasión había llegado, la oportunidad de enfrentarse al pasado. Mássona habló despacio pronunciando las palabras con claridad, para no dejar ninguna duda y ser entendido.
»—Leovigildo, rey de los godos, no es tu padre.
»La ira encendió el rostro de Hermenegildo, quien exclamó:
»—De todas las patrañas que se me han dicho en mi vida, ésa es la que colma el vaso. Yo soy godo, hijo de godos, nieto de godos, orgulloso de mi estirpe.
»—¡Hijo mío! Eres nieto de godos, eres hijo de una princesa goda, hija de Amalarico, de la estirpe real de los baltos, pero tu padre no es Leovigildo.
»—¡No! ¡No es así! ¿Cómo puedes saberlo…? —gritó el joven.
»—Atendí a tu madre cuando llegó a Emérita. Estaba esperando un hijo. La princesa lloró muchas veces conmigo, diciéndome que su hijo iba a ser asesinado por el noble duque Leovigildo, su esposo. Ella, tu madre, sabía quién era el padre de la criatura.
»—¿Por qué nunca me lo dijo…?
»—Al principio, ella tenía miedo y tú eras un niño… Cuando te hiciste mayor, admirabas a Leovigildo y estabas orgulloso de tu estirpe visigoda…
»—No. No lo puedo creer…
«Mássona le miró compasivamente; la agitación y la incredulidad luchaban en el alma de Hermenegildo pero, en el fondo de sí mismo, sabía desde mucho tiempo atrás que lo que Mássona le estaba manifestando era la verdad. Siempre lo había intuido, siempre había sabido que algo en su pasado era oscuro.
»—Y… —Dudó al hacer la pregunta—. ¿Quién dices que es…?
»—Un guerrero cántabro… Su nombre era Aster, el mismo que tenía otro hijo, a quien creo que has conocido.
»—¡No! —gritó de nuevo Hermenegildo—. ¡No es posible!
»La cara de Hermenegildo se tornó pálida por la angustia; después, continuó:
»—Leovigildo siempre me ha reconocido como hijo suyo; delante de todos lo soy.
»—El rey Leovigildo quería fundar una dinastía, le venía bien aquel hijo de la princesa franca. Lo aceptó como suyo, pero nunca lo quiso. Dime, Hermenegildo… ¿Te has sentido amado alguna vez por el que dice ser tu padre?
»El joven guardó silencio. Todas las dudas, toda la amargura que había albergado en su interior los últimos años, se abrieron como en una cascada. De pronto, se le hicieron patentes los años de sufrimiento de su madre, y recordó al hombre a quien él había hecho prisionero en el norte, el jefe de los cántabros. Resonó en su mente el grito de Uma, en Ongar, y las miradas de todos los montañeses, fijas en él. Repasó también todas las humillaciones que le había infligido en los últimos años el gran rey Leovigildo, al que debía llamar padre. No, nunca se había sentido amado por el rey de los godos Leovigildo, sino más bien humillado, despreciado y postergado.
«Hermenegildo intentó una nueva defensa, más débil. Lo que Mássona le había revelado suponía un cambio total en todas las convicciones del príncipe godo.
»—El rey es recto, tiene un carácter noble y fuerte; por eso, a menudo, ha tenido que reconvenirme.
»—No. Nunca ha sido así con Recaredo. Cuando erais niños y vivíais en Mérida pude comprobar la diferencia, una diferencia que tú te negaste siempre a aceptar, porque amabas a Recaredo; le querías tanto que no podías sentir celos de él. Querías a Recaredo y aún te importa más que nada en el mundo, a pesar de vuestras diferencias. Considerabas que él era mejor que tú y que, por eso, merecía el trato de favor de tu padre. Y sí, ha habido un trato de favor… Si no es así, dime por qué a él le ha construido una ciudad de nueva planta en el Alto Tajo, por qué le protege tanto, y por qué te ha enviado aquí al sur, con los hispanos; lejos del ambiente de la corte, sin darte ayudas, en una guerra con los orientales en la que tienes todas las de perder.
«Hermenegildo parecía no escuchar lo que le estaba diciendo Mássona.
»—¿Él es su hijo?
»—Sí. Lo es.
»El joven duque de la Bética sintió unas enormes ganas de huir, huir de Mássona, huir de sí mismo y del que siempre había llamado padre. Poco a poco, algo se fue abriendo en su mente y todo el pasado se ordenó. Intentó evocar la faz del guerrero cántabro, rememoró su barba oscura y poblada, recordó sus ojos casi negros de mirar tan amable. Cayó en la cuenta de que el día en el que le capturó, le podía haber matado, y no lo hizo; le dejó vivir ante unas palabras de Lesso, que le hablaban de su madre.
»—Hijo mío, la copa es tuya. La copa perteneció siempre a la familia de Aster, tu padre; por tanto, es tuya. La copa es poderosa cuando está toda unida, el cuenco de ónice y la copa de oro celta. Debes recuperarla por entero y devolverla adonde corresponde. ¿Lo harás?
»En Hermenegildo ya no quedaban fuerzas para resistir; se había rendido a lo evidente, a lo que siempre había sospechado en el fondo de su corazón, a lo que había querido negar durante años.
»—Sí, lo haré…
»Miró a Mássona; en el rostro del príncipe godo persistía aún, una expresión de incredulidad. El labrantío se extendía ante ellos, la luz de la tarde rebotando en los campos de trigo y cebada. El que, hasta ahora, se había sabido hijo de un rey godo, ya no lo era. Todas sus reservas mentales se vinieron abajo. Necesitaba estar solo, pensar sobre todo aquello que le había golpeado y que no era capaz de asimilar. Entonces, levantó los ojos claros, sinceros, límpidos, hacia Mássona suplicándole:
»—Déjame. Quiero estar solo.
»Mássona lo entendió, le acercó el cáliz de ónice, que Hermenegildo tomó torpemente de su mano. Se separaron, Mássona volvió a la casa dejando tras de sí, la figura angustiada y encorvada de Hermenegildo, que se alejaba caminando por la orilla del río. A su paso, una bandada de patos levantó el vuelo. Después de un tiempo de andar errante, se sentó junto a los lirios de la rivera.
»Su mente estaba vacía. Sólo oía el ruido manso del agua, en su cabeza no había palabras y mantuvo el juicio en suspenso. El sol se ponía a lo lejos, con parsimonia, en aquella tarde de calor. Descuidadamente metió el cuenco de ónice en el río, lo llenó de agua y lo levantó. Miró en el fondo y le pareció ver a su padre, a su auténtico padre, que le vigilaba; su mirada era una mirada paterna, una mirada comprensiva y afectuosa. Y la paz colmó su corazón. Bebió de aquella agua del río en la copa; una nueva fuerza inundó su ser. La verdad, la única verdad de su vida se alzó ante él. De pronto, sintió un profundo desprecio hacia aquel hombre, Leovigildo, que había marcado su infancia y juventud. Todos los agravios, sufridos aquellos años, se removieron ante él. Recordó todos los padecimientos de su madre, la princesa franca. Reparó en que ahora era el momento de poner todo en su sitio, el momento de recuperar lo que era suyo. Consideró que su sangre era goda, pero también cántabra, como la de su verdadero padre, y que él estaba más cerca de los hispanos que de los godos. También entendió que aquella religión arriana no era la suya, no colmaba las ansias de verdad y de bien que siempre había albergado en el fondo de su corazón. Su padre, su verdadero padre, había sido un católico como Mailoc, como Lesso, como Mássona. Su madre también. Él había sido arriano para respetar la tradición goda. Ahora era libre de buscar la verdad.