»No debían hablar allí, delante de un tribunal donde se solventaban asuntos de estado, así que Hermenegildo regresó a su sitial. El chambelán de la corte presentó el pleito entre ambos obispos. Recientemente había fallecido el obispo arriano de Hispalis; según Ermanrico, obispo de Itálica, la sede le correspondía, pero aún no había llegado la designación real. Con la sede de Hispalis, le pertenecían una serie de iglesias que utilizaban los católicos; aquellas iglesias habían sido confiscadas años atrás a los romanos. El prelado fallecido había permitido que las usasen los católicos, más numerosos que los arríanos. A su muerte, Ermanrico quería recuperarlas.
»—Se me ha otorgado poder para nombrar un nuevo obispo arriano en esta ciudad y podría hacerlo. Entonces vos perderíais el control sobre esas iglesias que deseáis obtener.
»—Sí, mi señor.
»—Es mi decisión que no se nombre un nuevo obispo arriano, que vos seáis el obispo de la corte de Hispalis. Podréis celebrar en la iglesia palatina. Pero es también mi decisión que los fieles católicos conserven sus iglesias.
»—En cuanto a vos, obispo Leandro, deberéis respetar a los adeptos a la religión arriana.
»Los dos prelados besaron el anillo real y se inclinaron ante el príncipe. A Hermenegildo le dio tiempo de susurrar al obispo católico:
»—Nos veremos más tarde.
»En aquel momento se escuchó un ruido fuera de la sala, un correo solicitaba ser recibido. Hermenegildo con un gesto despidió a Leandro, y autorizó la entrada del correo, el cual llegó con la cara descompuesta por haber venido galopando, sin detenerse, desde un lugar lejano.
»—Los imperiales han logrado levantar el sitio de Cástulo
[20]
—anunció—. La ciudad de Cástulo había sido cercada por nuestras tropas varios meses antes. Pensábamos que estarían desfallecidos por el hambre y a punto de rendirse, pero no ha sido así. Les han ayudado y han salido de la plaza bien armados y pertrechados, con tropas de refresco.
»—¿Los romanos?
»—Ellos han sido… Los nuestros se han retirado al fuerte que hay más allá del río Sannil, y amenazan la fortaleza junto al río. Se ha corrido la frontera.
»—Esos lugares habían sido conquistados por mi padre, el rey Leovigildo; su pérdida sería una gran desgracia.
»—Ya no aguantan más, se necesitan refuerzos.
»—Los tendrán.
»Gundemaro intervino, bruscamente:
»—¿De dónde, mi señor? Nuestros hombres son escasos. El rey no ha enviado, con vos, nada más que una pequeña escolta.
»—Los romanos nos los proporcionarán, al igual que han favorecido la caída de Cástulo, favorecerán su reconquista… si les convencemos.
»El gobernador, de nuevo, observó con escepticismo al príncipe sin parecer convencido en absoluto. A Hermenegildo no le importó, estaba seguro de lo que hacía.
«Condujeron al agotado mensajero a las habitaciones de un cuartel cercano al palacio, para que se recuperase; salió desfallecido apoyado en dos soldados. Ya no había más peticiones de merced. Las audiencias habían terminado aquella mañana. Fuera una turba de soldados godos montaban guardia. Durante la recepción se habían oído sus voces que, en ocasiones, habían sido ruidosas. Hermenegildo se levantó, cansado de escuchar a tanta gente.
»Al salir, Gundemaro le preguntó:
»—¿Cómo habéis sabido que el noble godo no había participado en ninguna de las campañas?
«Hermenegildo se burló:
»—Soy adivino.
»El otro prosiguió sin inmutarse:
»—No lo creo… ¿Le conocíais de antes? En la ciudad se le conoce como un cobarde, un hombre pendenciero y ocioso, que nunca ha participado en ninguna acción militar.
»—No. Es la primera vez que le veo. El godo era un hombre fofo, arrogante, que nada hacía mover a compasión. Un hombre así no ha sufrido ni ha luchado. No es un guerrero.
