Hijos de un rey godo (49 page)

Read Hijos de un rey godo Online

Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El judío

«La luz de la mañana le despertó. En cuanto recobró enteramente la conciencia, los problemas económicos y de abastecimiento de su ejército le agobiaron una vez más. Hermenegildo había enviado misivas a Toledo en repetidas ocasiones pidiéndole tropas y dinero a su padre, el rey Leovigildo, pero no había obtenido respuesta; sólo en una ocasión el rey le había contestado. Prefería no recordar su respuesta. En tono insultante, le informaba de que era al duque de la Bética al que le correspondía levar tropas en sus dominios, y que el erario real no podía hacerse cargo de ningún gasto más. Ahora que el rey construía ciudades y llenaba de boato la corte de Toledo, quería que le resolviesen la guerra del sur, contra los imperiales, sin dar nada a cambio. No iba a ayudar a aquel que siempre había resuelto las cosas por sí mismo. Hermenegildo se intentó convencer de que debía tener paciencia. Su padre siempre le había pedido imposibles y, ahora, una vez más, le pedía que consiguiese algo de lo que no se veía capaz.

»Se lavó vertiendo agua con una jarra en un lebrillo; al notar el agua fresca sobre la cara se despejó. Después se secó con un paño. Miró hacia el lecho, Ingunda dormitaba, se había revuelto entre los cobertores al oír el ruido del agua al caer, pero no se había despertado. En su cara de niña se dibujó una sonrisa suave. Salió sin despertarla y cruzó los patios. La guardia se cuadró ante él. Ágilmente, subió las escaleras que conducían hacia la biblioteca, el lugar donde Laercio solía trabajar. Allí lo encontró, redactando un escrito con cálamo y tinta. Abstraído en su trabajo, no notó la presencia del príncipe. Hermenegildo apoyó la mano en el hombro del jurisconsulto, quien se sobresaltó.

»—¿Cuadrando cuentas?

»El otro afirmó con la cabeza.

»—¿Cuánto…?

»—No llegamos a cien mil sueldos de oro, necesitaríamos más del doble para equipar un ejército que pueda emprender la campaña contra los bizantinos.

»—¿Qué proponéis?

»—Habría que imponer un nuevo tributo…

«Hermenegildo le apretó el hombro:

»—No puedo hacerlo, los aranceles del comercio están ya altos y es un tributo que debe llegar a la corte; en cuanto a los impuestos directos a la población, sólo puedo deciros que los hispanos se rebelarán y, a la postre, sería peor…

»—Debierais pedir un préstamo…

«Hermenegildo suspiró.

»—¿Cómo…?

»—Un préstamo, a pagar con el botín de campaña. Debéis hablar con los judíos.

»Ambos estaban preocupados, caer en manos de los prestamistas de la ciudad podría suponer una grave equivocación. Inquietos, salieron de la sala donde debatían estos asuntos, y accedieron al peristilo. En una sala había fruta y leche fresca, se sentaron discutiendo todavía la financiación de la campaña. Mientras estaban comiendo escucharon a una persona que se quejaba; una voz ronca gritaba de dolor. Rápidamente el joven príncipe se incorporó y se dirigió hacia el lugar de donde salía el lamento continuo.

»—¿Quién se queja? —preguntó Laercio.

»—Aquel viejo hispano, al que curé hace unas semanas, ha empeorado. Tiene fiebre y delira. Lo albergo aquí porque se quedó sin casa.

«Hermenegildo se introdujo en el laberinto de pasillos que conducía a la zona de los criados. En un catre, tumbado, se encontró al anciano a quien había curado un tiempo atrás. Estaba temblando de fiebre. Le miró los brazos; una de las manos, deforme por las quemaduras, había cicatrizado. La otra, en cambio, estaba tumefacta y purulenta. La infección posiblemente habría pasado a la sangre.

»—Está muy grave —dijo Hermenegildo—. Yo sé curar heridas sencillas del campo de batalla, pero habría que avisar al físico.

