»—Los sabios griegos afirman que el alma es inmortal; sin embargo, el hombre muere y su cuerpo se corrompe. Dicen también que el alma es principio vital y que los animales tienen alma.
»El conde de los Notarios se resignó a ser interrumpido. Cuando Hermenegildo iniciaba un tema, no lo dejaba hasta sacar sus últimas consecuencias.
»—Todo eso es correcto —sonrió Laercio—, ¿qué problema te plantea esa doctrina filosófica?
»El príncipe godo enrolló el manuscrito y prosiguió con su razonamiento:
»—Según los griegos, el alma animal desaparece, el alma humana, no; porque es inmortal…
»Laercio cruzó los brazos sobre el pecho, se incorporó en el asiento y le contestó.
»—Alma quiere decir lo que «anima», lo que da vida. Los griegos llamaban alma a un principio de operaciones que coordina el funcionamiento de los seres vivos como un todo, que los conforma por dentro, que estructura los órganos y sentidos. Todo sistema que esté vivo, ya sea planta, animal o persona, está dotado de alma, si no fuera así, no existiría como ser vivo.
»—Las plantas mueren… su alma desaparece. A los animales les ocurre lo mismo. Dicen que el hombre pervive más allá de la muerte. ¿A qué se debe esto? ¿No somos los hombres como animales o como plantas?
»—Dime, joven príncipe, ¿para qué sirve una planta? ¿Cuáles son sus operaciones?
»—Crecer, dar frutos —le contestó Hermenegildo.
»—Eso es material. En los animales ocurre algo similar, la vaca nos da leche, un perro ladra o ataca. Todo eso es material. El hombre es diferente. Recuerda, ¿cuáles son las operaciones propias del hombre?
»—Según los clásicos, conocer y amar.
»—Esas operaciones no son materiales. ¿Cuánto pesa un pensamiento? ¿Cuánto mide el amor? Lo espiritual no se puede medir, contar ni pesar. Lo material muere; lo espiritual, no; tiene algo de eterno en sí mismo.
»Hermenegildo, que disfrutaba con aquella conversación, continuó en el mismo sentido profundizando aún más; se había sentado en una bancada, pegada al muro de piedra, uno de sus pies reposaba en ella; todo su cuerpo estaba relajado, escuchaba con gusto a Laercio, quien continuó:
»—Pensemos en Dios. Dios, claro está, es puro espíritu porque no muere. Es Uno, no se puede partir, ni romper.
»—He oído —afirmó Hermenegildo— que Dios piensa una Idea Eterna que es el Verbo; y ama un Amor Eterno que es Espíritu Santo. Todo ello es indivisible.
»—Ésas son las ideas católicas… ¿Dónde has oído eso? —dijo Laercio.
»—De niño escuché a Mássona en Emérita Augusta, mi madre me llevaba a oírle. Él fue quien me explicó el dogma católico sobre la Trinidad, era un hombre sabio. Me pareció una doctrina bella y profunda; sí, más elevada que esa de un semidiós que defendemos los arríanos.
«Laercio se mostró parcialmente de acuerdo con Hermenegildo.
»—¿Qué sentido tiene un semidiós?
»—¡ Ah! —se rio Hermenegildo—. ¡Claro que lo tiene! El Padre es superior al Hijo, tal y como los nobles y el rey somos superiores al populacho.
»—Un motivo bien poco filosófico; pero veo que te ríes de él…
»—Camino a Emérita Augusta conocí a un hombre y a su hermana, ellos también eran católicos, su cabeza estaba llena de sabiduría. El hombre del que os hablo creo que se llamaba Leandro, me recordó las ideas que mi madre me había explicado de niño y que yo no había podido olvidar.
»Al oír hablar de Leandro, Laercio se acordó de él.
»—¿El hombre del que habláis no sería el que estuvo aquí hace unos meses? Trabajó como copista. Le recuerdo bien; Leandro, hijo de Severiano. Vos mismo me lo recomendasteis.