»Era así. Aquel hombre, con su enorme panza, con su cara fláccida y sus brazos sin músculo, era imposible que hubiese empuñado un arma o hubiese realizado una acción guerrera.
»—Ha sido una buena jugada. Habéis abatido el orgullo del godo, y habéis hecho justicia. Los nobles godos se pensarán, muy mucho, no acudir a la llamada del rey, si tienen que pagar el tributo.
»—Lo sé.
»Hermenegildo estaba contento. Gundemaro continuó preguntándole:
»—¿Cómo pensáis aliaros con los hispanorromanos?
»—No lo sé; quizás hablando con ellos, quizá mostrándoles que tienen más que perder, al alejarse de los godos. Nosotros somos los aliados que el Imperio romano ha puesto a su cuidado. Mostrarles que los hombres orientales, los bizantinos, en el fondo están mucho más lejos que nosotros en pensamientos e ideas.
»—¿Así que con la palabra y sin la fuerza?
»—Pienso que sí. Los he convocado a un banquete en el palacio ducal. Me gustaría que vos, buen Gundemaro, jefe de la Guardia Real, estuvieseis presente.
»—Lo estaré, si así lo deseáis.
»—Sé que estáis casado con una dama virtuosa. ¿Cuál es su nombre?
»—Hildoara…
»—Bien. Me gustaría que vuestra esposa asistiese al banquete en el que convocaré a las autoridades romanas de la ciudad. La princesa Ingunda debería presidirlo; me gustaría que vuestra esposa estuviese pendiente de ella; Ingunda es aún muy joven para actuar como anfitriona.
«Gundemaro se sintió halagado por la confianza que el duque depositaba en él, dejando a la princesa franca al cuidado de su propia esposa.
«Franquearon varios patios, dirigiéndose hacia el triclinio, donde comerían algo. Antes de llegar allí, un hombre les estaba aguardando. Era el anciano de la mano herida. Al verlo, Hermenegildo se detuvo. El hombre, de baja estatura, se inclinó profundamente ante el príncipe, quien lo alzó, tomándole por los hombros. Hermenegildo se agachó aún más palpando las manos heridas. Los dedos estaban tumefactos y las uñas había desaparecido. Olía a podredumbre; algunos de los trozos de carne de la mano de color negruzco parecían a punto de caer. El joven duque de la Bética ordenó que le trajesen agua limpia y paños, así como vino y grasa. Delicadamente, lo condujo a un cubículo, al lado del patio, y allí, pronto, llegó lo que había pedido. En un lebrillo vertió agua con un jarro, dejándola correr sobre la mano herida; después, la limpió con un paño de lana fino, frotando con alguna fuerza. Al realizar esta maniobra, se desprendieron trozos de carne podrida y seca; la mano comenzó a sangrar. Después tomó vino, un buen vino blanco de alta graduación, y dejó que corriera sobre la extremidad quemada arrastrando la sangre. Cuando la mano se quedó en carne viva, la envolvió en grasa, cubriéndola con unas vendas limpias. Por último, ordenó que el anciano se quedase en el palacio, en las habitaciones de los siervos, hasta que mejorase.
«Gundemaro se sorprendió de lo que estaba viendo. Un godo, un príncipe godo, había tenido unas atenciones y cuidados hacia un romano impensables en la severa estratificación de la sociedad hispalense. Mi hermano amaba el arte de la curación y, cuando podía, lo practicaba. No curaba sólo por compasión sino porque le gustaba ejercer aquel arte, poder comprobar cómo un miembro herido iba cicatrizando.
«Aunque el sol estaba aún alto, la tarde decaía; había refrescado, era el momento del solaz. Seguido de Wallamir y otros nobles de la guardia, Hermenegildo salió de caza. La práctica cinegética los mantenía en forma para el combate y era la afición preferida de los nobles godos. Al alejarse del palacio, los hombres de la ciudad se paraban, viendo pasar a aquellos nobles a caballo. Alguna mujer reconoció al hijo el rey godo y, a gritos, se lo señaló a las vecinas.