»El príncipe godo envió a buscarlo. Le apenaba ver a aquel anciano, agonizando debido a una injusticia; le preocupaba no haberle podido curar. Durante toda la mañana, siguió trabajando con Laercio. Al mediodía, Ingunda comió con ellos, no paró de contarle cosas que había descubierto con las mujeres de Hispalis. Su joven esposo la escuchaba, distraídamente, entretenido por su parloteo incesante.

»Por la tarde se hizo anunciar el físico. Hermenegildo reconoció enseguida al judío Solomon ben Yerak. Entró en el palacio encogidamente, haciendo reverencias a un lado y a otro. Le condujeron a la habitación del herido; allí comenzó a inspeccionar la mano. La que se había curado mostraba las cicatrices, pero la otra, envuelta en paños y grasa, se había gangrenado.

»—¿Qué opináis? —le preguntó Hermenegildo.

»—La única solución que tiene este hombre es amputarle la mano…

»El joven duque asintió. Él también había pensado lo mismo, pero no se consideraba totalmente capacitado para tomar una decisión tan seria, ni tampoco para realizar la intervención.

»—Sin embargo, puede morir… —dijo el príncipe.

»—No queda más remedio.

»El herido se quejaba continuamente, el roce con las sábanas le molestaba su miembro dolorido. Les miró suplicante.

«Entonces Hermenegildo habló:

»—Debemos cortarte la mano… ¿Me entiendes?

»El anciano negó con la cabeza.

»—Si no, morirás…

»—Soy viejo, ha llegado mi hora. —El anciano se expresaba lentamente—. No quiero entrar en el reino de Dios con un miembro menos. Mi señor príncipe, os agradezco todo lo que habéis hecho por mí.

»A Hermenegildo le conmovieron aquellas palabras.

»—Entonces sólo queda una solución… —dijo el físico—, aliviar el dolor.

»De unas alforjas, sacó un líquido, se lo hizo beber al anciano. Éste entró en la inconsciencia. Solomon dejó una buena cantidad de calmante para el anciano, y se levantó. Los gritos de dolor habían cesado.

»—¿Qué es?

»—Una solución de adormidera, lúpulo y opio.

»—¿Opio…?

»—Es una planta que mis barcos traen de Oriente.

»—Os agradezco que hayáis calmado el dolor de este hombre.

»—No durará más de un día o dos, tampoco la amputación era una buena solución, posiblemente no la habría resistido…

»—También podría haberlo salvado.

»—Quizá… —dijo dubitativo Solomon.

«Hermenegildo condujo al judío a una sala interior; allí les sirvieron un vino oloroso, que el judío bebió a placer.

»—¿Qué os debo por vuestros servicios?

»—Ya hace tiempo que no vivo de la medicina, que de todas maneras no da para mucho. Nada, mi noble señor, si un médico no cura, no recibe gratificación. Es la ley.

»—Lo sé, pero vos habéis aliviado a este hombre.

»—Para mí, la medicina no es algo que pueda pagarse. Yo no necesito eso para vivir.

»—Me han informado que sois el hombre más rico de toda Hispalis.

»El anciano sonrió.

»—Es así, tengo negocios en ultramar. Joyas, telas y paños venidos de Oriente, muebles de buena factura llegan a través de mis barcos a la ciudad. Ahora no son buenos tiempos. Los barcos godos y los bizantinos a menudo asaltan mis naves…

»Una idea se abrió paso en la mente del godo.

»—Necesitaría vuestra ayuda para derrotar a los bizantinos y que haya paz.

»—¿Paz? Nunca la habrá.

»El judío hablaba displicentemente, sabía que el príncipe buscaba algo, por lo que le preguntó sin rodeos:

«—Decidme… ¿Qué deseáis de mí?

»—Ayudadme a equipar el ejército que estoy levando frente a los bizantinos.

«—Puedo hablar con los judíos de mi aljama… ¿Cuánto necesitáis?

»—Cien mil sueldos de oro.