»—No sabía qué había ocurrido con él; creí que finalmente no habría venido a veros.
»—Lo hizo y permaneció un tiempo entre nosotros. Procedía de Cartagena y había estado en Mérida, era un hombre formado en los clásicos, un romano.
»La expresión de la cara del hijo del rey godo cambió, la imagen de Florentina volvió a él. Deseaba conocer cómo estaba. Lentamente preguntó:
»—¿Qué sabéis de él?
»—Ya os dije que trabajó con nosotros unos meses; era un hombre muy bien dotado, con una amplia cultura, pero que no encajaba bien entre nosotros. Los copistas son amanuenses que únicamente transcriben textos. A él, como a vos, le gustaba filosofar. A menudo se paraba en su escritura y mantenía sabrosas discusiones conmigo. Era católico. Hablamos mucho de la Trinidad y del dogma que defienden los romanos.
«Laercio se detuvo y rio.
»—Casi me convence con sus teorías y creencias, pero yo soy perro viejo.
»—¿Qué ocurrió con él?
»—No estuvo mucho tiempo, los primeros meses de verano. Un día dejó de venir. Nos enteramos de que su madre estaba muy enferma y que, después, falleció. Vino a despedirse. Nos dijo que había decidido ingresar en Servitano, el cenobio que los monjes africanos han fundado en Servitum. Se llevaba con él a sus hermanos.
«Entonces Hermenegildo preguntó tímidamente:
»—Tenía una hermana…
»—Sí, creo que ella se fue a Astigis,
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a ingresar también en un convento.
»El hijo del rey godo se quedó pensativo. Si ella no iba a ser para nadie, si iba a ser para Jesucristo, aquel Dios Hombre, en el que ella creía, su dolor sería menor. Al fin ella había conseguido lo que quería. “En cambio a mí—pensó—, me empujan adonde no quiero.”
»No siguió la conversación con Laercio. Hojeó un libro, la antigua Biblia gótica de Ulfilas, un texto godo. El viejo lenguaje de sus antepasados se olvidaba en su pueblo. Ahora todos hablábamos un latín de sonido recio modificado por germanismos. Nuestros nombres se habían latinizado. Él era
Hermán hilde
, el guerrero fuerte; pero su nombre, latinizado, se había transformado en Hermenegildo. Su padre,
Liuv hilde
, el guerrero amado, se nombraba como Leovigildo, y yo mismo,
Rich red
, el rey famoso, se pronunciaba como Recaredo. Todos habían tomado las declinaciones latinas. Sí, desde hacía más de cien años los nombres godos habían pasado al román paladino, al lenguaje de un bajo latín de finales del imperio y la lengua gótica se perdía. Una nueva época comenzaba, una época en la que lo germano moriría avasallado por el poder de lo romano. Era verdad que los godos desdeñábamos a los romanos, a quienes considerábamos un pueblo servil, degenerado por su excesivo refinamiento. Sin embargo, nosotros, los godos —a pesar de nuestro poder militar y político—, envidiábamos la cultura y el saber del antiguo imperio ya muerto. Aquello era lo que todavía conservaban algunos romanos. Y, además, en Hispania, mucho más que en las Galias o en otras regiones del imperio, lo romano no había perdido del todo su pujanza, su poder fáctico. ¿No tenía, por ejemplo, el padre de Claudio hombres y tierras superiores a cualquier predio real? El rey, nuestro señor padre Leovigildo, había entendido que la fuerza del nuevo país que quería construir debía sustentarse tanto en lo hispano como en lo romano; por eso debía unificar el reino. Así, Leovigildo pretendía arrianizar a los hispanos, englobando a godos y a romanos en un nuevo imperio del que él sería el fundador. Mi padre era un visionario, un megalómano. Deseaba construir un futuro grandioso para su estirpe. Leovigildo magnetizaba a sus hombres con la fuerza de sus ideas. Los hacía fieles a él. Los dos, mi hermano y yo, compartíamos aquella devoción, aquel fervor ciego hacia nuestro padre.»