«Recorrieron las orillas del Betis entre juncales. Pronto vieron su presa, una manada de patos nadando en las aguas mansas, más arriba de la ciudad. Desmontaron de los caballos, cargaron los arcos y apuntaron a las aves, que salieron en desbandada. Después lanzaron a los perros hacia las aves caídas en el cauce. Regresaron a la ciudad con las presas sobre sus monturas. Se hacía de noche.
«Hermenegildo se acercó a ver a Ingunda. La niña se echó en sus brazos, diciéndole ingenuamente que le había echado de menos. Él le mostró la caza y le contó sus andanzas en los juicios, la historia del noble godo y el anciano. Por último, añadió que Leandro vendría a verla. Ella le miraba con asombro, todo lo que él hacía le parecía bien. Cuando Hermenegildo le habló de la fiesta en el palacio, una gran fiesta de la que ella sería la anfitriona, ella abrió mucho los ojos y, en un momento dado, pareció que se iba a echar a llorar del susto. Después recobró la calma cuando él le prometió que estaría a su lado, y que una dama llamada Hildoara, la esposa del gobernador de la ciudad, la acompañaría.
»Unos días más tarde, al anochecer, el palacio se iluminó con multitud de antorchas y luces flotando sobre los estanques. Los invitados al gran palacio de los duques de la Bética fueron descendiendo de sus carruajes. Fuera, una multitud de ociosos y desocupados iba señalando la identidad de los convidados.
»—Hildoara, la esposa de Gundemaro…
»—El viejo Cayo Emiliano, menudo zorro.
»—El obispo arriano, Ermanrico, mal rayo lo parta, quiere quedarse con todas las iglesias…
»—Nuestro buen obispo Leandro.
»—Los nobles senadores Gaudilio y su esposa, la hermosa Justa…
»—El senador Lucio Espurio… hace tiempo que no viene por la ciudad, suele estar refugiado en su villa junto al Sannil, que es como una fortaleza.
»Los nobles hispalenses competían en joyas y aderezos por parecer más opulentos que los demás. Dentro, en el atrio del gran palacio, Hermenegildo y su esposa, risueños, iban recibiendo a los asistentes. Ingunda lucía un tocado de perlas que hacía resaltar su pelo dorado. Había crecido en el viaje y, con sus adornos de fiesta, parecía mayor. Hermenegildo la vigilaba, la princesa se comportaba con empaque, siguiendo las normas de la protocolaria y tradicional corte franca.
»Hildoara se inclinó ante la princesa; Ingunda, con un gesto digno a la vez que afectuoso, corrió a levantarla y la besó en ambas mejillas. La mujer de Gundemaro era una dama entrada en carnes, alegre y rosada. Pronto, Ingunda se colgó de su brazo como si fuese una vieja amiga y, a partir de aquel momento, no dejaron de hablar.
»Los invitados se acomodaron en unos divanes largos y cubiertos de cojines; delante había mesas bajas, con manteles purpúreos sobre las que se disponían las viandas. A los godos, aquellos divanes les resultaban incómodos, pues estaban acostumbrados a sentarse en la mesa militar, un tanto más alta y en un banco duro, pero enseguida se habituaron a la postura y lograron situarse confortablemente. La sala estaba dispuesta en una semicircunferencia en torno a un estanque central, detrás del cual se situaba un pequeño escenario, ligeramente más elevado que el resto. Allí tendrían lugar las actuaciones de juglares y danzarinas.