»—Hablaré con ellos…

»—Cien mil sueldos a devolver al finalizar la guerra…

«Hermenegildo pensó que si vencía a los bizantinos, no tendría problemas para devolver el crédito. Si era derrotado, es posible que no pudiese nunca más devolver nada.

»—Yo responderé por vos… —le dijo el judío.

»—Me tratáis con benignidad.

»—Conozco a los hombres. Aquí dicen que soy un prestamista y un usurero, pero yo soy ante todo un sanador, un hombre que conoce la humanidad. Vos sois un auténtico noble. Si vencéis, sé que me devolveréis el préstamo. Hay hombres en los que no se puede confiar; en vos, sí. Nunca prestaría nada a vuestro padre…

»A Hermenegildo no le gustó que hablase así del rey.

»—Espero que tengáis éxito en la campaña. Desearía que vinieseis a mi noble casa. Uno de mis hijos os admira y, a menudo, pese a mis prohibiciones, ha ido a ver los adiestramientos de vuestros hombres. Sé que mi hijo Samuel, al final, se irá con vos; lo quiera yo o no.

»De nuevo se escuchó el quejido del anciano, más amortiguado por el opio, y profirió un grito de dolor. Ambos se miraron y Solomon exclamó:

»—Lo quiera o no lo quiera, debemos amputarle la mano… Sufre demasiado.

»El anciano se despertó, su rostro mostraba un dolor desesperado.

»—Debemos cortarte el brazo…

»—Haced lo que queráis… Llamad a Leandro… —dijo el anciano romano—, sé que voy a morir.

Solomon envió al criado que le había acompañado a pedir sus instrumentos a su casa. Durante ese lapso de tiempo los tres hombres, el godo, el judío y el hispano, permanecieron callados en la misma habitación. El godo pensando en la campaña militar que se avecinaba; el judío, en su hijo que deseaba partir a la guerra; el romano, hundido en la semiinconsciencia del dolor, intuyendo, en los momentos de lucidez, que se aproximaba la muerte.

»No regresó el criado de Solomon sino su hijo Samuel. El joven era un muchacho fuerte que vestía con una túnica corta. Hermenegildo recordó, al punto, a aquel muchacho, que los días anteriores no había quitado ojo del adiestramiento de los soldados.

»Laercio administró de nuevo al anciano una pócima. Entre Hermenegildo y Samuel lo sujetaron. Solomon aplicó un torniquete al brazo, mucho más arriba del lugar donde estaba la gangrena. Pronto se oyó el ruido de una sierra cortando el hueso; Samuel no se inmutó, el joven estaba acostumbrado a aquellas tareas de su padre, al que acompañaba. Hermenegildo, a pesar de hallarse preparado para la intervención, no pudo evitar una sensación de náuseas y hubo de mirar hacia otro lado.

»La mano fétida y de color negruzco reposó al fin sobre el lebrillo. Solomon soltó el torniquete y dejó que sangrase el muñón, después comenzó a presionarlo con paños a los que ató con vendas. Al anciano inconsciente se le relajaron los rasgos de la cara que no eran ya de dolor.

»Le dejaron dormir. Hermenegildo se dirigió a Samuel:

»—En el ejército se necesitan físicos… Tú conoces el arte de la sanación, podrías ir con nosotros…

»—Nada me gustaría más, mi señor…

»Solomon intentó protestar, pero Hermenegildo le tranquilizó:

»—No le ocurrirá nada… Tu hijo aprenderá el arte de la guerra… y nos será muy útil.

»Alguien llamó a la puerta. Era Leandro.

»—¿Me habéis mandado llamar, noble señor?

»—Se ha amputado la mano a este hombre… Está muy grave y puede morir. Ha sido él mismo quien ha solicitado vuestra presencia.

»Leandro se quedó parado al ver a Solomon, se veía que no se encontraba a gusto con el judío.

»—Necesito estar a solas con este hombre —anunció secamente Leandro— para darle las recomendaciones del alma.