Recaredo calló, los pliegues de su cara se curvaron aún más en una sonrisa amarga, dolorida. Baddo captó que la devoción y afecto, que habían llenado la vida de su esposo y la de su hermano hacia Leovigildo, habían desaparecido hacía ya mucho tiempo. Baddo se acercó a él, le apretó su fuerte antebrazo y él siguió hablando:
«Recordando el pasado puedo decirte, ahora lo entiendo con claridad, que mi padre detestaba a Hermenegildo; aunque él hiciese todo lo posible para agradarle. Él, mi hermano Hermenegildo, era fuerte de cuerpo y de espíritu. Su nombre
Herman hilde
, el fuerte guerrero, le iba bien. Aunque sufría por los desplantes casi continuos de mi padre, le disculpaba. Pensaba que el problema estaba en sí mismo, que no actuaba correctamente. Además, de vez en cuando, ahora me doy cuenta, el rey le concedía, para atraérselo, algún privilegio, alguna dádiva o presente pequeño que hacían que olvidase cualquier desplante anterior. Por otro lado, Hermenegildo y yo nos teníamos, de alguna manera, el uno al otro. Además, nos rodeaban amigos tan cercanos como Claudio o Wallamir, y criados tan fieles como Braulio, Lesso y más adelante Román. El espíritu de mi hermano nunca estuvo amargado por los desplantes de mi padre, aunque siempre echaba de menos una pequeña alabanza, una palabra de aliento que nunca recibió.
»Los días de aquel invierno, en el palacio del rey godo, pasaron lentamente; como los copos de nieve posándose sobre las cúpulas y las torres de los palacios y de las iglesias de la urbe regia. A pesar del frío, Hermenegildo y Wallamir bajaban a entrenarse al gran patio de la fortaleza, junto a las escuelas palatinas.
«Hermenegildo trabajó con los jurisconsultos y con Laercio en la ley de matrimonios mixtos. Lograron subsanar los problemas que se derivaban de una situación que, desde casi cien años atrás, era ya insostenible. Por todo el reino, los matrimonios de tipo mixto eran una realidad patente. El rey Leovigildo, mi padre, había calado en la necesidad de solucionar el problema. Leovigildo no pudo menos que quedar satisfecho con la solución dada por los notarios a su consulta, en la que había colaborado, en gran medida, el propio Hermenegildo. Una solución que reconocía, incluso con carácter retroactivo, los derechos de los cónyuges así como los de los hijos habidos en aquellos matrimonios.
»Después el rey les encargó que realizaran un estudio para llegar a una síntesis de las dos religiones que se practicaban en el reino. Hermenegildo trabajaba en el nuevo plan de su padre cuando algo sucedió que cambiaría profundamente su vida. La princesa Ingundis, o Ingunda, arribó a Toledo.»
«Dicen que la ciudad de Toledo se engalanó ante la llegada de la princesa franca. Banderas y gallardetes cubrían las calles que iba a cruzar la futura desposada, y se habían llenado de alfombras de pétalos de flores y banderolas. La reina Goswintha había supervisado personalmente todos los detalles. Desde el puente sobre el Tagus hasta la fortaleza de los reyes godos, se dispuso un ejército de tiufados, sayones, espatarios, palafreneros, formando una guardia a lo largo de las calles por donde pasaría la princesa.
»Los reyes, con su hijo mayor, esperaban la comitiva, llegada de las Galias, al pie de la cuesta que conducía a la ciudad, junto al puente romano. Al aproximarse el cortejo, los vigías hicieron sonar desde las torres las trompas y timbales.