»Una nube de criados atravesó aquel enorme comedor al aire libre, llevando platos de olivas, puerro picado, huevos dispuestos en diversos guisos, cebollas tiernas, atún en vinagre, salchichas en rodajas y lechuga y marisco. La noche era cálida y estrellada, una noche de finales de junio. Sonó una música, de laúd y cítara, muy movida y alegre. Entonces aparecieron unas hermosas mujeres de cabellos oscuros, danzando un baile de ritmo ardoroso. Llevaban ajorcas en los tobillos que hacían sonar; los brazos subían y bajaban grácilmente, al son de la música. Cuando ésta cesó, Hermenegildo se levantó para ir saludando uno a uno a los magnates de la ciudad. Ellos se incorporaban del lugar en donde se hallaban recostados para saludar al duque, con quien entrechocaron los vasos de vino, achispados por la bebida.
»Las copas de los invitados se hallaban siempre llenas; un copera estaba pendiente de que así fuese. Cuando la conversación decaía se servía un vino más fuerte; cuando se exaltaba demasiado, el copero mezclaba agua en el vino.
»—Buen Cayo Emiliano, dijisteis que querríais darme sabios consejos…
»—Sí, mi señor —respondió el romano con voz trémula por el alcohol—, yo soy el único que puede salvar al reino.
«Hermenegildo, para sus adentros, se rio de él, se dio cuenta de que fanfarroneaba por el vino.
»—¿Ah sí? Estaré encantado de conocer todo lo que tengáis el gusto de sugerirme.
»—Conmigo, y no con Lucio Espurio… —al decir aquellas palabras arrastró el nombre del patricio— es con quien tenéis que hablar. Yo soy un hombre siempre leal a la causa goda, pero Lucio se ha vendido a los bizantinos. Él ha sido quien suministró hombres y alimentos a los de Cástulo.
»El rostro de Hermenegildo se tornó grave: no le gustaban las calumnias ni las murmuraciones.
»—¿Cómo sé que me decís la verdad? Eso que afirmáis es una acusación muy seria.
»—Puedo proporcionaros los albaranes de lo que se envió a Cástulo…
»—Entonces deberé preguntaros… ¿Cómo es que los poseéis?
»—Yo colaboré con él.
»—Eso no os deja en buen lugar, y unos albaranes de compra no demuestran nada…
»—Sí, si son de armas y han sido enviados a Cástulo.
«Hermenegildo se impacientó; le parecía todo poco creíble y además no entendía por qué de repente aquel hombre colaboraba de esa manera con él, cuando poco tiempo atrás estaba vendido a los bizantinos.
»—Lo que me estáis diciendo está penado por nuestras leyes como traición; podría encarcelaros.
»El otro sonrió con una mueca astuta.
»—No lo haréis. Me necesitáis demasiado y yo a vos.
»—¿Qué es lo que deseáis?
»—Arruinar a Lucio… Posee una villa cerca de Cástulo que es una auténtica fortaleza. Allí se refugia y es inabordable. Posee miles de siervos y una auténtica fortuna. Si deseáis parar las ayudas a los bizantinos tendréis que enfrentaros a Lucio y destruir su guarida…
»—¡Odiáis a ese hombre!
»—Sí, mucho. También odio a los bizantinos. En la guerra civil en tiempos del rey Atanagildo arrasaron las propiedades rurales de mi familia y me tuve que dedicar al comercio. Los negocios no me han ido mal, pero no perdono ni a los bizantinos ni a un hombre como Lucio Espurio, que se ha vendido a ellos. Yo soy hispano, de origen romano, no me gustan los griegos. Los bizantinos son ajenos a nuestro país y a nuestra cultura.
»—Los godos también somos extranjeros.
»Cayo sonrió, de modo complaciente, y alabó a la raza del príncipe, con quien estaba hablando:
»—Sois los continuadores del muy noble Imperio romano. A vosotros, el emperador os dio el poder. Prefiero a los godos que a las sanguijuelas griegas. ¡Mirad la Tingitana y las provincias africanas! ¡Se derrumban comidas a impuestos por los bizantinos, después de haber sido arrasadas por los vándalos! África era el granero del imperio, el paraíso donde todos los pueblos germanos soñaban llegar y, ahora, todos huyen de allí. ¡Hasta los monjes! No, prefiero a los herejes godos, herederos de Roma, que a los griegos, orientalizados y medio persas.