»—Nos íbamos ya —afirmó el príncipe saliendo con los judíos de la estancia.

»En la puerta de la casa, se despidió de los judíos afectuosamente. Los dos hombres se inclinaron ante él, en señal de respeto y sumisión. Hermenegildo regresó junto a Leandro, que salía ya de la habitación del enfermo.

»—Duerme plácidamente. Es un buen hombre…

»—Lo sé…

»El obispo y el duque godo se entendieron.

»—A veces, para que alguien se cure del todo es preciso amputar lo dañado. En la guerra ocurre igual, para ganar a veces hay que amputar el tejido dañado…

»—¿Os referís a los bizantinos?

»—Sí, y también algunos godos y romanos que no obedecen a la autoridad del rey.

»—No obstante, yo creo en un Dios que se humilló hasta tomar la forma de siervo. Que se dejó matar y no utilizó la ira. La violencia no es buena consejera…

»—Estamos en un mundo en guerra… —Hermenegildo hablaba enardecido—. A veces creo que mi padre tiene razón cuando dice que los católicos profesan una religión de esclavos. Es imposible que ese Cristo vuestro sea Dios y al mismo tiempo se deje humillar hasta el punto de ser ejecutado como un vulgar ladrón…

»—Tomó sobre sí nuestras culpas y pecados… Sólo Dios puede hacer eso…

»—No lo comprendo enteramente.

»—Algún día lo harás.

«Hermenegildo se quedó callado. “Algún día…”, quizá sí, pero ahora debía obediencia a su padre, y su padre era arriano. La religión del rey debería ser la suya.

»—Mi esposa desea que celebréis el rito cristiano en esta casa. No puedo consentir que acuda a la iglesia católica de la ciudad o tendré graves problemas con mi padre.

»—Eso me dará una oportunidad para acercarme a esta casa y consultar los libros que poseéis.

»—¡Seréis siempre bienvenido! Deseo que conozcáis a Laercio. En la corte de Toledo era el conde de los Notarios. Aquí se ocupa de la administración del gobierno de la Bética y es quien cuida de los libros y manuscritos de esta casa.

«Seguido por Leandro recorrieron las estancias y los patios de la casa, al fin subieron por las escaleras a la habitación en el solárium, donde se custodiaban los libros.

»—No os gustan los judíos… —le dijo Hermenegildo.

»—Según los más estrictos de entre nosotros mataron a Cristo…

»—No puedo creer que penséis semejante cosa, Cristo fue judío.

Además, ellos se defienden diciendo que los que mataron a Cristo fueron los judíos de Palestina, que los judíos hispanos han vivido aquí mucho antes de la muerte de Cristo…

»—Me da igual, son una camarilla, un grupo cerrado que sólo quiere el poder… Mercachifles y nigromantes… Os aconsejo que no os acerquéis a ellos.

»—Solomon ha curado a este buen anciano. Conozco los corazones de las gentes, es un hombre recto. Además, necesito su ayuda… dinero para la guerra.

»—No luchéis contra los bizantinos… Son poderosos, debierais aliaros con ellos… No os fiéis de los judíos, son unos usureros y gente maligna.

»—En todos los pueblos hay personas rectas y otros que lo son menos. No se puede juzgar a todos por el mismo rasero. Solomon me ha prometido su ayuda y la de sus hermanos y la voy a aceptar.

«Leandro movió la cabeza en señal de desacuerdo, amaba la paz y recordaba cuando era niño las guerras con los bizantinos. No se fiaba de los judíos, aquello era algo visceral que le había sido transmitido con sus otras creencias religiosas; en el fondo de su alma, había un rechazo profundo hacia aquella raza y no podía describir por qué.

Other books

While We're Far Apart by Lynn Austin
A Second Chance by Shayne Parkinson
Forbidden Surrender by Carole Mortimer
Hard As Rock by Olivia Thorne
Secretly Smitten by Colleen Coble, Kristin Billerbeck, Denise Hunter, Diann Hunt