»El príncipe godo, sereno y al mismo tiempo impaciente, observó cómo el séquito de la princesa enfilaba el puente. Al frente de la comitiva, soldados francos a caballo con golas y armaduras de fabricación muy distinta de las que se usaban en la corte de Toledo. En el centro, una litera porteada por palafreneros, y detrás, carromatos para las doncellas de la princesa; por último, soldados a pie. Se fueron aproximando lentamente y, al llegar adonde la comitiva de los reyes godos les esperaba, los jinetes francos se distribuyeron a derecha e izquierda, dejando en medio y un tanto al frente la pequeña litera. Un lacayo depositó un escabel junto al carruaje de la princesa, las cortinillas se abrieron. Del interior asomaron unos borceguíes de cuero labrado teñidos en color claro, después, surgieron unas vestiduras de tela blanca, fina y suave, bordada con hilos dorados. Ágilmente, una joven de mediana estatura descendió del carruaje, ayudada por dos criados. Hermenegildo desmontó de su caballo y se acercó a ella, una adolescente menuda y rosada, de piel nacarada y grandes ojos azules. Era una niña, pero las nacientes formas de mujer se mostraban debajo de aquellas galas que la cubrían.
»Hermenegildo pensó que tenía ante sí un ser frágil y delicado, un jarrón de porcelana fina que se podía romper en cualquier momento, no una mujer con quien compartir el reino, la vida y el lecho. Tomó su mano y, al contacto, se dio cuenta de que de aquella pequeña mujer, tan delicada, fluía una suave fuerza. Los dos jóvenes se miraron mutuamente con curiosidad. Los ojos de él, con pestañas negras y de color azul intenso, se cruzaron con los de ella, sombreados de pestañas rubias y de un azul más claro, casi transparente. Cada uno adivinó en el otro que la boda era una obligación forzada. Después de aquellos segundos en los que se observaron con timidez y curiosidad, ella bajó la mirada. Entonces la niña se dirigió a su abuela, llamándola madre. La reina Goswintha sonrió con placer, contenta ante el donaire y galanura de su nieta. Al fin, Ingunda saludó al rey, realizando una reverencia, inclinándose hasta tocar con la rodilla el suelo. Leovigildo levantó a su futura nuera y la besó suavemente en ambas mejillas, contemplándola luego con curiosidad y un cierto sobresalto.
»Terminadas las presentaciones, la niña volvió a la litera, se cerraron las cortinillas y toda la comitiva emprendió el ascenso por la cuesta que conducía hacia el palacio.
»Al día siguiente tendría lugar la boda. Por la ciudad, se sucedían las fiestas; habían llegado cómicos, comerciantes y buhoneros de todas partes. El Tajo se había llenado de barcazas con luces y la música rebrotaba por todos los rincones; se escuchaban antiguos romances, música de cítaras y timbales. Al caer la noche, Toledo se iluminó con fogatas y las gentes bailaron alegres por las calles.
«Hermenegildo y Wallamir, vestidos como gente del burgo, se perdieron en el claroscuro de antorchas, entre las muchedumbres que se divertían. Cruzaron puestos de dulces de miel y quesos, pepinillos en vinagre, migas y gachas de almortas. En el cruce de unas calles, un saltimbanqui tragaba fuego. Una anciana buhonera se acercó a Hermenegildo y le leyó la mano. Le habló de una mujer rubia y de que moriría joven. Algo achispado por el vino, él se rio de la vieja. Hacía frío y se hacía tarde, pero no lo parecía porque la noche era clara, iluminada por fuegos y luminarias en honor a las bodas del hijo del rey y de la princesa franca. Cuando ya habían reído y bebido bastante, Wallamir felicitó a Hermenegildo:
»—¡Tienes suerte! Al menos, es hermosa, todo el mundo lo dice…
»En ese momento, Hermenegildo pareció despertar de un sueño; lo que celebraban eran sus bodas con alguien a quien no había escogido y a quien no amaba.